por Plinio Corrêa de Oliveira
“Santo del Día”, 13 de Enero de 1975
A D V E R T E N C I A
Este texto es transcripción de cinta grabada con la conferencia del profesor Plinio Corrêa de Oliveira dirigida a los socios y cooperadores de la TFP. Conserva, por tanto, el estilo coloquial y hablado, sin haber pasado por ninguna revisión del autor.
Si el profesor Corrêa de Oliveira estuviera entre nosotros sin duda pediría que fuera colocada una explícita mención a su filial disposición de rectificar cualquier eventual discrepancia en relación al Magisterio inmutable de la Iglesia. Es lo que hacemos constar, con sus propias palabras, como homenaje a tan escrupuloso estado de espíritu:
“Católico apostólico romano, el autor de este texto se somete con filial ardor a las enseñanzas tradicionales de la Santa Iglesia. No obstante, si por lapso, algo en él hubiera en desacuerdo con dichas enseñanzas, desde ya y categóricamente lo rechaza”.
Las palabras “Revolución” y “Contra-Revolución”, son aquí empleadas en el sentido que se les da en el libro “Revolución y Contra-Revolución”, cuya primera edición apareció publicada en el número 100 de la revista “Catolicismo”, en abril de 1959.
Hoy el “Santo del Día” casi podría llamarse “el diablo del día”… Leamos una ficha sobre la agonía y muerte de Stalin (1878-1953). El texto está tomado del testimonio de Svetlana Alliluyeva, su hija, del libro “Veinte cartas a un amigo” [N.C.: edición española bajo el título de: RUSIA, MI PADRE Y YO (VEINTE CARTAS A UN AMIGO), de Svetlana STALIN. Edit.Planeta. Barcelona, 1967], trascrito de la sección “Notas e Informaciones” del periódico “O Estado de São Paulo”, de 4 de marzo de 1973:
“Su respiración era cada vez más anhelosa. En las últimas doce horas se hizo evidente que el hambre de oxígeno iba en aumento.
“El rostro se oscurecía y cambiaba gradualmente; sus rasgos se volvían irreconocibles, los labios se ennegrecían. En la última hora o dos simplemente siguió sofocándose. ¡Asombrosa agonía! Un hombre estaba siendo estrangulado ante la mirada de todos.
“En un momento dado —no sé si fue realmente así, o si me lo pareció a mí, evidentemente ya en el último minuto—, abrió de repente los ojos y los volvió hacia todos los que le rodeaban. ¡Era una mirada terrible! Tal vez loco, tal vez furioso y lleno de terror, ante la muerte y ante los rostros desconocidos de los médicos que se inclinaban ante él.
“Y su mirada vagó sobre todos ellos durante una cierta fracción de minuto. Y en ese momento —fue algo incomprensible y horrible, que a día de hoy no comprendo, pero que no puedo olvidar— en ese momento levantó improvisadamente el brazo izquierdo, que no estaba paralizado, y con él señaló hacia arriba, o tal vez nos amenazó a todos.
“El gesto quedó incomprensible, pero estaba lleno de amenaza y no se sabe a quién iba dirigido. Al instante siguiente, el alma, después de haber hecho el último esfuerzo, se desprendió del cuerpo”.
* * *
¡La narración es muy buena! Sostengo que ciertas narraciones muy bien hechas valen más que una película, o más que un documental fotográfico. Porque en ambas, uno tiene muchas impresiones simultáneas, pero no siempre la persona es capaz de seleccionarlas para destacar las que son verdaderamente más importantes y relevantes.
En este caso, el cuadro está lleno de detalles que Uds. pueden imaginar. Pongan ante sus ojos la inmensidad del Kremlin, una fortaleza misteriosa en medio de Moscú, toda amurallada y vallada; en su interior se desarrolla otro drama y esta vez es la muerte del dictador. Y el dictador es el hombre libertino —Stalin— que está expirando.
Stálin y el Kremlin en una noche de tormenta
Es el juego inevitable de la enfermedad o del envenenamiento que alcanza cierto paroxismo y produce el desgarro, la dilaceración: el alma se separa del cuerpo. Él está impotente, pero es un organismo poderoso que lucha contra la muerte.
Una muerte alejada de la gracia de Dios, donde nada manifiesta la idea de Religión; un canalla enviado a la penitenciaría de la Creación que es el Infierno.
La muerte, por tanto, le va postrando. Pero con su reacción, una especie de furia salvaje, esa especie de poder biológico y psicológico —por utilizar cualquier adjetivo, antediluviano, digamos—, que tenía en sí, todo eso se va desgarrando, pero va reaccionando y casi se vuelve de una impetuosidad mayor, de una fuerza de resistencia mayor, a medida que se nota que los golpes de la muerte lo van derribando.
