En defensa de la Acción Católica, IV Parte, Cap. 1 – Cómo presentar la doctrina católica * Estas doctrinas son erróneas porque presuponen una perspectiva falsa

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Estas doctrinas son erróneas porque presuponen una perspectiva falsa…

La primera observación que debemos hacer sobre tantos errores es que parten de la falsa suposición de que todas o casi todas las almas alejadas de la Iglesia se encuentran en la misma situación psicológica, es decir, que sin más obstáculos interiores que los puramente intelectuales y sentimentales, esperan la terapia estratégica de la A.C. para salvarse. Por

eso es falsa la idea de que solo un método de apostolado puede servir a la A.C., es decir, el método de las medias verdades, medias tintas y medias palabras.

No discutimos que tal o cual alma fuera de la Iglesia se encuentre en la situación descrita, y que algunas de estas almas —no todas— puedan ser conducidas a la verdad utilizando todo este método de contemporización y dilación.

Sin embargo, hay un grave error en suponer que la inmensa mayoría de los que están fuera de la Iglesia se alejan de ella por prejuicios meramente intelectuales y malentendidos emocionales.

Nos guste o no, el pecado original, incluso en el hombre bautizado, ha dejado no solo graves y lamentables secuelas en el intelecto, sino también en la voluntad y en la sensibilidad, a consecuencia de las cuales todos los hombres sienten una inclinación hacia el mal, que solo pueden vencer mediante luchas, a veces heroicas. Para demostrarlo, no hay que buscar ejemplos en las luchas que los pecadores se ven obligados a librar contra sus propias inclinaciones cuando comienzan a salir de una vida llena de vicios. Basta echar un vistazo a la vida de los santos para ver que, a veces, después de años de observar las virtudes más austeras e incluso después de haber adquirido un alto grado de intimidad con Dios, se vieron obligados a practicar la mayor violencia contra sí mismos para no cometer acciones muy reprobables. San Benito, retirado del mundo y entregado ya por completo a las contemplaciones divinas, tuvo que rodar sobre espinas para apagar la concupiscencia que le arrastraba al pecado. San Bernardo se arrojó a un lago para obtener la misma victoria. San Alfonso de Ligorio, Obispo, Doctor de la Iglesia, fundador de una Congregación Religiosa, a la edad de noventa años, todavía sentía los embates de la concupiscencia. A partir de aquí podemos comprender los obstáculos que el pecado original crea a los fieles para cumplir la doctrina católica, obstáculos tan grandes que la moral católica es decisivamente superior a las solas fuerzas humanas, y es una herejía sostener que es posible que el hombre, con sus propias fuerzas y sin la ayuda sobrenatural de la gracia, practique de forma duradera todos los mandamientos.

Para resumir todo lo que hemos dicho, y para que se vea que no exageramos, concluyamos con las palabras de León XIII. El gran Papa decía que seguir la moral católica:

Es un deber serio, que a menudo exige un trabajo extenuante, un esfuerzo sincero y perseverancia. Porque, aunque por la gracia de Nuestro Redentor la naturaleza humana ha sido regenerada, aún permanece en cada individuo cierta debilidad y tendencia al mal. Diversos apetitos naturales atraen al hombre por un lado y por otro; las seducciones del mundo material impulsan su alma a seguir lo que es agradable en lugar de la ley de Cristo. Aun así, debemos esforzarnos al máximo y resistir a nuestras inclinaciones naturales con todas nuestras fuerzas ‘por obediencia a Cristo’ (…). Es difícil rechazar lo que tanto seduce y deleita. Es duro y doloroso despreciar los supuestos bienes de los sentidos y de la fortuna por la voluntad y los preceptos de Cristo nuestro Señor. Pero el cristiano está absolutamente obligado a ser firme, y paciente en el sufrimiento, si quiere llevar una vida cristiana” ([1]).

En la Escritura hay muchos textos que corroboran esta afirmación del gran León XIII: “… los sentidos y los pensamientos del corazón del hombre están inclinados al mal desde su juventud” ([2]), advierte el Espíritu Santo.

Hasta ahora solo hemos hablado de los obstáculos creados al hombre por el pecado original. ¡Cuánto más válidos serán nuestros argumentos si tenemos en cuenta también las tentaciones diabólicas!

