Catolicismo, Octubre de 1953 (*)
Por Plinio Corrêa de Oliveira
Vitral representando la entrada triunfal de Santa Juana de Arco en Orléans (Catedral de la Santa Cruz,
Orléans, foto de Giraud Patrick). Ella fue un ejemplo típico de virtud heróica praticada non sólo por medio de actos capaces de causar alabanzas y aplausos, pero también colera y reacción.
¿Odiar es pecado? ¿Si, no? ¿Por qué? Si alguien se encargase de hacer entre nuestros católicos una encuesta a este respecto, recogería respuestas muy curiosas, revelando en general una pavorosa confusión de ideas, una falta de lógica fundamental.
Para mucha gente, todavía intoxicada por restos del romanticismo heredado el siglo XIX, el odio no es sólo un pecado, sino el pecado por excelencia. La definición romántica del hombre malo es el que tiene odio en el corazón. A contrario sensu, la virtud por excelencia es la bondad, y por esto todos los pecados tienen una atenuante si son cometidos por una persona de “buen corazón”. Es frecuente oír frases como ésta: “pobre X, tuvo la debilidad de ‘casarse’ en Uruguay (en la época, equivalía a un divorcio) pero, en el fondo es muy buena persona, tiene un óptimo corazón”. O si no: “pobre ‘Y’, dejó robar en su trabajo, pero fue por exceso de bondad: él no sabe decir NO, a nadie”.
¿Qué viene a ser el “buen corazón”?
Evidentemente, no se trata de un corazón propiamente dicho, sino de un estado de espíritu. Tiene “buen corazón” quien experimenta en sí, muy vivamente, lo que sufren los otros. Y que, por esto mismo, nunca hace sufrir a nadie.
Es por “buen corazón” que una persona puede dejar sistemáticamente impunes las malas acciones de sus hijos; permitir que la anarquía invada la sala de clases en que enseña, o entre los obreros que dirige. Una reprimenda haría sufrir, y a esto no se resuelve el hombres de “buen corazón”, que mismo sufre demasiado haciendo a los otros sufrir.
El “buen corazón” sacrifica todo a este objetivo esencial, que es evitar el sufrimiento. Si ve a alguien que se queja del rigor del Decálogo, piensa inmediatamente en reformas, ablandamientos, interpretaciones acomodaticias. Si ve a alguien sufrir por envidia por no ser noble, o millonario, piensa luego en democratización. Si es juez, su “bondad” lo llevará a hacer sofismas con la ley para dejar impunes ciertos crímenes. Policía, a cerrar los ojos a hechos que su deber le impondría que reprimiese. Director de prisión, querrá tratar al sentenciado como una víctima inocente de los defectos de la época o del ambiente; y, en consecuencia, instaurará un régimen penal que transformará la casa de corrección en punto de encuentro de todos los vicios; en que la libre comunicación entre sentenciados expondrá a cada uno al contagio de todos los virus que aún no tiene. Profesor, aprobará de modo soñoliento y bonachón a alumnos que merecerían como máximo un 2 o un 3. Legislador, será sistemáticamente propenso a todas las reducciones de horas de trabajo, y a todos los aumentos de salarios. En política internacional, será a favor de todos los “Munich” (referencia al pacto entreguista firmado por Francia e Inglaterra con Hitler), de todas las capitulaciones imprevidentes, perezosas, inmediatistas, si ellas salvan la paz por algunos días más sin gasto de energía.
Subyacente a todas estas actitudes está la idea de que en el mundo sólo hay un mal, que es el dolor físico o moral: en consecuencia, bien es todo cuanto tiende a evitar o a suprimir el sufrimiento, y mal es lo que tiende a producirlo o a agravarlo. El “buen corazón” tiene una forma especial de sensibilidad, por la cual se emociona frente cualquier sufrimiento, y defiende a cualquier individuo que sufre, como si fuera víctima de una agresión injusta. Dentro de esa concepción, “amar al prójimo” es querer que él no sufra. Hace sufrir al prójimo es siempre y necesariamente odiarlo.
Esto engendra en el hombre de “buen corazón” una psicología muy especial. Todos los que tienen celo por el orden, por la jerarquía, por la integridad de los principios, por la defensa de los buenos contra las embestidas del mal, son desalmados, pues “hacen sufrir” con su energía a los “pobres infelices” que “tuvieron la debilidad” de caer en algún desliz.
Y si en relación a todos los pecadores de la tierra el hombre de “buen el corazón” tiene tolerancia, es muy explicable que odie al hombre de “mal corazón” que “hace sufrir a los otros”.
Estas son las líneas generales en que se puede sintetizar un estado de espíritu muy frecuente. Claro está que señalamos un caso en tesis. Gracias a Dios, sólo un número relativamente pequeño de personas llega en todos los campos a estos extremos. Pero es frecuente encontrar gente que en diversos puntos actúa enteramente así.
Y constituyen una multitud aquellos en los que se encuentran por lo menos trazas de este estado de espíritu.
Aún aquí, algunos ejemplos son esclarecedores. Para mostrar cuanto este mal está entrañado en el brasileño, escojamos esos ejemplos en la manera de hablar y de sentir comunes entre los católicos.
