“Santo del Día”, 1 de septiembre de 1973 (Adaptación)
A D V E R T E N C I A
El presente texto es una adaptación de la transcripción de una grabación de una conferencia dada por el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira a los miembros y cooperadores de la TFP, manteniendo así el estilo verbal, y no ha sido revisado por el autor.
Si el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira estuviera entre nosotros, seguramente pediría una mención explícita de su disposición filial a rectificar cualquier discrepancia en relación con el Magisterio de la Iglesia. Es lo que hacemos aquí, con sus propias palabras, como homenaje a tan bello y constante estado de ánimo:
“Católico romano apostólico, el autor de este texto se somete con ardor filial a la enseñanza tradicional de la Santa Iglesia. Sin embargo, si por error, en él apareciera algo que no se ajustara a esa enseñanza, lo rechaza categóricamente”.
Las palabras “Revolución” y “Contrarrevolución” se utilizan aquí en el sentido que les da el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira en su libro “Revolución y Contrarrevolución“, cuya primera edición se publicó en el n.º 100 de “Catolicismo“ en abril de 1959.
Arriba, la grabación de la conferencia, en portugués. El texto que sigue ha sido editado para facilitar su lectura. Por lo tanto, hay partes que no están en el mismo orden según la exposición verbal
A modo de introducción, algunos recuerdos
Leí los “Ejercicios Espirituales” por primera vez en una edición que me gustó mucho — la del P. Pinamonte, jesuita, cuyos comentarios aprietan todas las clavijas como se debe. Y no creo que le gustara a mucha gente, porque realmente las apretaba.
Yo estaba en mi tercer año en la Facultad de Derecho, así que tenía 20 o 21 años. Y estaba en el período que, en cierto modo, se podría llamar de mi conversión, es decir, el período de dejar una vida, que gracias a Dios era muy honesta, pero mundana, para dedicarme por entero a la causa católica.
Había sido alumno de los jesuitas, y sentía una enorme admiración por la lógica de San Ignacio, que a veces refulgía en sus argumentos. Luego estudié Derecho, pero siempre me llamó la atención, como una luz en los ojos, que la lógica ignaciana era la lógica suprema.
Yendo a la librería de [la iglesia del Sagrado] Corazón de Jesús, encontré un libro de tapa negra que decía: “Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola”. Era una edición muy antigua. Me pareció bueno —quería convertirme— y lo compré por una niñería. Volví a casa y empecé a hojearlo.
Cuando vi toda la lógica que lo recorre desde el principio —hay treinta ejercicios— me sentí transportado de entusiasmo ante tanta coherencia, tanta verdad y tanta fuerza. Fue la única lectura en mi vida en que yo, tan tranquilo y flemático, solo en mi habitación, llegué a darme una palmada en la frente de entusiasmo. Considero que los “Ejercicios” son la última palabra en el género. Una perfección no sólo insuperable, sino inigualable. Creo que son la última de las últimas palabras. Realmente, en mi opinión, el arma definitiva.
Lo que San Ignacio tiene en mente en los “Ejercicios”
Según excelente tradición de la Compañía de Jesús, San Ignacio compuso los “Ejercicios Espirituales” en un lugar llamado Manresa, en España, y fue Nuestra Señora quien se los dictó. Realmente son tan sabios, tan lógicos, tan excelentes, que no me extrañaría que así fuera.
Antes de entrar en la meditación, me gustaría hacer una introducción para que se la pueda entender bien. En primer lugar, hay que aclarar qué tenía en mente San Ignacio de Loyola cuando la propuso. Luego, qué presupuestos históricos implica.
En ésta, como en todas sus otras meditaciones, pretende, por medio de la lógica, la sensibilidad y la imaginación, mover al hombre enteramente a la práctica de la virtud, de tal manera que se establezca un bloqueo total en la mente de la persona, no quedando ningún aspecto de la mentalidad humana que no se sienta invitado a la práctica de la virtud y alejado del vicio.
Es lo contrario, por ejemplo, del lavado de cerebro practicado en muchos Cursillos de Cristiandad. Porque en el lavado de cerebro no se trata de meditar principalmente sobre la lógica para llegar a una determinada conclusión, sino de producir efectos, de producir impresiones para llevar la persona a una actitud contraria a la lógica de sus convicciones internas.
Aquí no. Es un ejercicio de carácter lógico: se trata de razonar. San Ignacio razona como un jugador de ajedrez. Es decir, deja a la persona que medita sin escapatoria, siempre y cuando sea católica (presupone que la persona que hace la meditación es católica). El individuo se enfrenta a un razonamiento tal que no puede salir en absoluto. Está completamente enredado, completamente rodeado, y no tiene otro camino lógico que la virtud. Tanto es así que, si no la sigue, debe concluir: “Soy extremadamente ilógico”.
La meditación, por tanto, se ordena lógicamente a este fin; esto es lo que San Ignacio tiene en mente.
Pero como no hay ser humano al que le guste ser ilógico —y con razón, porque es degradante ser ilógico— él, de esta manera, toca al hombre, como una palanca.
Al mismo tiempo, San Ignacio imagina situaciones y nos invita a recomponerlas en nuestra sensibilidad, para que nos demos cuenta de que no se trata sólo de lógica, sino de algo que también toca la sensibilidad.
Lo que tengo en mente cuando comento los “Ejercicios” de San Ignacio
Por mi parte, al desarrollar la meditación, tengo dos cosas en mente:
1) Ver hasta qué punto la lógica —pero la lógica logicissima— prende en las generaciones que, con tanta ventaja para la causa católica, siguen a la TFP;
2) Mover a los miembros de la TFP hacia los resultados que San Ignacio de Loyola tiene en mente.
