Si la Caridad manda amar a los pecadores

Catolicismo” Nº 35, Noviembre de 1953

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Orar y luchar, estas son las ocupaciones del monje guerrero, que consagró toda su vida al servicio de la Iglesia. En la oración, le pide a Dios que le preserve a sí mismo y a los justos, contra las embestidas del diablo, del mundo y de la carne; y que a través de los caminos de la misericordia reconduzca los enemigos de la Iglesia a la vida de la gracia. En el momento del combate, extermina implacablemente a los inicuos para que no pierdan almas rescatadas por la sangre infinitamente preciosa de Nuestro Señor Jesucristo. El amor y el odio son las dos virtudes de las cuales el monje guerrero es un magnífico ejemplo.

[Monumento funerario de D. Martim Vásquez de Arce, llamado Doncel de Sigüenza, caballero de la ilustre Orden Religiosa y Militar de Santiago de la Espada — en la Catedral de Sigüenza, España — siglo. XV.]

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En un artículo anterior (véase “Catolicismo” Nº 34, octubre de 1953) prometimos presentar la solución dada por Santo Tomás de Aquino al problema de la legitimidad del odio. Como recordamos, el romanticismo generalizó entre nosotros la falsa noción de que amar es siempre virtud, y el odiar es siempre pecado.

Santo Tomás nos muestra que, por el contrario, el odio a veces puede ser un grave deber.

Publicando el texto del mismo Doctor Angélico (Suma Teológica, IIa. IIae., a.6), le acompañamos de algunas notas diseñadas para facilitar la aplicación de los principios por el enseñados a casos concretos verificados con frecuencia en la vida cotidiana.

Para aquilatar la importancia de este texto, es importante recordar la autoridad de Santo Tomás, no sólo como el máximo teólogo de la Iglesia, sino también como santo, propuesto a la veneración e imitación de los fieles.

 

ARTÍCULO 6

¿Se ha de amar (2) a los pecadores (1) por caridad? (3)

In Sent. 2 d.7 q.3 a.2 ad 2; 3 d.28 a.4; In Gal. c.6 lect.2; De carit. a.8 ad 8 y 9; op.4 De duob. praecept.

 

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Odio malvado habui – Odié a los inicuos (Salmos 118, v.13 )

Objeciones por las que parece que los pecadores no han de ser amados por caridad:

  1. En el salmo se dice: Tuve odio a los inicuos (Sal 118,113). Ahora bien, David tenía caridad. Luego los pecadores más han de ser odiados que amados.
  2. Más aún: En expresión de San Gregorio en la homilía de Pentecostés, la prueba del amor es la acción visible [In Evang. 2 hom.30: ML 76,1220.]. Ahora bien, a los pecadores, los justos, lejos de obras de amor, les dan muestras de odio, como vemos en el salmo: Desde la mañana mataba a todos los pecadores de la tierra (Sal 100,8); y el Señor, por su parte, ordenó: No consentirás que viva el malhechor (Ex 22,18). En consecuencia, los pecadores no deben ser amados con caridad.
  3. Y también: Corresponde a la amistad querer y desear el bien para los amigos. Mas, a título de caridad, los santos desean el mal para los pecadores, según la Escritura: Váyanse al infierno los pecadores (Sal 9,18). Luego éstos no deben ser amados con caridad.
  4. Todavía más: Es propio de los amigos gozarse y querer lo mismo. Pues bien, la caridad no hace querer lo que los pecadores quieren ni gozarse en lo que ellos se gozan, sino más bien al contrario. En conclusión, los pecadores no deben ser amados con caridad.
  5. Finalmente, es propio de los amigos convivir, como se dice en VIII Ethic. [Aristoteles, c.5 n.3 (BK 1157b19): S. TH., lec.5.]. Pero el Apóstol amonesta a no convivir con los pecadores diciendo: Salid de en medio de ellos (2 Cor 6,17). Por tanto, no se debe amar a los pecadores por caridad.

