Conviene aclarar que, si bien tanto el lenguaje apostólico impregnado de amor y dulzura como el que infunde temor y vibra con energía santa son igualmente correctos y deben utilizarse en cualquier momento, es cierto que en ciertos momentos debe acentuarse más la nota austera y en otros la suave, sin llevar nunca esta preocupación al extremo —lo que constituiría un desequilibrio— de tocar solo una nota y abandonar la otra.
¿En qué punto se encuentra nuestro tiempo? Los oídos del hombre contemporáneo están evidentemente hartos de la dulzura exagerada, el sentimentalismo acomodaticio y el espíritu frívolo de las generaciones anteriores. Los mayores movimientos de masas de nuestro tiempo no se han logrado por el miraje de ideales fáciles. Por el contrario, ha sido en nombre de los principios más radicales, reclamando la entrega más absoluta, señalando los caminos ásperos y escarpados del heroísmo, que los principales líderes políticos han entusiasmado a las masas hasta el delirio.
La grandeza de nuestra época reside precisamente en esta sed de absoluto y de heroísmo. ¿Por qué no satisfacer esta loable ansia con la predicación inflexible de la Verdad absoluta y la moral sobrenaturalmente heroica de Nuestro Señor Jesucristo?
El espíritu de las masas ha cambiado y debemos abrir los ojos a esta realidad. No cometamos el error de alejarlas de nosotros, lo que ocurrirá inevitablemente en nuestros ambientes si solo encuentran las diluciones de la homeopatía doctrinaria del siglo XIX.
Poco antes de su muerte, el insigne cardenal Baudrillart escribió un artículo en el que mostraba que la piedad de los fieles llegaba a venerar cada vez más, en Santa Teresita del Niño Jesús, el heroísmo de su muerte como holocausto expiatorio al Amor Misericordioso, dejando de alimentar su devoción únicamente con la meditación de la dulzura, por lo demás admirable, de la Santa de Lisieux. Y Su Eminencia concluyó que es predicando el heroísmo como la Iglesia puede hacer que las masas vuelvan a Jesucristo hoy, más que en ningún otro momento.
No debemos olvidar esta advertencia tan grave. Demos a las almas el pan fuerte que piden hoy, y no el agua de rosas que ya no agrada a su paladar.
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No estaría de más abordar aquí otra cuestión. Hay quienes creen que el apóstol seglar debe tener siempre y necesariamente un semblante jovial y alegre si no quiere espantar a las almas.
Se ha abusado mucho del hermoso pensamiento de San Francisco de Sales: “Un santo triste es un triste santo”.
Como enseña muy bien Santo Tomás de Aquino, y confirma el mismo San Francisco, “la tristeza puede ser buena o mala, según los efectos que produce en nosotros” (San Francisco de Sales, Pensamientos consoladores, p. 180, edición de 1925 – en portugués). Así, el alma virtuosa debe experimentar una buena tristeza e incluso dejar que se manifieste en su rostro, sin temor a alejar a nadie de la Iglesia. En efecto, esta tristeza edifica, y Nuestro Señor la padeció cuando dijo: “Mi alma está triste hasta la muerte”. Y del mismo modo que la contemplación de la tristeza santísima de Nuestro Señor ha convertido a innumerables almas, ver esa misma tristeza estampada en el rostro de un alma piadosa no puede sino atraer y edificar. De esta tristeza dijo el Espíritu Santo: “porque con la tristeza del semblante del justo se corrige el corazón del pecador” (Ecl VII, 4). Y de nuevo: “Y así el corazón de los sabios está contento en la casa donde hay tristeza, y el corazón de los necios donde hay diversión” (Ecl VII, 5).
En efecto, hay una alegría santa que edifica, y una alegría mundana que escandaliza. De esta última alegría habló el Espíritu Santo cuando dijo: “porque las risas o aplausos del insensato son como el vano ruido de las espinas, cuando arden debajo de la olla: y así también esto es vanidad” (Ecl VII, 7).
“Bonum ex integra causa”: por tanto, la edificación del prójimo puede provenir tanto de la santa tristeza como de la santa alegría de quien hace apostolado. “Malum ex quocumque defectu”: de la alegría mundana, de la tristeza mundana, solo puede resultar desedificación.
Por eso, no debe entenderse que, para hacer apostolado, haya que estar siempre alegre. Lo que es necesario es que, tanto si nuestro aspecto es alegre como triste, estemos siempre con Dios.
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Las personas que caen en estos errores profesan también un entusiasmo delirante por la virtud de la sencillez. Pero ¡qué mal la entienden!
Según ellos, los católicos deben creer todo lo que se les dice y ser “inocentes como una paloma”.
Ahora bien, la inocencia de la paloma, cuando no va acompañada de otra virtud absolutamente tan elevada, tan evangélica y tan noble como ella, que es la astucia de la serpiente, se convierte fácilmente en estupidez.
Es de “palomas” como estas de las que dijo el Espíritu Santo: “Se ha vuelto Ephraim como una imbécil paloma, falta de entendimiento” (Os VII, 11).
De hecho, “El hombre sencillo e inexperto cree cuanto le dicen; pero el hombre cauto mira dónde asienta su pie” (Prov XIV, 15).
Por eso, el cristiano bien formado “Por más que te hable [el enemigo] con tono sumiso, no hay que fiarte de él: porque entonces mismo no hay maldad que no abrigue en su pecho” (Prov XXVI, 25). De hecho, el hombre prudente sabe que “Como en las aguas se representan los semblantes de los que se miran en ellas, así los corazones humanos son manifiestos a los prudentes” (Prov XXVII, 19).
