La Asunción de Nuestra Señora: “dejó un perfume por toda la Iglesia que se prolongará por todos los siglos”

“Santo del Día”, 15 de agosto de 1975

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ADVERTENCIA
El presente texto es una adaptación de la transcripción de la grabación de una conferencia dada por el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira a los miembros y cooperadores de la TFP, manteniendo, por lo tanto, el estilo verbal, y no ha sido revisado por el autor.
Si el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira estuviera entre nosotros, seguramente pediría que se colocase una mención explícita de su voluntad filial de rectificar cualquier discrepancia con el Magisterio de la Iglesia. Es lo que hacemos aquí, con sus propias palabras, como homenaje a tan bello y constante estado de ánimo:
“Católico Apostólico Romano, el autor de este texto se somete con ardor filial a la enseñanza tradicional de la Santa Iglesia. Sin embargo, si por error se diera en él algo que no estuviera conforme con esa enseñanza, lo rechaza categóricamente”.
Las palabras “Revolución” y “Contrarrevolución” se utilizan aquí en el sentido que les da el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira en su libro “Revolución y Contrarrevolución“, cuya primera edición se publicó en el n.º 100 de “Catolicismo“, en abril de 1959.

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Asunción de la Virgen María – Anónimo Siglo XVII

[MUSEO COLONIAL – Bogotá – Colombia]

 

Creo que podemos ocuparnos del Santo del Día de hoy, y ocuparnos de la Asunción de Nuestra Señora. ¿Qué debemos meditar sobre la Asunción? En primer lugar, quisiera recordar la distinción entre la ascensión y la asunción. Y cómo en el espíritu de la Iglesia todo es reflexionado, razonado y apropiado. Todo es proprio.

Dícese Ascensión de Nuestro Señor la subida al cielo de Nuestro Señor por sus propias fuerzas. No fue llevado por ángeles. Por su propia fuerza anuló la ley de la gravedad y ascendió. Natural, Él es el Dios-Hombre, todas las cosas están sujetas a Él, Él lo dispuso así y ascendió al cielo.

La asunción de Nuestra Señora es una palabra que se utiliza para indicar que Nuestra Señora subió llevada por ángeles. Ella es la más excelsa de todas las criaturas, pero no tiene poder propio sobre las criaturas, tiene el poder que Dios le da. Mientras que Nuestro Señor Jesucristo tiene un poder propio. Y debido a esto, Ella tuvo una Asunción al cielo, fue llevada por los ángeles.

¿Cuál es la razón de ser de la Asunción?

Como dije hace unos días, en su condición de persona concebida sin pecado original, en1 su condición de madre de Dios, era natural que la Virgen fuera llevada al cielo sin pasar por los tormentos de la muerte. Pero Ella quiso imitar a su divino Hijo. Y así como nuestro Señor Jesucristo murió, Ella también quiso morir. Y quiso ofrecer este sacrificio por la Iglesia, quiso ofrecer por la Iglesia absolutamente todo lo que se podía ofrecer. Y por eso quiso morir. Y, efectivamente, murió porque quiso.

Cuando la Virgen falleció —y la Iglesia se enriqueció, por tanto, con el enorme tesoro de ese sufrimiento—, una muerte que, en el vocabulario muy apropiado y antiguo de la Iglesia, se llama también dormición de la Virgen, dormitio, es decir, el sueño de la Virgen, o sea, una muerte efectiva y auténtica, pero una muerte seguida inmediatamente de la resurrección. Fue una muerte tan leve que podría compararse a una dormición, es decir, su apariencia era tan intacta que daba la impresión de que estaba dormida y no muerta. Después de muerta, Nuestro Señor Jesucristo la resucitó y la elevó al cielo.

¿Qué debemos pensar de esta muerte, de esta resurrección y de esta asunción al cielo?

