Cruzado Español, Barcelona, Año III, Núms. 55 y 56, 1er y 15 de Julio de 1960, pags. 1, 2 y 3
«Cruzado Español» me honra reproduciendo en sus columnas buena parte de mi ensayo sobre «Revolución y Contra Revolución». Tal publicación me hizo ver que el asunto interesa a los lectores de dicha revista. Así es que me propongo, en la presente colaboración, tratar —por ahora ligeramente— de una cuestión que entra de lleno en el tema de mi ensayo, pero que, en gracia a la brevedad, no desenvolví tanto como hubiese querido.
Entraré en materia de un modo tal vez un tanto inesperado.
Hojeando escritos de San Juan Bosco («Biografía S.D.B.», B.A.C., Madrid, 1955) encontré (Págs. 157-58) la siguiente curiosa observación: «Primeramente, en cuanto a los malos, diré una sola cosa que acaso parecerá inverosímil, pero es ciencia cierta tal cual la digo: supongamos que entre 500 alumnos de un colegio, haya uno de vida depravada; de pronto llega un nuevo alumno, también él vicioso; son de distinta región y provincia, hasta de nacionalidad diversa, están en curso y local distinto, no se han visto nunca ni conocido nunca; pues, no obstante, al segundo día de estancia en el colegio, y tal vez a las pocas horas, los veréis juntos durante el recreo. Parece que un espíritu maléfico les hace adivinar quién está manchado de su misma pez o como si un imán demoníaco los atrajera para trabar íntima amistad. El «dime con quién andas y te diré quien eres» es un medio facilísimo de dar con las ovejas, sarnosas, antes de que se truequen en lobos rapaces. No son para colegios corrientes».
Testimonio de observador tan veraz, experimentado y competente en asuntos pedagógicos, no puede ser puesto en duda.
Ahora bien: este testimonio nos pone en presencia de un hecho que no es difícil observar asimismo entre adultos, ya sea en los episodios corrientes de la vida cotidiana, ya también en los grandes acontecimientos históricos. Cuando el mal llega a cierto nivel de profundidades de las almas, éstas aparecen dotadas de una agudeza de vista que les permite, a través de indicios que podrán parecer insignificantes para otros, llegar a reconocer de lejos a sus congéneres. A tal agudeza de vista júntase otra peculiaridad: una recíproca atracción que los une rápidamente, en íntima convivencia, a despecho de muchas circunstancias que les puedan separar: diferencia de origen, de edad, etc. Es fácil ver como de la conjunción de elementos de tal índole, se origina, naturalmente, un grupo y hasta una corriente que funciona como un tumor que destilase veneno.
- — La unión acentúa las características
En la intimidad del grupo, fórmase por la recíproca emulada, un ambiente diametralmente opuesto al ambiente general en que se encuentra.
- — La acentuación de las características, engendra el odio
Tal diversidad engendra, necesariamente, antipatía, fricciones, odio contra la mayoría. Tal odio podrá conservarse encubierto, por motivos de convivencia, pero, en algunos casos (no siempre), la misma necesidad de callar, aumentará su virulencia.
- — El odio concita a la lucha
Es una consecuencia forzosa. Quien se encuentra mal en un ambiente, pugna por modificarlo. Y al enfrentarse con obstáculos, pugna por eliminarlos. Si estos obstáculos no se dejaran eliminar pasivamente, darán lugar a la lucha.
- — La lucha conduce al proselitismo y a la combinación de esfuerzos
Es natural que un núcleo de malos no sólo atraiga a sus congéneres por la fuerza de imantación, tan acertadamente descrita por San Juan Bosco, sino por la tendencia a la expansión, inherente a cuanto es intensamente vivo, así como por la necesidad de reclutar soldados para la lucha, que es como procura aumentar el número de sus adeptos. La conjugación de esfuerzos resulta de un imperativo natural, que no requiere explicación alguna.
- — La permanencia de tales esfuerzos articulados, da lugar a una organización
También esto es obvio. Elementos ligados entre sí permanentemente, por afinidad profunda de mentalidades, identidad de objetivos e íntima trabazón de esfuerzos, no tardarán en elaborar un sistema ideológico, un programa y una técnica de acción comunes, y a constituir un órgano directivo. En este momento, estará trazado el itinerario que va del hecho elemental de la existencia de algunos «malos» que se intuyen recíprocamente y se ponen en contacto, hasta la formación de una asociación. Oculta como la masonería, semioculta como el jansenismo o el modernismo, declarada como el luteranismo o el comunismo, esta asociación se apresta al combate en todos los terrenos, ideológico, artístico, político, social, económico, etc., para la conquista de sus objetivos. En una palabra, hace Revolución.
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La causa motriz de toda esta sucesión de fenómenos es el odio al bien, engendrado por la perversión, cuando ésta alcanza cierto nivel de profundidad.
