No endiosemos la popularidad.
En cuanto al temor de ofender a los herejes con tal audacia de palabra, hay que subrayar que la doctrina católica prescribe ciertamente proceder con caridad, evitando, aun con sacrificios heroicos, todo lo que pueda desagradar a nuestros hermanos separados. Pero los propios intereses de nuestros hermanos separados, los derechos de las almas justas sedientas de la Verdad, nunca deben ser sacrificados a ese temor de no desagradar al prójimo. A menudo, las actitudes que pueden irritarles son indispensables para el apostolado y, por tanto, francamente loables. El sentido común más evidente muestra que hay ocasiones en que es necesario desagradar a los hombres, y a veces a muchos hombres, para servir a Dios, según el ejemplo de San Pablo. Este es el caso característico del Evangelio con respecto a Nuestro Señor Jesucristo, como acabamos de mostrar. Nadie podría haber perfumado su apostolado con las manifestaciones de una caridad más delicada que el Divino Salvador. Sin embargo, no consiguió atraerse la simpatía unánime del pueblo al que se dirigía, y su obra naufragó —humanamente hablando, y juzgadas solo las apariencias inmediatas— bajo un torrente de impopularidad que llegó hasta la crucifixión. A aquel de quien el Apóstol podía decir “pertransiit benefaciendo” (Hch X, 38) fue preferido el infame Barrabás. Si la popularidad fuera la consecuencia necesaria de todo apostolado fecundo, y si, por el contrario, la impopularidad fuera el signo distintivo de un apostolado fracasado, Nuestro Señor habría sido el tipo perfecto del apóstol poco hábil.
En el Oficio de Tinieblas del Viernes Santo (nocturno II, quinta lección), la Iglesia lee la siguiente lección de San Agustín sobre la energía con que nuestro adorable Salvador estigmatizó los errores de los judíos, no retrocediendo ante la inmensa impopularidad que sobrevino, y que ciertamente previó:
“no guardó silencio sobre los vicios, a fin de inspirarles el horror de estos vicios y no del odio del médico que les curaba. Pero, desagradecidos a todas estas curaciones del Señor, frenéticos como en un exceso de fiebre, delirando contra el médico que había venido a curarles, maquinaron el medio de perderle” ([1]).
Esto demuestra cuán infundada y errónea es la idea de que la popularidad es necesariamente el premio de todo apostolado exitoso, de modo que el apostolado adoptaría un aire demagógico para no desagradar nunca a la opinión pública. Y el temor a esta impopularidad nunca hizo retroceder a Nuestro Señor ni a los Apóstoles.
Sin embargo, su Iglesia no solo ha triunfado sobre toda esta impopularidad, sino que, desde los Apóstoles hasta nuestros días, ha ido superando el tumulto de calumnias, persecuciones y blasfemias que constantemente se han levantado a su alrededor. Verdadera roca de contradicción, la Santa Iglesia, como su Divino Fundador, ha suscitado un inmenso y terrible torrente de odio, menor, sin embargo, y mucho menor que el torrente de amor con que Ella ha llenado constantemente la tierra.
La Iglesia no desprecia la popularidad ni la rechaza…
Esto no quiere decir que la Iglesia, movida por sus instintos maternales, no busque complacer a sus hijos y deleitarse en las efusiones de amor que ellos le prodigan. Lejos de nosotros pensar que la Iglesia deba cultivar la impopularidad y distanciarse desdeñosamente de las masas. Pero de ahí a hacer de la popularidad el fruto exclusivo del apostolado, hay una gran distancia que el sentido común se niega a franquear. Según el bello lema dominicano, que nuestra norma sea “veritate charitati”. Digamos la verdad con caridad, hagamos de la caridad un medio para llegar a la verdad, y no utilicemos la caridad como pretexto para cualquier disminución o deformación de la realidad, ni para ganar aplausos, ni para escapar a las críticas, ni para tratar inútilmente de satisfacer todas las opiniones. De lo contrario, por medio de la caridad llegaríamos al error, no a la verdad.
… pero no la convierte en el objetivo de sus esfuerzos.
Y si la malicia de los hombres sembrara el odio en los caminos recorridos por nuestra inocencia, consolémonos con los santos. Benedicto XV dijo de San Jerónimo:
“A fuer de hombre celoso en defender la integridad de la fe, luchó denodadamente con los que se habían apartado de la Iglesia, a los cuales consideraba como adversarios propios: «Responderé brevemente que jamás he perdonado a los herejes y que he puesto todo mi empeño en hacer de los enemigos de la Iglesia mis propios enemigos personales». Y en carta a Rufino: «Hay un punto sobre el cual no podré estar de acuerdo contigo: que, transigiendo con los herejes, pueda aparecer no católico». Sin embargo, condolido por la defección de estos, les suplicaba que hicieran por volver al regazo de la Madre afligida, única fuente de salvación, y rezaba por «los que habían salido de la Iglesia y, abandonando la doctrina del Espíritu Santo, seguían su propio parecer», para que de todo corazón se convirtieran (…).
“Ya hemos visto, venerables hermanos, la gran reverencia y ardiente amor que profesaba a la Iglesia romana y a la cátedra de Pedro; hemos visto con cuánto ardor impugnaba a los adversarios de la Iglesia. Alabando a su joven compañero Agustín, empeñado en la misma batalla, y felicitándose por haber suscitado juntamente con él la envidia de los herejes, le dice: «¡Gloria a ti por tu valor! El mundo entero te admira. Los católicos te veneran y reconocen como el restaurador de la antigua fe, y —lo que es timbre de mayor gloria todavía— todos los herejes te aborrecen y te persiguen con igual odio que a mí, suspirando por matarnos con el deseo, ya que no pueden con las armas».
“Maravillosamente confirma esto Postumiano en las obras de Sulpicio Severo, diciendo de Jerónimo: «Una lucha constante y un duelo ininterrumpido contra los malos le ha granjeado el odio de los perversos. Le odian los herejes porque no cesa de impugnarlos; le odian los clérigos porque ataca su mala vida y sus crímenes. Pero todos los hombres buenos lo admiran y quieren»
“Por este odio de los herejes y de los malos hubo de sufrir Jerónimo muchas contrariedades, especialmente cuando los pelagianos asaltaron el convento de Belén y lo saquearon; pero soportó gustoso todos los malos tratos y los ultrajes, sin decaer de ánimo, pronto como estaba para morir por la defensa de la fe cristiana” ([2]).
[1] https://pt.scribd.com/document/305714042/VIERNES-SANTO-Oficio-de-Tinieblas-Forma-Extraordinaria-del-Rito-Romano
[2] Benedicto XV: Carta Encíclica “SPIRITUS PARACLITUS”, de 15 de septiembre de 1920.