por Plinio Corrêa de Oliveira
Legionário, N° 560, 2 de mayo de 1943
Las declaraciones en la prensa sobre el mundo de postguerra han sido un tanto confusas. Es posible entonces que muchos lectores no las hayan leído con cuidado y que así no tengan en la mente el plano general que en ciertos sectores de la opinión se esboza. Digamos, pues, a este respecto, algunas palabras.
El pensamiento dominante de todos estos planes consiste en crear vastas federaciones de Estados, formadas por pueblos de tradiciones raciales o culturales, de intereses económicos y geográficos afines.
Cada una de estas federaciones formaría una sola entidad diplomática, o sea, un solo organismo común dirigiría todas las relaciones del grupo con las demás. Habría también una sola moneda. Habría aún fuerzas militares federales y colectivas. En suma, sería un gran supergobierno a cerrar en un mazo, contener y canalizar la soberanía y las actividades de los gobiernos federados.
A su vez, esas vastas federaciones – tres o cuatro para el mundo entero – tendrían un órgano federal que las uniría a todas, y que sería una nueva “Liga de las Naciones”. Pero una Liga muy diferente de la anterior, pues mientras ésta se componía de las innúmeras delegaciones de todos los pueblos, al contrario, la Liga futura sólo constará de los representantes de las federaciones. (…)
Técnicamente consideradas las cosas, los horizontes están mucho menos luminosos que lo que podría parecer a primera vista.
El primer problema salta a los ojos. Para el progreso de la humanidad, para la grandeza espiritual y material del género humano, es preciso que los hombres vivan unidos en la variedad. Cada pueblo tiene su índole nacional, su psicología colectiva, sus tradiciones propias. Este hecho, que de primera observación, no existe sin un sabio y amoroso designio de la Providencia Divina. Lo veremos en dos palabras.
Consideremos unos instantes el mapa de Europa. Hubo un tiempo en que cada uno de sus países tenía una cultura propia, nítidamente individualizada y distinta de los demás. Cada una de estas culturas, expresión floreciente de las formas diversas de cada pueblo, constituye un tesoro. ¡Cómo habría sido más pobre la civilización occidental y cristiana, si todos los pueblos europeos hubiesen tenido la misma arte, la misma cultura, la misma mentalidad! Coordenadas y armonizadas esas tendencias variadas, dentro de la gran, augusta y sustancial unidad de espíritu de la Cristiandad, ella era, no germen de lucha ni fuente de fricciones, sino exclusivamente expresión de pujanza, de riqueza, de capacidad creadora.
Las condiciones técnicas del mundo moderno vinieron, desgraciadamente, a crear serios embarazos a la continuidad de esta situación. En efecto, la mentalidad revolucionaria arrastró al mundo entero en un mismo torbellino, e, insuflando a todas las masas la misma tendencia niveladora y destructora, la misma monomanía igualitaria e iconoclasta, tuvo como lamentable consecuencia un deseo desarreglado de imponer los mismos hábitos, las mismas costumbres, los mismos trajes, la misma arte, la misma filosofía, y hasta la misma culinaria a todo el mundo. El progreso técnico del siglo XIX, excelente para dar a todas las verdades como a todos los errores un desarrollo célere, facilitó enormemente el curso de esta evolución. Y hoy, en los hoteles de Shanghái, Lausana, Ciudad del Cabi o Quebec, se come más o menos las mismas cosas, se duerme en cuartos arreglados más o menos de la misma manera, y se reciben las visitas en salones más o menos iguales.
Esta uniformidad no es sólo en los hoteles: es en las películas que los cines exhiben, es en la popularidad de los mismos actores, en las obras de teatro que están en boga, en la uniformidad del noticiero telegráfico de los diarios, en la frecuencia con que los mismos libros, traducidos a todos los idiomas, están en lugar visible en los muestrarios de las librerías, en la insistencia con que las mismas modas, elaboradas en los establecimientos dictatoriales de las modistas de los grandes centros, que inmediatamente encontraron admiradoras dóciles en los cuatro cuadrantes de la Tierra.