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En primer lugar, no se piense que, porque ella estaba dormida, esta muerte no fue terrible. Porque la muerte es la separación del alma del cuerpo, es por tanto la separación de los dos elementos constitutivos de la persona humana, del cuerpo humano, de la unidad humana, de la totalidad humana. Y este desgarramiento es extremadamente doloroso. Fue extremadamente dolorosa para Jesucristo, no sólo porque murió en la cruz, sino precisamente porque sintió el desgarramiento. El alma se separa del cuerpo. Aunque no hubiera muerto en la cruz, la muerte para Él habría sido extremadamente dolorosa.

También lo fue para la Virgen. Ella sufrió probablemente el mayor tormento que puede sufrir un alma. Quien ve expirar a una persona no tiene necesariamente esa impresión, porque hay personas que expiran tan mansamente, expiran tan tranquilamente que se tiene la impresión de que no han sufrido. Pero eso no es real. Todo indica que la persona sufre enormemente, aunque, por supuesto, no vuelva para contar lo que ha sufrido.

La Virgen pasó por este inmenso tormento. Y claro, como es un tormento expiatorio, cuanto mayor es el tormento, mayor es el poder expiatorio. Y así la Virgen enriqueció enormemente a la Iglesia con su muerte.

De aquí se desprende algo que os recomiendo vivamente en los días de aflicción que se acercan para el mundo entero, para los días de Bagarre (*): unid vuestra muerte a la muerte de Nuestra Señora. En otras palabras, cuando estuviereis a punto de morir o tuviereis la impresión de que estáis a punto de morir, pedid a Nuestra Señora que una vuestra muerte con la de Ella. Para que, mediante la unión con su muerte incalculablemente preciosa, podáis uniros mejor a la muerte infinitamente preciosa de Nuestro Señor Jesucristo.

Es una antigua tradición de la Iglesia, muy bien fundada, por cierto, acercar el crucifijo a los moribundos. Cuando una persona agoniza, se le lleva una cruz para que la de un ósculo. Esta cruz representa a Nuestro Señor agonizando —no muerto encima de la cruz, sino agonizando encima de la cruz— y es para producir un asentimiento de unión entre el que está muriendo y el que estaba muriendo, para que entendamos que, si Él quiso sufrir esto por nosotros, es razonable que nosotros suframos por Él. Y si es cierto que Él pasó por ese dolor y luego fue a la gloria del cielo, también es cierto que a nosotros nos puede pasar lo mismo. Y que expirando en paz y en unión con Él, podemos alcanzar la gloria eterna.

Es cierto que la muerte es un tremendo desgarramiento, un tremendo castigo por el pecado original y por nuestros pecados. Pero es, por otra parte, el pórtico de la gloria. Por eso decimos a Nuestro Señor y a Nuestra Señora en la hora de nuestra muerte: «Vos quisisteis morir, y si Vos quisisteis morir, yo quiero aceptar libremente la muerte que tan justamente me imponéis. Si Vos quisisteis sufrir vuestra muerte inocente, yo, que soy culpable, quiero sufrirla también. Y abro mis brazos a la muerte. ¡Oh muerte! ha llegado mi hora, venid pues, me entrego a vos en unión con Nuestro Señor y Nuestra Señora».

La persona tiene mucho más ánimo, mucho más valor. Nuestro Señor y Nuestra Señora conceden gracias mucho mayores a la persona que se dispone así a la muerte. Y la persona puede incluso ofrecer en favor de la Iglesia, en favor de la causa católica, en favor de la TFP, el valor de su muerte, los méritos de su muerte. Y así expira en las mejores condiciones posibles.

Pero, así como el esclavo (El Prof. Plinio se refiere a la “esclavitud de amor” a la Santisima Virgen, conforme enseña San Luís María Grignion de Montfort) de María pasa toda su vida unido a Nuestro Señor a través de Nuestra Señora, comprendiendo que cualquier unión con Él no es nada si no es una unión hecha a través de Ella, así la muerte del católico debe estar unida a la muerte de Nuestro Señor a través de la muerte de Nuestra Señora. Y es en la consideración de la muerte de Nuestra Señora que él se une propiamente, plenamente, a la muerte de Nuestro Señor.

