En defensa de la Acción Católica, IV Parte, Cap. II, * No ocultemos la austeridad de nuestra religión

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No ocultemos la austeridad de nuestra religión.

No merece menos reservas la afirmación de que la A.C. debe ocultar en su apostolado todas las verdades que puedan alejar a las almas a causa de su austeridad moral. Con todo cuidado debería evitarse todo término o expresión que pudiera dar a entender que la vida de los fieles es una vida de lucha. La razón es que se pretende disimular por completo, bajo alegres apariencias, los sufrimientos impuestos a los que siguen a Jesucristo. No procedía así el Divino Salvador, que más de una vez declaró que la Cruz era la compañera necesaria de quien quisiera seguirle. Los Apóstoles no procedieron así, y el Santo Padre Benedicto XV elogió a San Pablo de la siguiente manera:

“San Pablo trabajó con todo el ardor de su corazón apostólico para que los hombres conocieran cada vez más a Jesucristo, para que supieran no solo en qué creer, sino también cómo vivir. Por eso trató los dogmas de Cristo y todos los preceptos, incluso los más severos, y no fue reticente ni indulgente cuando habló de humildad, abnegación, castidad, desprecio de las cosas humanas, obediencia, perdón de los enemigos y otros temas semejantes. No tuvo reparo en declarar que entre Dios y Belial hay que elegir a quién obedecer, y que no es posible tener a ambos como señores; que un juicio terrible espera a los que deben pasar de la vida a la muerte; que no es lícito transigir con Dios; que hay que esperar la vida eterna si se cumple toda la ley, y que el fuego eterno espera a los que faltan a sus deberes favoreciendo sus concupiscencias. En efecto, el Predicador de la verdad nunca tuvo la idea de abstenerse de tratar este tipo de temas, so pretexto de que, dada la corrupción de los tiempos, tales consideraciones habrían parecido demasiado duras a aquellos a quienes se dirigía. Parece, pues, que no debemos aprobar a los predicadores que, por miedo a aburrir a sus oyentes, no se atreven a tratar ciertos puntos de la doctrina cristiana. ¿Acaso un médico prescribe remedios inútiles a su paciente porque este aborrece lo que sería beneficioso? Además, el orador dará prueba de su fuerza y poder si sus palabras hicieren agradable lo que no lo es. (…)

“Por último, ¿con qué espíritu predicaba San Pablo? No para agradar a los hombres, sino a Cristo: ‘Si, dice, agradara a los hombres, no sería siervo de Cristo’ (Gal 1,10) ([1]).

Como se ve, esta preciosa regla de conducta para los predicadores, que hablan en nombre de la Iglesia, no podía dejar de aplicarse también al apóstol laico, disipando por completo cualquier duda al respecto. El apóstol laico debe, pues, aspirar de todo corazón a que su vida interior sea tal que pueda incitar a todos los hombres a la penitencia con estas magníficas palabras: “estoy clavado en la cruz juntamente con Cristo. Y yo vivo ahora, o más bien no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí” (Gal II, 19-20).

Se podría objetar que la oratoria y el apostolado, puesto que están destinados a atraer, no deberían tratar temas que por su propia naturaleza repelen. Este argumento erróneo fue rechazado por la Sagrada Congregación Consistorial en su resolución de 28 de junio de 1917: “El predicador no debe aspirar al aplauso de sus oyentes, sino buscar exclusivamente la salvación de las almas, la aprobación de Dios y de la Iglesia. San Jerónimo decía que la enseñanza en la Iglesia no debe suscitar las aclamaciones del pueblo, sino sus gemidos, y las lágrimas de los oyentes son las alabanzas del predicador”. Nos parece que nadie podría expresarse más claramente. En otras palabras, nunca se debe dejar de predicar la Cruz de nuestro Señor Jesucristo por quien el mundo está muerto y crucificado para mí, como yo lo estoy para el mundo(Gal VI, 14).

[1] Benedicto XV, Encíclica “Humani Generis Redemptionem”, 15 de junio de 1917 (traducción nuestra de la versión en francés)

https://www.vatican.va/content/benedict-xv/fr/encyclicals/documents/hf_ben-xv_enc_15061917_humani-generis-redemptionem.html

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