En cambio, está lo que afirma San Agustín en I De doctr. christ. [C.30: ML 34,31.]: Amarás a tu prójimo, lo cual equivale a hay que tener a todo hombre por prójimo. Pues bien, los pecadores no dejan de ser hombres, ya que el pecado no destruye la naturaleza. Luego los pecadores deben ser amados por caridad.

Solución. Hay que decir: En los pecadores se pueden considerar dos cosas; a saber: la naturaleza y la culpa. Por su naturaleza, recibida de Dios, son en verdad capaces de la bienaventuranza, en cuya comunicación está fundada la caridad, como hemos visto (a.3; q.23 a.1 y 5). Desde este punto de vista, pues, deben ser amados con caridad (4). Su culpa, en cambio, es contraria a Dios y constituye también un obstáculo para la bienaventuranza. Por eso, por la culpa que les sitúa en oposición a Dios, han de ser odiados todos, incluso el padre, la madre y los parientes, como se lee en la Escritura (Luc 14, 26) (5). Debemos, pues, odiar en los pecadores el serlo y amarlos como capaces de la bienaventuranza (6). Esto es verdaderamente amarlos en caridad por Dios.

Respuesta a las objeciones:

    1. A la primera hay que decir: El profeta odió a los inicuos en cuanto tales, detestando su iniquidad (7), que es su maldad. Este es el odio perfecto del que dice: Con odio perfecto les odié (Sal 138,22). En verdad, el mismo motivo hay para detestar el mal de uno que para amar su bien. Por lo tanto, incluso ese odio perfecto pertenece a la caridad (8).
    2. A la segunda hay que decir: A los amigos que incurren en pecado, según el Filósofo en IX Ethic. [Aristoteles, c.3 n.3 (BK 1165b13): S.TH., lect.3.], no se les debe privar de los beneficios de la amistad en tanto haya esperanza de su curación. Al contrario, mayor auxilio se les debe prestar para recuperar la virtud que para recuperar el dinero, si lo hubieran perdido, dado que la virtud es más afín a la amistad que el dinero (9). Mas cuando incurren en redomada malicia y se tornan incorregibles (10), no se les debe dispensar la familiaridad de amistad. Por eso, esta clase de pecadores, de quienes se supone que son más perniciosos para los demás que susceptibles de enmienda, la ley divina y humana prescriben su muerte. Esto, sin embargo, lo sentencia el juez, no por odio hacia ellos, sino por el amor de caridad, que antepone el bien público a la vida de una persona privada. No obstante, la muerte infligida por el juez aprovecha al pecador: si se convierte, como expiación de su culpa; si no se convierte, para poner término a su culpa, ya que con eso se le priva de la posibilidad de pecar más.
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Mendaces, male bestiae – Mentirosos, bestias perversas (Epístola de San Pablo a Tito, cap. 1, vers. 12 )
    1. A la tercera hay que decir: Las imprecaciones que vemos en la Escritura se pueden interpretar de tres maneras. La primera, a modo de presagio, no como deseo; así vayan los pecadores al infierno quiere decir: los pecadores irán al infierno. La segunda, como deseo, con tal de que el anhelo del que desea no se refiera al castigo de los nombres, sino a la justicia de quien castiga, conforme al salmo 57,11; Se alegrará el justo al ver la venganza. Ciertamente, ni el mismo Dios castigador se alegra con la perdición de los impíos, como afirma también la Escritura (Sab 1,13), sino en su justicia, como afirma el salmo: Porque el Señor es justo y ama la justicia (11) (Sal 10,8). La tercera, como deseo de remoción de la culpa, y no como deseo de la pena misma: se desea que sean eliminados los pecados y que vivan los hombres.
    2. A la cuarta hay que decir: Por caridad amamos a los pecadores, no para querer lo que quieren ellos, o gozarnos de lo que ellos gozan, sino para llevarlos a querer lo que queremos nosotros y a gozarse de lo que nos gozamos (12). De ahí estas palabras de Jeremías (15,19): Ellos se convertirán a ti y tú no te convertirás a dios.
    3. A la quinta hay que decir: Se debe evitar, ciertamente, que los débiles con- vivan con los pecadores por el peligro que corren de verse pervertidos por ellos. En cuanto a los perfectos (13), en cambio, cuya corrupción no se teme, es laudable que mantengan relaciones con los pecadores para convertirlos. Así el Señor comía y bebía con ellos, como consta en la Escritura (Mt 9,10-11). Sin embargo, se debe evitar la convivencia con los pecadores en un consorcio de pecado. Así dice el Apóstol: Salid de en medio de ellos y no toquéis nada inmundo (2 Cor 6,17), o sea, el consentimiento en el pecado (14).