Para que se entienda bien lo que hay de errado en los ejemplos que vamos a dar, comencemos recordando rápidamente cual es en este asunto la auténtica doctrina católica.
Para la Iglesia el gran mal en este mundo no es el sufrimiento, sino el pecado.
El gran bien no consiste en tener buena salud, mesa abundante, sueño tranquilo; en gozar honras, en trabajar poco, sino en hacer la voluntad de Dios. El sufrimiento es ciertamente un mal. Pero ese mal puede en muchos casos transformarse en bien, en medio de expiación, de formación, de progreso espiritual.
La Iglesia es Madre, la más tierna, la más solícita, la más cariñosa de las madres. De ella se puede decir, como de Nuestra Señora, que es la Mater Amabilis, Mater Admirabilis, Mater Misericordiae. Así, ella procura siempre, procura hoy, hasta el fin de los siglos procurará cuanto pueda apartar de sus hijos, y de todos los hombres, cualquier dolor inútil. Pero nunca dejará de imponerles el dolor, en la medida en que la gloria de Dios y la salvación de las almas lo pidan.
Ella exigió de los mártires de todos los siglos que aceptasen los tormentos más atroces; ella pidió a los cruzados que abandonasen el confort del hogar para enfrentar mil fatigas, combates sin cuenta, la propia muerte en tierra extraña. Y aún en nuestros días ella pide a los misioneros que se expongan a todos los riesgos, a todas las fatigas, en los rincones más inhóspitos y lejanos. A todos los fieles, ella pide una lucha incesante contra las pasiones, un esfuerzo interior continuo para reprimir todo cuanto es malo. Ahora, todo esto supone sufrimientos de tal monto, que la Iglesia los considera insoportables para la debilidad humana, al punto de enseñar que, sin la gracia de Dios, nadie puede practicar en su totalidad y durablemente los Mandamientos.
Todos estos sufrimientos, la Iglesia los impone con prudencia y bondad, es cierto, pero sin vacilación, sin remordimiento ni debilidad. Y esto, no a pesar de ser buena madre, sino precisamente porque lo es. La madre que sintiese remordimiento, vacilase, flaquease al obligar a su hijo a estudiar, a someterse a tratamientos médicos dolorosos pero necesarios, a aceptar castigos merecidos, no sería buena madre.
Este procedimiento, la Iglesia lo espera también de sus hijos, no sólo en relación a sí mismos, sino en relación al prójimo. Es justo que nos dispensemos de dolores inútiles y evitables. Debemos tener con el prójimo entrañas de misericordia, doliéndonos con sus padecimientos, no escatimando esfuerzos para aliviarlos. Sin embargo, debemos amar la mortificación, debemos castigar valientemente nuestro cuerpo y, principalmente, combatir con ahínco, clarividencia, meticulosidad los defectos de nuestra alma. Y como el amor al prójimo nos lleva a desear para él lo mismo que para nosotros, no debemos dudar en hacerlo sufrir, desde que sea necesario para su santificación.
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Ahora, en la aplicación de estos principios es fácil señalar muchos desvíos ocasionados por la concepción romántica el “buen corazón”.
Es de “buen corazón” tener cierta condescendencia con formas veladas de divorcio, por pena de los cónyuges; ser a favor de la abolición de los votos religiosos y del celibato sacerdotal, por compasión de las personas consagradas a Dios; considerar con laxismo los problemas relacionados con la limitación de la prole por pena de la madre, etc.
En otros campos, el “buen corazón” consiste en ser contrario a las polémicas, aunque justas y temperantes; contra el Santo Oficio, contra la Inquisición (aunque sin los abusos a que dio ocasión en algunos lugares), contra las Cruzadas, porque todo eso hace sufrir. Aun en otros campos, el “buen corazón” consiste en no hablar del demonio, ni del infierno, ni del purgatorio; en no avisar al enfermo que su muerte está próxima; en no decir a los pecadores la gravedad de su estado moral; en no hablarles de mortificación, ni de penitencia, ni de enmienda, porque todo eso hace sufrir.
Hemos visto a un educador católico que se manifiesta contra los premios escolares porque hacen sufrir a los alumnos perezosos. Como también hemos visto en asociaciones religiosas y tolerar en su gremio elementos peligrosos para los asociados y desedificantes para el público, porque la expulsión de esos elementos los haría sufrir. Hablar contra las modas y los bailes inmorales, preconizar una censura cinematográfica sin laxismo, todo esto en último análisis parece contrario a la caridad, porque “hace sufrir” a los editores cuyas almas es necesario salvar.
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Hicimos esta larga digresión para focalizar mejor el problema que formulamos al comienzo. Para el “buen corazón”, todo odio es necesariamente un pecado. ¿Se dirá lo mismo a luz de la doctrina católica?
Pensando en el peligroso furor de la avalancha de los “buenos corazones” de que Brasil está lleno, casi no osamos formular la pregunta. Y ciertamente no responderemos por nosotros, sino hablaremos por la gran y autorizada voz de Santo Tomás.
Es lo que veremos en un próximo artículo.
(*) Traducción por Acción Familia (Santiago de Chile).