La estrategia apostólica de Pío IX (7/2)

Legionario, N.º 326, 11 de diciembre de 1938

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Definición del Dogma de la Inmaculada Concepción por el Beato Papa Pío IX – Francesco Podesti – Sala dell’Immacolata – Vaticano

 

Se han hecho muchos comentarios litúrgicos y piadosos sobre la fecha de la Inmaculada Concepción. Sin embargo, se ha pasado completamente por alto una de las reflexiones sobre el tema. Merece la pena recordarla porque sigue siendo muy actual.

No es fácil para quienes viven en nuestro tiempo hacerse una idea de los estragos que el racionalismo y el modernismo causaron en la sociedad europea y americana a lo largo del siglo XIX.

El espíritu humano, profundamente trabajado por los materialistas, por los revolucionarios de todos los matices, sentía en su interior una ardiente revuelta contra lo sobrenatural que le llevaba a repeler todo lo que no pudiera caer directamente bajo la acción y el control de los sentidos. Por esta misma razón, todas las religiones, especialmente la Católica, en la que lo sobrenatural puede ser visto de una manera visible y auténtica, fueron puestas en cuarentena por la opinión pública. Y todos los espíritus trataron, en la medida de lo posible, de liberarse de creer en un orden de fenómenos que no se ajustaba estrictamente a las leyes de la naturaleza.

De hecho, quizá nueve décimas partes de la opinión europea estaban contaminadas por el racionalismo y el modernismo. Por supuesto, esta contaminación no era ni igual de extensa ni igual de profunda en todas las mentes. Sin embargo, más visible en unos, menos en otros, se había insinuado de tal manera que incluso entre los católicos laicos más eminentes se notaba una u otra infiltración de esas tremendas formas de herejía.

Ante la gran crisis religiosa de la época, la opinión pública adoptó cuatro posturas principales:

1 — los que, corroídos a fondo por el virus racionalista y modernista, habían sido arrojados a los extremos de la irreligiosidad, es decir, a un ateísmo radical seguido de un anticlericalismo militante y a menudo sanguinario;

2 — los que, sin tener el valor de romper con toda y cualquier convicción religiosa, se situaron explícitamente fuera de la Iglesia, admitiendo solo un espiritualismo o un cristianismo vago, en gran medida acomodado a los principios modernistas y racionalistas;

3 — los que, sin tener el valor de romper con la Iglesia ni con el espíritu de la época, se proclamaban católicos, pero mantenían su derecho a profesar, en uno u otro punto, doctrinas contrarias a las de la Iglesia;

4 — los que, sin tener el valor de sostener que diferían de la Iglesia, y mucho menos de separarse de ella, pretendían, sin embargo, interpretar caprichosamente la doctrina católica de tal modo que alteraban en algunos puntos su contenido auténtico y tradicional, y la acomodaban a los errores de la época.

A decir verdad, los que quedaban totalmente fuera de esta clasificación, los que habían roto completamente con el espíritu del siglo y permanecían impolutos ante el racionalismo o el modernismo, eran tan pocos que podían contarse con los dedos, en las filas del laicado, especialmente en los altos círculos intelectuales y sociales.

El aspecto de la Iglesia en aquella época era el de un inmenso edificio que se desmoronaba. De sus millones de hijos, muy pocos conservaban su auténtico espíritu. Casi todos ellos solo tenían destellos de Fe, como el horizonte en el crepúsculo, que tiene destellos de luz, el último vestigio de un día que está llegando a su fin. Y la noche completa no tardaría en llegar.

Ante esto, ¿cómo debía actuar la Santa Iglesia?

Las opiniones estaban divididas y, de hecho, la cuestión era una de las más delicadas.

Por un lado, una reacción clara y definida generaría una inmensa oposición, arrastrando a muchos espíritus todavía más o menos apegados a la Iglesia católica a una herejía explícita y categórica. Pero, por otro lado, si no se ponía un dique formal y categórico a la creciente marea de herejía, era inevitable que, tarde o temprano, los desastres tomaran tales proporciones que la Iglesia viviera los días más tristes y angustiosos de su existencia.

Pío IX optó por un gesto de energía y decidió convocar el Concilio Vaticano para estudiar y decidir sobre la Infalibilidad Papal y el dogma de la Inmaculada Concepción. Fue un gran y trascendental gesto de audacia por parte de la Iglesia para enfrentarse al espíritu de la época en un desafío que parecía descabellado. De hecho, hablar de dogmas en aquella época ya era una temeridad. Definir nuevos dogmas era aún más temerario. Y definir la Inmaculada Concepción y la Infalibilidad Papal como dogmas, en una época tremendamente racionalista y democrática, parecía una auténtica locura.

