Catolicismo, nº 423, marzo de 1986.
Estando la liturgia católica próxima a conmemorar la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo, publicamos en este número algunas fotografías de un magnífico crucifijo barroco, que se veneró por muchos años en la Sede del Consejo Nacional de la TFP, actual sede del Instituto Plinio Corrêa de Oliveira, en São Paulo (Brasil), comentadas por su recordado presidente. Tales ilustraciones se prestan admirablemente para la piadosa meditación de los inenarrables sufrimientos de nuestro Redentor.
Lo que más impresiona en esta obra de arte es el dolor y la tristeza del divino Crucificado. Este dolor fue causado por los malos tratos infligidos por sus verdugos, que no habrían podido llevar su crueldad a tal grado sin ayuda de una torpe naturaleza preternatural.
El Hombre-Dios sufrió en su naturaleza humana. Cualquier ser humano, sin la ayuda especial del Padre celestial y de los Ángeles, no podría soportar semejante sufrimiento. Y hay que subrayar que la tristeza del Redentor se debió más a los pecados de la humanidad, redimida por su Pasión y Muerte, que a los tormentos físicos soportados por Él.
En otros tiempos, como también en nuestros días, impresiona especialmente a las almas fieles considerar a Jesucristo padeciente en la Cruz. Aunque durante la Pasión tuvieron lugar muchos otros acontecimientos venerables y conmovedores -por ejemplo, la Flagelación y la Coronación de Espinas-, lo que atrae especialmente la piedad de los auténticos católicos es considerar al divino Salvador en el momento culminante de Su sufrimiento, clavado en la Cruz.
Esta disposición de alma es diametralmente opuesta a la alegría mundana dominada de modo especial por el ambiente creado por los medios de comunicación y el cine en nuestros días: alegría artificial, agitada, hasta la locura, sedienta de pecado o ya empapada de él.
Hay quien dice que el católico debe tener siempre un rostro alegre y feliz, invocando el pensamiento de San Francisco de Sales para apoyar esta postura: “Un santo triste es un triste santo”.
Pero hay que saber discernir entre la tristeza sana y la tristeza malsana. El mismo santo lo aclara en su obra “Pensamientos consoladores” cuando invoca la enseñanza de Santo Tomás de Aquino: “La tristeza puede ser buena o mala según los efectos que produce en nosotros”.
Así, lo propio de un alma virtuosa puede consistir en experimentar una buena tristeza e incluso dejarla traslucir en el rostro, porque edifica al prójimo. Nuestro Señor experimentó esta tristeza y la mostró en el Huerto de los Olivos cuando dijo: “Mi alma está triste hasta la muerte”. Y también desde lo alto de la Cruz cuando, expresando dolor y angustia, el Dios Humanado conmovió y convirtió almas como las del buen ladrón y la de Longinos.
Del mismo modo, la tristeza que las personas virtuosas dejan traslucir en sus semblantes puede atraer y edificar. El Espíritu Santo alude a esta tristeza: “Por la tristeza que aparece en el rostro se corrige el corazón del malvado” (Ecl 7,4).
Así como podemos distinguir dos tipos de tristeza, podemos hablar de una alegría santa que edifica y de una alegría mundana que escandaliza. Es a esta última a la que se refiere el Espíritu Santo cuando dice: “Como el ruido de los espinos que arden debajo de una olla, así es la risa de los necios; pero esto también es vanidad” (Ecl 7,7).
Desgraciadamente, en los días de necedad e insensatez en que vivimos, esta falsa alegría predomina en casi todos los espíritus y ambientes. Es una época sacudida por una inmensa crisis religiosa y moral, que ha hecho llorar a muchas imágenes de Nuestra Señora en diversas regiones del mundo.
Es comprensible, por tanto, que el verdadero católico, aunque pueda sentir y expresar una saludable alegría, no deje de experimentar en su alma un toque de digna y varonil tristeza, propia de quienes acompañan la Pasión de Nuestro Señor hasta las alturas del Calvario. Y, más precisamente aún, propia de quienes se asocian hoy a la Sagrada Pasión, a la Pasión de la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo. Y para cada católico que sufre a causa del “misterioso proceso de autodemolición” de la Iglesia, los dolores estampados en el rostro tan expresivo de este Crucificado adquieren un profundo significado.
