La igualdad total en el punto de partida, esa injusticia

“Folha de S. Paulo”, 11 de diciembre de 1968

 

Según oigo repetir a todo momento, la justicia manda que, en el punto de partida de la vida, todos tengan las mismas oportunidades. Así, la educación debería ser igual para todos, e iguales los currículos en las diversas profesiones. Quien tuviese más valor sobresaldría fatalmente. El mérito encontraría su estímulo y su recompensa. Y la justicia —¡al fin!— imperaría sobre la faz de la tierra.

Este modo de ver asume, a veces, una formulación con matices “cristianos” (¿y cuál es el desatino que no procura hoy un disfraz “cristiano”?). Dios —se argumenta— premiará al fin de la vida los hombres según sus méritos, sin tomar en consideración la cuna en que cada cual nació. En la perspectiva de la justicia divina, y para efectos de la eternidad habría, pues, una negación del valor de los puntos de partida. Es loable, es digno, es cristiano —se dice—, que en este caso los hombres procuren organizar la existencia terrena según las normas de la celestial justicia. Y que, por tanto, las ventajas de la vida terrena queden al alcance de todos por igual, y acaben por ser conquistadas por los más capaces.

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Antes de analizar este principio en sí mismo, es bueno que anotemos algunas de las aplicaciones que de él se oyen aquí y allá.

Hay hombres de negocios que consideran la hereditariedad de la empresa un privilegio antipático. Sus hijos no serán los dueños de la empresa por derecho de herencia. Serán funcionarios como los otros, que partiendo del punto cero, esto es, de los cargos más modestos, sólo ascenderán a la dirección de la empresa si fueran los más capaces.

Hay familias acomodadas, y de buena educación, que consideran un imperativo de justicia el establecimiento de un solo modelo de escuela primaria y secundaria. Que se cierren o se reformen, por tanto, todos os establecimientos de enseñanza de niveles diversos, que hoy existen.

No son tan raros los que, habiendo a lo largo de su existencia acumulado buenas economías, sienten en la conciencia un cierto malestar ante la idea de trasmitirlos a los hijos: ¿no se beneficiarán éstos, ipso facto, de un privilegio antipático e injusto, adquiriendo bienes que no les vinieron ni del trabajo propio, ni del mérito personal?

Así, la doctrina de la igualdad compulsiva de los puntos de partida se desdobla en consecuencias que pueden echar por tierra el régimen de la propiedad privada.

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Antes de pasar adelante, importa notar las pintorescas contradicciones en que caen habitualmente los defensores de estas tesis. Endiosadores del mérito como único criterio de justicia, favorecen en general las escuelas de pedagogía moderna, adversas a premios y castigos, bajo el alegato de que tanto las puniciones cuanto las recompensas crean complejos. Y, por esta forma, la idea del mérito —y su forzoso corolario, que es la idea de la culpa— son eliminados de la educación de los futuros ciudadanos de una civilización basada sólo en… el mérito.

De otro lado, los mismos endiosadores del mérito se muestran, la mayoría de las veces, favorables a cementerios donde todas las sepulturas sean iguales. Así, en el punto terminal de una existencia terrena organizada según el criterio único del mérito individual, y en el umbral de una vida eterna feliz o infeliz según el mérito y la culpa, cualquier reconocimiento especial del mérito queda excluido. Tumbas iguales para el sabio insigne y el hombre común, para quien rigió pueblos y para quien sólo cuidó de la propia vida, para la víctima inocente y el infame asesino, para el traidor o para el leal, para el implantador de cismas y de herejías y para el héroe que vivió y murió defendiendo la Fe.

¿Como explicar que se pueda, al mismo tiempo, endiosar tanto el mérito, y negarlo tan completamente?

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Entretanto, la mayor contradicción de estos adeptos de la igualdad de todos los puntos de partida se muestra cuando, al mismo tiempo, se afirman entusiastas de la institución de la familia. Esta, en efecto, es por mil lados la negación rotunda de la igualdad de los puntos de partida. Veamos por qué.

Hay un hecho natural, misterioso y sagrado, que está íntimamente ligado a la familia. Es la hereditariedad biológica. Es evidente que unas familias son mejor dotadas, bajo este punto de vista, que otras, y que esto depende muchas veces de factores ajenos al trato médico o a la educación altamente higiénica. La hereditariedad biológica trae importantes reflejos en el orden psicológico. Hay familias en que se transmite a través de muchas generaciones o el sentido artístico, o el don de la palabra, o el tino médico, la aptitud para los negocios, y así por delante. La propia naturaleza —y por tanto, Dios, que es Autor de la naturaleza— quiebra, a través de la familia, el principio de la igualdad del punto de partida.

Se añade a esto que la familia no es mera transmisora de dotes biológicas y psicológicas. Ella es una institución educativa, y, en el orden natural de las cosas, la primera de las instituciones pedagógicas y formativas. Así, quien sea educado por padres altamente dotados del punto de vista del talento, de la cultura, de las maneras o —lo que es capital— de la moralidad, tendrá siempre un punto de partida mejor. Y el único medio de evitar esto es suprimir la familia, educando todos los niños en escuelas igualitarias y estatales, según el régimen comunista. Hay así una desigualdad hereditaria más importante que la material, y que resulta directa y necesariamente de la propia existencia de la familia.

¿Y la herencia del patrimonio? Si un padre tiene verdaderamente entrañas de padre, él amará forzosamente, más que a los otros, a su hijo, carne de su carne y sangre de su sangre. Así, él se conducirá según la ley cristiana si no ahorrase esfuerzos, sacrificios ni vigilias para acumular un patrimonio que ponga a su hijo a cubierto de tantas desgracias que la vida puede traer. En este afán, el padre habrá producido mucho más de lo que produciría si no tuviese hijos. Al final de una vida de trabajo, este hombre expira alegre por dejar al hijo en condiciones propicias. Imaginemos que, en el momento en que él acaba de expirar, viene el Estado y, en nombre de la ley, confisca la herencia, para imponer el principio de la igualdad de los puntos de partida. ¿Esta imposición no es un fraude con relación al difunto? ¿Ella no pisotea uno de los valores más sagrados de la familia, un valor sin el cual la familia no es familia, la vida no es vida, o sea, el amor paterno? Sí, el amor paterno que dispensa protección y asistencia al hijo —incluso más allá de la idea de mérito— simplemente, sublimemente, por el simple hecho de ser hijo.

Y este verdadero crimen contra el amor paterno, que es la supresión de la herencia, ¿podrá cometerse en nombre de la Religión y de la Justicia?

(*) Tradución y difusión por Acción Familia (Santiago de Chile).

 

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