UNA GUERRA POR EL REINO DE CRISTO
Contexto histórico de la época de San Ignacio
Una de las meditaciones que contempla San Ignacio es el Reino de Cristo. Pero, para entenderlo bien, es necesario situarse en el contexto histórico, en la época en que vivió san Ignacio.
San Ignacio vivió en el siglo XVI, un siglo de transición entre el régimen feudal de la Edad Media y la monarquía absoluta del Antiguo Régimen. Esta última era una monarquía aristocrática, en la que los antiguos señores feudales tenían cierta autoridad —no la que tenían en la Edad Media, pero sí mucha— en sus respectivos feudos. Y en aquella época, los ejércitos regulares, tal como se conciben hoy, ya existían, pero estaban poco desarrollados, menos desarrollados que hoy; cuando estallaba una guerra, entraba en juego el ejército regular, pero también los ejércitos feudales. Estas fuerzas feudales, a su vez, eran reclutadas por nobles de diversas baronías, condados, marquesados, ducados, entre voluntarios de sus respectivas tierras, para unirse a las filas del rey.
Existían, por tanto, dos tipos de tropas: tropas enteramente sometidas al rey y tropas capitaneadas por nobles.
Cuando una guerra estaba a punto de estallar, o incluso cuando ya había sido declarada y las tropas reales diezmadas, el rey ordenaba a los nobles que viajaran a sus respectivos feudos y reunieran allí al mayor número posible de voluntarios por convicción, por entusiasmo, apelando así a argumentos racionales. Aún no existía lo que hoy se conoce como movilización general, por lo que era necesario apelar a la lógica para atraer al mayor número de personas a la guerra.
El Rey Divino convoca a sus súbditos a la guerra divina
En su meditación sobre el Reino de Cristo, San Ignacio imagina una situación similar. Compara a Nuestro Señor Jesucristo con un rey terrenal —si se quiere, el rey de España, puesto que él era español— que está en guerra y se dirige a sus súbditos invitándoles a entrar en la guerra por Él. Se trata de una situación espiritual, muy parecida a la situación terrena que existía en su tiempo.
Nuestro Señor invita entonces a los fieles a ir a la guerra junto a Él, con argumentos similares a los que los reyes de aquel tiempo utilizaban para invitar a sus súbditos a participar en la guerra a través de los nobles. Toma la meditación con todo el razonamiento propio del compromiso militar de aquel tiempo, y lo traslada a Nuestro Señor Jesucristo, a quien ve como Rey de la Iglesia Militante.
La guerra divina contra el demonio, el mundo y la carne
La Iglesia, como se sabe, se divide en Gloriosa, Penitente y Militante. La Gloriosa está formada por los fieles que están en el Cielo, tanto los que han ido directamente al Cielo como los que han pasado por el purgatorio, redimiendo allí sus pecados y yendo al Cielo. Los Penitentes son los que están en el purgatorio, expiando sus culpas. Y los Militantes son los que están en la tierra, luchando contra el demonio, el mundo y la carne, que son los enemigos de Dios y de la Iglesia.
Por diablo entendemos las huestes de ángeles rebeldes condenados que pretenden arrastrar a los hombres al infierno. Por carne, entendemos la naturaleza del hombre manchada por el pecado original, que arrastra al hombre hacia el mal. Y por mundo, las organizaciones, partidos y sectas que quieren imponer en la Tierra una civilización opuesta a la civilización cristiana; la civilización cristiana ayuda a los hombres a practicar los Mandamientos y a salvarse; la civilización anticristiana dificulta la práctica de los Mandamientos y hace que los hombres se extravíen. La primera da gloria a Dios aquí en la tierra; la civilización pagana o anticristiana es un insulto a Dios ya aquí en la tierra.
La Iglesia es militante porque lucha por la virtud, por la gloria de Dios, por la civilización cristiana. Esta es una condición para dar gloria a Dios y practicar la virtud: luchar contra el demonio, contra el mundo —es decir, contra el gozo del mundo exterior— y contra la sensualidad, es decir, los placeres impuros de la carne. Por tanto, contra todas las organizaciones, todas las sectas que defienden la obra del diablo, del mundo y de la carne.
En nuestros días, por tanto, tenemos dos grandes luchas:
En el campo espiritual — en primer lugar, en la sociedad espiritual —la Iglesia Católica—, entre dos estandartes: por un lado, los que son verdaderamente católicos, apostólicos, romanos, es decir, los que siguen la doctrina católica de todos los tiempos; por otro, los progresistas, que con el pretexto de mejorar la Religión católica quieren cambiarla y convertirla en una religión opuesta a la Religión predicada por Nuestro Señor Jesucristo. Hay, pues, una gran guerra en el seno de la Iglesia católica: la guerra de los ortodoxos, es decir, de los que tienen buena doctrina, contra los católicos progresistas.
En el campo temporal — en la sociedad temporal —es decir, en los países, en el Estado— tenemos una gran lucha semejante. Es la lucha de los católicos contra los comunistas, que quieren transformar la sociedad civil en una sociedad construida en el desprecio de las leyes de Nuestro Señor Jesucristo, negando así todos los Mandamientos, pero especialmente negando la institución de la familia –por tanto, la pureza, la castidad en todos sus aspectos, la prolificidad de la familia—, por una parte; por otra parte, negando la propiedad privada, y por tanto todos los principios fundamentales de justicia en materia de posesiones, en materia de bienes y de distribución de los bienes de la tierra.
Así tenemos esta lucha de los católicos en la Iglesia y en el Estado. Naturalmente, comunistas y progresistas se entienden. El progresista simpatiza con el comunista en materia civil; el comunista ve con buenos ojos al católico llamado progresista y detesta al católico verdaderamente ultramontano.