Es más o menos como un árbol inmenso, cuyo verdadero diámetro uno sólo calcula en la medida en que el leñador abre la base del árbol y uno percibe, desde dentro, lo colosal que era. Y así ese hombre cae…
Se ve que muere lejos de la gracia de Dios. No hay nada que manifieste la idea de Religión. Toda su vida fue la vida de un ateo y de un propugnador del ateísmo. De un hombre, por tanto, que, aunque creyese secretamente en Dios, de tal modo ha ofendido a Dios que es de suponer que haya caído en el pecado de la desesperación, si es que no cayó también en el pecado de negar la existencia de Dios. Y que, por lo tanto, está muriendo con odio, en la desesperación. La naturaleza boquea, él reacciona, el aire escasea, está minado por todas partes.
Él, que no había hecho otra cosa en la vida que gobernar por el terror, en un momento dado se da cuenta de la situación en que se encuentra e, impulsado por la fuerza del odio, abre los ojos —y tal vez considerándose envenenado, víctima de una conspiración— mira al mundo entero con una mirada terrible y, sintiendo confusamente que estaba siendo derrotado, intenta reaccionar. Entonces levanta el brazo que aún tenía disponible en señal de amenaza, porque era lo único que sabía hacer. Poco después, Dios llama a su alma a juicio. Se le cae el brazo, y no es más que un cadáver…
El hombre que había odiado toda su vida, que había gobernado con brutalidad toda su vida, este hombre se doblega, este hombre se rompe, este hombre se derrumba. Entonces, es la placidez del cadáver. Para quien sabe interpretar estas escenas con los ojos de la Fe, se dice que sólo queda una cosa: ¡la victoria de Dios!
El que ha hecho todo, se acabó. Cuando Dios decidió llamarlo, no le fue posible prolongar su vida ni un minuto más. Yacía allí, completamente devastado. Como cadáver, no era nada más, no tenía nada más, no podía nada más. ¡Estaba liquidado!
Así, la inutilidad de la rebelión, la inutilidad del ateísmo, la inutilidad del odio, todo eso se manifestó en aquel momento extremo, porque Dios lo venció completamente, y él se presentó ante el juicio divino como cualquier otro, como cualquier alma pequeña, pobre e insignificante, sin personalidad, miserable; se presentó ante el trono de Dios, él que en algunos aspectos era un gigante.
Pero todo es tan pequeño ante Dios, ¡tan nada! Y él —el canalla— si no se convirtió en el último momento de su vida, ¡es enviado a ese cubo de basura y a esa penitenciaría de la Creación que es el Infierno! Mientras que alguna pequeña, insignificante alma era devuelta al seno de Dios, para adorar a Dios por toda la eternidad. Estaba acabado el asunto. Era el fin del odio, y la inutilidad del odio.
Arrojado fuera de todo el plan de la Creación, desatendido, rehusado y despreciado, pasó de la sala del Kremlin directamente al infierno, donde comienza la zarabanda infernal.
* Sentir el odio divino es incomparablemente más terrible que morir. Así termina el poder de aquellos que desafían a Dios Nuestro Señor
El alma enviada al infierno, tan pronto como se ha presentado ante Dios, tiene ese horrible tormento. Porque la hora de la dilaceración debe ser terrible, cuando el alma se desprende del cuerpo, ¡debe ser algo terrible! Si cortarse un dedo es tan terrible, ¡imaginemos lo que puede ser para el alma separarse del cuerpo!….
Una persona llena de odio a Dios se presenta ante Él y siente el odio de su Creador. Y sentir el odio de Dios es incomparablemente más terrible que morir. Juzgada, cae en el Infierno. Y en el Infierno, cae sintiendo el fuego que la quemará y que nunca se extinguirá, la risa eterna, el maltrato eterno, los insultos eternos, la vergüenza eterna de cada uno de los que allí están.
Juicio Final (Beato Angélico)
El alma malvada es así recibida. Mientras las almas entran en el Cielo y son recibidas en un concierto de armonía, las almas malas van al Infierno y son recibidas en ese siniestro asalto de todos, y carcajadas de infelicidad, y burlas, y horrores, y desgarramiento.
Sabemos que Santa Teresa de Jesús vio su lugar en el Infierno; y describe los lugares del Infierno como hornos ardientes, puestos en serie, como alvéolos, y para cada uno había un alvéolo, la persona no cabe entera; se la dobla, en una posición horrible, se la mete dentro y allí se la deja arder para toda la eternidad, en la oscuridad y la desesperación completa.
Entonces él cae del Kremlin, de las alturas del poder, a esta destrucción de todo poder y aniquilación completa. Última blasfemia, acto supremo de odio, inmediatamente después el castigo. Está arrasado y acabado. Así termina el poder de los que desafían a Dios Nuestro Señor.
* Por terrible que sea su muerte, el católico tiene la idea de que avanza hacia la glorificación, hacia la apoteosis.