Así, el apóstol bien formado sabe poner su perspicacia al servicio de la Iglesia, siguiendo el consejo de la Escritura: “cazadnos esas raposillas, que están asolando las viñas; porque nuestra viña está ya en cierne” (Cant II, 15).
Este consejo, según el comentario del Pe. Matos Soares ([1]) (Oporto, 1934) quiere decir: “Las raposas simbolizan a los herejes, que son tan astutas como ellos. Hay que detenerlas desde el principio, cuando aún son pequeñas (raposillas), de lo contrario serán más tarde la desolación de la Iglesia.”
Es la misma santa astucia que debemos desarrollar para “Vive en amistad con muchos; pero toma a uno entre mil para consejero tuyo. Si quieres hacerte con un amigo, sea después de haberle experimentado, y no te entregues a él con ligereza” (Eclo VI, 6-7).
El mismo libro nos dice: “Aléjate de tus enemigos, y está alerta en orden a tus amigos” (Eclo VI, 13). Y encontrar difícil observar este comportamiento es prueba de debilidad: “¡Oh, cuán sumamente áspera es la sabiduría para los hombres necios! No permanecerá en su estudio el insensato. Para estos será como una pesada piedra de prueba, que no tardarán en lanzarla de sus hombros” (Eclo VI, 21-22).
Por sentimentalismo, no sabrán poner en práctica el consejo: “Procede con cuanta cautela puedas con las personas que trates, y conversa con los sabios y prudentes” (Eclo IX, 21), ni este otro: “No cuentes tus ocultos sentimientos indistintamente al amigo y al enemigo” (Eclo XIX, 8). Por eso, no saben que “por el semblante es conocido el hombre” (Eclo XIX, 26). Tampoco saben “el paladar distingue con el gusto el plato de caza que se le presenta; así el corazón discreto las palabras falsas de las verdaderas” (Eclo XXXVI, 21).
A este respecto, cabe hacer una observación muy importante. Ya hemos oído en ciertos círculos —obviamente aquellos en los que se olvidan los efectos del pecado original, si no en teoría sí en la práctica— que la A.C. actúa muy sabiamente cuando confía puestos de responsabilidad y dirección a personas que todavía no están muy seguras desde el punto de vista de la doctrina o de la fidelidad. Con esta prueba de confianza, se anima al neófito y se acelera su conversión de ideas y de vida.
El mal de esto, como muchos de los errores que refutamos en este libro, consiste en formular reglas generales basadas en situaciones posibles pero excepcionales. Es posible, en efecto, que en algunos casos concretos ciertas personas se beneficien mucho de ser tratadas así desde el punto de vista espiritual. Sin embargo, es fácil ver a qué abusos evidentes podría conducir la generalización de esta regla.
Una comparación aclarará plenamente la cuestión. Sabemos que es posible que algún ladrón se convierta a una vida de moralidad si alguien le da una prueba de confianza que estimule su ánimo decaído y le abra perspectivas de regeneración que parecían irremediablemente perdidas para él. De este hecho, que es posible, pero simplemente posible, y muy raro, ¿podemos deducir que es una regla de conducta, de las más sabias, confiar a los ladrones la custodia de las cajas fuertes? Y si consideramos peligrosa esta regla cuando se trata de custodiar nuestros tesoros perecederos, ¿por qué habríamos de ser menos prudentes cuando se trata de custodiar los tesoros imperecederos de la Iglesia?
Por supuesto, no podemos deducir de ello que un dirigente de la A.C. no deba, siempre que sea posible, animar a los principiantes con palabras de afecto, e incluso, en la medida en que la prudencia lo permita, darles alguna que otra pequeña muestra de confianza, como una incumbencia transitoria cualquiera. Pero de ahí, a la concesión de un cargo, y sobre todo de un cargo de responsabilidad, hay una distancia inmensa que, por principio, no debe franquearse, salvo en circunstancias muy especiales y, por tanto, muy raras.
Lo mismo debe decirse de los elogios públicos. Un miembro de la A.C. ha dicho con gran humor que tiene la impresión de que, a los ojos de mucha gente, la Iglesia es una hermana pobre de todo el mundo, que se contenta con sobras, baratijas, etc., mientras que lo mejor se deja para el uso profano de instituciones meramente temporales. Y precisamente por eso, cuando un personaje de cierta relevancia se acerca a ciertos ambientes católicos, a veces son tantas y tales las manifestaciones de agrado que, incluso antes de que se hayan realizado las averiguaciones y pruebas que dicta la prudencia, ¡el neófito ya está canonizado! Y a veces esta “cercanía” es puramente ilusoria: un acto, una palabra, incluso media palabra, es ya prueba de una conversión auténtica y duradera, que merece el aplauso inmediato y ardiente, y la concesión del estatuto de catolicidad insospechada y total.
[1] Manuel de Matos e Silva Soares de Almeida, más conocido como Padre Matos Soares (?-1957), sacerdote católico portugués, fue prefecto y profesor del Seminario de Nuestra Señora de la Concepción (Seminário Maior ou da Sé), Rector de la Capilla de Fradelos y párroco de la Parroquia de Nuestra Señora de la Concepción en la ciudad y diócesis de Oporto.
La principal obra del Pe. Matos Soares fue la traducción anotada de la Santa Biblia de la Vulgata al portugués, cuya primera edición se publicó en 1932 con la ayuda del P. Luiz Gonzaga da Fonseca, profesor del Instituto Bíblico de Roma. Se publicaron otras ediciones en 1934, 1940, 1946 y 1952. Las citas de la Sagrada Escritura que el Prof. Plinio utilizó en este libro fueron basadas en la edición de 1934 de esta traducción de la Vulgata, reconocida como una de las mejores en portugués, y alabada por el papa Pío XI.