“LA VIRGEN
DEL MILAGRO”
Índice
Presentación
Cayó hebreo. Se levantó cristiano
Ratisbonne, el convertido por María
¿Alfonso banquero?…
entre el amor de Flora, la prometida esposa…
… y la aversión a Teodoro
en espera de la boda
etapas de un viaje de placer
¡a Roma, no!
Roma, meta de una gracia
visitas a los monumentos…
y las visitas de despedida
la “Medalla Milagrosa”
un misterioso motivo
… y una extraña cruz
¡20 de enero de 1842!
con “el ángel de María”
¡oh, era Ella!
vidente y convertido
catecúmeno en la iglesia del “Gesù”
gracias inefables
audiencia pontificia
Presentación
Con este opúsculo queremos satisfacer los deseos de muchos peregrinos devotos del Santuario de la Virgen del Milagro —Basílica de “San Andrés delle Fratte” de Roma— que quieren conocer de forma concisa y completa la historia de la aparición de la Inmaculada al israelita Alfonso Ratisbonne y su instantánea conversión; y disponer de una breve ilustración del “Santuario”.
Se ha preferido colmar el primer deseo con nuestra traducción de las mismas palabras del convertido de una carta autobiográfica suya.
Los títulos intercalados en texto (no en el original) han sido introducidos para mayor facilidad de la lectura y comprensión.
Al segundo deseo se provee con el resumen actualizado de los pasos correspondientes de una monografía precedente.
Varias ilustraciones del álbum de la familia Ratisbonne y de los lugares e imágenes del santuario acompañan al devoto lector siguiendo los pasos del errante que aquí encontró el camino de la Gracia.
Cayó Hebreo
Se levantó Cristiano
El 20 de enero de 1842, hacia el mediodía, milagro en la Parroquia Romana de los Padres Mínimos. En San Andrés “delle Fratte”, el israelita de veintisiete años, Alfonso Ratisbonne, natural de Estrasburgo, con una aparición de la Inmaculada, tal como aparece su imagen en la Medalla Milagrosa, instantáneamente iluminado por la gracia se convirtió al catolicismo.
Lo que sucedió en aquella hora de gracia, lo describe el mismo Ratisbonne en algunas cartas y en deposición jurada en el Vicariato de Roma, para verificar la veracidad del acontecimiento.
“Vi como un velo delante de mí —declaró el vidente en el proceso—. La iglesia me parecía toda oscura, excepto una capilla, como si toda la luz de la iglesia se hubiese concentrado en ella. Volví los ojos hacia la capilla radiante de tanta luz, y vi sobre el altar de la misma, de pie, viva, grande, majestuosa, bellísima, misericordiosa a la Santísima Virgen María, semejante en el gesto y en la forma a la imagen que se ve en la Medalla Milagrosa de la Inmaculada. Me hizo señal con la mano para que me arrodillase. Una fuerza irresistible me empujaba hacia Ella y parecía decirme: ¡Basta ya! No lo dijo, pero lo entendí.
“Ante esta visión caí de rodillas en el lugar donde me encontraba: traté de levantar varias veces los ojos hacia la Santísima Virgen, pero el respeto y el esplendor me los hacían bajar, aunque sin impedir la evidencia de aquella aparición.
“Fijándome era sus manos vi la expresión del perdón y de la misericordia. En presencia de la Virgen, a pesar de que ella no me decía una palabra, comprendí el horror del estado en que me encontraba, la deformidad del pecado, la belleza de la religión católica, en una palabra, comprendí todo”.
Una narración más detallada del viaje que lo llevó a Roma y de su experiencia interior, Alfonso Ratisbonne la hizo en una carta autobiográfica que desde el Colegio de Juilly, en abril de aquel mismo año dirigió al señor Dufriche-Desgenette, director de la Archicofradía de Nuestra Señora de las Victorias de París.
Ratisbonne, el convertido por María.
Colegio de Juilly, 12 de abril 1842
Empecé los estudios en el Colegio Real de Estrasburgo, donde progresé más en la corrupción del corazón que en la cultura. Era aproximadamente hacia el año 1825 (he nacido el 1 de mayo de 1814); entonces mi hermano Teodoro, en el que se tenían muchas esperanzas, se declaró cristiano; y poco después, a pesar de las más vivas inquietudes y la desolación causada, fue más lejos: fue ordenado sacerdote y ejerció su ministerio en la misma ciudad, ante la mirada inconsolable de la familia.
Yo era joven; esta conducta de mi hermano me disgustó y comencé a odiar su hábito y su persona. Educado entre jóvenes cristianos indiferentes, yo no había sentido hasta entonces ni simpatía ni antipatía por el cristianismo; pero la conversión de mi hermano, que consideraba como una inexplicable locura, me hizo creer en el fanatismo de los católicos, y les tuve horror.
Me sacaron del Colegio para mandarme a un Instituto protestante cuyo programa había entusiasmado a mis familiares… y allí obtuve el bachillerato en letras.
¿Alfonso banquero?…
Yo entonces era dueño de mi patrimonio porque había perdido de pequeño a mi madre y, algunos años después a mi padre; pero me había quedado un tío muy ilustre, el patriarca de la familia, un segundo padre, que no teniendo hijos había dado todo su cariño a los hijos de su hermano.
Este tío mío, muy conocido en el mundo de la finanzas por su lealtad y su gran capacidad quiso que me aficionara a la hacienda bancaria de la que él era jefe. Pero yo estudié primero derecho en París y después de haber conseguido la licencia y vestir la toga fui llamado a Estrasburgo por mi tío que hizo todo lo que pudo para que estuviera con él. No sabría contar sus regalos: caballos, coches, viajes: me había colmado de generosidad y no me negaba ningún capricho. A estas pruebas de afecto añadió un signo muy positivo de su confianza: me dio la firma de la hacienda y me prometió además el título y los beneficios como socio… promesa que cumplió el 1 de enero de este año de 1842, de esto me enteré en Roma.
Una sola cosa me reprochaba mi tío: mis frecuentes viajes a París. “Te gustan demasiado los Campos Elíseos”, me decía con bondad, y tenía razón. Yo no pensaba más que en los placeres. Los negocios me ponían nervioso, el aire de las oficinas me sofocaba; pensaba que se estaba en el mundo para gozar de él; y a pesar de que un cierto pudor natural me alejaba de los placeres y compañías innobles, no soñaba más que en fiestas y diversiones, y por ellas me dejaba llevar con pasión.
