por Plinio Corrêa de Oliveira
Legionario, N. 561, 9 de mayo de 1943
Mostramos en nuestro último artículo que los intereses más fundamentales de la cultura humana exigen imperiosamente que la estructuración del mundo después de la guerra sea hecha de forma que no destruya ni comprima la personalidad de cada uno de los pueblos que por disposición de la Divina Providencia existen en este planeta.
Toda la verdadera política tiene que ser delineada en función de la realidad, y siempre que las concepciones artificiales de los estadistas de gabinete se abstrae de la realidad, ésta se venga destruyéndoles irremediablemente la obra. Los problemas sociales son como las heridas: cuanto más apretadas, más se inflaman.
Es una realidad evidente que cada pueblo tiene su personalidad colectiva. No habrá tratados que destruyan esta realidad, ligas y ni federaciones que se puedan olvidar impunemente de ella. ¿Se niega, se olvida, se cancela arbitrariamente la personalidad colectiva de un pueblo entero, o más bien de todos los pueblos de la tierra? La cultura es obra de esta personalidad. Y cuando se perturba o se destruye la fuente, es indiscutible que las aguas brotarán escasas, turbias, dañinas. ¿Qué cultura saldrá, que civilización brotará, qué mundo se construirá sobre estas ruinas psicológicas?
Dice San Agustín que el corazón humano fue hecho para el amor de Dios, y se agita inquieto mientras no reposa en Dios. Se podría decir que el mundo fue hecho para vivir en un orden determinado por Dios, y delira inquieto mientras no se estructura según este orden. Dios, autor de la naturaleza, organizándola como la organizó, impuso implícitamente al hombre que no estructurase su vida de forma contraria a ella.
Cualquier alteración de la inmutable naturaleza de las cosas es indirectamente una revuelta contra Dios. Es una violación del orden. Y, por lo tanto, un desorden y así como un desorden en el cuerpo humano se llama enfermedad, produce dolores y perturbaciones y por fin causa la muerte, así también un desorden en el cuerpo social ha de producir malestar, luchas, y por fin los grandes colapsos que son las guerras.
Por más sabia, pues, que sea la argumentación económica aducida en beneficio del plan en que ahora se delinea, no deja de ser fuera de duda que él no producirá la paz. Porque donde no hay orden en los espíritus no puede haber paz, y la posible abundancia de los bienes materiales, lejos de ser un factor de concordia, excitará al auge los apetitos, las ambiciones, las discordias, acabando por generar nuevo colapso.
Ahora, imagínese un mundo dividido en tres o cuatro grandes federaciones, o sea en tres o cuatro grandes potencias que envían cada una sus representantes a una conferencia internacional, digamos a una liga mundial de las federaciones soberanas o autónomas. En el caso de que estos potentados quieran entenderse, los pueblos de la tierra encontrarán tranquilidad, al menos en el sentido material de la palabra. En el caso, entretanto, de que el espíritu de rivalidad, de competición, de envidia se apodere de estos potentados, ¿qué sucederá? Una guerra entre ellos, evidentemente.
Pero, esta vez, una guerra terriblemente universal, que arrastrará necesariamente a todos los pueblos, ya que todos están federados y pues, obligados a luchas. Nuestros mayores llamaron mundial a la guerra de 1914 a 1918 y nosotros nos sonreímos de esta afirmación, porque estamos en condiciones, en estos días, de probar que la guerra actual merece mucho más exactamente este triste epíteto. Y cuando el mundo esté “federado” se sonreirán de nosotros: ahí es que veremos lo que puede ser una guerra verdaderamente mundial.
Pero, se dirá, es posible que dos federaciones luchen entre sí sin que una tercera o una cuarta federación también entre en guerra. ¿No se podría suponer, por lo tanto que esta organización federal significa un medio feliz de mantener pueblos y pueblos, continentes enteros tal vez, en un bloque pacífico unido, y fuera de la guerra?
No osamos alimentar esta esperanza. En el caso de que las federaciones existan, deberán tener fuerzas equilibradas. Si una destruye a la otra en su propio provecho, crecerá tanto que obligará a las otras a una intervención.
Pero, se dirá, por esto mismo las federaciones neutras se pondrán siempre del lado de la inocente, y tornarán imposible la guerra. ¿Y si ninguno de los dos lados tuviere razón completa, lo que en política no es raro? ¿Juicio arbitrario? ¿Con qué garantías de imparcialidad en el juez, de docilidad en las partes en litigio, de recta intención, en fin, de todos?
Porque si los hombres fueren gananciosos y prepotentes, pelearán por fuerza. y, como el hombre contemporáneo es prepotente y ganancioso, por fuerza peleará.
