¿La existencia de desigualdades hace sufrir legítimamente a los que menos tienen?

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Proposición 3

IMPUGNADA AFIRMADA

Además, quien ama seriamente al prójimo debe condolerse con su sufrimiento.

Ahora bien, la existencia de desigualdades hace sufrir legítimamente a los que tienen menos.

Luego los que tienen más deben dividir con ellos lo que poseen, hasta llegar a una igualdad que sea fuente de alegría y concordia general.

Desde el momento que un hombre tenga lo necesario para la subsistencia y para la prosperidad suya y de su familia, y reciba la justa remuneración por su trabajo, no tiene derecho a deplorar que otras personas o familias posean más.

Si lo deplora, peca por orgullo y por envidia.

Por orgullo, no aceptando la voluntad de Dios que creó hombres con capacidad física o intelectual desiguales, dando así origen a la desigualdad de bienes.

Por envidia, al sentirse triste y lleno de rebeldía ante el hecho de que otro posea legítimamente mayores bienes, de cualquier naturaleza que sean.

El amor al prójimo manda a quien tiene menos, que se alegre porque otros tienen más.

Y que acepte sus propias condiciones alegremente, si son justas y dignas.

 

COMENTARIO

Se podría objetar el principio contenido en la proposición afirmada. Si todos tuvieran que contentarse con lo que tienen, siéndoles esto suficiente, nadie tendría derecho a elevarse en el cuerpo social. ¿El Evangelio conduciría entonces a un odioso régimen de castas? ¿O a un vergonzoso estancamiento de los hombres de capacidad relevante, nacidos en condiciones humildes? ¿Quedaría el País privado de aprovechar estos valores? Es fácil responder.

1 — Legítima elevación individual

Tender a mejorar es inherente a todo cuanto tiene vida, El primer progreso a que cada uno debe tender es el espiritual e intelectual. Así, a medida que el hombre vive, debe ir creciendo en virtud e inteligencia. Al mismo tiempo, nace en él un deseo recto de alcanzar más decoro y bienestar para su existencia. Por el trabajo consigue los medios económicos para ese fin. Y con la elevación de su nivel personal y del ambiente en que vive, su reputación social también crece.

Hay veces en que el hombre, buscando los medios de subsistencia, encuentra abierta la puerta de acceso a la fortuna. Es su situación material la que mejora. Pero él tiene que sentir el deseo de ponerse a la altura de la situación conquistada, elevándose a sí mismo y a los suyos, en virtud y cultura, las cuales les serán una base más preciosa y respetable que el simple hecho material de poseer oro.

Obrando así, no hay envidia, pues no hay pesar por lo que los otros tienen. No hay orgullo, porque el hombre no quiere más que lo que le corresponde. El hombre va mereciendo y en esta medida va teniendo más. O si va teniendo más, va cuidando de ponerse a la altura de lo que tiene.

2 — Elevación legítima de familias y clases

En la historia, tal movimiento ascensional es lento, profundo y de gran fecundidad. En general se transmite de padres a hijos y así va elevando a las familias.

Este movimiento no anima habitualmente sólo a esta o aquella familia, sino a toda una clase social. Muy legítimamente, las clases —aun las más humildes— pueden, pues, tender a subir.

Puesto que debe haber varias clases en un cuerpo social normalmente constituido [43], esta elevación, se dirá, llevaría consigo la extinción de las inferiores, que a medida que suban se confundirían con las superiores. Tal consecuencia no se ha de temer en una saludable elevación de las clases sociales. La nivelación por arriba, es tan imposible, como la nivelación por abajo.

Este movimiento ascensional de clases enteras consiste, por regla general, en que cada cual en su clase, y cada clase en el país, progrese en un movimiento único que lleve para adelante todas las clases. Así el tenor del valor moral, de la cultura popular de buena ley, del gusto, de la capacidad técnica, debe crecer a lo largo de las generaciones de pequeños propietarios, como ha crecido magníficamente, por ejemplo, en los campesinos europeos, desde las invasiones bárbaras hasta nuestros días. Pero estas calidades, en este movimiento ascensional, se deberán ir intensificando también en las demás clases sociales. La sociedad, como un cuerpo vivo, progresará así proporcionadamente, al impulso de una única fuerza de crecimiento.