El hombre no es tal que un estado de cosas así pueda subsistir para él sin grave inconveniente.
¿Quién no percibirá, por ejemplo, que un adolescente que forme su espíritu, en contacto con el paisaje y el ambiente de nuestra tierra, pero que al mismo tiempo tararea la última canción “yankee”, oída en la radio, comenta con sus amigos la película [extranjera] que vio, procura realizar en sus maneras de ser lo posible de cortesía francesa, y lee con entusiasmo las traducciones de los autores rusos o alemanes, ha de tener necesariamente en su alma una multitud de tendencias que no llegaron a definirse, de sentimientos que vagan indecisos por su cerebro en los raros momentos de melancolía y soledad, como sombras fantásticas de una vida y de un ambiente que él no vivió, esta gestación violentamente interrumpida de ideas que mueren asfixiadas en el origen por falta de expresión adecuada, reprimida por la moda literaria artística o filosófica del día?
¿Y quién no ve que el hombre que vive así en un ambiente que no es hecho para él y por él, sino que es estandarizado para un hombre internacional abstracto, que no existe realmente y concretamente en ninguna parte, quién no ve, decíamos, que ese hombre tendrá que sufrir de un malestar interior inmenso? ¿Quién no ve que se cava así un abismo profundo entre las producciones artísticas, literarias, científicas y hasta las instituciones políticas y sociales formadas en ese ambiente cosmopolita y el mundo interior de cada hombre que no tiene nada que ver con esto, que en el fondo detesta esto, y que, sin embargo, vive bajo el yugo de esto?
¿Cuál es la consecuencia? En la cultura, la artificialidad, a esterilidad, el menosprecio por todos los frutos de la inteligencia y el exclusivo endiosamiento de los valores materiales, únicos que realmente aún afinan con el hombre. Un ejemplo: un hombre que no encuentra en la literatura, ni en la música, ni en las bellas artes, una consonancia con su temperamento, aborrece todo esto. Pero él es hombre, y por esto no aborrecerá los placeres materiales. Resultado: lo material dominará completamente en él el gusto por lo intelectual.
En la vida social, el desgaste, el nerviosismo, la explosión violenta de desequilibrios de toda especie.
En la vida política, el desinterés, la displicencia, el desprecio por el Estado, considerado no más la llave de cúpula de la nacionalidad, su expresión social más noble e más genuina, sino una inevitable institución de utilidad general, que tiene el derecho de ser tiránica, como por ejemplo, las reparticiones de limpieza pública, pero que no despierta, ni amor, ni respeto, ni entusiasmo, ni dedicación. Un mal necesario.
Un mal insípido. Un mal poco interesante. Una máquina tan prosaica como un tramway, tan desagradable como una camisa de fuerza y tan inevitable como una silla eléctrica. En suma, una abrumadora y gigantesca pirámide de leyes, reglamentos, disposiciones, avisos, decretos, instrucciones, sentencias, juicios, reparticiones públicas, organismos paraestatales, etc., etc., todo mecánico, anónimo, automático, en una palabra, inhumano.
¿Qué producciones intelectuales y culturales tendrá un hombre así prisionero de un mundo que parece hecho más contra él que para él? Probablemente la misma que tendría una sardina enlatada viva.
No es preciso ser observador muy sagaz para comprender hasta qué punto estas vastas federaciones estatales acentuarían este fenómeno absorbiendo todos los regionalismos sanos y deformando al mundo. Porque la cultura y la civilización son obra del hombre. Y cuando el hombre vive oprimido, contrahecho, subyugado por la dictadura cultural del cosmopolitismo, él mengua, languidece, se deforma y finalmente decae.
No podemos, católicos que somos, hacer pacto con ese mal. O las federaciones futuras tomarán esto en cuenta, y tendrán un espíritu y una estructura radicalmente diferente de la que ahora se delinea, o asimilarán la ruina de la humanidad.