Afortunadamente, una buena obra se me presentó entonces como necesarias, y la cogí muy a pecho. Era la obra de la “regeneración” de los israelitas pobres, como se la llamaba impropiamente: porque hoy entiendo que se necesita algo más que dinero y loterías de caridad para regenerar a un pueblo… Pero entonces creía en la posibilidad de esta renovación, y me convertí en uno de los miembros más celosos de la Sociedad de Animación al trabajo en favor de los jóvenes israelitas. Sociedad que mi hermano sacerdote había fundado en Estrasburgo, hacía unos quince años, y que ha sostenido siempre, no obstante la escasez de medios a su disposición.
Por tanto, me ocupaba activamente de la suerte de mis correligionarios pobres, a pesar de que yo no tenía ninguna religión. Era hebreo de nombre solamente, pues no creía ni siquiera en Dios. No había abierto jamás un libro de religión, y en casa de mi tío, como en las de mis hermanos y hermanas, no se practicaba la más mínima prescripción del judaísmo.
entre el amor de Flora,
la prometida esposa…
Un vacío existía en mi corazón y nada me hacía feliz. No obstante tanto bienestar, me faltaba algo: pero esto también me fue dado… así lo creía yo.
Tenía una sobrina, hija de mi hermano mayor, que me había sido prometida desde cuando éramos niños los dos. Ella se deslizaba graciosa ante mis ojos, y en ella veía todo mi porvenir y toda la esperanza de la felicidad que me estaba reservada. No me parece conveniente hacer aquí el elogio de lo que era mi novia. Sería inútil para los que no la conocen; para los que [la] han visto saben que sería difícil imaginarse una joven más dulce, más amable y más graciosa. Para mí era una criatura muy particular, que parecía hecha solo para llenar mi existencia; y cuando los votos de toda mi familia, de acuerdo con nuestra recíproca simpatía, fijaron al fin este matrimonio tan largamente deseado, creí que ya nada faltaba a mi felicidad.
… y la aversión a Teodoro
A uno solo de mi familia odiaba: a mi hermano Teodoro. Sin embargo, también él me amaba; pero su hábito me repelía, su presencia me fastidiaba, su palabra grave y seria excitaba mi cólera. El año anterior a mi compromiso matrimonial, no pude retener más mis resentimientos y se los expresé por medio de una carta que debería romper para siempre nuestras relaciones. He aquí en que ocasión: un niño estaba en agonía: mi hermano Teodoro no tuvo temor en pedir abiertamente a sus padres el permiso para bautizarlo, y quizás iba a hacerlo, cuando lo supe. Yo veía este procedimiento como una indigna cobardía: escribí al sacerdote que se dirigiese a hombres y no a niños, y acompañé estas palabras con tantos reproches y amenazas, que aún hoy me admira que no me respondiese ni palabra.
No tuve después ninguna relación con Teodoro, y no pensé más en él, lo olvidé: mientras tanto él rezaba por mí. Ya lo he dicho: yo no creía en nada, y en esta total negación de toda fe me encontraba perfectamente en harmonía con mis amigos católicos o protestantes. Ver a mi novia despertaba en mí, no sé que sentimiento de dignidad humana; comenzaba a creer en la inmortalidad del alma; más aún me puse instintivamente a rezar a Dios, le daba gracias por mi buena suerte y todavía no era feliz…
No podía darme cuenta de mis sentimientos; Consideraba a mi prometida como a mi ángel custodio; a menudo se lo decía; y en realidad su recuerdo elevaba mi corazón a Dios que no conocía, a quien no había jamás ni rezado ni invocado.
en espera de la boda
Considerada la corta edad de mi novia, se creyó conveniente retrasar el matrimonio. Tenía 16 años. Yo debía hacer un viaje de placer en espera de la boda. No sabía adónde ir. Mi hermana que estaba en París me quería con ella. Un amigo muy querido me invitaba en España. Resistí a las insistencias de otros muchos que me presentaban proyectos verdaderamente seductores. Por fin me gustó la idea de ir a Nápoles, pasar el invierno en Malta para tonificar mi delicada salud y volver por oriente. Tomé también cartas para Constantinopla y partí a fines de noviembre de 1841. Debía volver para el verano siguiente.
¡Oh!, ¡qué triste fue mi despedida! Dejar a mi estimada novia, dejar a un tío mío que no se expansionaba sino conmigo; dejar hermanos, hermanas, sobrinos cuya compañía me era tan querida…
Recuerdo dos particulares que marcaron los últimos días de mi despedida. Hoy estos recuerdos me conmueven vivamente. Antes de salir de viaje quise firmar muchos recibos de la Sociedad de animación al trabajo… Los feché con anterioridad al 15 de enero y, a fuerza de escribir esta fecha en tantos documentos me cansé, y al dejar la pluma dije para mí: “Dios sabe dónde me encontraré el 15 de enero, y si ese día será el de mi muerte”.
¡Aquel día me encontraría en Roma y sería para mí la aurora de una nueva vida!
Otra circunstancia interesante fue la reunión de muchos israelitas notables que se encontraban para estudiar la manera de reformar el culto judío y actualizarlo con el espíritu actual del siglo. Fui a la asamblea donde cada uno daba su parecer sobre las reformas propuestas. Eran tantas opiniones como individuos presentes: se habló mucho, se cuestionaron todas las conveniencias humanas, las exigencias del tiempo, los imperativos de la opinión pública, las ideas de la civilización; se valoró toda clase de consideración; no se omitió más que una cosa, la ley de Dios. De ella no se habló ni una palabra; sé que el nombre de Dios no se pronunció ni una vez; tampoco el nombre de Moisés ni la Biblia.
etapas de un viaje de placer
Por fin me despedí. Al dejar Estrasburgo lloré mucho: estaba agitado por muchos temores, por mil extraños pensamientos. Llegado al primer puesto de cambio de los caballos, gritos de alegría, entremezclados con música al aire libre, me sacaron de mis sueños. Era un cortejo nupcial pueblerino que salía de la iglesia, alegre y ruidoso al son de flautas y rústicos violines, cuyos participantes rodearon mi coche para invitarme a tomar parte de su alegría. “Pronto me tocaría a mí”, exclamé. Y este pensamiento reanimó toda mi alegría.