 3 — Elevación individual y clases sociales

Entonces, ¿no podrá una persona ascender de clase social? Ciertamente, sí. En todas las clases nacen a veces individuos de un valor que —en mayor o menor medida— supera la media. Estos tienen una justa y sensata noción de su capacidad, noción ésta muy distinta de las ilusiones que algún infatuado tenga de sí mismo. Aquellos están en su derecho, deseando elevarse. No los mueve el orgullo, pues quieren lo que merecen —porque sienten dentro de sí el latir de su propia capacidad— y no lo que no merecen. No los mueve la envidia, puesto que no quieren ofender ni despojar a nadie. La virtud que lleva al hombre a aspirar a los honores en la convivencia social se llama, en sabrosa expresión de Santo Tomás de Aquino, “magnanimidad”, esto es, grandeza de alma [44]. El deseo de elevación social participa de esa virtud.

Estos ascensos sociales que elevarán a algunos a las esferas más próximas, y a otros a las cumbres del cuerpo social, deben encontrar permeables las clases superiores, para las cuales esos elementos nuevos son otras tantas células vivas para sustituir las que se desgastan.

4 — Depuración de las élites

En efecto, si en cada clase social la estabilidad es un bien, debe haber en ella, además de la puerta por donde se entra, la puerta por donde se sale.

Los individuos o las familias que degeneran merecen caer, y por regla general, caen.

Como el cuerpo humano, que se conserva el mismo a lo largo de la vida, pero adquiere y pierde continuamente partes insignificantes de sus elementos, así también las varias clases del cuerpo social deben ser estables a lo largo del tiempo y de las generaciones, pero siempre asimilando y eliminando paulatinamente algunos de sus elementos.

5 — Estabilidad y mutabilidad de élites

Cuando esta incorporación o este desgaste se tornan demasiado frecuentes, o demasiado raros, es señal de que hay algo enfermo en el cuerpo social. En efecto, normalmente los hombres de valor relevante existen y deben subir; y si no suben, es porque alguna cosa errada les impide hacerlo. Pero, por otra parte, siendo excepciones, no deben ser demasiados los que suben. Si son muchos, es señal de que está habiendo algo que permite el ascenso de elementos sin méritos.

Recíprocamente, el desgaste paulatino de la élite es un fenómeno inevitable, y si deja de darse completamente hay en esto una anomalía. En efecto, quedan en situación de inmerecido relieve elementos que ya no se encuentran a la altura de su misión. Si por el contrario, de la élite se desprenden en gran número personas o familias, es una señal cierta de irregularidad, pues, o esa decadencia es merecida, o no lo es. Si lo es, el deterioro de la élite asumió proporción excesiva y alarmante. Si no lo es, muchos de sus elementos válidos están siendo injustamente perjudicados y toda la estructura de la clase pierde su solidez de esta manera.

Estos principios se refieren mucho más a las épocas normales de la historia, que a las épocas de cataclismo y convulsiones.

6 — Conclusiones

Aplicando estos principios al régimen agrario, se puede afirmar que es muy deseable, y no debe ser raro, el acceso del asalariado a la condición de pequeño propietario, y, en alguna medida, el acceso del pequeño propietario a la condición de medio, y del medio a la del gran propietario. En cuanto a la elevación del gran propietario, basta decir que el aumento de la gran propiedad puede prestar servicios considerables en ciertas ocasiones. Pero debe ser excepcional. Como también debe ser posible el acceso de asalariados de real valor a la condición de grandes propietarios: hipótesis que no pertenece al campo de la quimera, pues, más de una vez, el “Rey del Café”, en el Brasil ha sido un antiguo asalariado y en escala menor, se dieron hechos semejantes. Por ejemplo, el de un gran industrial de Campos, que se complacía en declarar que había comenzado su existencia como vendedor de dulces.

*   *   *

En nuestro País ha acontecido no raras veces que propietarios medios y grandes, acumulando rendimientos y haciendo economías, en lugar de adquirir tierras vecinas para aumentar sus propiedades, prefieren aplicar sus disponibilidades en la adquisición de tierras distantes, en zonas incultas y casi inhabitadas.

De esta forma se tornan dueños de grandes áreas, y a veces inmensas. Mientras que las sumas así aplicadas no resulten de una retribución insuficiente de sus trabajadores, nadie puede ver en esto un fenómeno censurable. Muy al contrario, es un índice de legítima pujanza y garantía de progreso, tanto más cuando es conocida la particular eficiencia de la gran propiedad en la tarea de conquista y colonización del “hinterland”

TEXTOS PONTIFICIOS

 León XIII describe el deseo intemperante de mejorar la propia condición

Lamentamos …que una llaga verdaderamente profunda haya herido el cuerpo social desde que se comenzó a descuidar los deberes y las virtudes que fueron el ornamento de la vida simple y común… Los operarios se separaron de su propio ministerio, huyen del trabajo, y, descontentos con su suerte, levantan su mirada a metas demasiado altas y aspiran a una inconsiderada repartición de bienes” [45].