En nuestro tiempo tenemos pues una inmensa guerra que envuelve la Tierra. No es una guerra a tiros, no es una guerra con derramamiento de sangre, al menos no en los países de Occidente. En la guerra de Vietnam, esta cuestión entra de alguna manera en juego, pero en Occidente no existe tal guerra. Pero esta guerra es peor que el derramamiento de sangre: es una guerra que divide las almas, divide los espíritus, parte en dos a la humanidad.
LA SUBLIMIDAD DE ESTA GUERRA
Pongámonos, pues, en la perspectiva de San Ignacio de Loyola, pero considerando a la Iglesia Militante.
Nuestro Señor Jesucristo que aparece, que es Rey de la Iglesia Católica, que viene a pedirnos que entremos en su Guerra Santa —dentro de la Iglesia contra el progresismo; dentro del Estado contra el comunismo— y nos llama a luchar, a no ser hombres blandos, a no ser indiferentes a esta lucha, a luchar con toda nuestra alma. Este es el tema de la meditación que nos propone.
San Ignacio, por supuesto, no habla de progresismo. Como su meditación es para todos los tiempos, se refiere genéricamente al mundo, al demonio y a la carne, que son la causa de todos los errores en todos los tiempos, que sólo cambian de nombre.
En su tiempo, el error era el protestantismo, apoyado en la posición de personas que se decían católicas, pero que en realidad eran protestantes, y que trabajaban por el protestantismo dentro de la Iglesia Católica. En el ámbito civil, estas personas tendían a acabar con las desigualdades políticas y sociales. En otras palabras, fueron precursores de la Revolución Francesa. Aquí, pues, cerramos el círculo sobre el tema de las tres revoluciones, la R-CR [Revolución y Contra-Revolución], etc.
La guerra que Jesucristo vino a traer
Vuelvo ahora al texto de San Ignacio: “Considerad la guerra que Jesucristo vino a traer del Cielo a la Tierra”. La palabra choca, porque la gente está acostumbrada a la idea de que Nuestro Señor Jesucristo vino a traer la paz, y él empieza la meditación con toda naturalidad diciendo: “Considerad la guerra que Jesucristo vino a traer del Cielo a la Tierra”. ¡Qué diferencia con el pacifismo contemporáneo! Qué meditación, por ejemplo, para una Nochebuena: Nuestro Señor Jesucristo aparece en la Tierra, ¡vino como un guerrero a traer la guerra!
Y la cita a pie de página es impecable. “Non veni pacem mittere, sed gladium” (Mt 10,34) — No he venido a traer la paz, sino la espada. Esto es lo que Nuestro Señor dijo de sí mismo. Así que no hay escapatoria. Porque si no vino a traer la paz, sino la espada, vino a traer la guerra a la tierra. Y la meditación comienza, con una naturalidad ignaciana, dando esto por supuesto. San Ignacio deja de lado todo el pacifismo frustrado e insípido que hay por ahí, y comienza con una declaración de guerra: “Jesucristo vino a traer la guerra a la Tierra”.
Nuestro Señor, Rey de reyes y Señor de señores
San Ignacio continúa: “En primer lugar, representa ante ti a nuestro Redentor con el semblante de un Rey de altísima majestad, poderosísimo, sapientísimo, amantísimo para con los suyos, y dispuesto a cargar a sus súbditos no con tributos sino con beneficios, y no a enriquecerse con sus bienes sino a hacerse pobre para enriquecerlos; dotado de todas las prerrogativas naturales y divinas para gobernar, siendo Él, sin embargo, por su humanidad santísima, Rey de reyes y Señor de señores”.
Sólo esto daría para una meditación entera, tan denso es este texto. Pero extraeré de él algunos elementos.
San Ignacio tiene ante sí a los reyes de su tiempo, que convocan a los soldados a la guerra, y se imagina a Nuestro Señor Jesucristo como un rey. ¿Es cierta esta comparación? Cuando Poncio Pilato preguntó a Nuestro Señor Jesucristo si era Rey, la respuesta fue: “Verdaderamente, soy Rey”; y por eso la Iglesia instituyó la fiesta de Cristo Rey. Además, en el Apocalipsis se dice de Nuestro Señor: “Rex regnum et Dominus dominantium” — Rey de reyes y Señor de señores. Él es, pues, el Supremo; Él es la Supra-Cumbre. Si hay alguien que es Rey, es nuestro Señor Jesucristo.
Por eso, San Ignacio quiere que imaginemos a nuestro Señor Jesucristo como Rey. Pero al hacerlo, debemos aportar algo de nuestra imaginación. No se trata simplemente de imaginarlo en el aire, sino de componer ante nosotros la figura de Cristo como Rey.
Para darles una pequeña idea de lo que es esto, pongan delante de si la verdadera imagen de Nuestro Señor Jesucristo, que es la Sábana Santa de Turín. Imaginen esa fisonomía, puesta en su esplendor y gloria, y no muerta, en rechazo del crimen que se cometió contra ella. Imaginen esa Cabeza ceñida en la frente por una corona con las piedras preciosas más resplandecientes. Consideren a Nuestro Señor Jesucristo investido, como dice San Ignacio, con todas las cualidades de un rey: majestad suprema, poderosísimo, amantísimo para con los suyos —una verdadera teoría de la realeza.
Nuestro Señor, Rey majestuoso
¿Qué significa “majestuoso”? Significa que Él es más que todos los demás, y que cerca de Él todos se sienten pequeños. Cuando bajó del monte Tabor, la gente que estaba con él gritó de miedo ante su majestad. Allí apareció tan radiante, tan majestuoso, que los Apóstoles apenas podían mirarle, tal era su esplendor.