Me quedé algunos días en Marsella, donde familiares y amigos me recibieron con fiesta. No sabía cómo separarme de esta elegante hospitalidad.
Antes de legar a Nápoles, el buque hizo escala en Civitavecchia. A la llegada al puerto el cañón del fuerte tronaba con fuerza. Me informé con maligna curiosidad cuál era el motivo de ese ruido de guerra en las pacíficas tierras del Papa. — Me respondieron: “Es la fiesta de la Inmaculada”. — Me encogí de hombros y no quise bajar.
Al día siguiente, con un sol magnífico que doraba el humo del Vesubio, arribamos a Nápoles. Jamás me había impresionado tanto un espectáculo de la naturaleza: entonces contemplé con avidez las imágenes luminosas del cielo que artistas Y poetas me habían ofrecido.
Permanecí un mes en Nápoles visitando y anotando todo; sobre todo escribí contra la religión y los sacerdotes que en aquella ciudad me parecían fuera de su sitio. ¡Oh, cuántas blasfemias en mi diario! Si hablo de ellas es para dar a conocer la perfidia de mi alma. Escribí a Estrasburgo que en e1 Vesubio había bebido el Lacryma Crhisti a salud del reverendo Ratisbonne, y que estas lágrimas me gustaban.
No me atrevo a escribir los horribles juegos de palabras que me permití en esta circunstancia.
Mi novia me preguntó si era de la opinión de los que dicen: ver Nápoles y después morir. Le respondí: no; sino ver Nápoles y vivir para volver a verla.
Este era mi estado de ánimo.
¡a Roma, no!
No tenía ningún deseo de ir a Roma, a pesar de que dos amigos de la familia, que veía con frecuencia, me invitaban con insistencia: eran el señor Coulmann, protestante, exdiputado de Estrasburgo, y el barón de Rothschild, cuya familia me prodigó toda clase de comodidades y placeres en Nápoles. No pude ceder a sus consejos… Mi novia deseaba que yo fuese directamente a Malta, y me envió una prescripción de mi médico que me recomendaba pasar allí el invierno, prohibiéndome en absoluto ir a Roma por las fiebres malignas que, decíase, allí reinaban.
Había más motivos todavía que me disuadían de viajar a Roma, si este viaje entraba en mi itinerario. Pensé ir allí al regreso y subí a bordo en el Mongibello, para ir a Sicilia. Me acompañó un amigo, y me prometió que volvería al momento de la salida para saludarme. El sí que vino, pero no me encontró. Si el señor Rèchecourt supiera el motivo de mi falta a la cita, comprendería mi descortesía y sin duda me perdonaría.
El señor Coulmann había encontrado a un amable y digno señor que iba a viajar a Malta como yo: me alegré de ello y pensé: “¡He aquí el amigo que me ha mandado el cielo!”.
El día de Año Nuevo la nave no había salido aún. Ese día se presentaba muy triste para mí. Me encontraba solo en Nápoles sin recibir las felicitaciones de nadie, sin tener a nadie a quien abrazar: pensaba en mi familia, en las felicitaciones y fiestas que rodeaban a mi querido tío por esa fecha: y lloré. La alegría de los napolitanos acrecentaba mi tristeza.
Salí para distraerme siguiendo desinteresadamente a la gente. Llegué a la plaza de Palazzo y me encontré, sin saber cómo, a la puerta de una iglesia. Entré. Celebraban la Misa, me parece. No sé por qué me quedé apoyado en una columna. Mi corazón parecía abrirse y respirar una atmosfera desconocida. Oraba a mi modo, sin preocuparme de lo que pasaba a mi alrededor: rezaba por mi novia, por mi tío, por mi difunto padre, por mi querida madre, de la que había quedado huérfano tan joven, por todos mis seres queridos, y pedía a Dios que guiara mis proyectos para mejorar la suerte de los hebreos. Este pensamiento me perseguía siempre.
Mi tristeza se había alejado como una nube negra que el viento aleja y diluye; todo mi interior, inundado por una calma inexplicable, sentía una consolación semejante a la que hubiese sentido si una voz me hubiera dicho: Tu oración ha sido escuchada. ¡Oh, sí, se cumplió al ciento por uno y más allá de todas las expectativas, porque el último día de ese mismo mes, debía ser bautizado solemnemente en una iglesia de Roma!
Pero ¿cómo llegué a Roma?
Roma, meta de una gracia
No puedo decirlo, no puedo explicarlo. Creo que me equivoqué, pues en lugar de dirigirme a la sala de las salidas para Palermo, donde quería ir, me encontré en las oficinas de diligencias para Roma. Entré y reservé el billete. Mandé decir al señor Vigne, el amigo que debía acompañarme a Malta, que no había podido evitar un breve viaje a Roma, y que estaría ciertamente de vuelta en Nápoles para salir de nuevo el 20 de enero. Me equivoqué al comprometerme, porque es Dios quien dispone, y esta misma fecha, 20 de enero, debía estar señalada de diferente manera en mi vida.
Dejé Nápoles el día 5 y llegué Roma el seis, día de los Reyes Magos.
Mi compañero de viaje era un inglés de nombre Marshall, cuya original conversación me había divertido mucho durante el viaje.
Al primer impacto Roma no me causo la impresión que esperaba. Tenía pocos días reservados para esta excursión improvisada: por lo cual me apresuraba por devorar del modo que fuese las ruinas antiguas y modernas que la ciudad ofrece a la avidez del turista. Las amontoné desordenadamente en mi memoria y en mi diario. Visité con monótona admiración las galerías, los circos, las iglesias, las catacumbas, las innumerables maravillas de Roma. Me acompañaban casi siempre un inglés y un guía, que no sé qué religión practicasen, pues ninguno de los dos se manifestaba cristiano en las iglesias visitadas: quizá yo me comportaba con mayor respeto que ellos.
El 8 de enero, mientras caminaba por la ciudad, oí que me llamaban: era Gustavo de Bussières, amigo de infancia. Me alegró aquel encuentro, pues me pesaba la soledad. Fuimos a comer a casa de su padre, y con esta agradable compañía hallé alguna alegría en tierra extranjera con el recuerdo vivo de nuestro país.