1ª foto – Hay dos aspectos de la escultura en que el trabajo artístico, y notadamente la expresión fisonómica, revela su maestría. Primero, son los labios abiertos, entre los cuales se pueden entrever los dientes. El mentón, ligeramente caído, da la impresión de tal abandono de fuerzas, que éstas no son suficientes siquiera para mantener cerrados los labios. Después, los ojos que fijan con tristeza algo. Sin embargo, paradójicamente, ellos parecen no percibir. La mirada está distante, como que considerando otra cosa muy distinta, que le causa desolación.
Pero, a pesar de lo extremo de ese dolor —de carácter más aún moral que físico— se nota, en el semblante del Crucificado, una paz, una misericordia, una delicadeza de sentimiento, en que el furor no está presente. La tristeza, sí, está presente en todo. ¡Pero es tal la tristeza de este condenado a muerte, es tan sublime su actitud, que ella transciende, de lejos, la majestad de un rey!
El artista supo muy bien representar los cabellos de Nuestro Señor. No están peinados ordenadamente, porque tal no tendría propósito después de todo cuanto Él sufrió. Sin embargo, están desgreñados lindamente, de manera que forman rizos bellísimos. La barba es tan pequeña, que difícilmente podría estar revuelta. Ella cae de modo ordenado, enmarcando el rostro.
Completando el cuadro, sobre la divina cabeza un resplandor de plata, en el centro del cual cintila un topacio, con el lenguaje mudo de las piedras preciosas.
Sin el topacio, algo estaría faltando, que no se sabría enunciar explícitamente. El topacio, piedra dorada, tal vez afirme que, por detrás del dolor y más alto que él, algo brilla, a pesar de todo: ¡la gloria!
2ª foto – La expresión es, tal vez, aún más impresionante que la de la foto anterior. Fue ella sacada de un ángulo en que se tiene casi la impresión que se entrará, de un momento u otro, en el campo de visión de esa mirada. La nota de tristeza es aún más tocante. La corona de espinas puede ser vista mejor. Grandes espinas traspasan la frente de Nuestro Señor. En la frente, arriba del ojo izquierdo, se nota una llaga pungente. Se tiene la impresión de que una espina perforó aquel lugar, dejando una herida profunda representada por un rubí. También la sangre, que corre con cierta delicadeza, desliza por el cuerpo divino de manera que forman largos hilillos, en las puntas de los cuales una gota es figurada por un rubí.
3ª foto – Aunque en una descripción como ésta entre algo de subjetivo, me parece que la impresión de desolación y de desamparo es más acentuada aquí que en las fotos anteriores. Es un dolor que se presenta como irremediable, sin límites, debiendo inexorablemente acabar en la muerte. Ésta se anuncia, no con las consolaciones que prenuncian el Cielo, sino envuelta en una profunda desolación. Porque el Crucificado tiene en vista la maldad de los hombres que se están lanzando contra Él.
Hay, por cierto, una diferencia entre esta fisonomía y la del buen ladrón cuando oía del Salvador la frase reconfortante: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc. 23, 43). Nuestro Señor, ante todo, aseguraba que también estaría allá, y que el buen ladrón se encontraría con Él. San Dimas fue, por lo tanto, el primer canonizado de la historia. El buen ladrón pidió perdón, y el Redentor lo perdonó. En aquel momento, Nuestro Señor quiso darle esa satisfacción para que él transpusiese con ánimo los terribles umbrales de la muerte. Tal alegría, sin embargo, no se nota en este rostro. Y ello es comprensible, pues Nuestro Señor quiso beber el cáliz del sufrimiento hasta el fin. Cáliz de hiel, Él quiso sorberlo todo, y sufrir todo cuanto era posible sufrir. Pero, al compañero de tormentos, el divino Maestro le quiso conceder una consolación en la hora del paso final.
Poco después, Él mismo experimentó la sublime alegría cuando su alma sacrosanta, hipostáticamente unida a la Santísima Trinidad, se separó del cuerpo y se liberó de los sufrimientos corporales y espirituales. ¡Consummatum est! — “Todo está consumado” (Jn. 19, 30). El holocausto, voluntariamente aceptado por nuestro amor y soportado íntegramente, había llegado a su fin.
4ª foto – En esta foto de perfil, la desolación parece aún más profunda. Se diría que no tardará en sobrevenir la muerte. Y la desolación moral, causada por los pecados de toda la humanidad, parece especialmente estampada en esta fisonomía. Los sufrimientos físicos fueron ampliamente sobrepujados por tal desolación, y la expresión fisonómica, reflejando cierta perplejidad, comunica una como que muda lamentación: “¿A este auge llegó la impiedad de los hombres?”.
Traducido y adaptado por “Tesoros de la Fe – El Perú necesita de Fátima”