[Nota de este sitio: texto retirado de la Suma Teológica de BAC (Biblioteca de Autores Cristianos),  Vol. III, Madrid, 1990, pág. 243].

 


NOTAS

(1) — Santo Tomás trata en este artículo de las disposiciones interiores que debemos tener con relación al prójimo. Y para ello clasifica a los hombres en dos grandes grupos, los justos y los pecadores. Puesto que es obvio que debemos amar a los justos, el sujeto sólo da lugar a problemas con respecto al amor que debemos tener por los pecadores.

Consideramos indispensable considerar, antes de continuar en el estudio del texto de la Doctor Angélico, la importancia de esta regla establecida por él: el hecho de que alguien sea justo o pecaminoso tiene una profunda influencia en la amistad que se tiene sobre él.

¡Cómo eso se opone al sentimentalismo brasileño! Somos propensos a amar a la gente porque nos tratan bien, porque nos son útiles, porque nos divierten, porque su fisonomía nos agrada, porque estamos muy acostumbrados a su compañía, porque son nuestros parientes, etc., etc. Y tal es en nuestro espíritu el peso de estas razones, que no tomamos en la más mínima consideración un punto esencial, que domina todo el tema: ¿es esta persona un justo o un pecador?

Un maestro debe preferir discípulos bien comportados, estudiosos, piadosos, a otros que, sin piedad, aplicación, disciplina, son hábiles en el arte de halagar y divertir a los maestros. Un padre debe preferir un hijo bueno pero feo o poco inteligente a un hijo brillante pero impío o de vida impura. Entre los colegas, nuestra admiración no debe ir a los más divertidos, los más atractivos, los más ricos o los más exitosos en la vida, sino a los más virtuosos. No podemos dar a alguien el tesoro de nuestra amistad sin saber si tal persona es o no un enemigo de Dios: el hombre que vive en pecado grave es un enemigo de Dios, y si amamos a Dios sobre todas las cosas no podemos amar indiferentemente a los que le aman y a los que le ofenden. ¿Qué diríamos de un hijo que fuese amigo de personas que gravemente, injustamente, públicamente, injurian a su padre? Porque esto es lo que hacemos cuando admitimos en nuestra amistad apóstatas, autores de herejía, gente desedificante, parejas constituidas “en Uruguay”, etc. [De este sitio: notar que este artículo es de 1953. En aquel entonces el único país de América que tenía la plaga del divorcio era Uruguay, para donde se iban a “casar” las parejas desechas de Brasil. De ahí la expresión “parejas de Uruguay” usada por el Prof. Plinio]

(2) — Amar no significa necesariamente sentir demasiada ternura, porque el amor verdadero reside esencialmente en la voluntad. Querer bien a alguien es quererle seriamente todo lo que de acuerdo con la recta razón y la fe es bueno para él: la gracia de Dios y la salvación del alma primero, y luego todo lo que no desvíe de este fin, antes que conduzca a él. El amor se comprueba por las obras. Porque si queremos seriamente el bien del prójimo, expresamos esta disposición de alma no sólo por palabras de afecto y agrado —lo que en realidad es perfectamente legítimo en sí mismo—, sino también a través de esfuerzos y sacrificios. ¿Debería dedicarse también ese amor a los pecadores? Ese es el punto tratado por el Doctor Angélico aquí.