Cuando yo entraba en la casa, salía el señor Teodoro de Bussières [Marie-Théodore Renouard, vizconde de Bussière], primogénito de esta distinguida familia. Yo no lo conocía personalmente, pero sabía que era amigo de mi hermano, su homónimo, y que había abandonado el protestantismo para convertirse al catolicismo. Esto era suficiente para inspirarme una profunda antipatía. Me parecía que tuviese los mismos sentimientos conmigo. Pero habiéndose revelado por sus viajes a Oriente y a la Isla de Sicilia, me pareció conveniente antes de emprender yo los viajes pedirle alguna sugerencia. Sea por esto o por mera educación, le expresé mi intención de conversar con él. Me respondió amablemente, y añadió que había recibido cartas del reverendo Ratisbonne, y que me daría la nueva dirección de mi hermano. “La recibiré gustoso —le dije— aunque no la use”.
Estando allí y despidiéndome de él, murmuraba interiormente sobre la inutilidad de la visita y del tiempo perdido.
visitas a los monumentos…
Continuaba recorriendo Roma todo el día, excepto dos horas por la mañana que pasaba con Gustavo y la distracción del teatro o baile por la tarde. Mis encuentros con Gustavo eran animados, pues entre dos exalumnos el más pequeño recuerdo era motivo de reír y charlar. Pero él era un protestante celoso y entusiasta, como lo son los pietistas de la Alsacia. Ensalzaba la superioridad de su secta sobre todas las otras sectas cristianas y buscaba el modo de convertirme, lo cual me divertía mucho porque creía que solo los católicos tenían la manía del proselitismo. Yo respondía normalmente con chistes, pero una vez para consolarlo en sus vanas tentativas le prometí que, en caso de que me diese la idea de convertirme, me haría pietista. Se lo prometí, y él me prometió que vendría a la fiesta de mi matrimonio en agosto. Su insistencia porque me quedase en Roma fue inútil. Otros amigos se habían unido a él: Edmond Human y Alfredo Lotzbeck, empeñados en convencerme a pasar el carnaval en Roma. Pero no podía decidirme: temía disgustar a mi novia; además, el señor Vigne me esperaba en Nápoles, desde donde teníamos que salir el 20 de enero.
Por tanto, aproveché las últimas horas de estancia en Roma para ultimar mis recorridos. Fui al Campidoglio y visité la Basílica de Santa María en Aracoeli. El aspecto imponente de esta iglesia, los cantos solemnes que resonaban en la nave del templo y los recuerdos históricos despertados en mí por el mismo suelo que pisaban mis pies, todo me causó una profunda impresión. Me sentí conmovido, penetrado y transportado y mi guía, al notar mi confusión, me dijo, mirándome fríamente, que había notado más de una vez esta emoción en los extranjeros que visitaban el l’Aracoeli.
Al bajar del Campidoglio mi guía me hizo atravesar el Ghetto (barrio de los hebreos). Sentí allí una emoción completamente distinta de piedad y de indignación. ¡Y qué! Me preguntaba viendo este espectáculo de miseria: ¿es esta la caridad tan ensalzada de Roma? Estremecido de horror me preguntaba si ¡por haber matado a un solo hombre hace 18 siglos, todo un pueblo merecía un tratamiento tan bárbaro y prejuicios tan interminables!… ¡Oh! ¡Yo no conocía entonces a este hombre singular! E ignoraba el grito sanguinario que este pueblo había levantado… grito que no oso repetir aquí ni quiero mencionar. Prefiero recordar este otro grito exhalado desde la Cruz: — ¡Dios mío! ¡Perdónales, porque no saben lo que hacen!
Informé a mi familia de lo que había visto y experimentado. Recuerdo haber escrito que prefería estar con los oprimidos antes que con los opresores. Volví al Campidoglio, donde había muchos preparativos para una ceremonia del día siguiente en el Aracoeli. Pregunté el motivo de tales preparativos. me respondieron que se preparaba la ceremonia del bautismo de dos hebreos: los señores Costantini, de Ancona. No sabría expresar la indignación que sentí ante estas palabras, y cuando mi guía me preguntó si quería asistir:
“¡Yo!, grité, ¡yo!, ¿asistir a tal infamia? No, no. ¡No podría aguantar sin enfrentarme a los baptizadores y contra los bautizados!
Tengo que decir, sin miedo de exageración, que jamás en mi vida había sido tan duro contra el cristianismo como después de la visita al Ghetto. No me frenaba en burlas y blasfemias.
y las visitas de despedida
Tenía que hacer las visitas de despedida, pero la del barón de Bussières la recordaba siempre como un maldito deber que me había impuesto gratuitamente. Por fortuna no había pedido su dirección y este particular me parecía importante. Había encontrado una excusa para eximirme de mantener la promesa.
Era el 15 (de enero) y tenía que reservar el billete para Nápoles; la salida estaba fijada para el día 17 a las tres de la mañana. Me quedaban todavía dos días y los empleé dando vueltas. Pero saliendo de una librería, donde había visto una obra sobre Constantinopla, me encuentro en la calle del Corso con un empleado del señor de Bussières-padre; se acerca y me saluda. Le pido la dirección de Teodoro de Bussières y me responde con acento alsaciano: Plaza Nicosia, N. 38.
Tenía que hacer esta visita, me gustara o no, y, sin embargo, me resistí una vez más. Finalmente, me decidí escribiendo un p.p.c. en mi tarjeta.
Buscaba esta Plaza Nicosia, y después de dar muchas vueltas llego al número 38. Era exactamente la puerta contigua a la oficina de las diligencias donde había reservado mi billete. Había andado mucho para llegar al punto de salida; ¡itinerario superior a una existencia humana! ¡Pero desde aquel mismo punto donde me encontraba, una vez más salí para hacer un camino totalmente distinto!
Entrando en la casa del señor de Bussières me disgusté un poco, pues el criado en lugar de tomar la tarjeta de visita que llevaba en la mano me anunció y me introdujo en el salón. Disimulé lo que pude mi contrariedad con una sonrisa y fui a sentarme junto a la baronesa de Bussières que estaba rodeada de sus niñas graciosas y hermosas como los ángeles de Rafael. Al principio la conversación fue vaga y superficial, pero pronto se coloreo de la pasión con que contaba mis impresiones sobre Roma…
la “Medalla Milagrosa”
Yo veía al barón de Bussières como un “beato”, en sentido peyorativo; yo gozaba de tener la ocasión de contradecirlo en cuanto a la situación de los hebreos romanos. Esto me animaba, pero los argumentos aducidos llevaban la conversación al terreno religioso. El señor de Bussières me hablaba de las grandezas del catolicismo, y yo respondía con ironía y las acusaciones que había leído o escuchado con mucha frecuencia. Sin embargo, frené mi lengua impía por respeto a la señora de Bussières y por la fe de las niñas que jugaban junto a nosotros.