Y así, si les suceder lo que dice el salmo, «los dolores de la muerte me han rodeado» … circumdederunt me, me han rodeado enteramente, cuando Uds. sintieren que los dolores de la muerte les rodean, deben hacer este acto de unión, para que vuestra muerte tenga verdaderamente todo su valor.

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Sucede que con la Virgen los hechos debieron ser verdaderamente hermosos. Se dice de Nuestro Señor que su precioso cuerpo estaba en el sepulcro, en un sepulcro cerrado, con una guardia fuera, y que su alma, santísima, hipostáticamente unida a la Santísima Trinidad, como su cuerpo también, mientras estaba en el sepulcro, su alma unida a la Santísima Trinidad fue al infierno, es decir, no al infierno de Satanás, fue al Limbo —infierno que significa lugar inferior—, donde le esperaban las almas justas y donde las alegró indeciblemente, especialmente a los judíos fieles de la Antigua Ley, que habían estado esperando al Mesías, dándose a conocer a ellos, y anunciándoles que pronto subiría al cielo y los llevaría al cielo, que era el fin de esta larga espera en que habían estado. Entonces los alegró mucho y, después de haber visitado a los justos, volvió a su cuerpo.

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Así pues, Uds. pueden pensar en la Sábana Santa de Turín, imaginar lo infinitamente expresiva que era su fisonomía y la impresión que desprendía su cuerpo tendido probablemente sobre una mesa, una losa en el interior de la tumba. En un momento dado, un temblor. Él entra, se hace sentir dentro de ese lugar marcado por la desolación, marcado por la tristeza de la muerte, un lugar oscuro por cierto, que en ese momento se llenó de luz, y ese temblor de vida entra dentro de Nuestro Señor, y su cuerpo sagrado comienza a moverse, e inmediatamente sus heridas comienzan a resplandecer. Y lo que había sido la marca de tanto dolor, de tanto oprobio, de tanto sufrimiento, todo en él comienza a iluminarse, a brillar. Los ángeles entran en el sepulcro en número incontable y comienzan a aclamarlo, glorificarlo etc., aunque ningún hombre lo viese.

Y entonces Él atraviesa gloriosamente el sepulcro, y sale de tal manera que ni siquiera fue necesario derribar la piedra, porque podía atravesar cualquier cuerpo, era un cuerpo glorioso y por eso podía atravesarlo.

Inmediatamente va a visitar a la Virgen. Se puede imaginar la escena. En la habitación de Nuestra Señora, Ella estaba rezando sola, cuando la sale al encuentro no un simple ángel para anunciarle la Encarnación, sino el Verbo que se ha encarnado en Ella, que ha querido tomar su carne, es decir, hacerse hombre, acompañado de una extraordinaria multitud de ángeles y viene en la gloria. Y así Ella tiene la alegría de ver a su Hijo vivo, como Ella había esperado, el Hijo glorioso y el Hijo triunfante.

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Jesucristo Apareciendo a su Madre Juan de Flandes – ca. 1496

Imagínese su reacción. No crean que se levantó y gesticuló, no. Del mismo modo que estaba al pie de la Cruz, serena, digna, tranquila, sumida en un profundo dolor, cuando Nuestro Señor entró en su cámara para hacerse ver por ella, su actitud fue ciertamente de profundo recogimiento, de extraordinario éxtasis, de silenciosa adoración. Puede que sólo dijera: Oh hijo mío, oh, Dios mío. Pero en esto dijo más de lo que cantaban todos los ángeles, de lo que le glorificarán todos los hombres hasta el fin del mundo. Porque podemos imaginar con qué adoración, con qué actos de reparación, con qué acción de gracias, con cuántas súplicas eso fue acompañado. Palabras de suprema belleza: Nuestro Señor había resucitado.

