La estrategia apostólica de León XIII
“Legionario”, 18 de diciembre de 1938, N.º 327
Beato Pío IX
La historia del pontificado del gran Pío IX [N.C.: hoy Beato] merece ser estudiada en profundidad por los católicos. Contiene enseñanzas para nuestro tiempo mucho más actuales y profundas de lo que generalmente se piensa.
En nuestro último artículo, procuramos mostrar el éxito de la energía apostólica del gran Pontífice. Tanto al definir el dogma de la Inmaculada Concepción con la bula «Inefabilis» en 1854, como al convocar el Concilio Vaticano y definir el dogma de la Infalibilidad Papal en 1869, el gran Papa se enfrentó con vigor y determinación al naturalismo y al racionalismo del siglo. A pesar de la opinión contraria de eminentes laicos e incluso de prelados, Pío IX juzgó que el momento era aún menos favorable que cualquier otro para una actitud de sonriente impasibilidad, cuyo efecto necesario sería alentar a los malos y desengañar a los buenos. Con esto, Pío IX, pisoteando cualquier falso sentimentalismo, se enfrentó resueltamente a la impiedad. Su energía combativa se impuso. Desde que el Concilio Vaticano definió el dogma de la Infalibilidad Pontificia, la ola del racionalismo naturalista ha ido retrocediendo incesantemente. Y, aunque todavía conserva formas disfrazadas, dignas de la mayor cautela por parte de los católicos, es cierto que ha perdido aquella agresividad truculenta y blasfema con la que solía pavonearse en los altos círculos literarios, políticos y sociales de la Europa del siglo XIX.
Cualquiera se equivocaría si pensara que, al hacerlo, Pío IX empleó una estrategia exclusivamente personal. Lo que hizo el gran Pontífice fue aplicar a su siglo los procesos apostólicos tradicionales de la Santa Iglesia. La estrategia de Pío IX fue la de todos los Pontífices que se encontraron en una situación similar a la suya y que superaron las grandes crisis que asolaron a la Santa Iglesia en el pasado. Y no sería difícil demostrar que la línea de conducta observada por los Pontífices que se han sucedido en el trono de San Pedro desde Pío IX ha sido idéntica. Es la admirable continuidad pontificia la que atestigua, de modo flagrante, la indefectible asistencia del Espíritu Santo a los Papas a lo largo de los siglos. Cada capítulo de la historia de la Iglesia, en cada siglo, atestigua esta admirable continuidad y proporciona a sus fieles enseñanzas inestimables. Esto es lo que demuestra el estudio del Pontificado de Pío IX, y lo que queremos hacer en este artículo examinando la obra de su gran sucesor, el inmortal León XIII.
En nuestro último artículo, mostramos la situación extremadamente difícil —humanamente hablando, es decir, mirando las cosas solamente como las ven los que no tienen espíritu de Fe— que atravesó la Santa Iglesia en el siglo XIX. Los enemigos de la Iglesia se complacían al ver en ella un inmenso edificio que se desmoronaba y que tarde o temprano se derrumbaría por completo cuando se hundieran todas las grandes monarquías europeas, restos, junto con la Iglesia, de un estado de cosas destinado a desaparecer definitivamente.
La apostasía de grandes masas populares, la infiltración de principios erróneos en importantes sectores del laicado, todo confluía para que la inagotable y divina vitalidad de la Iglesia pareciera irremediablemente perdida. Solo quienes veían la realidad con los ojos penetrantes de la Fe podían discernir en este aparente invierno los signos de una futura primavera, y en estas ruinas una ilusión aparente que en realidad daría paso a una estupenda resurrección.
También León XIII veía el dominio del mundo dividido entre dos grandes fuerzas: el liberalismo y el socialismo. Suponer la victoria de cualquier otra cosa parecía una ilusión política rayana en la demencia. El mundo sería liberal o socialista. Los dos extremos políticos se enfrentaban ferozmente en los parlamentos, la prensa, las universidades y los mítines electorales. O el catolicismo se aliaría con una de estas fuerzas contra la otra, o sería —así decían los de poca fe— irremediablemente derrotado. Y si no se tenía en cuenta la indestructibilidad de la Iglesia, el argumento tenía toda la razón. Humanamente hablando, los recursos de la Iglesia no bastarían para hacer frente a uno solo de esos adversarios, ¡y mucho menos a los dos al mismo tiempo!