Otra manifestación de su majestad fue en el Huerto de los Olivos, cuando le preguntaron si era Jesús de Nazaret, y él respondió simplemente: “¡Ego sum!”. — ¡Yo soy! Y todos los que fueron a detenerlo cayeron al suelo, boca abajo. Cuando decidió manifestar su propia majestad en un solo instante, esta manifestación fue tal que los hombres que estaban allí con palos, varas y otras cosas para arrestarlo, cayeron de bruces. A partir de esto uno se puede hacer una idea de la majestuosidad de nuestro Señor Jesucristo.
Tomemos las figuras majestuosas de la historia. Carlomagno, por ejemplo, el Emperador de Occidente, era extremadamente majestuoso. Pero al lado de Nuestro Señor Jesucristo, Carlomagno no era nada, tal era la majestad y grandeza de Nuestro Señor.
Imaginad, pues, a Nuestro Señor ciñéndose la corona y presentándose ante nosotros con este triple atributo: poderosísimo, sapientísimo, amorosísimo.
Nuestro Señor, Rey poderosísimo
Ser poderosísimo es un atributo de la majestad: lo puede todo. Él, que puede resucitarse a sí mismo, puede hacer cualquier cosa. Él fue quien creó el cielo y la tierra. Él, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, hizo al Hombre. Por tanto, Dios; por tanto, omnipotente.
Se puede imaginar su majestad en el momento en que dijo “Fiat lux”. ¡Solo eso! Se puede imaginar su majestad en el momento en que cernía sobre las aguas con el Espíritu Santo, y todo estaba en desorden. Él es el ordenador de todas las cosas, y fue Él quien puso todo en orden en el mundo.
¿Quién tiene un poder remotamente comparable al Suyo? ¿Un rey terrenal? Ni siquiera hablemos de reyes terrenales: uno de esos miserables tiranos terrenales, con sus pequeñas leyes, su pequeña policía, sus grandes crímenes, ¿qué son comparados con Aquel que lo hizo todo, que dio origen a la primera luz, y que infundió orden en las entrañas mismas de las cosas? Nadie es como Él, ni de lejos.
Nuestro Señor, Rey sapientísimo
Además de poderosísimo, Él es sapientísimo. Lo sabe todo, porque lo ha hecho todo. Sabe mucho más que lo que ha hecho: sabe lo que es. Quien sabe lo que es, lo sabe todo.
Ser sabio no es sólo saber, sino conocer el orden de las cosas y quererlas en ese orden. Él, el criterio supremo, el orden supremo en el espíritu, es la suprema disposición de todo según lo que es justo, lo que conviene. Él es, pues, la suprema Sabiduría.
Él no sólo lo sabe todo, sino que sus designios son los mejores posibles; los medios que utiliza, los más perfectos. Los reyes, los más capaces, no son nada comparados con Él; los generales, los más extraordinarios, son incompetentes comparados con Él, comparados con lo que Él haría si quisiera dirigir una batalla; los sabios, los más extraordinarios, son analfabetos comparados con lo que Él puede decir sobre cualquier cosa.
Imaginen todo esto reunido en una sola figura: es Nuestro Señor Jesucristo, la figura sin parangón de la Historia.
En una revista histórica profana, leí la siguiente reflexión que me llamó mucho la atención: “Grandeza, grandeza… Unos son aclamados, otros incluso llevados a hombros. Ante nadie se arrodilla: ése es Nuestro Señor Jesucristo”. Y es verdad. ¿Quién tiene la gloria de Nuestro Señor Jesucristo? Nadie, ni de lejos, tiene una gloria como la suya.
Nuestro Señor, Rey amantísimo para con los suyos
Tercer atributo: amorosísimo. Este Rey, que es terrible con sus adversarios, infinitamente terrible con sus adversarios, es infinitamente amoroso con los suyos. En otras palabras, es un Rey lleno de bondad que, a pesar de su grandeza, nos mira con complacencia, con afabilidad.
Nuestro Señor, Rey dispuesto a cargar a sus súbditos, no con tributos, sino con beneficios
Y aquí viene una comparación con los reyes de la tierra; una comparación implícita, pero cuánto más severa si fuera con los déspotas del siglo XX: Él está dispuesto a cargar a Sus súbditos, no con impuestos, sino con beneficios. En todas las épocas, los súbditos gimen a causa de los impuestos que cobran los gobiernos. Él no es un Rey que viene a recaudar impuestos; es un Rey que viene a colmar de beneficios, y no a enriquecerse con los bienes de sus súbditos.
En aquellos tiempos de finanzas mal organizadas, cuando los reyes viajaban, vivían de los habitantes de los lugares por los que pasaban. Y estos tenían que ofrecerle lo mejor que tenían para poder mantenerlo. Así que el habitante no tan pasible de arrebatamiento tenía pánico de recibir una visita del rey: el mejor vino, la mejor ropa de cama, las mejores ovejas, los mejores pavos, todo iba para el rey. No nuestro Señor Jesucristo. Él no vino a enriquecerse con lo que pertenecía a sus súbditos, sino que vino a dar.
Nuestro Señor, Rey dotado de todas las prerrogativas para gobernar
Vean el contraste y la perfección de este Rey en este pasaje: “Dotado de todas las prerrogativas naturales y divinas para gobernar, y siendo, sin embargo, por su santísima humanidad, Rey de reyes y Señor de señores”.
Y una especie de conclusión: quien tiene todo esto, quien está dotado de éstas y de todas las prerrogativas para gobernar, es un rey perfecto.
He aquí la introducción, el primer punto de consideración. Pero para lograr un buen efecto, deberíamos imaginar ante nuestros ojos alguna figura que nos haya conmovido más especialmente: o bien la Sábana Santa de Turín, o bien esa imagen francesa que me conmueve mucho, “Le Beau Dieu d’Amiens” —el Bello Dios de Amiens—, una estatua de Nuestro Señor Jesucristo que se alza en el lado izquierdo de la fachada de la catedral de Amiens. Como imagen, para mi gusto, es la más bella de Nuestro Señor jamás realizada.
