por Plinio Corrêa de Oliveira
Catolicismo” nº 48, Diciembre de 1954 (1)
Pío IX tuvo el mérito de proclamar la primacía de lo espiritual frente a un mundo que andaba siempre más laicizado, poniendo la figura de María Santísima como centro de toda atención. En la cara de una sociedad que anhelaba “liberarse” de la “opresión” del antiguo régimen a raíz de la libertad y de la razón, este dogma proclamó la santidad de su excelsa santidad de Aquella que, movida por la virtud de la humildad, se hizo esclava del Señor.
Con ocasión del primer aniversario del dogma en 1954, proclamado Año Jubilar Mariano por el Papa Pío XII, el profesor Plinio Corrêa de Oliveira escribió un artículo que remarcaba un aspecto capital, aunque, por lo común, no siempre puesto en evidencia: su carácter profético como vaticinio de la era del triunfo del Inmaculado Corazón de María.
Al publicar la Encíclica “Ad Caeli Reginam” el Santo Padre Pío XII tuvo la intención de destacar, con un acto de máxima importancia las manifestaciones de devoción mariana con las que se edificó la Cristiandad en el curso del Año Jubilar de la Inmaculada Concepción (1954). Él lo dijo con términos explícitos: “… como para coronar estos testimonios todos de Nuestra piedad mariana, (…) para concluir útil y felizmente el Año Mariano que ya está terminando, (…) hemos determinado instituir la fiesta litúrgica de la “Bienaventurada María Virgen Reina”. De la importancia de este acto habla el mismo Pontífice cuando declara que “este gesto lleva consigo la gran esperanza de que pueda surgir una nueva era, alegrada por la paz cristiana y del triunfo de la Religión.” El Pontífice incluso dijo que tal esperanza tiene razones muy serias y profundas: “Adquirimos la convicción, después de maduradas y ponderadas reflexiones, de que sobrevendrán grandes ventajas para la Iglesia” si la Realeza de María “sólidamente demostrada, resplandeciera con mayor evidencia a los ojos de todos, como luz más radiante puesta sobre el candelabro.”
Bien entendido, esta gracia que se dirige al corazón del hombre tiene que reformar su alma: “En el culto y a imitación de una tan grande Reina los cristianos se sentirán por fin realmente hermanos y, dominada la envidia y los inmoderados deseos de riqueza, promoverán el amor social, se respetarán los derechos de los pobres y amarán la paz.” No se trata tanto de promover un movimiento mariano puramente externo y formal, como de llamar a las almas a una colaboración seria y eficaz con las gracias que recibirán de la Madre: “Nadie, pues, se crea a hijo de María, digno de ser acogido bajo su poderosísima tutela, si no sigue su ejemplo, mostrándose humilde, justo y casto, sin lesionar o perjudicar, ayudando y confortando.”
Estas palabras del Pontífice merecen la más cuidadosa meditación. De un lado, Su Santidad habla contra la envidia: alusión evidente al comportamiento de enteras masas de hombres que, a veces amargados por injustas adversidades y, principalmente, envenenados por los principios demagógicos de la Revolución francesa y del comunismo, odian a los ricos solo porque les envidian los bienes y desean destruir toda jerarquía social. El Santo Padre habla incluso del deseo desmedido de riquezas. Éste es un mal que atormenta a todos o a casi todas las naciones de la tierra. Los potentados de la industria y del comercio, acumulando en sus manos inmensas fortunas —contra las cuales los patrimonios de las aristocracias del pasado serían casi insignificantes— transformaron la economía en un reino cerrado, donde deciden a su arbitrio el alza y la baja de los precios, la circulación y el empleo de las riquezas. A veces oprimen al Estado, a veces son oprimidos por el mismo Estado cuando sube la ola de la demagogia. Y así la sociedad se ve cada vez siempre más constreñida entre las dos formas más o menos veladas de la dictadura: aquella de la oligarquía financiera y aquella de la masa. De esto sólo puede suceder el estrangulamiento de las auténticas élites sociales e intelectuales, la opresión del trabajador pacífico y concienzudo, la disminución de la pequeña y mediana burguesía. El miserable fenómeno de la lucha de clases, en lo que tiene de más falso y peor —camarillas de sanguijuelas de la economía o de vulgares demagogos— devora lo que existe en la sociedad, a todos los niveles, de más auténtico y excelente. ¿Quién no podría percatarse de cuánto de opuesto tiene todo esto al “amor social” del que nos habla el Pontífice? Para proteger la sociedad de este sojuzgamiento de los peores sobre los mejores, el Pontífice proclama en el mundo la Realeza de Maria.
Esta reforma social es ciertamente una obra ingente. Tanto más cuanto el Sumo Pontífice Pío XII la sitúa esencialmente en términos de reforma moral. Pero María tiene un inmenso poder sobre el alma humana, y a Ella deben acercarse los hombres no sólo “pedir ayuda en la adversidad, luz en las tinieblas, confortación en el dolor y las lágrimas”, sino también “para implorar la gracia que vale más que cualquier otra cosa”, a fin de “liberarse de la esclavitud del pecado.”