“De todas formas, me dijo el señor de Bussières, ya que usted detesta la superstición y profesa doctrinas muy liberales, que tiene un espíritu valiente y muy ilustrado, ¿tendrá el valor de someterse a una prueba inocente?
— ¿Qué prueba?
— Sería esta: de llevar consigo un objeto que le quiero regalar… ¡Helo aquí! Es una medalla de la Santísima Virgen. Le parecerá ridículo, ¿verdad? Sin embargo, yo doy un gran valor a esta medalla”.
Confieso que la propuesta me sorprendió por su pueril originalidad. No esperaba esta ocurrencia. La primera reacción fue la de reírme, encogiéndome de hombros; pero pensé que esta escena me proporcionaría un capítulo agradable de mis impresiones de viaje. Y accedí a tomar la medalla como prueba del reato que ofrecería a mi novia. Dicho y hecho. Me pongo la medalla al cuello con cierta dificultad porque el lacito no pasaba y el nudo estaba bastante prieto. Pero a fuerza de tirar tenía la medalla sobre mi pecho y exploté de risa; “¡ja! ¡ja! ¡Ya soy católico, apostólico y romano!” Era el demonio que profetizaba por mi boca.
El señor de Bussières exultaba ingenuamente por su victoria, y quiso celebrarla mucho.
“Ahora, me dijo es necesario completar la prueba. Se trata de rezar por la mañana y por la tarde el Memorare (Acordaos), oración muy breve y muy eficaz, que San Bernardo dirigía a la Virgen María”. — “¿En qué consiste este Acordaos?, exclamé; ¡dejemos estas tonterías!”.
Porque en aquel momento sentí que rebullía por dentro toda mi animosidad. El nombre de San Bernardo me recordaba a mi hermano, que había escrito la historia de este santo, obra que jamás quise leer; y este recuerdo también despertaba todos mis resentimientos contra el proselitismo y el jesuitismo, y contra los que yo llamaba hipócritas y apóstatas.
Rogué, pues, al señor de Bussières que se detuviera allí; y, burlándome de él, me quejaba de no tener también yo una oración hebrea para ofrecérsela como contra partida; ¡mas no sabía ninguna!
Pero mi interlocutor insistía, y decía que recusando recitar esta breve oración hacía inútil la prueba y con ello probaba la verdad de la obstinación voluntaria de que se acusa a los hebreos.
No quise dar mucha importancia a la cosa, y dije: “Está bien. !Le prometo recitar esta oración, pues aunque no me beneficie, creo que tampoco me perjudique!”. El señor de Bussières fue a buscarla, y me invitó a copiarla. Accedí “con la condición —le respondí— que se quede usted con mi copia y yo con el original”. Mi intención era enriquecer mis apuntes con este elemento justificativo.
Los dos nos quedamos perfectamente satisfechos. En verdad nuestra conversación había parecido extrañamente original y divertida. Nos separamos y fui al teatro, donde me olvidé de la medalla y del Acordaos. Pero cuando volví, encontré una tarjeta del señor de Bussières que había venido a devolverme la visita. En ella me indicaba a encontrarnos otra vez antes de marchar. Tenía que restituirle su Acordaos antes de partir. Al día siguiente hice mis maletas y los preparativos; después me puse a copiar la oración que estaba redactada en estos términos precisos:
“Acordaos, oh piadosísima Virgen María, que jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a vuestra protección, implorado vuestra asistencia y reclamado vuestro socorro, haya sido desamparado de Vos. Animado con esta confianza, a Vos acudo, oh Madre, Virgen de las vírgenes; y, aunque gimiendo bajo el peso de mis pecados me atrevo a comparecer ante vuestra presencia soberana, no desechéis oh Madre de Dios mis humildes súplicas: antes bien, inclinad a ellas vuestros oídos y dignaos atenderlas favorablemente”.
Había copiado mecánicamente estas palabras de San Bernardo, casi sin ninguna atención. Era tarde, estaba cansado, y tenía necesidad de descansar.
Al día siguiente, 16 de enero, hice sellar mi pasaporte y ultimé las modalidades de la vuelta; pero durante el camino repetía sin parar las palabras del Acordaos. Pues, ¡en qué modo, Dios mío, estas palabras se habían grabado tan viva y profundamente en mi espíritu! No podía desentenderme de ellas: me venían constantemente a la memoria: las repetía continuamente, como ciertas melodías musicales que te persiguen sin quererlo.
Hacia las once fui a visitar al señor de Bussières para devolverle su inexplicable oración. Le hablé de mi viaje a Oriente y me dio óptimas informaciones. Pero exclamó de improviso: “Es raro que usted deje Roma en un momento en el que todos vienen para asistir a las celebraciones de San Pedro. Quizá no vuelva más, y se arrepentirá de haber dejado pasar una ocasión que tantos otros la buscan con tanta ansiedad”.
Le respondí que había reservado y pagado el billete, que ya había informado a mi familia, que esperaba noticias en Palermo, que era ya demasiado tarde para cambiar de opinión y que ciertamente partiría.
La conversación fue interrumpida por la llegada de un criado que llevaba al señor de Bussières una carta del reverendo Ratisbonne. Me la puso en las manos y la leí sin ningún interés, pues en ella se hablaba de una publicación religiosa que el señor de Bussières estaba imprimiendo en París. Por otra parte, mi hermano no sabía que yo estuviera en Roma. Este episodio inesperado debía abreviar mi visita, pues yo evitaba hasta el recuerdo de mi hermano. Sin embargo, no sé por qué motivo decidí prolongar mi estancia en Roma. Accedí a la insistencia de un hombre que apenas conocía, y que hubiera rechazado a mis amigos más íntimos.
un misterioso motivo
¿En qué consistía, pues, Dios mío, este impulso irresistible que me obligaba a hacer lo que no quería? ¿No era el mismo que me trajo de Estrasburgo a Italia, a pesar de que tuviera invitaciones para ir a Valencia y a París? ¿El mismo que de Nápoles me trajo a Roma a pesar de que tenía el propósito de ir a Sicilia? ¿El mismo que en Roma a la hora de partir me llevó a visitar a quien no deseaba, de tal forma que no encontraba el tiempo de hacer lo que prefería? !Oh divina providencia! ¿Pero existe una misteriosa providencia que acompaña al hombre durante su vida? Al nacer se me impuso el nombre de Tobías y el de Alfonso. Yo me olvidé de mi primer nombre, pero el ángel invisible no lo olvidó. Era mi verdadero amigo enviado desde el cielo, pero yo no lo conocía. ¡Ah, existen en el mundo tantos Tobías que no conocen a su guía celestial ni quieren escuchar su voz!