Insisto en tal aseveración. Y sé que, cuando la perversión alcanza tal nivel de profundidad, despierta esa misteriosa capacidad de detección y atracción mútuas, que San Juan Bosco describe, y que constituyen el punto de partida inicial de toda Revolución organizada. Un gran número de personas simpatiza con los buenos, y si cometen algún pecado, lo hacen con vergüenza y tristeza. De gente así, mientras no caiga mucho moralmente, no ha de recelarse una conjura. En otros, la perversión llega a atacar a fondo la humildad, hasta tal punto que ocasiona una cínica indiferencia ante el pecado, y hasta una rebelión contra los buenos y el bien. Y no se diga que el ser racional es incapaz de odiar el bien.
Huelga recordar aquí los «distingos» que el asunto comporta. Recordemos, sencillamente, que si esto fuese pura y simplemente así, los ángeles malos no habrían odiado a Dios, que es el Sumo Bien. Aparte de esto, tal aversión puede consistir simplemente en una antipatía. Puede ésta, pues, engendrar incomprensiones, fricciones, incidentes, sin por eso dar origen a una conjura o una lucha, pero existen casos que denuncian un estado de espíritu mucho más agresivo. En tal sentido, el odio de Caín contra Abel me parece característico. Más aún el del Sanhedrín contra Nuestro Señor.
Pasando de este hecho excelso a un hecho contemporáneo, ocúrreme una noticia que leí recientemente. En los EE.UU., un grupo de «play girls» agredió a una joven colega, reduciéndola a un estado físico deplorable. Interrogadas por la policía, las delincuentes declararon que no tenían queja personal alguna contra la víctima. La única razón de su actitud agresiva fue que aquélla era tan ejemplar en sus estudios, su comportamiento y su indumentaria, que el mero hecho de su existencia parecía insoportable a las agresoras. Si imaginamos tal estado de ánimo observado, no en unas furias sin inteligencia ni serenidad, sino en personas equilibradas, ponderadas y tenaces, habremos llegado a la conclusión de lo que da origen a una pujante y peligrosa asociación que podrá ocasionar el fin de una era histórica.
Casi todas estas consideraciones son bastantes conocidas, al menos analizadas una por una. Pero, en general, éstas se presentan al espíritu confusas y aisladas. Puestas de manifiesto y reunidas dentro de un cuerpo de doctrinas y observaciones, en forma de rasgos coherentes y unidos, entresacamos algo nuevo. Demostraré, en breves palabras, en qué consiste este algo.
Por cuanto recordamos, a lo largo de este estudio han sido puestos en evidencia dos aspectos del mal. Uno engendra la Revolución. Y el otro, a presencia del fenómeno de la Revolución, ¿a qué actitud induce? Por el mismo principio de atracción del mal por el mal («simile simili gaudet»), que es la explicación profunda del fenómeno tan agudamente observado por San Juan Bosco, se desprende que el mal más sutil queda atraído, hipnotizado y dominado por el más intenso. Así se explica que las corrientes moderadas de la Revolución nunca luchan seria y duraderamente contra las corrientes extremas. Los girondinos, en el siglo XVIII, los partidarios de la Monarquía parlamentaria inglesa en el XIX, los partidarios de Kerensky en el siglo XX, situados frente a la Revolución, acabaron cediendo, una y otra vez, aun cuando lucharan con las armas en la mano, contra la misma y vencieran temporalmente. Así, la burguesía francesa venció a la Comuna de París, y según las apariencias, opuso un dique a la Revolución. Mas, enseñoreándose del poder, esa misma burguesía favoreció el desenvolvimiento del proceso revolucionario. Más aún. Puestos entre la Revolución y la Contra-Revolución, los revolucionarios moderados fluctúan, por lo general, tratando de plantear conciliaciones absurdas. Pero, en último término, favorecen sistemáticamente a la primera contra la segunda.
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Sin embargo, ¿cómo se explica esto, cuando tantas veces los intereses económicos más patentes y cuantiosos, las distinciones más enorgullecedoras, la formación tradicional más profunda, los motivos de parentesco y amistad más inmediatos y tiernos, habrían de inducir a los «moderados» a aliarse con la Contra-Revolución? ¿Cuántos fueron, en las hileras de los «moderados», los hombres de talento que dispusieron de todos los recursos intelectuales para ver que sus perpetuas capitulaciones les iban arrastrando al abismo, y con ellos a toda su descendencia y, no obstante, fueron cediendo, sistemáticamente, cual si ese mismo abismo les fascinara fatalmente?