La proclamación de la soberanía de Maria en la encíclica “Ad Caeli Reginam”, la institución de su fiesta anual el 31 de Mayo [trasladada luego al 22 de Agosto], la coronación de la imagen de la Virgen “Salus Populi Romani” realizada por el mismo Pontífice, todo esto puede, pues, y tiene que servir de punto de salida para una nueva era histórica: la era de la Realeza de Maria.
Con la prudencia que caracteriza a la Santa Iglesia, la encíclica “Ad Coeli Reginam” funda la dignidad real de María en argumentos basados solo en temas teológicos. No sería superfluo, entretanto, recordar que este gran día de la proclamación de la Realeza Universal de Maria, y la esperanza de una era de triunfos y de gloria para la Religión, es el objeto de los anhelos de las almas más devotas desde hace siglos.
Uno de los hechos más importantes de la historia de la Iglesia desde el protestantismo fue indudablemente la difusión de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Aunque esta devoción no fuera desconocida por los santos anteriores, su propagación tuvo como punto de partida las revelaciones recibidas por Santa María Margarita Alacoque en Paray-le-Monial en el siglo XVII, y se acentuó en las generaciones siguientes hasta alcanzar su apogeo al principio de este siglo. Al lado de la difusión de esta devoción, otra gran corriente de piedad tuvo principio también en Francia y fue ella la esclavitud de amor a la Virgen, del que fue su máximo doctor San Luis María Grignion de Montfort, con su “Tratado de la verdadera devoción a la Virgen María”. El punto de conjunción, —si así pudiera decirse, de cosas sustancialmente unidas— de estos dos grandes manantiales de gracias fue la devoción al Inmaculado Corazón de María, del que fue su doctor y máximo predicador un gran santo español, Antonio María Claret, que en el siglo XIX fundó la Congregación de los Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María, conocidos como los Claretianos.
Los santos que más se han distinguido en la enseñanza de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús también escribieron palabras impregnadas de esperanza en la victoria de la Realeza de Jesucristo, después de los días difíciles en que vivimos, y rezar por esta victoria ha sido uno de los objetivos esenciales del “Apostolado de la Oración” de todo el mundo. Por otra parte, los escritos de San Luis Grignion de Montfort están llenos de destellos proféticos (usamos esa palabra con las precauciones del buen lenguaje católico) sobre la Realeza de la Santísima Virgen María, como término de la era de catástrofes iniciada con la seudo-Reforma protestante.
La Realeza de Jesucristo y la Realeza de la Santísima Virgen María no son cosas diferentes. El reinado de María no es otra cosa que un medio —o más bien el medio— para el cumplimiento de la Realeza de Jesucristo. El Corazón de Jesús reina y triunfa en el reino y el triunfo del Corazón Inmaculado de María. El reino y el triunfo del Inmaculado Corazón de María no son sino la realización del triunfo y el Reino del Corazón de Jesús. Por lo que estas dos grandes fuentes de la devoción, nacidas poco después del protestantismo, como que caminan hacia el mismo objetivo, para la preparación del mismo hecho: la Realeza de Jesús y María en una nueva era histórica.
Estas consideraciones no pueden ser extrañas a lo que los pastorcitos escucharon del Inmaculado Corazón de María en Fátima. La Virgen les puso bien clara la alternativa entre una época de fe y de paz, en el caso de ser atendidas sus admonitorias solicitudes… O una época de persecuciones, en el caso de no ser atendidos sus requerimientos. Como condición para esta época de fe y de paz, la Señora indicó principalmente la consagración del mundo a su Inmaculado Corazón y la conversión de la vida.
Viendo el Santo Padre Pío XII, —que ya había consagrado Rusia y el mundo al Inmaculado Corazón de María—, disponer que sea obligatoria tal consagración todos los años en la fiesta de la Realeza de María, ¿quien puede escapar a la idea de que el Papa da un importantísimo impulso a la realización de aquello que tantas y tantas almas piadosas esperaban que se realizara desde siglos pasados? ¿quién puede dejar de ver que el Pontífice abre las puertas de la Era de María en la historia del mundo?
En la encíclica “A Diem Illum”, por la conmemoración del cincuentenario de la promulgación del dogma de la Inmaculada Concepción, San Pío X recordó los frutos admirables que este hecho produjo: los milagros de Lourdes y la definición de la infalibilidad papal.
En este centenario, ¿menguarán los frutos tal vez? ¡No! La Providencia quiso que broten de las manos sagradas de Pío XII. Estos frutos fueron la proclamación del dogma de la Asunción y la proclamación de la Realeza de María. ¿Qué puede ser más rico, más fecundo y más bello?
Inmaculada Concepción
Francisco Martínez – Escudo de monja, S. XVIII
NOTAS:
(1) Traducción y adaptación por “Fátima La Gran Esperanza“.