¿Merece la pena comentar esto? Yo creo que sí, para que veamos la diferencia con la muerte de un católico, por terrible que sea esa muerte. Si muere consciente, lúcido —no es una muerte súbita—, mientras tenga Fe, recordará que se está desprendiendo poco a poco de un cuerpo mortal, que es una carcasa que le sujeta, que le impide ver a Dios. Y que, en un minuto, medio minuto, diez segundos tendrá un choque tremendo, pero será colocado ante la visión beatífica y entrará en la felicidad completa e interminable; ¡verá a Dios con una perfección indecible! Al mismo tiempo verá a todas las almas del Cielo, comenzando por Nuestra Señora, a todos los Ángeles, verá el Paraíso celestial, que es incomparablemente más alto, más bello, más noble que el Paraíso terrenal, y tendrá allí alegrías que no tienen fin, ni descripción posible.
De modo que siente que la muerte lo liquida, pero no tiene la idea de que va hacia la humillación, sino hacia la glorificación y allí recibirá su corona de gloria.
En estas condiciones, la muerte de este hombre es el camino hacia lo que podría llamarse la apoteosis. En el último horror, es el momento en que terminan todos los horrores, cuando poco después comienza la eternidad feliz. El hombre siente, como bajo un chorro que le que le sobreviene, el amor de Dios que le envuelve por completo, que le atrae hacia Sí, que restaura en él todo lo que la vida había puesto en él de heridas, dolores, etc., y que le coloca en una felicidad indecible.
También podemos hacernos una idea de esto a partir de las visiones de los místicos. Todos los místicos describen los estados de éxtasis como de una felicidad infinita, insondable. Aunque sean minutos, instantes. Una felicidad indecible. El místico en esta tierra sólo tiene de pasada y —creo que la mayoría de las veces de forma muy incompleta— lo que el alma que ve a Dios cara a cara tiene en el cielo. La muerte para el místico se presenta de esta forma.
* Frente al ” irreparable ultraje de los años”, el hombre que tiene Fe dice: “Estoy en camino hacia mi resurrección”.
El otro día supe el comentario de una señora de edad avanzada, demacrada y con una parte del rostro descarnado que “sobraba” sin motivo, y cuando se miraba al espejo, se tapaba esa parte de la cara porque le parecía deprimente.
Esto me recuerda la expresión francesa “Pour réparer des ans l’irréparable outrage” (Racine, “Athalie”, II, 5) — Para reparar el irreparable ultraje de los años… Es realmente un ultraje que nadie repara a nadie: la vejez, paso a paso, ultraja al hombre. Y esto ocurre incluso en la Chanson de Roland: en la lúcida vejez de Carlomagno, llena de vida, hay cierto episodio en el que el Emperador sugiere acudir en ayuda de Roland y un hombre de la corte le dice: “¿No veis, Emperador, que habéis caído en la infancia y ya no sois capaz de razonar bien? ¿No veis que ya no es el momento de atender a vuestro sobrino? Pero el hombre que tiene Fe, la mujer que tiene Fe, vería todo eso, vería la “descarnación”, pero diría: “Estoy caminando hacia mi resurrección. Los que están detrás, caminan hacia la vejez. Yo estoy caminando hacia la resurrección…”.
Ahí es donde se va: cadáver, cadáver es polvo, polvo es resurrección. Uno mira su propio cuerpo y dice: “¡Mi carne resucitará! ¡Y resucitará a la felicidad eterna!”
A la izquierda, San Luis Gonzaga (9-3-1568 21-6-1591), a la derecha Georges Clemenceau (estadista francés, 1841-1929)
* Clemenceau, San Luís Gonzaga
¡Un Stalin!… Podemos imaginar el hogar encendido en el Kremlin, él todavía sano, sentado junto al fuego, pensando en sus dominios y pensando en ese fuego. ¿Cómo será el otro fuego? Luego, mirándose la mano, pensando: “¡Esta carne resucitará para ser quemada eternamente también! “Qué horror!”
Hace algún tiempo leí la vida de Clemenceau. Era ateo, y como Presidente del Consejo de Ministros de Francia, durante la Primera Guerra Mundial, se expuso con gran valor, en diversas circunstancias, en el frente. Cuando llegó a su extrema vejez, se quedaba quieto durante horas y horas, incapaz de dejar de pensar en la muerte, y bien sabía por qué…
Un católico: una vez le preguntaron a San Luis de Gonzaga —que jugaba una especie de partida de bolos en el noviciado de la Compañía de Jesús— qué haría —la pregunta se hizo también a todos los novicios— si supiera que en quince minutos llegaría el fin del mundo. Uno dijo: “Me pararía a rezar”; otro dijo otra cosa. San Luis dijo con calma: “Seguiría jugando a los bolos”. ¡Serenidad del alma justa! Qué diferente es esto del final de Stalin.
Imagínense qué maravilla: en el fin del mundo, San Luis empezaría a ver que las cosas se tambalean y comentaría: “Bueno, ahora ya no podemos jugar a los bolos. Sentémonos a esperar al Hijo del Hombre, que vendrá con toda su pompa y majestad”.
Tales son las diversidades de los caminos. Es bueno pensar siempre en ellos…