por Plinio Corrêa de Oliveira
“Legionario“, 28 de septiembre de 1947 (trechos)
Los grandes pecadores son los hijos enfermos para cuya cura se prodigalizan los tesoros de la Iglesia. Los grandes santos son los hijos sanos y operosos que reponen a todo momento, en el tesoro de la Iglesia, riquezas nuevas que sustituyan las que se emplean con los pecadores.
Todo esto nos permite establecer una correlación: para los grandes pecadores grandes gastos del tesoro de la Iglesia. O esos grandes gastos se suplen con nuevos lances de generosidad de Dios y de las almas santas, o las gracias se vuelven menos abundantes y el número de pecadores aumenta.
De ahí se deduce que nada es más necesario para la dilatación de la Iglesia que enriquecer siempre y siempre su tesoro sobrenatural con nuevos méritos.
Evidentemente, se pueden adquirir méritos practicando la virtud en cualquier parte. Pero existen, en el jardín de la Iglesia, almas que Dios destina especialmente a este fin. Son las almas que Él llama para la vida contemplativa, en conventos reclusos, donde unas almas privilegiadas se dedican especialmente a amar a Dios y a expiar por los hombres. Estas almas piden a Dios con coraje que les mande todas las probaciones que quiera, si con eso se salvan numerosos pecadores. Dios las flagela sin cesar, de una manera u otra, cogiendo de ellas la flor de la piedad y del sufrimiento para, con esos méritos, salvar nuevas almas.
Consagrarse a la vocación de víctima expiatoria por los pecadores: no hay nada más admirable. Tanto más cuanto que hay muchos que trabajan, muchos que rezan; pero, ¿quién tiene el coraje de expiar?
Este es el sentido más profundo de la vocación de los Trapenses, de las Franciscanas, Dominicas y de las Carmelitas, entre las cuales floreció la suave y heroica Santa Teresita.
Su método fue especial. Practicando la conformidad plena con la voluntad de Dios, no pidió sufrimientos ni los excusó. Que Dios hiciese de ella lo que quisiese. Jamás le pidió a Dios, ni siquiera a sus superioras, que apartaran de ella un dolor. Jamás le pidió a Dios o a sus superioras una mortificación. Su camino era una plena sumisión. Y, en materia de vida espiritual, una plena sumisión equivale a una plena santificación.
Su método se caracteriza, además, por otra nota importante. Santa Teresita del Niño Jesús no practicó grandes mortificaciones físicas. Se limitó simplemente a las prescripciones de su Regla. Pero esmerándose en otro tipo de mortificación: constantemente, mil pequeños sacrificios. Jamás la propia voluntad. Jamás lo cómodo, lo deleitable. Siempre lo opuesto de lo que pedían los sentidos. Y cada uno de estos pequeños sacrificios era una pequeña moneda en el tesoro de la Iglesia. Moneda pequeña, sí, pero de oro de ley: el valor de cada pequeño acto consistía en el amor de Dios con que se hacía.
¡Y qué amor meritorio! Santa Teresita no tenía visiones, ni siquiera los movimientos sensibles y naturales que a veces hacen tan amena la piedad. Aridez interior absoluta, amor árido, pero admirablemente ardiente, de la voluntad dirigida por la Fe, adhiriéndose firme y heroicamente a Dios en la atonía involuntaria e irremediable de la sensibilidad. Amor árido y eficaz, sinónimo, dentro de la vida de piedad, de amor perfecto…
Gran camino, camino simple. ¿No es simple hacer pequeños sacrificios? ¿No es más simple no tener visiones que tenerlas? ¿No es más simple aceptar los sacrificios en vez de pedirlos?
Camino simple, camino para todos. La misión de Santa Teresita fue la de mostrarnos una vía que todos pudiésemos surcar. Ojalá nos auxilie para recorrer este camino real que llevará a los altares no apenas una u otra alma, sino a legiones enteras.