Con los ojos puestos en la ayuda sobrenatural, León XIII no pensaba así. Su táctica era muy diferente. Inspirado por la Verdad, comenzó por establecer las profundas analogías que existen entre el liberalismo y el socialismo y por distinguir claramente, detrás del aparente conflicto, una solidaridad real entre las dos doctrinas.
Hecho esto, mostró vigorosamente cómo el catolicismo se oponía simultáneamente a ambos, aunque en ambos hubiera fragmentos de verdad robados a la doctrina de la Iglesia.
A continuación, mostró cómo la Iglesia, consciente de su indefectibilidad, despreciaba cualquier alianza con la herejía y se oponía tenazmente a todas las formas de error, vinieran del frente socialista o del liberal. Esto definió claramente la situación estratégica y mostró que en realidad solo había una lucha, la de los enemigos de la Iglesia, estrechamente aliados entre sí (…) contra la nave mística de San Pedro.
El conflicto entre doctrinas socialistas y liberales, protestantes y cismáticas, fideístas y racionalistas, era pura ilusión. En realidad, solo existía la lucha de la Iglesia contra la Ciudad del demonio.
Esta orientación estratégica pareció a muchos un gran contrasentido. Tanto más cuanto que León XIII, al tiempo que rompía con la masonería liberal y socialista, rompía también con los errores políticos de los monárquicos franceses que representaban las fuerzas conservadoras del pasado.
En términos humanos, León XIII intentaba un contrasentido político, que era caminar por senderos intransitables. La vuelta al pasado se veía comprometida por la condena de los ultraconservadores. La reconciliación con el presente se veía irremediablemente impedida por la condena del liberalismo. Un acuerdo con lo que parecía un futuro inevitable era imposible debido a la anatematización del socialismo.
¿Con quién se podía estar si se tenían en contra las fuerzas combinadas del presente, el pasado y el futuro? Con Jesucristo, Nuestro Señor.
Este fue, en efecto, el gran sentido de la obra política de León XIII. No buscó otra cosa que los caminos del Señor. Humanamente hablando, esto era un contrasentido. A los ojos de la Fe, sin embargo, era el único comportamiento verdaderamente sabio. Y los hechos demuestran una vez más que la Fe tenía razón, y no las miopes opiniones de la prudencia humana.
De hecho, las obras de los socialistas están cayendo en un descrédito cada vez mayor. El comunismo se desmorona. El liberalismo es un monstruo en descomposición. Del monarquismo herético francés solo queda la combatividad de dos viejos, Maurras y Daudet, a quienes la muerte arrebatará tarde o temprano. Solamente una cosa ha sobrevivido: la Iglesia. En efecto, solo ella ha recorrido, como necesariamente lo haría, los infalibles caminos del Señor. Y a su sombra confluyen hoy rancios liberales que hace 20 años proclamaban su fatal decadencia. Intuyen perfectamente que solo la Iglesia es capaz de dominar el totalitarismo al que las jactanciosas fuerzas liberales no pudieron resistir…
Si este fue el caso de León XIII, también lo es el de Pío XI, que ha repetido ostensivamente la misma política, condenando casi simultáneamente el comunismo y el nazismo, para demostrar que su apoyo no reside en la buena voluntad sentimental de los heresiarcas, sino en Dios, y solo en Él.
Se equivocan quienes piensan que el apostolado solo es posible mediante sonrisas y caricias. Es cierto, muy cierto, incontestable, que no puede hacerse sino con caridad. Pero pensar que la caridad consiste en mostrar a griegos y troyanos, a hijos de la luz y a hijos de las tinieblas, a pecadores arrepentidos como la Magdalena o a impenitentes como los fariseos y los mercaderes del Templo, el mismo semblante perpetuamente imperturbable e inexpresivamente sonriente es errar gravemente.
Errar no solamente porque no es esta la enseñanza de la Santa Iglesia, que armó las cruzadas contra los moros e instituyó el Santo Oficio romano y las fulminaciones de las penas canónicas contra los herejes, sino también porque es chocar con las enseñanzas de los Santos Evangelios que, si, por una parte, nos muestran al Salvador como afable y misericordioso con los pecadores que quería atraer hacia sí, también lo muestran como inexorable y terrible con los pecadores que permanecían obstinados en su impenitencia.
Y si los Santos Padres lo son, también, con la gracia de Dios, lo será el «Legionario». Su política es una sola: la aprendida de las páginas del Evangelio y de la historia de la Iglesia. Cualquier otra política sería no solamente una traición al Cuerpo Místico de Nuestro Señor Jesucristo, sino también una negación a la Patria del servicio más indispensable que tiene derecho a esperar de nosotros.