Ahora Uds. pueden comparar esto con la resurrección de Nuestra Señora. El cuerpo virginal de Nuestra Señora tendido, digamos, en un lecho. La tristeza de la muerte en torno a su cuerpo, la tristeza de todos los Apóstoles, de todos los discípulos, del mundo entero, al ver que Aquella que era la luz del universo ya no estaba. En un momento dado hubo un temblor y se remedió esa ausencia tan conmovedora, tan dolorosa: la Santísima Virgen, al abrir los ojos, contempló por un lado la gloria celestial, pero por el otro contempló esta tierra, y regaló una sonrisa, podemos imaginarla, inefable a los que estaban arrodillados a su alrededor. Figúrense su alegría al ver que se habían roto los grilletes de la muerte y que la Virgen había resucitado.

¿Qué sucedió después? Quien presenció esta escena puede decir que vivió. Una persona que haya presenciado la resurrección de la Virgen podría decir: ya me puedo morir, ya no necesito ver nada porque todo lo que vea a partir de ahora, por muy augusto y excelso que sea, no es nada. Digamos que una de esas personas que presenció la resurrección de la Virgen vio también a San Pedro entrar en casa, escapando de la prisión de la que le había liberado el ángel. Una gran escena. Algo magnífico. Inmediatamente se arrodilla y besa los pies y las manos de San Pedro. El primer Papa, el fundamento de la Iglesia, milagrosamente liberado.

Pero ¿qué es esto comparado con presenciar la resurrección de Nuestra Señora y los mil movimientos de su alma en el momento de ser resucitada? Y el primer contacto con los Apóstoles y discípulos… no hay palabras para describir tal cosa.

En otras palabras, después de la resurrección de Nuestro Señor, la escena más hermosa de la historia tuvo que ser la resurrección de Nuestra Señora. Y es muy oportuno que pensemos en esto, para que luego podamos pensar en su asunción.

No sé qué se pasó entre la resurrección y la asunción. Con los días tan ajetreados que he tenido no he tenido tiempo de comprobar en los libros lo que decían. Ni siquiera tuve tiempo de que me trajeran un relato para comentarlo.

Pero a modo de meditación, podemos imaginar que hubo unos días, no sé cuántos, entre su resurrección y su asunción. O unas horas. Y tal vez estuvo en algunos lugares misteriosos que nadie conoce, presentándose a las almas que quería que la vieran, consolándolas, animándolas, etc. hasta que llegó el momento de su asunción.

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El hecho es que su asunción tuvo lugar en lo alto de una colina y que toda la iglesia de Palestina de aquel tiempo se reunió para ver su asunción. No sé si subió a la colina con ellos o si apareció de repente en lo alto de la colina. Imaginemos que en un momento dado, después de que Ella hubiera hablado, después de que se hubiera despedido, todos reunidos, inimaginablemente recogidos junto a sus pies, sagrados, de repente cuando todos estaban en tal éxtasis se dan cuenta de que la Virgen empezó a volar, a volar, a subir, a subir, estaban mirándola, y el resto no era más que silencio.

Y Ella también en silencio, y los ángeles a su alrededor, y ellos probablemente viendo a los ángeles, el cielo tomando mil colores, los ángeles cantando mil armonías, la naturaleza más espléndida que nunca para celebrar a Nuestra Señora. Y mientras subía, la impresión que daba era de mayor intimidad, de mayor bondad, también de mayor majestad, de mayor grandeza. A medida que subía, aspectos de su alma que nunca había revelado hasta entonces, o al menos cuya intensidad nunca habían considerado de tal manera, se manifestaban plenamente, y la gente se quedaba estática.