Tocamos ahí en el pivot de la cuestión.
De lo que se precisa es de una reforma del mundo. Pero la reforma del mundo supone la reforma del hombre. Mientras el hombre contemporáneo sea lo que es, cuanto mayores fueren sus obras, mayores serán las ruinas que acumulará en torno suyo. Su poder será el agente de su propia destrucción: enfermizo, incrédulo, egoísta, sin moral ni principios de ninguna especie, no podrá organizar nada durable. Él contagia con su molestia a todas sus obras. La argamasa con que unimos las piedras de nuestros edificios contiene dinamita. Las vigas de nuestras casas tienen termitas. Mañana vendrá sobre nosotros la justicia de Dios, y entonces se verá que todo será ruina.
No nos ilusionemos. El mundo piensa mucho en un “orden nuevo“, que espera de las potencias de este siglo. Hitler inventó la expresión, pero la idea de organizar todo en bases completamente diversas anda por el aire, adoptada hasta por muchos de los que odian sinceramente al abominable dictador pagano. En el prestigio de este apodo de “nuevo“, en la esperanza que suscita, en la convicción de lo que ella presupone, de que sólo será realmente deseable en la medida en que fuere “nueva“, esto es, en la medida en que difiera de todo lo que la presidió, existe el estigma fatal que muestra toda su debilidad, y toda su flaqueza.
La manía de lo “nuevo” implica necesariamente en la de lo “efímero“, porque cuando el espíritu de una época llegó a tal degradación que las cosas, por poco que duren, le disgustan y esto sólo porque duran, lo efímero es la condición del éxito, y la solidez factor de impopularidad y decadencia. Este orden que asoma en los horizontes de hoy haciendo pacto ab initio con el ídolo del día, que es la manía de lo nuevo, e inscribiendo en su frontispicio el nombre de Dios, se sella a si propia con el ferrete de lo efímero. En cuanto fuere nueva, vivirá. Lo que implica en decir que vivirá muy poco.
Piensa de modo diferente la Santa Iglesia de Dios. (…)
La Iglesia comienza por exigir la derribada del ídolo. Lo quiere destrozado. Quiere destruidos sus altares, hechas en pedazos sus imágenes, arrojados a los cuatro vientos los instrumentos de su culto.
La Iglesia no se incomoda con lo “nuevo” ni con lo “viejo“, tanto cuanto con lo “verdadero” y lo “bueno“.
Mientras no rompamos con la idolatría de lo “moderno“, de lo “nuevo“, no habremos creado en nosotros, ni en torno de nosotros, ambiente propicio a la acción de la Iglesia. Ella no nos promete un “orden nuevo”. Ella nos promete un orden verdadero, un orden construido con respeto al esencial e invariable orden de la naturaleza, y todo impregnado de un principio ordenador vital incomparable, que es lo sobrenatural. Es eso lo que la Iglesia nos promete.
En este orden se encuentra todo cuanto hubo de justo, de grande, de bello, de verdadero en el pasado. En él se encuentra también la posibilidad de mucho y mucho hacer todavía en conformidad con las líneas esenciales de este pasado. Del pasado deberá sobrevivir todo cuanto es inmutable. Del presente, sólo puede sobrevivir lo que está en conformidad con las cosas definitivas que el pasado nos legó. En otros términos, todo cuando la Iglesia construyó de definitivo en el pasado se conservará.
Los hombres deben procurar construir más cosas dentro de la línea de lo definitivo, cosas que serán “nuevas” en el mejor sentido de la palabra y de tal manera “nuevas” que gozarán la eterna novedad que lo definitivo tiene a los ojos de los hombres sensatos. Todo bien pesado, se trata de reconducir al hombre a las rutas gloriosas de la civilización cristiana católica que abandonó, y de conservarlo, no fijo y estable en el mismo punto, sin en marcha ascensional en ese camino, en demanda de alturas siempre mayores, de un orden cada vez más profundamente identificado con la naturaleza y rectificado por lo sobrenatural, sin las emanaciones de libertinaje, de avidez, de sensualidad, de incredulidad, que, tornando al hombre un rebelde contra el orden de la naturaleza y los beneficios inestimables de la gracia, hacen de él un hijo de las tinieblas, un sombrío partidario del reino de la anarquía y de la ruina.
Las obras de este hombre serán necesariamente obras de ruinas y de tinieblas. No se espera de él otra cosa. Su grandeza se medirá por la grandeza de sus crímenes y de sus devastaciones. Su gloria se medirá por el número de oprimidos que gemeran a sus pies. Esta siniestra falsificación de la grandeza y de la gloria será la única que sus semejantes sabrán ver y aplaudir. Con hombres así, las obras no pueden durar, y las que duraren causarán horror.