No era mi intención pasar el carnaval en Roma, pero quería ver a1 Papa, y el señor de Bussières me había asegurado que le vería el primer día en San Pedro. Hicimos varios paseos juntos. Se hablaba de todo lo que impresionaba nuestros ojos: un monumento, una pintura, las costumbres del país, etc., y a tan diferentes asuntos siempre se mezclaban temas religiosos. El señor de Bussières los introducía con mucha naturalidad, insistía en ellos con tan encendido entusiasmo que más de una vez pensé: si algo pudiera alejar a un hombre de la religión era la misma insistencia que se ponía para convertirlo. Por mi carácter jovial yo me reía de las cosas más serias, y unía a los tiros de mis burlas el fuego infernal de las blasfemias. Hoy me aterrorizan tanto que ni me atrevo a recordarlas.
Apenado el señor de Bussières permanecía tranquilo y tolerante. Una vez llegó a decirme: “A pesar de su comportamiento, estoy convencido de que un día usted será cristiano. Hay en usted un fondo de honestidad que me asegura y convence de que un día será iluminado, aunque para ello el Señor tuviera que enviarle un ángel del cielo”.
“En buena hora, le respondí, porque de otra manera sería difícil”.
Pasando por delante de la Escalera Santa, el señor de Bussières se emocionó. Se puso de pie en la carroza, se quitó el sombrero y exclamó: “¡Salve Escalera Santa!”. “¡He aquí un pecador que un día subirá de rodillas tus peldaños!”
Me resulta imposible expresar lo que produjo en mí este gesto inesperado, y tanta veneración por una escalera. Me reí de ello como de una acción insensata y cuando poco después pasamos por delante de la encantadora villa Wolkonski, cuyos jardines siempre floridos son regados por el acueducto de Nerón, elevé yo también la voz y parodiando la anterior exclamación dije:
“¡Oh, verdaderas maravillas de Dios! ¡Ante vosotras es necesario postrarse y no ante una escalera!”.
Estos paseos en carroza se repitieron los dos días siguientes durante una o dos horas. El miércoles 19 encontré otra vez al señor de Bussières; parecía triste y abatido. Por discreción me retiré sin preguntarle el motivo de su tristeza. Lo supe al día siguiente, a mediodía, en la iglesia de San Andrés “delle Fratte”.
… y una extraña cruz
Debía partir el día 22 para Nápoles, pues por segunda vez había reservado el billete. Las preocupaciones del señor de Bussières habían moderado su entusiasmo proselitista, y pensé que hubiera olvidado su medalla milagrosa. Yo mientras tanto rumiaba la invocación de San Bernardo constantemente y con rara impaciencia. Pero a medianoche, entre el 19 y el 20, me desperté sobresaltado: veía fija delante de mí una gran cruz negra, de una forma particular y sin el Cristo. Me esforcé por alejar esta imagen, pero no podía evitarlo. A cualquier lado que me volviese siempre la tenía delante. No puedo decir cuánto tiempo duró esta lucha. Me volví a dormir y, a la mañana siguiente, cuando me levanté, no pensé más en ella.
Escribí muchas cartas, y me acuerdo de que una de ellas, dirigida a la hermana más pequeña de mi novia, terminaba con estas palabras: ¡Dios la proteja! … Después recibí una carta de mi novia, fechada también el 20 de enero, y, ¡qué coincidencia!, terminaba con las mismas palabras: ¡Dios te proteja!…
En efecto, aquel día estaba señalado con la protección de Dios.
Sin embargo, si alguien la mañana de aquel día me hubiera dicho: “Tú te has levantado hebreo y te acostarás cristiano…”, si alguien me lo hubiera dicho, yo lo hubiera reputado como el hombre más loco.
¡20 de enero de 1842!
El jueves 20 de enero, después de desayunar en el hotel y de echar mis cartas al correo, fui a casa de mi amigo Gustavo, el pietista que había regresado de caza, y por cuya excursión había estado fuera algunos días.
Se extrañó mucho de encontrarme aún en Roma. Yo le expliqué el motivo: era el deseo de ver al Papa. “Pero me iré sin verle, le dije, porque no ha asistido a las ceremonias de la Cátedra de San Pedro, donde me habían asegurado poder verlo”.
Gustavo me consoló irónicamente, hablándome de otra ceremonia verdaderamente curiosa, que creo debía tener lugar en Santa María la Mayor. Se trataba de la bendición de animales. Y sobre ella, se desató un desafío de burlas y chistes, como se puede imaginar entre un hebreo y un protestante.
Nos separamos hacia las once, después de habernos citado para el día siguiente, porque debíamos ir juntos a examinar un cuadro que había mandado pintar nuestro compatriota, el barón de Lotzbeck. Entré en un café de la plaza de España para dar un repaso a los periódicos y, apenas me había sentado, se puso junto a mi Edmondo Humann, hijo del ministro de hacienda. Hablamos muy alegremente de París, las artes y la política. Poco después se me acercó otro Alfredo de Lotzbeck que era protestante, y con el que mantuve una conversación todavía más baladí. Hablábamos de caza, de placeres, de las fiestas de carnaval y de la espléndida velada que había dado la víspera el duque de Torlonia. La fiesta de mi matrimonio no podía ser olvidada, e invité a ella a Lotzbeck, el cual me prometió asistir.
