“O Legionário”, São Paulo, Nº 750, 22 de diciembre de 1946 (*)
Por Plinio Corrêa de Oliveira
La Virgen con el Niño Jesús (Museo de San Marco, Florencia, Fra Angélico)
Se aproxima una vez más, Señor, la fiesta de vuestra Santa Navidad. Una vez más, la Cristiandad se apresta a veneraros en el pesebre de Belén, bajo el centelleo de la estrella, o bajo la luz, aún más clara y refulgente, de los ojos maternales y dulces de María. A vuestro lado está San José, tan absorto en contemplaros, que parece no percibir siquiera los animales que os rodean, y los coros de Ángeles que rasgaron las nubes, y cantan, bien visibles, en lo más alto de los Cielos. Dentro de poco, se oirá el tropel de los Magos que llegan trayendo presentes de oro, incienso y mirra en el dorso de extensas caravanas guardadas por incontables servidores.
En el curso de los siglos, otros vendrán a venerar vuestro pesebre: de la India, de la Nubia, de Macedonia, de Roma, de Cartago, de España, galos, francos, germanos, anglos, sajones, normandos. Ahí están los peregrinos y los Cruzados que vinieron de Occidente para besar el suelo de la gruta en que nacisteis. Vuestro pesebre se encuentra ahora en toda la faz de la Tierra. En las grandes catedrales góticas o románicas, en las mezquitas conquistadas al moro y consagradas al culto verdadero, multitudes inmensas se acumulan a vuestro derredor, y os traen presentes: oro, plata, incienso, y sobre todo la piedad y la sinceridad de sus corazones.
Se abre el ciclo de la expansión occidental. Los beneficios de vuestra Redención fluyen abundantes sobre tierras nuevas. Incas, aztecas, tupíes, guaraníes, negros de Angola, del Cabo o de la Mina, hindúes bronceados, chinos espigados y pensativos, ágiles y pequeños nipones, todos están en torno de vuestro pesebre y os adoran. La estrella brilla ahora sobre el mundo entero. La promesa angélica ya se hizo oír a todos los pueblos, y sobre toda la Tierra los corazones de buena voluntad encontraron el tesoro inapreciable de vuestra paz. Superando todos los obstáculos, la palabra evangélica se hizo oír por fin a los pueblos del mundo entero. En medio de la desolación contemporánea, esta gran afluencia de hombres, razas y naciones en torno vuestro es, Señor, la única consolación, la esperanza que resta.
Y en medio de tantos, henos aquí también. Estamos de rodillas, y os contemplamos. Vednos, Señor, y consideradnos con compasión. Aquí estamos, y os queremos hablar.
¿Nosotros? ¿Quiénes somos nosotros? – Los que no doblan las dos rodillas, y ni siquiera una rodilla sola, delante de Baal. Los que tenemos vuestra Ley escrita en el bronce de nuestra alma, y no permitimos que las doctrinas de este siglo graben sus errores sobre este bronce que vuestra Redención tornó sagrado. Los que amamos como el más precioso de los tesoros la pureza inmaculada de la ortodoxia, y que rechazamos cualquier pacto con la herejía, sus obras e infiltraciones. Los que tenemos misericordia para con el pecador arrepentido, y que para nosotros mismos, tantas veces indignos e infieles, imploramos vuestra misericordia – pero que no perdonamos la impiedad insolente y orgullosa de sí misma, el vicio que se ostenta con ufanía, y escarnece la virtud. Los que tenemos pena de todos los hombres, pero particularmente de los bienaventurados que sufren persecución por amor a vuestra Iglesia, que son oprimidos en toda la Tierra por su hambre y sed de virtud, que son abandonados, escarnecidos, traicionados y vilipendiados porque se conservan fieles a vuestra Ley. Aquellos que sufren sin que la literatura contemporánea se acuerde de exaltar la belleza de sus sufrimientos: la madre cristiana que reza hoy sola delante de su Nacimiento, en el hogar abandonado