Por esta misma razón, se armó un gran revuelo en los círculos católicos cuando se anunció la decisión del Pontífice. Fue ampliamente discutida. Y, para ser objetivos, manda la verdad que se diga que la oposición fue tan fuerte que casi todos los obispos franceses se opusieron claramente a la definición de estas dos verdades de la Fe.

¿Por qué? ¿Por qué no estaban de acuerdo con ellas? No, sino porque pensaban que el espíritu extraviado del siglo XIX solo podía ser atraído al redil mediante una amplia sonrisa de concesión y tolerancia; que no es con golpes audaces, sino con una invariable suavidad como se puede lograr la conversión de las masas; que sería la locura más abierta tratar de desafiar al espíritu público. De hecho, con esta actitud audaz, todos se enfadarían y se confirmarían en su error. Sería necesario transigir y ganárselos mediante la persuasión y la dulzura. Solo esta táctica sería viable.

En el Concilio Vaticano, la Santa Iglesia se reunió a través de sus obispos, iluminados por el Espíritu Santo, y además de la cuestión doctrinal, se discutió este gran problema de estrategia. De hecho, tal vez era la primera vez que este problema estratégico se planteaba al Episcopado con tanto vigor desde el Concilio Tridentino.

Los hechos parecían dar toda la razón a los obispos que tenían una opinión diferente a la del Papa. Una inmensa polémica se levantaba en Europa. Las apostasías se multiplicaban. Las discusiones en el Concilio fueron largas y apasionadas. Al final, junto a la cuestión doctrinal, se discutía el siguiente problema:

1 — Un gesto de vigor destinado a preservar a las masas del error, ¿logrará realmente inmunizar a los elementos no infectados?

2 — ¿No tendrá tal gesto el efecto de exacerbar los espíritus vacilantes y conducirlos a la herejía?

3 — Sobre todo, ¿no tendrá el efecto de atrincherar en el error a individuos que tal vez, mediante la persuasión, podrían ser conducidos a la Verdad?

El Concilio respondió «sí» a la primera pregunta. A las otras dos, «no».

Este era el sentido de la solemne promulgación de esos dos grandes dogmas.

Aparentemente, el Concilio se habría equivocado. La irritación de la incredulidad continuaba. El arzobispo de París fue asesinado en plena catedral por un individuo irritado por el dogma de la Inmaculada Concepción. Se gastaron ríos y ríos de tinta, demostrando que el Concilio era retrógrado y oscurantista. Ruy Barbosa (N.C.: jurisconsulto y político brasileño republicano y positivista) escribió su famoso «El Papa y el Concilio». La revuelta contra la Iglesia era abierta y declarada…

Sin embargo, los resultados esperados por el Concilio no se hicieron esperar.

En primer lugar, todos los católicos militantes dieron su apoyo incondicional. Entre el pueblo, las verdades definidas por la Iglesia fueron aceptadas gracias al vigor con que la Iglesia las había promulgado. Incluso en los círculos intelectuales, el vigor con el que actuaba el Papa atrajo el respeto general, y el mundo entero comenzó a respetar y a interesarse por una Iglesia dotada de tanta vitalidad. El racionalismo y el modernismo fueron decayendo poco a poco. Y hoy, la Iglesia ha aplastado con su vigorosa autoridad al dragón que amenazaba con devorarla en el siglo XIX.

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Nuestra Señora del Apocalipsis – Imagen venerada en la Sala San Luis Grignion de Montfort de la sede del Instituto Plinio Corrêa de Oliveira

Por supuesto, nadie puede negar la importancia de este acontecimiento histórico. Se equivocan aquellos que condenan las demostraciones vigorosas de la Fe, y que juzgan imprudente y contraproducente cualquier gesto de energía y vigor combativo de los hijos de la Luz contra los hijos de las Tinieblas.

Ahí está el formidable y definitivo triunfo de Pío IX para probarlo. A lo dicho anteriormente, solo tenemos que añadir una salvedad. Si bien el modernismo y el racionalismo han sido confrontados y aplastados en su forma aguda, todavía se ocultan bajo la forma de mil errores diferentes y todavía necesitan ser combatidos vigorosamente. Con el fin de extirpar estos y otros errores, Pío XI creó la Acción Católica. Y a nosotros nos corresponde apoyarla y honrarla con todas nuestras fuerzas, para que logre hoy lo que el magnífico golpe de Fe del Papa Pío IX consiguió en el siglo XIX.

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