Nuestro Señor quiere la guerra contra nuestros enemigos
Pasemos ahora al segundo punto: “Considera, pues, que Él, convocando a todos los hombres, y a ti entre ellos, declara que su resolución es hacer la guerra a sus enemigos y a los nuestros: el mundo, el demonio y la carne”.
Imaginen, por ejemplo, a Nuestro Señor Jesucristo realmente presente como está en la Eucaristía, pero de un modo vivo, de un modo sensible, diciéndonos: “Hay ciertos enemigos que son mis enemigos: el mundo, el demonio y la carne. No son sólo míos, sino de cada uno de vosotros, porque quieren arrebataros el cielo y arrojaros al infierno. Vengo a proponeros: hagamos la guerra a estos enemigos nuestros”.
Nótese la diferencia entre su comportamiento y el de los gobiernos terrenales. Estos últimos llaman a la guerra contra el enemigo del gobierno —en su época el enemigo del Rey—, que a veces puede no ser el enemigo de los particulares. Por poner un ejemplo, los enemigos a los que atacaba Hitler ni siquiera eran enemigos de los alemanes; eran personas a las que atacaba para satisfacer su megalomanía. No nuestro Señor Jesucristo: él nos lleva al ataque contra nuestros peores enemigos, que nos desean el peor de los males — en este caso, el comunismo y el progresismo.
Nuestro Señor Jesucristo aparece en toda su perfección y nos dice: “Aquí está el comunismo, aquí está el progresismo: os invito a la guerra contra estos enemigos”.
Pero Nuestro Señor impone condiciones
Que vaya al frente de la lucha — Para una guerra así, pone como condición que, aunque sea Rey, vaya al frente de la batalla. Los reyes terrenales envían a otros a luchar al frente. Es muy difícil oír hablar de un jefe de Estado —coronado o no— que haya muerto en la guerra. Dicen: “¡Marchemos… y id!” En otras palabras, se quedan atrás. Nuestro Señor Jesucristo, en cambio, va por delante (ya veremos más adelante cómo es este ir por delante).
Que sufra Él las mayores incomodidades de la guerra — San Ignacio continúa: “… y será el primero en las incomodidades de la guerra”. En la guerra, los jefes de Estado se alojan en tiendas muy buenas (y así debe ser), están muy bien atendidos, etc. No nuestro Señor Jesucristo: él se lleva lo peor de la guerra.
Que el premio sea para los soldados — “…el primero en los riesgos de la batalla, el primero en recibir las heridas; y que después de la victoria, el premio sea de todos sus soldados”. Él toma el premio y lo distribuye entre los soldados, lo que definitivamente no es la costumbre de los gobiernos. Es un Rey tan majestuoso, pero también tan bueno, que va como un buen pastor al frente, defendiendo a sus ovejas. Simplemente invita a las ovejas a la lucha.
Aplicación a la actualidad
¿Cómo se aplica esto a la lucha contra el progresismo? ¿Cómo se aplica en la lucha contra el comunismo?
En el caso del progresismo, Nuestro Señor nos muestra este enemigo que intenta arrastrarnos a la herejía; y, con la herejía, a la muerte de nuestra alma (porque entonces caemos en pecado mortal, y por tanto nuestra alma está muerta). É quiere llevar la iniciativa en esta guerra contra el progresismo, quiere tomar sobre si todos los esfuerzos. El premio será nuestro, porque si derrotamos al progresismo, seremos nosotros los que recibamos el premio.
En el caso del comunismo, es lo mismo. Toma la delantera, Se arriesga en todos los sentidos (veremos cuál es ese riesgo más adelante), pero el premio será nuestro. El comunismo es nuestro terrible enemigo. Vean lo que está haciendo en Chile, lo que está haciendo en Rusia. Rusia vive del trigo que le suministramos, como se dice en todos los periódicos, incluso en los comunistas. Esto se debe a que el régimen está agotando sus finanzas, arrojando miseria por todas partes. Es más, pierde almas por su inmoralidad intrínseca, por su carácter ateo.
Nuestro Señor dice entonces: “Voy a tomar la iniciativa en esta lucha contra el comunismo. ¿Queréis ir? Voy a tomar la iniciativa en la lucha contra el progresismo. ¿Queréis ir?” Imaginemos, pues, a Nuestro Señor Jesucristo dirigiéndonos directamente estas palabras. ¿Quién de nosotros se atrevería a decir “no”? ¿Quién de nosotros no se dejaría deslumbrar?
Esta invitación no es imaginaria, es real. Porque es nuestro deber luchar contra el comunismo, y Nuestro Señor Jesucristo nos invita a cumplir con nuestro deber en todo momento. Así que es una invitación real, no imaginaria. Lo único es que no le vemos, pero todo lo demás es verdad. Sólo nos falta verlo con nuestros propios ojos porque, además, es la realidad de la situación en la que nos encontramos.
Nuestro Señor y los santos ya han tomado la delantera
Sigue la meditación: “Este Rey divino cumplió exactamente esta ley a lo largo de su vida y en su muerte, viviendo y muriendo siempre con gran pobreza, terribilísimos dolores, gravísimos desprecios e ignominias. Le siguieron innumerables almas que, imitando su divino ejemplo, lucharon valerosamente contra los referidos enemigos; y ahora, con su Rey y Señor, triunfan en el cielo.”