por los hijos que profanan en orgías el día de vuestra Navidad; el esposo austero y fuerte que por la fidelidad a vuestro Espíritu se tornó incomprendido y antipático a los suyos; la esposa fiel que soporta las amarguras de la soledad del alma y del corazón, mientras la liviandad de las costumbres arrastró al adulterio a aquel que debiera ser para ella la columna de su hogar, la mitad de su alma, “otro yo mismo”; el hijo o la hija piadosa, que durante la Navidad, mientras los hogares cristianos están en fiesta, siente más que nunca el hielo con que el egoísmo, la sed de los placeres, el mundanismo paralizó y mató en su propio hogar la vida de familia. El alumno abandonado y vilipendiado por sus compañeros, porque permanece fiel a Vos. El maestro detestado por sus discípulos, porque no pacta con sus errores. El Párroco, el Obispo, que siente erguirse a su alrededor la muralla sombría de la incomprensión o de la indiferencia, porque se rehúsa a consentir en el deterioro del depósito de doctrina que le fue confiado. El hombre honesto que quedó reducido a la penuria porque no robó.
Estos son, Señor, los que en el momento presente, dispersos, aislados, ignorándose los unos a los otros, entretanto, ahora, se acercan de Vos para ofrecer su don, y presentar su súplica.
Don tan espléndido en verdad, que si ellos os pudiesen dar el sol y todas las estrellas, el mar y todas sus riquezas, la tierra y todo su esplendor, no os darían don igual.
Es el don de sí mismos, íntegro y hecho con fidelidad. Cuando ellos prefieren la ortodoxia completa a las palmas de los fariseos; cuando prefieren la pureza a la popularidad entre los impíos; cuando escogen la honestidad de preferencia al oro; cuando permanecen en vuestra Ley aunque por esto pierdan cargos y gloria, practican el amor de Dios sobre todas las cosas, y alcanzan la perfección de la vida espiritual, firme y verdadera dilección. No, por cierto, del amor como lo entiende el siglo, amor todo hecho de sensibilidad desparramada e ilógica, de afectos nebulosos y sin base en la razón, de obscuras condescendencias consigo mismo, y ocultas acomodaciones de conciencia. Sino el amor verdadero, iluminado por la Fe, justificado en la razón, serio, casto, recto, perseverante, en una palabra el amor de Dios.
Y elles os formulan una súplica. Súplica, ante todo, por aquello que más aman en el mundo, que es vuestra Iglesia santa e inmaculada. Por los pastores y por el rebaño. Sobre todo por el Pastor de los Pastores y del rebaño, esto es, por Pedro que hoy se llama Pío [XII]. Que vuestra Iglesia, que gime cautiva en las mazmorras de esta civilización anticristiana, triunfe por fin de este siglo de pecado, y plasme para vuestra mayor gloria una nueva civilización. Por los santos, para que sean más santos. Por los buenos, para que se santifiquen. Por los pecadores, para que se tornen buenos, por los impíos, para que se conviertan. Que los impenitentes, refractarios a la gracia y nocivos a las almas, sean dispersos, humillados y aniquilados por vuestra punición. Que las almas del Purgatorio cuanto antes suban al Cielo.
Súplica, después, por sí mismos. Que los hagáis más exigentes en la ortodoxia, más severos en la pureza, más fieles en la adversidad, más altivos en las humillaciones, más enérgicos en los combates, más terribles para con los impíos, más compasivos para con los que, avergonzándose de sus pecados, alaban en público la virtud y se esfuerzan seriamente por conquistarla.
Súplica, por fin, para que vuestra Gracia, sin la cual ninguna voluntad persevera duraderamente en el bien y ninguna alma se salva, sea para ellos tanto más abundante cuanto más numerosas fueren sus miserias e infidelidades.
(*) Tradución de