“Catolicismo”, N.º 209 – Abril-Mayo de 1968
En una pequeña localidad de Italia la gracia hace germinar, en sustitución a un viejo culto pagano, una tierna devoción a Nuestra Señora, bajo la invocación del Buen Consejo.
Siglos más tarde, un reino valeroso se encuentra en triste decadencia. Decadencia político y militar, desde luego, pero sobre todo decadencia religiosa. Los católicos de Albania ofrecieron al Islam la resistencia ineficaz de un pueblo que se había quedado tibio. Con esto, la victoria de las huestes de Mahoma resultó inevitable. Dos hombres fieles a la Virgen se sienten perplejos, y van al santuario nacional de Albania, en Scútari, a fin de implorar a la imagen de Ella que allí se veneraba un buen consejo: ¿qué hacer? ¿Permanecer en la nación dominada por los turcos, para servir allí a la Santísima Virgen, o dejar la patria rumbo a tierras en que puedan vivir sin grave peligro para la fe?
El buen consejo implorado les fue concedido bajo la forma más estupenda e inesperado. La imagen deja Scútari, y en pos de ella parten nuestros dos albanos.
Para confirmar la autenticidad y el acierto de este consejo, la sagrada Efigie desciende milagrosamente en el lugar de Genazzano en donde se daba culto a la Madre del Buen Consejo.
De ahí en adelante, la historia de la Madona trasladada de Scútari no fue sino una sucesión de triunfos. Ya sea en Genazzano, o en otras ciudades donde reproducciones del cuadro de Albania fueron expuestas a la veneración de los fieles, las gracias de todo orden se multiplicaron incontables. Y entre ellas el atendimiento frecuente de las personas que, deseosas de un buen consejo, acuden a la Virgen, implorando la gracia de una luz para su perplejidad… [1].
Entre estas imágenes, importa recordar la que se encuentra en la ciudad de São Paulo, en la imponente Capilla del Colegio São Luís, dos RR. PP. Jesuitas, pues el modo por el cual llegó a nuestro País —como se narra en otro local de esta edición— es verdaderamente digno de especial atención [2].
Antes de continuar es bueno recalcar una peculiaridad de la devoción a Nuestra Señora de Genazzano.
No es posible, en efecto, tratar de ella sin poner en realce una de sus particularidades más importantes Muchas de las personas que recurren a la Virgen delante de la Imagen de Genazzano o de copias de ésta han afirmado que el semblante de la Señora les “responde” a las oraciones. No que lo haga hablando o moviéndose, lo que constituiría milagro manifiesto. Pero, sin ninguna alteración propiamente milagrosa, algo de la mirada y de la expresión de la Divina Madre toma carácter particularmente vivo e impregnado de maternal alegría cuando el fiel es atendido. Y es a la multiplicación de este favor que en gran parte se debe la expansión universal de la devoción a Nuestra Señora del Buen Consejo de Genazzano.
¿Cuál es la actualidad de esta devoción? Sin duda, en nuestra época tan afligida y conturbada, incontables son las almas que necesitan, a este o aquel título, de un buen consejo. Nada mejor pueden hacer que implorar el auxilio de Aquella que la Santa Iglesia, en la letanía lauretana, invoca como Mater Boni Consilii.
Debemos tener en cuenta, sin embargo, que un consejo tiene tanto más valor cuanto mayor fuere la importancia del asunto sobre el cual versa.
Por esto, supremamente importante son para cada uno los consejos necesarios para conocer sobre sí —dentro de la tormenta de las tinieblas del siglo XX— los designios de Nuestra Señora y los medios aptos para realizarlos.
Aquí está, pues, un primer título para asegurar la actualidad de la devoción a Nuestra Señora de Genazzano en este siglo que podrá pasar a la Historia como el siglo de la confusión.
Pero, si ensanchamos nuestros horizontes un poco más allá de la esfera individual y consideramos en una perspectiva histórica la crisis por la cual pasa hoy la Iglesia de Dios, no podremos dejar de ponderar que, sobre todo en este particular, la humanidad necesita de un buen consejo de la Virgen de las Vírgenes.
Nos encontramos en el ápice de un proceso histórico oriundo, en la Edad Media, de una explosión de orgullo y de sensualidad. De esta explosión nacieron, en los siglos XV y XVI el Humanismo, el Renacimiento y la Pseudo-Reforma protestante.
El oleaje producido por esos movimientos se proyectó de la esfera filosófica, cultural y religiosa hacia la esfera política y social, ocasionando en el siglo XVIII, la Revolución Francesa impía e igualitaria. Esta a su vez se desdobló, a lo largo del siglo XIX, en movimientos de índole atea, laicista y revolucionaria, que culminaron en la eclosión del comunismo, revolución social y económica que al mismo tiempo amenaza tragar al mundo entero.
En el vértice de este proceso la alternativa se impone: o sucumbimos al comunismo como otrora Albania lo hizo ante el Islam, o renunciamos enteramente al orgullo y a la sensualidad, extirpándoles todos los efectos, ya sea en la vida religiosa o en la temporal, efectos éstos de los cuales el comunismo no es sino la consecuencia supremamente lógica y supremamente maligna. Pero el rechazo efectivo y completo de un inmenso pecado supone una inmensa contrición. Y una inmensa contrición supone una inmensa apetencia de la perfección en la virtud contra la cual se pecó.
Así, la opción para el mundo moderno está puesta entre un porvenir tenebroso, hecho de las últimas capitulaciones ante los extremos del error y del mal, y el abrazar entusiasmado de la plenitud de la verdad y del bien.
¿Cómo mover la humanidad —de tal manera encenagada en el proceso histórico que la viene impeliendo hace tantos siglos— a emprender la trayectoria del hijo pródigo rumbo a la casa paterna?