El plan en que San Ignacio se sitúa aquí es grandioso: el demonio, el mundo y la carne son los mismos en todos los tiempos, y generan todas las herejías a lo largo de los siglos. La raíz es la misma, y la lucha es también del mismo Dios contra los mismos factores.
Pues Nuestro Señor Jesucristo vino a la tierra, y aquí tuvo la victoria fundamental. Redimió al género humano con su sangre y, por la gracia que obtuvo, dio a los hombres la luz para conocer la Fe y la fuerza para practicar la virtud. Esto lo consiguió porque murió en la Cruz. Si no hubiera muerto, no tendríamos la luz intelectual para tener la Fe católica, ni la fuerza para practicar la virtud.
Así que todos los golpes que el demonio, el mundo y la carne recibieron después de Nuestro Señor, y recibirán hasta el fin del mundo, los recibieron y recibirán porque este Rey caminó delante de todos. Se presentó ante todos, murió por todos y dio toda su sangre por todos nosotros, hasta los restos de agua y sangre. Los actos de virtud practicados antes de Cristo, los hombres recibieron gracias para practicarlos en previsión de Su muerte. En otras palabras, todo el bien que se ha hecho y se hará en el mundo hasta el final se ha hecho o se hará porque Él vino a la tierra, se encarnó y murió. Toda esta lucha no es más que un desdoblamiento de Su lucha; es por el mérito de Su sangre que luchamos hoy.
Es, pues, un acto de la mayor generosidad por parte de este Rey. Él es el Rey perfecto que, entrando en la arena y dando su vida entera, combatió, estranguló y liquidó a su adversario. Dio la doctrina perfecta, mediante la cual se repelen todos los males y errores; fundó la Iglesia perfecta, y le dio autoridad, la dotó de poderes. Han surgido legiones de hombres, de santos, que han luchado contra el demonio, el mundo y la carne en todas las épocas, y que reciben su recompensa en el cielo.
Ahora sólo falta que nosotros cumplamos nuestra parte
Su pregunta para nosotros es: “¿Queréis continuar la batalla? ¿Queréis ser el eslabón entre los combatientes de los tiempos antiguos y los combatientes de los tiempos venideros? ¿Queréis ser ese eslabón de oro? He aquí el camino que os espera: ¿queréis luchar contra los enemigos de la Iglesia?”.
Aquí me detengo un momento y pregunto quién tiene el valor de decir “¡No quiero!”. Porque si nos ponemos frente a estos razonamientos, resulta tan absurdo decir “¡No quiero!”. Es tal contradicción, tal cobardía, que no se sabe qué decir. Y la única respuesta posible es: “¡Señor, quiero! Dadme fuerzas”. Es una lógica muy clara. Si la Fe Católica es verdadera, el individuo tiene que ser un luchador por ella, y un luchador abnegado y ardiente, como lo fue Nuestro Señor Jesucristo.
El “Ejercicio” continúa así durante cuatro, cinco o seis páginas, con puntos igualmente sustanciales. Llegados a este punto, me pregunto si no será ya demasiado material, si no les habré llenado demasiado la cabeza dándoles tantas cosas juntas.
¿Por qué los “Ejercicios” contienen tanto material? Porque pretenden persuadir absolutamente. Por eso San Ignacio da una cascada de argumentos y quiere que el ejercitante se lo beba todo. A veces no puede bebérselo de un trago. Un hombre de su tiempo solía hacer de esto y de todo lo que viene todavía una sola meditación. No sé si para nosotros la copa no es un poco más grande de lo que podemos tragar. Yo creo que sí, y por eso hago una especie de epílogo, una aplicación práctica.
APLICACIÓN DE LA MEDITACIÓN A LA TFP
Hemos sido llamados a una lucha
En la TFP, estamos llamados a luchar por la Tradición, la Familia y la Propiedad. ¿Qué significa esto? Son valores morales que corresponden a los Mandamientos de la Ley de Dios, que, por tanto, debemos respetar y cumplir a toda costa.
¿Cuál es la prueba de que estamos llamados? La prueba es sencilla. Según la doctrina de la Iglesia, nadie es capaz de un buen movimiento de alma basado en la Fe católica, si no es por la Gracia, es decir, por un don sobrenatural creado que Dios pone en nuestra alma. Por tanto, si hemos tenido un buen movimiento que nos ha llevado a querer defender la Tradición, la Familia y la Propiedad, ha nacido de la gracia; ha sucedido porque Dios nos ha llamado, porque la gracia es un llamamiento. Es tanto un llamamiento que es como si Él apareciera y realmente nos llamara.
En este punto, hacemos ese mismo razonamiento: Nuestro Señor Jesucristo está, como un Rey de gloria, prometiéndonos la victoria en esta tierra o en el cielo, y mostrándonos que, en esta lucha, lo ha dado todo. Nos pide muy poco en comparación con lo que Él ha dado. Dio la encarnación del Verbo, dio toda su vida, dio todas sus enseñanzas, todos sus esfuerzos apostólicos, todos sus sufrimientos, toda su sangre, todos los sufrimientos morales y físicos que padeció en la Pasión. Lo dio todo.
Entonces Él pregunta: “Ahora, para continuar la lucha contra semejante adversario —que es vuestro terrible adversario—, ¿lucharéis conmigo, lucharéis bajo mis órdenes?”.
La ilógica del “no”
Ya hemos dicho cuál es el adversario: en nuestro tiempo, es sobre todo el progresismo y el comunismo.
La respuesta “¡no!” sería tan ilógica que deberíamos detenernos, medir los argumentos y considerar lo disparatada que sería. Porque quien actúa de forma ilógica comete un disparate. El hombre debería amar la lógica más que la luz de sus ojos, porque es la luz de su mente.