Si en aquel momento —era al mediodía— un tercer interlocutor se me hubiera acercado y me hubiera dicho: —“Alfonso, dentro de un cuarto de hora tú adorarás a Jesucristo, como tu Dios y Salvador, y estarás de rodillas en una pobre iglesia, y te golpearás el pecho a los pies de un sacerdote en un convento de Jesuitas; en él pasarás el carnaval preparándote para el bautismo, dispuesto a inmolarte por la fe católica; y renunciarás al mundo, a sus grandezas, a sus placeres, a tu fortuna, a tus esperanzas, a tu porvenir: y, si fuera necesario renunciarás también a tu novia, al afecto de tu familia, a la estima de tus amigos, al apego por los hebreos… y no aspirarás a otra cosa que a seguir a Jesucristo y a llevar su cruz hasta la muerte…”; quiero decir que si algún profeta me hubiese hecho tal profecía, le hubiera juzgado el hombre más insensato del mundo, por haber creído en la posibilidad de semejante locura.
con “el ángel de María”
Sin embargo, es precisamente esta locura la que constituye hoy mi sabiduría y mi felicidad. Saliendo del café me encuentro casualmente con la carroza de Teodoro de Bussières. Se para, y me invita a subir a ella para dar un pequeño paseo. El tiempo era estupendo y acepté con mucho gusto, pero el señor de Bussières me pidió el favor de detenernos unos minutos para hacer un recado en la iglesia de San Andrés “delle Fratte”, que se encontraba casi a nuestro lado: me propuso esperarlo en la carroza, pero yo preferí bajar para ver esta iglesia. Se estaban haciendo los preparativos para un funeral y me informé del nombre del difunto que debía recibir las últimas honras. El señor de Bussières me respondió: “Era uno de mis amigos, el conde de Laferronays; su muerte inesperada, añadió, es el motivo de esta tristeza que has notado en mí estos dos días”.
Yo no conocía Laferronays; no lo había visto nunca, y no experimenté sino la impresión de una pena muy indefinida, como se siente siempre ante la noticia de una muerte repentina. El señor de Bussières se apartó para ir a reservar una tribuna destinada a la familia del difunto. “No os impacientéis, me dijo entrando en el claustro, será cosa de dos minutos…”.
¡oh, era Ella!
La iglesia de San Andrés es pequeña, pobre y desierta. Creo que me quedé casi solo. Ninguna obra de arte atraía mi atención. Caminaba mecánicamente, mirando a mi alrededor, sin pensar en nada. Solo me acuerdo de un perro negro que retozaba y saltaba delante de mí… En seguida este perro desapareció, toda la iglesia también desapareció; ya no vi nada más… o mejor, ¡oh Dios mío!, ¡vi una sola cosa!
La aparición
¿Cómo podría hablar de ello? ¡Oh, no! La palabra humana no puede expresar lo inefable. Toda descripción, por muy sublime que sea, no sería sino una profanación de la inefable verdad. Estaba allí, arrodillado, llorando, con el corazón fuera de mí, cuando el señor de Bussières me llamó de nuevo a la vida.
No podía responder a sus preguntas apresuradas. Pero tomé la medalla que había puesto sobre mi pecho, besé con gran afecto la imagen de la Virgen deslumbrante de gracia… ¡Oh, era Ella!
Yo no sabía dónde estaba. No sabía si era Alfonso u otro. Experimentaba un cambio tan grande que me creía otra persona. Intentaba encontrarme y no lo conseguía… Una inmensa alegría llenaba toda mi alma. No podía hablar. No quise revelar nada. Sentía dentro de mí algo grandioso y sagrado que me hizo llamar a un sacerdote… Fui hacia él. Y solo después de habérmelo expresamente ordenado, hablé como pude de lo acaecido, estando de rodillas y con el corazón tembloroso.
Mis primeras palabras fueron de agradecimiento al señor Laferronays y a la Archicofradía de Nuestra Señora de las Victorias. Sabía con certeza que el señor Lafferronays había rezado por mí; pero no sabría decir cómo llegué a conocerlo, como tampoco podría dar cuenta de las verdades de las que había adquirido fe y conocimiento. Todo lo que pude decir es que en el momento del prodigio se cayó una venda de mis ojos. O mejor, no una sola, sino muchas vendas que me habían cubierto y que fueron desapareciendo una detrás de otra rápidamente, como la nieve, el fango y el hielo bajo la acción de un sol abrasador.
vidente y convertido
Yo salía de una tumba, de un abismo de tinieblas, y estaba vivo, perfectamente vivo… ¡y lloraba! Veía en el fondo del abismo las enormes miserias de las que había sido arrancado por una infinita misericordia. Me estremecía a la vista de todas mis iniquidades y estaba estupefacto, enternecido, sumergido en admiración y gratitud… Pensaba en mi hermano con una alegría indescriptible; pero a las lágrimas de amor se unían lágrimas de compasión. ¡Oh, cuántos descienden tranquilamente a este abismo con los ojos cerrados por el orgullo y por la falta de reflexión…! ¡Se precipitan en él y se entierran vivos en las horribles tinieblas…! ¡Y mi familia, mi novia, mis pobres hermanas! ¡Oh, desgarradora ansiedad! ¡Cuánto pienso en vosotros que tanto amo! Por vosotros ofrezco mis primeras oraciones… ¿No elevaréis vuestros ojos al Salvador del mundo, cuya sangre ha borrado el pecado original? ¡Oh, qué terrible es la huella de esta mancha! Hace completamente irreconocible la criatura formada a imagen de Dios.
Se me preguntará cómo he aprendido estas verdades sin haber abierto jamás un libro de religión, pues nunca he leído una página de la Biblia; que el dogma del pecado original olvidado por completo o negado por los hebreos de nuestros días jamás ocupó mi pensamiento un instante: incluso dudo de haber oído su nombre. ¿Cómo he negado, pues, a este conocimiento? No sabría decirlo. Solamente sé esto: que al entrar en la iglesia ignoraba todo, y que al salir de ella todo lo veía claro. No puedo explicarme este cambio de otra forma que con la imagen de uno que se despertara de un sueño profundo o con la de un ciego de nacimiento que en un instante viese la luz de golpe: ve, pero no puede definir la luz que lo ilumina y en la que contempla los objetos de admiración.