Sin un fuerte auxilio de la gracia hablando en el interior de incontables almas, esto no se puede conseguir. Ese buen consejo, a ser dicho en el íntimo de cada corazón para la salvación de la humanidad, ¿qué modo mejor hay de obtenerlo sino implorando a la Madre del Buen Consejo que, por una gracia nueva, con vierta al bárbaro super-civilizado de siglo XX? Sólo así se podrá, a manera del bárbaro sub-civilizado del siglo V, “quemar lo que adoró y adorar lo que quemó”. Y sólo así podrá surgir una nueva y aún más espléndida era de fe
Ese es el buen consejo por excelencia que los devotos de María deben pedir para ellos y para todos los hombres en los días que corren.
Les parecerá tal vez excesivo, a algunos lectores, que afirmemos ser éste el siglo más confuso de la Historia. Sin embargo, entre las múltiples pruebas que la aserción admite, es menester ponderar una, que por sí sola justifica nuestra afirmación.
Desde luego, sería difícil impugnar que en algún tiempo la confusión haya sido mayor en los medios católicos que en el nuestro.
Sin duda, hubo épocas en los que la Iglesia pareció afectada por una confusión más grave. Por ejemplo, las crisis a lo largo de las cuales los antipapas dilaceraban el Cuerpo Místico de Cristo, o la lucha de las investiduras que dividió, durante mucho tiempo, el Occidente cristiano, lanzando el Sacro Imperio Romano contra el Papado. Pero esas crisis o eran más bien de rivalidades personales, que de principios, o ponían en juego sólo algunos principios, aunque básicos, de la doctrina católica.
Actualmente, por el contrario, no hay error, por más craso y rotundo que sea, que no procure revestirse de un ropaje más o menos nuevo, para obtener libre tránsito en los ambientes católicos. Puede decirse que asistimos en nuestro propio medio al desfile de todos los errores, jocosamente disfrazados con piel de oveja, solicitando la adhesión de los católicos incautos, superficiales, o poco amorosos de nuestra Fe.
Y, ante esa maniobra, ¡cuántas concesiones, cuánta falsa prudencia, cuánto criminal enamoramiento de la heterodoxia! En esta atmósfera, que ya sugirió a Pablo VI algunas graves advertencias, la confusión es tan grande que, en no pocos ambientes, los católicos celosos de la ortodoxia son mal vistos y considerados sospechosos, mientras que el tropel de las víctimas de los errores enmascarados se porta con la desenvoltura de quien fuese dueño de la casa.
Trazado este cuadro, pensamos con afecto y con aprensión en las numerosas almas modestas y en quienes las circunstancias de la vida no han permitido mayores estudios religiosos. ¡Cuán necesario les es el buen consejo de Nuestra Señora, para vencer la confusión! La Iglesia puede decir de Sí misma analógicamente, las palabras de Nuestro Señor: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jo. 14,6). Si en los ambientes católicos sopla la confusión, es inevitable que ésta se extienda por todos los otros dominios de la existencia. Y en la Iglesia no puede haber confusión peor que la de los principios.
Es natural, pues, que afirmemos ser nuestro siglo el siglo de la confusión, y que de nuestros labios se eleve a la Madre de Dios una súplica: Nuestra Señora del Buen Consejo, rogad por nosotros, y ayudadnos a permanecer fieles al Camino, a la Verdad y a la Vida, en medio de tanto extravío, a tanto embuste y a tanta muerte.
NOTAS
[1] Bajo esta invocación conviene recordar la imagen de la Madre del Buen Consejo que se venera con devoción y grandeza en la capilla bajo su advocación en el magnífico templo de la la Parroquia de Nuestra Señora del Buen Consejo y San Isidro, también llamada Real Colegiata de san Isidro, que perteneció al Colegio Imperial de la Compañía de Jesús, en la calle Toledo, de Madrid.
El origen de esta Virgen se remonta al siglo XVI, cuando San Luís Gonzaga visitó Madrid acompañando al séquito de la emperatriz María. Por aquel entonces el santo dudaba entre seguir la carrera de las armas o ingresar en un convento. Decidió consultárselo a la Virgen que había en la iglesia de San Isidro (hoy Colegiata de igual nombre) y escuchó de los labios de la imagen que ingresara en el convento de los Jesuitas. De ahí le vino a la imagen el sobre nombre de Nuestra Señora del Buen Consejo. La misma historia se cuenta para otro santo menos conocido, San Diego de Victores, quien le pidió orientación acerca de su vocación. Ingresó igualmente en la Compañía de Jesús. La imagen antigua desapareció durante la quema de la capilla por las hordas rojas durante la guerra civil, y la actual, obra de Félix Granada, es una talla del siglo XX, que mide casi un metro de altura y representa a la Virgen con el Niño sostenido por el brazo izquierdo al tiempo que con su mano derecha toma las de su Hijo.
[2] Sobre la devoción del Prof. Plinio a esta particular imagen de la Madre del Buen Consejo, a la que recurrió innumeras veces en su infancia, ver Nuestra Señora del Buen Consejo: la Madre de Dios en una de sus tareas mas maternas y mas propias a la Reina del Universo (en portugués).
Y, ¿cómo nació la devoción a Nuestra Señora del Buen Consejo en el Prof. Plinio? A partir de una gracia sensible recibida por ocasión de una grave dolencia. La descripción del proceso puede ser leída en una “Declaración” hecha por el autor a la revista “Madre del Buon Consiglio”, editada por los padres Agustinianos de Genazzano (Itália). El texto puede ser leído aquí (en portugués).
Traducción por Covadonga Informa, Año IX, Núm.: 103, Abril de 1986