A D V E R T E N C I A
El presente texto es una adaptación de la transcripción de una grabación de una conferencia dada por el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira a los miembros y cooperadores de la TFP, manteniendo así el estilo verbal, y no ha sido revisado por el autor.
Si el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira estuviera entre nosotros, seguramente pediría una mención explícita de su disposición filial a rectificar cualquier discrepancia en relación con el Magisterio de la Iglesia. Es lo que hacemos aquí, con sus propias palabras, como homenaje a tan bello y constante estado de ánimo:
“Católico romano apostólico, el autor de este texto se somete con ardor filial a la enseñanza tradicional de la Santa Iglesia. Sin embargo, si por error, en él apareciera algo que no se ajustara a esa enseñanza, lo rechaza categóricamente”.
Las palabras “Revolución” y “Contrarrevolución” se utilizan aquí en el sentido que les da el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira en su libro “Revolución y Contrarrevolución“, cuya primera edición se publicó en el n.º 100 de “Catolicismo“ en abril de 1959.
“Santo del Día”, 30 de octubre de 1967
En el día 31 de octubre se celebra la fiesta de San Alfonso Rodríguez, confesor. Sobre San Alfonso Rodríguez, Schamoni, en su libro “EL verdadero rostro de los santos” [SCHAMONI, Wilhelm – Barcelona — Edit. Ariel, 1951], da las siguientes notas:
“San Alfonso Rodríguez nació en el año 1531 en Segovia. Era hijo de un piadoso comerciante. Debe considerarse trascendental en su vida la influencia del beato Padre Fabro, que vivió entre ellos durante algún tiempo, así como más tarde el santo religioso Francisco de Vilanova —este Francisco Vilanova llegó a ser canonizado—. Tras la muerte de su padre, San Alfonso se hizo cargo del negocio familiar, pero su falta de habilidad llevó al negocio a la quiebra, mientras que la muerte se llevó a su mujer, a sus hijos y a su madre.
“’En mi desgracia —decía el santo— vi la majestad de Dios y reconocí la maldad de mi vida. Por el mundo, hice poco caso de Dios y ahora estaba a punto de perderme eternamente. Vi ante mí la sublime grandeza de Dios mientras yacía en el polvo de mi propia miseria. Me imaginaba un segundo David y un Miserere conmovedor era la expresión de mi estado de espíritu’.
“Luego ingresó en la Compañía de Jesús y, tras seis meses de noviciado, le enviaron al colegio de Monte Sión, en Palma de Mallorca, donde fue hermano portero durante 45 años. La confianza que despertaba su comportamiento contribuyó a que muchas personas acudieran a él en busca de consejo y ayuda en sus conflictos espirituales.
“San Alfonso poseía especialmente el don de la conversación espiritual. Su propio rector coincidía en que ningún tratado religioso le hacía tanto bien como el contacto con el hermano laico. También atendía a las peticiones que le hacían a través de numerosas cartas. Por ello fue llamado el Doctor de Mallorca. El santo pudo dar buenos consejos porque él mismo tuvo que soportar numerosas dificultades íntimas y materiales y afrontar duras batallas. Gracias a ello, ‘sentía cada vez más profundamente la grandeza del Señor, al tiempo que se agudizaba mi conciencia de la debilidad de mi ser’, decía. Gracias a esta experiencia, ‘me sumía en un estado de inconsciencia absoluta. Entonces sólo sabía amar’.
“Tres días antes de su muerte, tras su última comunión, permaneció iluminado y en éxtasis. ¡Qué felicidad, escribió un testigo presencial, se despertaba en nuestro espíritu al contemplarle! Y eran sólo unas migajas de su felicidad. Decidimos llamar a un pintor para que dibujara un retrato fiel de Alfonso. El santo murió el 31 de octubre de 1617″.
San Alfonso Rodríguez – Anton Wierix II (hacia 1552 – 1624)
Se trata de una vida verdaderamente magnífica. Es verdaderamente magnífica porque lleva tres notas muy importantes. La primera de ellas se comenta a menudo en relación con la vida de San Alfonso Rodríguez y merece la pena comentarla. Y la nota es ésta: que este santo consiguió hacer un bien inmenso para toda España, para todo el mundo, y lo consiguió hacer desde un puesto humildísimo.
Era un portero, el portero de un convento, de un convento en una isla, en una isla que en aquella época tenía difícil comunicación con la península; estaba mucho más aislada de la península de lo que está hoy y pasó allí 45 años de su vida. ¡Nada menos que 45 años! Uds. se darán cuenta de que es el trabajo más humilde posible.