 El legítimo deseo de elevación y el apego a los bienes de la tierra

…los pobres, a su vez, aunque se esfuercen, según las leyes de la caridad y de la justicia, por proveerse de lo necesario y aun por mejorar de condición, deben también permanecer siempre ‘pobres de espíritu’ (Mt. 5, 3), estimando más los bienes espirituales que los bienes y goces terrenos. Recuerden, además, que nunca se conseguirá hacer desaparecer del mundo las miserias, los dolores, las tribulaciones, a que están sujetos también los que exteriormente aparecen muy felices. Todos, pues, necesitan la paciencia, esa paciencia cristiana con que se eleva el corazón hacia las divinas promesas de una felicidad eterna” [46].

El deseo de mejores condiciones de vida y la felicidad terrena

Y por lo que al trabajo corporal toca, ni aun en el estado de la inocencia había de estar el hombre completamente ocioso; mas lo que para esparcimiento del ánimo habría entonces libremente buscado la voluntad, eso mismo después por necesidad, y no sin fatiga, tuvo que hacer en expiación de su pecado. Maldita será la tierra en tu obra; con afanes comerás de ella todos los días de tu vida (Gen. 3, 17). Y del mismo modo no han de tener fin en este mundo las otras penalidades porque los males que al pecado siguieron son ásperos de sufrir, duros y difíciles, y de necesidad han de acompañar al hombre hasta lo último de su vida. Así que sufrir y padecer es la suerte del hombre, y por más experiencias y tentativas que el hombre haga, con ninguna fuerza, con ninguna industria podrá arrancar enteramente de la vida humana estas incomodidades. Los que dicen que lo pueden hacer, los que al desgraciado pueblo prometen una vida exenta de toda fatiga y dolor y regalada con holganza e incesantes placeres, lo inducen a error, lo engañan con fraude de que brotarán algún día males mayores que los presentes” [47].

El trabajador manual no debe avergonzarse de permanecer en su condición

Que si se tiene en cuenta la razón natural y la filosofía cristiana, no es vergonzoso para el hombre ni le rebaja el ejercer un oficio por salario, pues le habilita el tal oficio para poder honradamente sustentar su vida” [48].

Describiendo la elevación lenta de los pueblos bajo el influjo de la Iglesia, así se expresa San Pío X

La Iglesia, al predicar a Cristo crucificado, escándalo y locura a los ojos del mundo (I Cor. 1, 23), vino a ser la primera inspiradora y fautora de la civilización, y la difundió doquiera que predicaron sus apóstoles, conservando y perfeccionando los buenos elementos de las antiguas civilizaciones paganas, arrancando a la barbarie y adiestrando para la vida civil a los nuevos pueblos que se guarecían al amparo de su seno maternal, y dando a toda la sociedad, aunque poco a poco, pero con pasos seguros y siempre progresivos, aquel sello tan realzado que se conserva universalmente hasta el día de hoy. La civilización del mundo es civilización cristiana: tanto más verdadera, durable y fecunda en preciosos frutos, cuanto más genuinamente cristiana; tanto más declina, con daño inmenso del bienestar social, cuanto más se sustrae a la idea cristiana. Así que aun por la misma fuerza intrínseca de las cosas, la Iglesia, de hecho, llegó a ser la guardiana y defensora de la civilización cristiana. Tal hecho fue reconocido y admitido en otros siglos de la historia y hasta formó el fundamento inquebrantable de las legislaciones civiles” [49].

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Notas:

[45] León XIII, Encíclica “Laetitiae Sanctae”, de 8 de septiembre de 1893 —A.A.S., volumen XXVI, pág. 194 (Ex Typographia Polyglota S. C. de Propaganda Fide — 1893, 1894).

[46] Pío XI, Encíclica “Divini Redemptoris”, de 19 de marzo de 1937 — A.A.S., volumen XXIX, pág. 88.

[47] León XIII, Encíclica “Rerum Novarum”, de 15 de mayo de 1891 — A.A.S., volumen XXIII, pág. 648 (Ex Typographia Polyglota S. C. de Propaganda Fide — 1890, 1891).

[48] Ídem, pág. 649.

[49] San Pío X, Encíclica “Il Fermo Proposito”, de 11 de junio de 1905 — A.A.S., volumen XXXVII, pág. 745 (Romae — 1904, 1905).

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