(3) — La caridad es el amor de Dios por encima de todas las cosas. Por lo tanto, la pregunta es equivalente a esta otra: ya que amamos a Dios sobre todas las cosas, ¿debemos amar por amor de Dios a los pecadores, que son Sus enemigos?

(4) — La naturaleza humana es obra de Dios, y por lo tanto es buena. Por tanto, en tesis, debemos amar a todos los hombres, aún aquellos que no son capaces de mérito o culpa como niños que no han alcanzado la edad de la razón, los locos o los enfermos mentales desde el nacimiento, etc. En este sentido, debemos amar —es decir, querer el bien— a los pecadores, porque también son hombres. Por lo tanto, debemos desearles todo el bien, pero no de la misma manera que a los justos, como se verá a seguir.

(5) — El texto de San Lucas dice: “Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío” [Lc. 14,26]. Es un error asumir que Nuestro Señor no enseñó el odio. Hay un odio santo, que es una virtud evangélica. Un amor que no generase odio no sería amor. De hecho, si amo a alguien, debo odiar lo que le trae, no bien, pero mal. Y es este santo odio, sus motivos, su naturaleza, sus límites, los que en este capítulo se enseña magníficamente.

(6) — Estas palabras constituyen un excelente comentario sobre la norma de san Agustín, tan sabia y, sin embargo, tan a menudo incomprendida: odiar el error, amar a los que cometen errores (Dilige Hominem, oderis vitium: Sermo 49,5 – P. L. 38, 323; Oderit vitium, amet hominem: De Civ. Dei, 1. 14, c. 6; Cum dilectione hominum et odio vitiorum: Epist. 211, 11 – P. L. 33, 962). A menudo se busca interpretar esta máxima como si el pecado estuviera en el pecador a la manera de un libro en una estantería. Uno puede odiar el libro sin tener la más mínima restricción contra la estantería, porque, aunque una cosa está dentro de la otra le es totalmente extrínseca. Donde se podría odiar el error sin odiar de ninguna manera al que yerra. Pero la realidad es otra. El error está en el que yerra como la ferocidad está en la bestia. Una persona atacada por un oso ¡no puede defenderse disparando a la ferocidad, pero preservando al oso y aceptando su abrazo de par en par! Santo Tomás se expresa con claridad meridiana. El odio debe centrarse no sólo en el pecado considerado en abstracto, sino también en la persona del pecador. Sin embargo, no debe llegar a toda esta persona: eximirá su naturaleza, que es buena, las cualidades que eventualmente tenga, y recaerá sobre sus defectos, por ejemplo, su lujuria, su iniquidad o su falsedad. Pero, insistimos, no en la lujuria, la iniquidad o la falsedad en tesis, sino sobre el pecador como una persona lujuriosa, impía o falsa.

(7) — Se puede ver que odiar a la iniquidad de los malos es lo mismo que odiar a los malos en cuanto son inicuos. Odiar a los malos en cuanto malos, odiarlos porque son malvados, en la medida de la gravedad del mal que hacen, y mientras perseveran en el mal. Por lo tanto, cuanto mayor sea el pecado, mayor será el odio de los justos. En este sentido, debemos odiar especialmente a los que pequen contra la fe, a los que blasfeman contra Dios, a los que arrastran a los demás al pecado, porque les odia particularmente la justicia de Dios.

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Ex patre diabolo estis – Sois hijos del diablo (Evangelio de San Juan, cap.8, vers.44).

(8) — No se trata de un odio hecho sólo de irascibilidad superficial. Es un odio ordenado, racional y por lo tanto virtuoso. Ese odio “pertenece a la caridad”. ¡Por lo tanto, odiar directa y virtuosamente es un acto de caridad! Cómo esta verdad conmocionaría a un hombre de “buen corazón”.