¿Qué es más triste: volverse loco o quedarse ciego? Por supuesto, es más triste volverse loco, porque otro puede conducir a un ciego. ¿De qué le sirve a un loco ver? Volverse ilógico es lo más triste que existe. Es una forma culpable de locura. No es la locura del enfermo, sino la locura del hombre malo, de mala voluntad. El hombre de buena voluntad es lógico; el hombre de mala voluntad es ilógico, incoherente.
¿Queremos estar entre los incoherentes y decir “no” a Nuestro Señor Jesucristo?
Las consecuencias del “no”
¿Qué nos espera si morimos después de haber dicho “no” a Nuestro Señor Jesucristo?
A todo momento mueren personas ahí fuera: un coche que pasa, un disparo, una enfermedad repentina. No hace mucho, un coche atropelló al Dr. “X”, y él no recuerda cómo ocurrió, sólo se despertó en el hospital. El Dr. “Y” sufrió un accidente de coche y me contó lo mismo. No recuerda casi nada del accidente, y se dio cuenta de sí mismo en el hospital.
¡Cuánta gente muere así, sin darse cuenta de que está muriendo, sin tiempo para arrepentirse! De repente se presenta ante Dios y Dios le dice: “Te invité a este combate y dijiste ‘no’. Ahora quiero tu explicación: ¿por qué no?”. El individuo dirá: “No, tú no me invitaste”. Dios dirá: “Yo te invité. ¿Recuerdas aquella vez que conociste la TFP y tenías tanto entusiasmo? Ese entusiasmo era mi gracia actuando en tu alma. ¿Qué hiciste de esa gracia? ¿Recuerdas otra vez de tu vida en la TFP cuando tuviste tales y tales movimientos en tu alma? Dentro de tu alma era mi gracia la que te movía, era Yo quien te movía. ¿Qué hiciste con aquella invitación? ¿Recuerdas aquel “Ejercicio Espiritual” de San Ignacio que hizo una tarde el Dr. Plinio, en el que me presentó a tus ojos, explicándote aquella invitación? ¿Recuerdas que estabas sin salida porque no tenías ningún argumento que ofrecer? ¿Qué hiciste de aquella meditación? ¿Qué uso hiciste de aquel razonamiento? Era una ciudad de seis millones de habitantes, aquella en la que vivías. En esa ciudad, sólo unos pocos escuchaban. De esos pocos, uno de los privilegiados eras tú. En aquella ocasión, llamé a tu alma y te pregunté: ¿Quieres luchar? ¿Cuál fue tu respuesta, y por qué no luchaste por mí?”.
¿Qué se puede decir, viendo a Dios cara a cara? Entonces uno se da cuenta de la tontería que hizo al no luchar, y le gustaría decir: “Señor, dejadme volver a la tierra, y ahora lucharé”. Nuestro Señor dirá: “¡No, ya no! El tiempo ha pasado, todo ha terminado. Es la hora de tu juicio, y serás juzgado”.
Y si el pobre desgraciado, además de rechazar la vocación, capituló ante las presiones de nuestro siglo neopagano, hasta el punto de perder el estado de gracia en una larga vida de pecado, muriendo impenitente, oirá entonces la cacofonía de gemidos, lamentos y dolores del infierno, que en un clamor gritado por mil bocas comienza a oírse, entre carcajadas e ultrajes: “¡Ven, ven! Tu lugar está aquí. Es el demonio, arrastrando a la gente. ¿Y cómo queda eso?
¿Qué pasa si decimos “sí”?
Ahora imaginemos lo contrario. Uno de Uds. muere y se presenta ante Nuestro Señor Jesucristo, que le recibe con semblante afable y misericordioso: “Te invité, luchaste. Tuviste imperfecciones en tu lucha, pero mi Madre rezó por ti, porque delante de su Oratorio te expusiste a la burla, a la risa, y esto por amor a Ella. Allí le pediste ayuda, y Ella vino en tu auxilio y te obtuvo el perdón. Ven, hijo mío, te ahorraré incluso el purgatorio: ¡entra en la gloria de tu Señor!”
¿Qué vale toda la gloria terrenal comparada con esto?
Ahí están los dos caminos que se abren. Caros amigos, estos dos caminos están abiertos para todos y cada uno de nosotros. En cada momento de nuestra vida, estamos eligiendo uno de estos dos caminos.
Si siempre tuviéramos esto ante nuestros ojos, si cada mañana renováramos los puntos de esta meditación por sólo un momento, ¿no tendríamos más ardor en la lucha, más valor, más énfasis del que tenemos? Yo creo que sí. Y si estos ejercicios nos han ayudado a decidirnos, tenemos muchas razones para dar gloria a San Ignacio de Loyola, y por medio de él a Nuestra Señora, que le inspiró estas santísimas meditaciones, que yo no he hecho más que desarrollar.
Por ahí se ve lo bien pensado, inteligente e incontestable que está todo. Incontestable hasta tal punto que nos encontramos ante el camino del heroísmo total o el camino de la media recusación, con todos los riesgos de perdición que la media recusación puede acarrear, o incluso el camino siniestro de la negativa total.
He aquí, pues, no una meditación, sino un fragmento de una meditación de San Ignacio de Loyola.
Ahora, una pregunta: ¿En qué estado de ánimo terminamos esta meditación? Si nos apetece escuchar otra, o escuchar el resto de ésta en otra ocasión —porque, realmente, creo que ya hemos tenido bastante por hoy—, es porque la hemos aprovechado. Pero si tenemos prisa inconsciente por que termine, es porque no nos ha gustado, y tendremos que pedirle a la Virgen que nos ayude la próxima vez, a preparar nuestras almas para las grandes verdades francas, las grandes verdades lógicas, positivas, terribles…. y admirables también.