Creo que algunos pudieron subir también desde la tierra, y se les permitió acompañar un poco a la Virgen. Después de todo, en el alto, cuando Ella llegó a la cima y ascendió, los ángeles hablaron y explicaron que Nuestra Señora había ascendido al cielo y su contacto con la tierra había terminado.

Uds. dirán: oh, dilaceración, oh, qué tristeza, habría valido la pena no haber nacido para no vivir este momento en que la Virgen se fue, en que la Virgen murió, en que la Virgen ya no estaba.

Pero es todo lo contrario. La verdadera muerte católica no es así. La persona se separa y se va, pero deja un recuerdo, deja un recuerdo que es la quintaesencia de su presencia en la tierra, y que se perpetúa entre la gente indefinidamente. De tal manera que, desde cierto punto de vista, el muerto verdaderamente católico vive más después de la muerte que cuando estaba en la tierra.

Este es también el caso de Nuestra Señora en la Santa Iglesia Católica. Nuestra Señora murió, y su presencia cesó en la Asunción. Cesó, ya no la vemos con nuestros ojos carnales, pero dejó un perfume en toda la Iglesia que durará todos los siglos. Dejó un perfume para toda la Iglesia que se expresa en ese sentimiento inefable que sentimos en el alma cuando hablamos de Nuestra Señora. Es la Virgen, eso es. Está dicho algo que no tiene palabras, que es inexpresable, que es perfecto, que es completo: Ella es la Madre de Nuestro Señor Jesucristo.

La Virgen sigue visitando a sus hijos, incluso con su fisonomía, sin hacer realmente una aparición. Saben Uds. que la imagen de la Virgen en Genazzano cambia de fisonomía. El Dr. “X”, que estuvo allí en persona y la vio, me dijo que es un cambio continuo, la imagen cambia de fisionomía continuamente.

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Vi en un libro que tengo sobre Genazzano, un certificado de un gran pintor que quería pintar una copia de la imagen y que incluso tubo permiso para colocar su caballete en el altar y él sentado en el altar para pintarla. Y que la imagen cambiaba tanto, tanto que le fue imposible pintarla. Se marchó sin haber terminado de pintar. Esto nos recuerda la imagen peregrina de Nuestra Señora de Fátima. Esa fisonomía que no sentimos en la tierra sino a través de la Sagrada Imagen y que veremos en el cielo, esa fisonomía, al considerar la Sagrada Imagen, se hace ver.

Por eso pensé que mejor que hablar de la Asunción sería traer aquí la Sagrada Imagen [de Fátima]. Y recomendar que la trajeran a la sala para que pudiéramos agradecerle que nos haya hecho ver algo de su fisonomía que los hombres, con la Asunción, dejaron de ver.

Así la imagen se nos aparece como un puente desde aquel pasado profundo hasta el presente. De aquella altura inimaginable para nuestra bajeza, para que veamos algo de su sagrada fisonomía. ¿Mostrará la imagen esa fisonomía ahora por la noche? Tampoco lo sé, pidámosle que se apiade de nosotros hoy u otro día y vuelva a mostrar su augusta fisonomía para que la veamos. Digámosle: madre mía, una mirada, una expresión, una vocecita, para nuestras almas resecas que tanto anhelan esta gracia.

Recomiendo a todos que se pongan en pie, la Sagrada Imagen está a punto de entrar. Cante algo, Sr. “X”. [Se canta el Ave Maris Stela]. Ahora vamos a rezar la Letanía Lauretana. ¿Quién tiene la letanía aquí?

[El Prof. Plinio reza la letanía.]

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NOTAS

(*) Bagarre: un gran triunfo para la Iglesia y la civilización cristiana, tras una crisis metafóricamente definida, en el lenguaje cotidiano de la TFP, por esta palabra francesa – cfr. “O Cruzado do século XX – Plinio Corrêa de Oliveira”, Roberto de Mattei, Civilização Editora, Porto, 1996, Cap. VII, n. 10)

 

 

 

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