Pues bien, a pesar de estar en aquel rincón, el buen olor de Jesucristo que en él se respiraba se extendió a toda la isla de Palma de Mallorca, y luego se extendió a Europa, y luego se extendió al mundo, con la venerable figura de este portero viejo, acogedor, afable, siempre al alcance de la mano de todos en la puerta; y por tanto, consultable por todo el que quisiera, y que convirtió su silla de portero en un trono de sabiduría. Todos iban a oírle, todos iban a verle.
Uds. están viendo lo que tiene de magnífico incluso una vida humilde, cuando esa vida está toda ella integrada y empleada al servicio de Dios Nuestro Señor y de la Santa Iglesia Católica. ¿Por qué? Porque la santidad, es decir, la sabiduría, tiene un resplandor propio que no tiene parangón con ninguna otra cosa.
No es tan importante para un santo estar en un lugar donde todos puedan verlo, porque, ya sea para atraer afecto o admiración, dondequiera que esté, ese afecto y esa admiración confluyen. Basta con que sea un santo verdadero y auténtico, con una santidad —como decían los antiguos— “victa et non picta”, es decir, una santidad verdadera y no pintada, aparente. Eso es lo que era necesario.
Junto a esta consideración debemos hacer otras dos, y me parece que son mucho más importantes.
En primer lugar, el modo en que este santo estaba llamado a contemplar a Dios Nuestro Señor. Cómo me habla al alma este modo, por ejemplo. ¡Contemplar la grandeza de Dios! Dios infinitamente grande, infinitamente majestuoso, infinitamente sabio, trascendente a todo, excelente, magnífico, grandioso, sublime, radiante, absoluto en toda su esencia, misterioso, insondable, ¡cómo esto, por ejemplo, habla a mi alma! Cuando uno mira todo lo que ve, lo analiza, acaba descubriendo en todo una tal insuficiencia, una tal debilidad que, o todo vale porque es reflejo de Dios, o todo es absolutamente nada.
Incluso se me pasó por la cabeza [imaginar] qué haría con mi vida si no creyera en Dios. Al cabo de un tiempo, sentiría una insipidez —no al principio—, una insipidez, una sensación de nada, de vacío. Muy bien, ¿qué es esto? Aquí está este objeto de oro. Esto está bien. ¿Qué es, cuesta mucho? Satisface mis necesidades. Supongamos que satisfaga mis necesidades, y después, ¿qué hago? ¿Qué sentido tiene satisfacer mis necesidades? ¿Para qué prolongar esta vida? Todo esto no es nada.
Pero si tengo en cuenta que todo esto es un velo, nada más que un velo, que detrás de él está el Ser absoluto, perfecto, eterno, omnisapiente, luego sublime, trascendente, entonces por fin he encontrado algo que es enteramente superior a todos los hombres, a mí, a los que me rodean, y en lo que pueden posarse mis ojos exhaustos y asombrados. Por fin he encontrado algo enteramente digno de ser visto, enteramente digno de ser amado, enteramente digno de que me dedique a ello por entero. Y esto por su grandeza, porque no es como yo, no es una simple criatura concebida en el pecado como yo, sino que es el mismo Creador perfectísimo.
Ah, bien, ¡ahora la vida ha cobrado sentido! ¡Ahora la existencia es algo! La grandeza de Dios me levantó del polvo y me dio el deseo de las cosas infinitas.
Ya ven Uds. como este hombre, este santo, a qué alturas se elevó en la consideración de la grandeza de Dios y cómo hasta el final de su vida se arrepentía de sus pecados y deseaba ir al cielo para conocer la grandeza infinita de Dios. Confieso francamente que me es imposible pensar en esto sin sentir una gran alegría dentro de mi alma. Muchas personas mueren con miedo de pensar en la grandeza de Dios. Yo, en cambio, tengo la impresión de que, si la Virgen me ayuda —y no lo dudo—, a la hora de mi muerte moriré radiante con la idea de que, después de todo, encontraré la grandeza de Dios, de que seré liberado de la prisión de todas las limitaciones, de toda mezquindad, de toda pequeñez, de toda contingencia, para encontrarme finalmente con Dios nuestro Señor, infinitamente grande, mi Señor, mi Padre, mi Rey, tan grande que ni siquiera, a pesar de la visión beatífica, podré prescindir de un intermediario con Él.
Entonces tendré a nuestro Señor Jesucristo, el Verbo de Dios Encarnado. Una forma de grandeza, —cuando se habla de la palabra de Jesucristo, todas las formas, todos los sonidos, todos los matices de la grandeza se concentran allí de un modo superlativo y entonces, junto a Nuestro Señor Jesucristo, infinitamente por debajo de él e inconmensurablemente por encima de mí, ¡Nuestra Señora, Reina de insondable majestad!