LA MEDIDA DE LA ETERNIDAD
¿Puede haber algo más admirable que este Rey que nos promete una pequeña lucha en la tierra, y después una eternidad, una eternidad de eternidades, de felicidad sin fin en Su presencia, y beneficiándonos de Su consideración?
Para medir un poco lo que es la eternidad, alguien compuso la siguiente imagen: Es bien sabido que cuando un cuerpo entra en fricción con otro, toma un poco del otro y también pierde un poco de sí mismo. En el movimiento de una uña contra otra, por ejemplo, cae algo de ambas, por poco que sea.
Imaginen ahora el Pan de Azúcar de Río de Janeiro. Es una colosal mole de piedra. Luego imaginen que una golondrina pasa por su lado cada mil años y roza su superficie con el pico. ¿Cuántos millones de años necesitaría esa golondrina para destruir el Pan de Azúcar? Incontables. Acabaría destruyéndolo, pero son incontables, ¡cantidades astronómicas! Pues bien. Cuando la golondrina hubiera destruido el Pan de Azúcar, la eternidad acabaría de comenzar.
Esta es la duración de la felicidad que Dios promete a quienes digan “sí” a esta llamada a la lucha: una felicidad sin fin. La invitación parece austera, pero viene acompañada de una recompensa sin igual.
Uds. dirán: “Pero hay cosas sabrosas en la Tierra…”. Yo respondo que, en la Tierra, hay una cosa que lo estropea todo: es que todo se acaba. Todos saben que todo se acaba. Esta conferencia se acabará, yo me acabaré, Uds. se acabarán. Todo lo que venga después de nosotros también acabará. Nosotros mismos venimos después de un mundo de cosas que se acabaron. ¡Todo se acaba! Todas las cosas deliciosas, como todas las cosas terribles, todo llega a su fin. No hay nada que no llegue a su fin.
Pero en el Cielo, nada termina, nada es perturbado de ninguna manera. Es una felicidad perfecta, sin la menor mancha de contrariedad, inseguridad o preocupación. La Escritura dice que en el Cielo todos estaremos “acostados en nuestras camas”, es decir, en eterno descanso, en eterno reposo; pero, al mismo tiempo, en un eterno movimiento de todas las cosas. Todo estará allí en presencia de Dios, cantando la gloria de Dios. Y Dios, sobre todo, nunca termina. Será perpetuamente diverso y diferente para nosotros. Como Él es infinito, nunca terminaremos de ver sus perfecciones; Él será diferente y maravilloso a nuestra vista todo el tiempo.
Este es el premio. Se trata de que luchemos en la tierra contra los progresistas, contra los comunistas, contra nuestros defectos, contra el diablo, el mundo y la carne que están en nosotros.
Es una meditación, por tanto, llena de luz, llena de esperanza. Es cierto que hay la otra cara: si decimos “no”, ¿qué será de nosotros? La eternidad también nos espera al otro lado.
EL MECANISMO DEL RECHAZO A MEDIAS
Unas últimas palabras sobre el mecanismo del rechazo a medias. La persona está muy impresionada por la lógica, pero por otro lado siente el dolor de la renuncia, y piensa: “No tengo valor para decir “no”; pero, además, si voy a decir “sí”, me duele demasiado. Lo dejaré para más tarde. Ya lo solucionaré más tarde. Pero la persona ya se da cuenta de que no pensará en ello más tarde, y por eso huye de la alternativa. Este es el mecanismo de rechazo más burdo y común: “¡Es demasiado apretado! Lo dejaré para más tarde”.
Hay un dicho alemán que dice: “Mañana, mañana, mientras no sea hoy — dicen todos los perezosos”. Y el vicio capital de la pereza no es tanto la pereza de andar, de estudiar, etc. Es la pereza para hacer el esfuerzo que exige la vida espiritual. Este es el vicio capital de la pereza, en su forma más radical y peor, porque incluye la pereza y el esquivarse. Esta es la forma más rudimentaria.
Hay otras formas que se manifiestan así: “Cuando llegue el momento de luchar, entonces elegiré”. Cuando llega el momento, uno dice: “Voy a esforzarme un poco más, por ese apretón que me dieron los Ejercicios de San Ignacio”. Y entonces hace un poquitín más. Debería hacer mil, pero hace cinco. Es una solución vergonzosa, pero no tan rara.
APÉNDICE PRÁCTICO
Puntos para aprovechar los “Ejercicios”
1) Si quiero decir “sí” a esta invitación (y no tengo derecho a decir “no”), ¿cómo lucho contra el demonio, el mundo y la carne en nuestros días, entre nosotros? ¿En qué medida, dentro de mi alma —este es el punto de partida de la lucha—, admiro la verdad y la virtud, y soy enemigo del error y de la mentira, de las doctrinas erróneas y de la inmoralidad?
2) Concretamente, en mi vida, ¿cuáles son las manifestaciones del demonio, del mundo y de la carne que veo en los periódicos, en lo que se lee, en lo que se dice, en los acontecimientos que veo que suceden en el mundo? ¿En la TFP, qué he visto sobre esto? (Porque no somos tontos, y por lo tanto no podemos restringir la vida a nuestra pequeña existencia. Hay que ver el mundo entero, cómo suceden estas cosas en él, qué manifestaciones del demonio, del mundo y de la carne hay en él).
3) Concretamente, ¿qué he estado haciendo?
4) ¿Cómo he hecho lo que hago?
5) ¿Qué podría hacer?
6) ¿Cómo podría hacer lo que puedo hacer?
7) Resolución: haré tal cosa.
8) Oración: dar gracias a la Virgen por haber hecho lo que he hecho.
9) Pedirle perdón por no haberlo hecho tan bien como debía, o tanto como debía.
10) Pedirle fuerzas para hacerlo todo perfectamente bien.