Sea lo que fuere de este lenguaje inexacto e incompleto, el hecho evidente es que yo me encontraba en cierto modo como un ser desnudo, como una tabula rasa… El mundo ya no significaba nada para mí; los prejuicios contra el cristianismo habían desaparecido; también todos aquellos de mi infancia se habían borrado totalmente; el amor a mi Dios había ocupado de tal forma el lugar de todos los demás amores, que hasta mi misma novia la contemplaba bajo otro aspecto. La amaba como un ser que Dios tiene en sus manos, como un don precioso que hace amar todavía más al donante. Yo suplicaba a mi confesor, el Rvdo. P. Villefort, y al señor de Bussières de mantener secreto absoluto sobre lo que me había acontecido. Quise encerrarme en el monasterio de los trapenses para ocuparme solamente de las cosas eternas. Confieso que pensaba también en mi familia, y en mis amigos: me creerán haber enloquecido, o haber caído en ridículo, y que por eso más valdría huir totalmente del mundo, de sus comentarios y de sus juicios.in embargo, los superiores eclesiásticos me hicieron entender que el ridículo, las injurias y los falsos juicios formaban parte del cáliz de un auténtico cristiano. Me invitaron a beberlo, diciéndome que Jesucristo había predicho a sus discípulos penas, tormentos y suplicios. Estas palabras tan fuertes, lejos de desanimarme, avivaron mi gozo interior. Me sentía dispuesto a todo; y pedí con insistencia el bautismo. Ellos quisieron retrasarlo. Entonces yo exclamé: “Pero ¡cómo! Los hebreos que escucharon la predicación de los apóstoles fueron bautizados inmediatamente ¿y vosotros queréis retrasarlo después de haber escuchado yo a la Reina de los apóstoles?” Mis sentimientos, mis vehementes deseos, mis súplicas conmovieron a los piadosos hombres que me habían acogido y me prometieron el bautismo que me haría feliz para siempre.
catecúmeno en la iglesia del “Gesù”
Casi no podía esperar más el día fijado para el cumplimiento de esta promesa. “¡Tan deforme me veía delante de Dios! Pero ¡cuánta bondad, cuánta caridad se me demostró en los días de mi preparación! Había ido al convento de los padres jesuitas para estar en retiro bajo la dirección del P. Villefort, el cual alimentaba mi alma con todo lo que la divina palabra tiene de más suave y persuasivo. Este hombre de Dios es todo corazón, personificación de la caridad divina. Me bastaba abrir los ojos para descubrir en seguida a mi alrededor a otras muchas personas tan santas que el mundo no puede apreciar. ¡Dios mío, cuánta bondad, cuánta delicadeza y gracia en el corazón de estos verdaderos cristianos! Todas las tardes durante mi retiro el Revdmo. superior general de los Jesuitas me hablaba, y derramaba sobre mi alma un bálsamo de cielo. Me decía pocas palabras que me abrían nuevos horizontes y resonaban dentro de mí a medida que las escuchaba, inundándome de alegría, de luz y de vida.
No era necesario que este padre, tan humilde y a la vez tan posante, me hubiera hablado: bastaba mirarlo para producir en mí el efecto de la palabra. Todavía hoy, su recuerdo es suficiente para evocar la presencia de Dios y elevarme a la más sincera gratitud. No hay palabras para expresar este agradecimiento. Necesitaría un corazón mucho más grande y cien bocas para expresar el amor que siento por estos hombres de Dios, por el señor Teodoro de Bussières, que ha sido el ángel de María, por la Casa de Laferronays, por la cual tengo una veneración y afecto que no puedo expresar con palabras.
gracias inefables
Finalmente llegó el 31 de enero. Ya no solo eran algunas almas sino una multitud de almas piadosas y caritativas que me rodeaban con especial ternura y simpatía. ¡Cómo quisiera conocerlas para agradecérselo! ¡Ojalá rueguen siempre por mí como yo ruego por ellas!
¡Oh, Roma, que gracia he encontrado en tu seno!
La Madre de mi Salvador había preparado todo; hasta me ha proporcionado un sacerdote francés para hablarme en lengua materna en el momento de mi bautismo: ha sido Mons. Dupanloup, cuyo recuerdo durante toda mi vida irá unido a las emociones tan fuertes que experimenté. ¡Bienaventurados los que le escucharon! Porque el eco que tuvo su palabra enérgica jamás volverá a tener el mismo efecto. Efectivamente, sentí que era sugerida por Aquella que era objeto del discurso. Omito todo lo concerniente a mi bautismo, confirmación y primera comunión; fueron gracias inefables que recibí en un mismo día de manos de su Eminencia, el Cardenal Patrizi, vicario de su Santidad.
audiencia pontificia
Me reservaron otra consolación para el final. Usted recuerda que yo tenía el deseo de ver al Santo Padre; más que deseo era cierta curiosidad la que me había entretenido en Roma. ¿Quién podía imaginar el modo como se realizaría este deseo?
Fue en calidad de recién nacido en la Iglesia como me presentaron al Padre de todos los fieles. Me parece que desde que fui bautizado profesaba sentimientos de respeto y de amor filial hacia el Santo Padre. Por tanto, me sentí muy feliz cuando me anunciaron que sería acompañado a la audiencia y presentado por el P. General de los Jesuitas. Sin embargo, estaba temblando porque nunca me había presentado ante los grandes de este mundo que entonces me parecían tan pequeños ante la verdadera grandeza. Confieso que las majestades de este mundo me parecía verlas reunidas en aquel que aquí abajo posee el poder de Dios, es decir, el Pontífice que, por una sucesión ininterrumpida, se remonta a San Pedro y al gran sacerdote Aarón: ¡el sucesor del mismo Jesucristo que conserva la Cátedra inquebrantable!
Jamás olvidaré el temor y el estremecimiento que sentí al entrar en el Vaticano, al recorrer los largos pasillos y las imponentes salas que llevan al departamento del Pontífice. Pero todas estas ansiedades cayeron y cedieron el paso a la sorpresa y al asombro, cuando lo vi tan sencillo, tan humilde y tan paternal. No era un monarca, era un padre cuya bondad grandísima me trataba como a un hijo querido…
¡Agradecimiento! Este será en adelante mi ley y mi vida.
NOTAS
(*) El presente texto fué retirado del opúsculo distribuído por los Padres de la Orden de los Mínimos, a cuyo cuidado está la Basilica Parrocchiale Sant’Andrea delle Fratte – Santuario Madonna del Miracolo, bajo las autorizaciones conforme abajo descritas.
ROMA
Cuadernos — 2 — Mínimos
Postulación General de los Mínimos
Imprimi potest
- ANDREAS M. LIA
Superior Generalis Ordinis Minimorum
Romae, die 11 novembris 1971
IMPRIMATUR
† HECTOR CUNIAL, Archiepiscopus
Soteropolitan, Vicesgerens
E Vicariatu Urbis, die 22 novembris 1971
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