(9) — Los pecadores se dividen aquí en dos categorías: los que dan esperanza de enmienda, y los que no. A los primeros se debe odiarlos como pecadores y amarlos en cuanto hombres, en el siguiente sentido: 1) se debe hacer todo lo posible para que dejen el pecado; 2) pero mientras perseveren en el mal deben ser odiados.

Como es frecuente en la vida cotidiana oírse con compasión los lamentos de una persona que ha perdido su fortuna. Sus amigos y parientes se mueven para ayudarla a recuperar las posesiones. ¡Y qué raro es oír a alguien quejarse con aún mayor tristeza de que su pariente o amigo haya perdido su virtud! ¡Como es psicológica la comparación del Santo Doctor!

Hacer todo para que alguien restaure la virtud no es, ni puede ser una palabra vana. Es necesario aconsejar, insistir, hablar con afecto, con simpatía, con severidad, es necesario sobre todo rezar y hacer penitencia por aquellos que deseamos reconducir a la gracia de Dios. Porque sin oración y penitencia nada se logra.

A veces nos exponemos al riesgo de perder la amistad de un pecador, a la fuerza de la insistencia. Mientras esta sea sensata, no tengamos miedo de este sacrificio, que Dios sabrá considerar. Una de las pruebas más altas de afecto que podemos dar a alguien es sacrificar su amistad para ayudar a su salvación.

(10) — El pecador, en principio, siempre es susceptible a la enmienda. Pero hay pecadores tan ahincados al mal que su conversión sólo se espera por una gracia muy especial. Y como lo muy especial es excepcional, por supuesto más hay que temer que las almas en estas condiciones se pierdan, que esperar que se salven. Y, por otro lado, es más probable que arrastren otros al pecado que se libren de las garras de este.

Estos pecadores siguen mereciendo nuestro amor, en el sentido de que debemos orar y sacrificarnos para obtener su salvación, y no debemos dejar de incitarlos a la enmienda. Pero no podemos tener un trato familiar y amigable con ellos.

Además, por el mal que tienen en sí mismos, y por el riesgo al que exponen a los inocentes, merecen la muerte. El doctor Angélico da la razón.

Hasta ahí llega la severidad de la doctrina de la Iglesia. Y hasta ahí llega también su misericordia. Pues aprobando la pena de muerte cuando es justo, acompaña a los condenados hasta el último momento, con sus oraciones, con las oraciones y sacrificios de almas piadosas, e incluso de cofradías especialmente fundadas para ello.

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Increpa illos dure – Repréndelos con dureza (Epístola de San Pablo a Tito, cap. 1, vers. 13).

(11) — ¡Cuántas personas son incapaces de entender que debemos desear castigo para los pecadores que amamos —enfermedad, persecuciones, pobreza— si este es el medio para enmendarlos y llevarlos de vuelta a la gracia de Dios!

(12) — El pecador quiere el pecado, ociosidad y riquezas que favorezcan su disipación. Si odiamos el pecado y queremos la conversión del pecador, debemos desear que le falten todos los medios necesarios para el pecado. Por lo tanto, debemos apoyar a todas las autoridades eclesiásticas, familiares, sociales y políticas que trabajan para eliminar lo que lleva los súbditos al pecado: mala prensa, mala radio, cines y teatros inmorales, propaganda de doctrinas opuestas a la de la Iglesia, etc.

(13) — “Enfermo” o “débil” es aquí el hombre que por razones especiales está particularmente sujeto al pecado, y para quien es una ocasión próxima lo que para el común de la gente no lo es.

En principio, nadie puede exponerse voluntariamente a la ocasión próxima del pecado. Y si en circunstancias muy excepcionales una persona reputada —no por sí misma, sino por un director prudente— como especialmente fuerte, arrostra riesgos especialmente fuertes, es porque, en el fondo, la ocasión del pecado no es próxima.

(14) — Hay que evitar la convivencia con las personas de mala vida, de costumbres depravadas, la frecuentación de lugares indecentes, porque en esto se llega para casi todos a una ocasión próxima de pecado, y para todos una cohonestación del mal y un escándalo para los buenos.

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