Pues bien, ¿qué soy yo? Soy polvo, soy un grano de arena perdido en medio de todo eso. Pues bien, me llena el alma la idea de que no soy más que un grano de arena y que no soy más que polvo, pero que existe aquello y que voy a aquello y que me uno a aquello y que aquello me acoge, me acepta, me envuelve y paso allí toda la eternidad. Confieso que así se expande mi alma. Tal vez no sea muy acorde al estilo de pensar de mi querida generación nueva, no estoy seguro. Pero hay varias moradas en el cielo; que la Divina Misericordia me reciba en esta morada, porque siento por ella una atracción superlativa.
Me parece que otra cosa que se debe notar mucho aquí es ésta: los autores espirituales, que hay que saber leer —Santo Tomás de Aquino decía que la filosofía se debe hacer con “granum salis”, los autores espirituales se deben leer con un grano de sal—, hablan del peligro de las conversaciones y de la ventaja de no hablar.
Recuerdo que, cuando nuestro Grupo estaba empezando, tuvimos muchas dificultades con ciertos elementos del clero y del laicado católico que decían lo siguiente: habláis mucho, todas las noches habláis. ¿No sería mucho mejor que os pusierais a trabajar, por ejemplo, haciendo sobres de propaganda para la Asistencia Vicentina de los mendigos? Allí hay que enviar anuncios a miles de personas y vosotros hablando todas las noches; por ejemplo, hacer cien sobres por noche, sería mucho más bendecido que hablar.
Yo era joven entonces, no conocía muchos puntos de doctrina, no sabía defenderme del todo, así que intentaba explicar que podía haber más bien en una conversación que en una obra de caridad material. “Cuidado, cuidado, las muchas palabras, hijo, enredan al hombre en vanidades y en necio orgullo, es mejor callar que hablar porque el silencio es oro y el hablar es plata. Muchos son los hombres que sufren el infierno en esta hora porque no callaron; cuántos estarán tranquilos en el cielo, felices en esta hora porque pasaron por la tierra callados”.
Es un camino para muchos, pero para muchos no lo es. Uds. ven como nuestra vía, conversaciones, cuán bendecida es. Yo mismo estoy perpetuamente en proceso de dar una charla sobre un ermitaño que me encanta, San Charbel Mackluf. Es una maravilla del silencio. Ese silencio me deslumbra, pero algunos deben hablar y otros callar.
Y, por ejemplo, me doy cuenta de que no estoy hecho para el silencio. También sufro sus inconvenientes. Me encantaría tener unas horas de silencio al día y el silencio se me escapa mientras corro tras él.
En cualquier caso, ni yo ni el 90% de nosotros estamos hechos para el silencio. Hablamos, Uds. ven aparecer aquí la doctrina de que este hombre tenía una gracia especial para la conversación. Así que la conversación puede ser una gracia y existe un carisma para la conversación. ¿Cómo es este carisma? Como cualquier otro. Lo que se llama conversación, conversación bendecida, etc., son exactamente conversaciones en las que interviene esto.
Y si hay un carisma para la conversación, hay un carisma para la anticonversación. No sé si alguna vez Uds. han experimentado esto —un carisma negativo, un carisma de abajo, no un carisma de arriba—, no sé si alguna vez habrán experimentado esto: están en un círculo, están teniendo una conversación muy buena, de repente llega alguien, se sienta y no dice nada. La conversación se apaga. Creo que todos lo habrán experimentado, es una observación común.
¿A qué se debe? ¿Saben cuál es? Es la acción de presencia de una persona que solo piensa en sí misma. Cuando la persona se une a un círculo en el que la conversación se desarrolla por el alto y ella está pensando en sí misma, carga con un resentimiento, con una preocupación, con una ambición, con una pereza, con una cosa cualquiera, e intenta que la conversación siga la dirección de sus pensamientos en lugar de seguir el soplo de la gracia. Y aunque sea tartamuda y diga una palabra cada diez minutos, cada media hora, la conversación se corta.
Entonces, ¿qué es el carisma de la conversación? Es una forma comunicativa de amor a Dios, de amor a la Santa Iglesia, de amor a la Virgen, de amor al Grupo, que extravasa de la boca del que habla.
Así que aquí tenemos un punto bien establecido en nuestra doctrina: la conversación puede ser Gracia, y la conversación que es Gracia generalmente proviene de un carisma, de algo que Nuestra Señora concede para que el comercio de almas sea un medio para su santificación.
“Comercio de almas” es una expresión muy anacrónica, ¿no? Prefiero aclararla. Antiguamente se llamaba comercio, y comercio no significaba comprar y vender en el sentido de beneficio, pero sí convivencia. Entonces es la convivencia de las almas, etc., etc. [N.R.: notar que el autor se refiere al portugués antiguo]
¡Que la Virgen nos ayude a todos!