Responder a esta pregunta es explicar la causa más esencial de las victorias sistemáticas de los extremistas, en los procesos revolucionarios, pues éstos fueron siempre, o casi siempre, poco numerosos, poco brillantes o faltos de dinero. Sus victorias, en la mayoría de los casos, fueron debidas a timidez, ceguera, flaqueza y a resignación de los «moderados», generalmente ricos, influyentes, numerosos e, invariablemente, a disposición de aquéllos, al preferir todo menos apoyar seriamente las huestes de la Contra-Revolución, generalmente también poco numerosas, pobres, etc. Sin duda alguna, la inercia y el miedo son características de las clases adineradas, y explican, en parte, este fenómeno. Para nosotros no tiene explicación. Pues, por un lado, no todas las clases ricas son vacilantes y medrosas. Por ejemplo, no adoleció de este defecto la nobleza europea, en la época de las Cruzadas y de la Reconquista. Son, pues, las elites decadentes las que adolecen de este mal.
Mas, el miedo de las elites decadentes no lo explica todo. Notorio es que si revelan tener miedo al extremismo revolucionario, también es manifiesto que emiten ideas pasajeras e involuntarias de simpatía hacia dicho extremismo, y de otra parte, en relación con el radicalismo contra-revolucionario, no manifiestan miedo, sino una antipatía mal velada y sistemática.
Además, esta simpatía y antipatía, tan estables e impulsivas, tienen que desempeñar forzosamente un papel que sería equivocado subestimar, teniendo en cuenta la actitud de los revolucionarios «moderados». Aparte de eso, ¿cómo se explica esa simpatía? ¿a qué obedece? Los «moderados», aparentemente tan apegados al dinero, a la salud y a los placeres del espíritu revolucionario, sólo temen a unos pocos contagios. ¿Será que ellos, en este caso, son idealistas abnegados (claro está, en el mal sentido de la palabra)? Las apariencias dirían que no. Pero los hechos, bien observados, demuestran que éstas lo son en cierto modo, y que ese «idealismo» desempeña un profundo papel en su psicologia y actitudes. ¿De qué modo?
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El espíritu revolucionario constituye una grave deformación doctrinal y moral. Y esto, a pesar de coexistir, en muchos casos, con costumbres incontaminadas y una indiscutible probidad en los negocios. San Pío X, en la Encíclica «Pascendi», hizo notar este particular, en lo que respecta a los modernistas. Quien tenga este espíritu, aunque sea por participación, se incorpora en la misteriosa dinámica del mal, descrita por San Juan Bosco. El espíritu revolucionario, en su forma moderada, si no suscita aquella capacidad de mutuo conocimiento y articulación dinámica, produce un fenómeno análogo, pero más franco. Este fenómeno es una antipatía profunda, aunque discreta y sutil, contra todo lo que se opone a la Revolución. Tal antipatía tiene de particular el hecho de que casi nunca se engaña, y que cualquier manifestación del espíritu contra-revolucionario, aunque sutil y velada, la discierne y rechaza, y hasta hostiliza. Es por esto que, sin llegar a tomar la iniciativa de sacrificar sus intereses en pro de la Revolución, acepta, sin más protestas, este sacrificio, y quizá se consuela con ello, por el mero hecho de que su profunda antipatía frente a la Contra-Revolución quede satisfecha con los progresos de la Revolución.
El hecho es espantoso. Y sería, incluso, increíble, si no fuese patente en el mundo entero. Cuántas estirpes Aristocráticas o burguesas hay, destrozadas y arrojadas por la Revolución, que renuncian a cualquier lucha y viven resignadas y casi alegres, en una situación oscura y casi proletaria, perfectamente integradas en el mundo revolucionario, cuyas víctimas son. Escribiendo esto, pienso en numerosos exilados rusos, y más particularmente en tantos clérigos cismáticos que no se preocupan de otra cosa que de algún acuerdo con el comunismo. ¿Desaliento? En parte, sí. Pero desaliento sin rencor, casi alegre, en el que se ve claramente la sonrisa de una secreta simpatía, quizá subconsciente. De donde bien se ve que no es el interés el que guía a la Historia, y que ésta no es, sobre todo, un gran conflicto de intereses, sino de principios, una lucha entre la Verdad y el Error, entre el Bien y el Mál, la Luz y las Tinieblas.
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¿Cuál es el papel del demonio en esta lucha? O, por lo menos, ¿cuál es su acción en el fenómeno descrito por San Juan Bosco? En el texto citado, el Santo admite claramente, como plausible, la acción preternatural. Por nuestra parte, estamos persuadidos de que ésta es inmensa. Mas este aspecto del problema no forma parte del tema de este artículo, en el cual hemos querido esbozar brevemente los ribetes psicológicos de orden natural, que operan por sí mismos, mas sobre los cuales el demonio puede ejercer influjo y actuar con frecuencia y terrible eficacia, para hacer de los hombres instrumentos y víctimas de la Revolución, de la que él fue el primero —y continúa siendo— factor principal.