Si la vida de los fieles implica tantas luchas, es fácil comprender la aversión que despierta en el infiel la mera perspectiva de su observancia, y los considerables obstáculos que debe afrontar su voluntad antes de realizar, junto con su intelecto, el acto de Fe. De ello se sigue que si muchos fieles, sostenidos por la superabundancia de gracias en el seno de la Iglesia, no perseveran en el camino de la virtud, llegando a veces a apostatar e incluso a convertirse en crueles enemigos de Jesucristo, los infieles, confortados por gracias muchas veces menores, se dejarán llevar mucho más fácilmente contra la Iglesia o contra los católicos hacia una actitud de mala voluntad más o menos consciente, más o menos explícita, a veces rencorosa, y muy alejada de la actitud de paloma sin hiel que en ciertos círculos de la A. C. se supone que es la única en la que se encuentran los infieles.

De ahí que en las luchas apostólicas exista una atmósfera de lucha que, vivida santamente por nuestra parte, y a veces satánicamente por parte de nuestros adversarios, existirá hasta la consumación de los siglos. En efecto, la Escritura dice que “los justos abominan a los impíos, y los impíos abominan a los que siguen el buen camino” (Prov XXIX, 27). Es la constatación de la enemistad irreductible, creada por Dios mismo, y por eso mismo muy fuerte, que separa a los hijos de la Santísima Virgen de los hijos de la serpiente: “Inimicitias ponam inter te et mulierem” (Gen III, 15).

Por eso,

“contra el mal está el bien, y contra la muerte la vida; así también contra el hombre justo, el pecador; y de este modo todas las obras del Altísimo las veréis pareadas, y la una opuesta a la otra” (Eclo XXXIII, 15).

Y a esto se reduce la generalidad de los “equívocos sentimentales” de los que, en el equívoco que venimos combatiendo, los infieles serían antes víctimas que reos. En vísperas de su conversión, el gran Agustín sentía todavía obstáculos morales muy fuertes, suscitados por la concupiscencia, y en sus admirables “Confesiones” nos cuenta la lucha titánica que tuvo que librar antes de llegar al puerto que es la Iglesia. Este es el testimonio que suelen dar los conversos sobre su conversión, que suele producirse por acontecimientos verdaderamente trágicos, en los que la razón lucha contra la fortísima inclinación de los sentidos hacia el mal. El número de almas que se convierten sin esfuerzo y sin lucha, y casi sin sentimiento, es mucho más raro, y esto se debe a que el número de hombres esclavizados por pasiones de todo tipo es desgraciadamente mucho mayor.

… y por eso excluyen el uso de recursos de importancia relevante…

Sin embargo, cuando la voluntad se aferra de este modo a su propio error, es muy frecuente que solo una descripción objetiva y apostólicamente franca de la fealdad de sus acciones pueda producir el efecto deseado. En este sentido, hay innumerables ejemplos en la Sagrada Escritura, y las objeciones de los Profetas a los pecados de Babilonia, Nínive y el propio pueblo de Dios, lejos de buscar un “terreno común”, constituyen una terrible separación de campos, en la que a la deslumbrante claridad de la verdadera moral se contrapone, en cruel contraste, toda la abyección del paganismo o toda la negrura de la ingratitud de los hijos de Dios.

Sería un grave error afirmar que el Nuevo Testamento suprimió estas crudas manifestaciones de la verdad. A los que acudían a él preguntando por el camino de la virtud, San Juan Bautista no respondía intentando crear el famoso “terreno común”. Al contrario, les dijo:

“Pero como viese venir a su bautismo muchos de los fariseos y saduceos, díjoles: ¡Oh raza de víboras! ¿Quién os ha enseñado que con solas exterioridades podéis huir de la ira que os amenaza?

“Haced, pues, frutos dignos de penitencia.

“Y dejaos de decir interiormente: tenemos por padre a Abraham; porque yo os digo, que poderoso es Dios para hacer que nazcan de estas mismas piedras hijos a Abraham.

“Mirad que ya la segur está aplicada a la raíz de los árboles. Y todo árbol que no produce buen fruto, será cortado, y echado al fuego.” (Mt III, 7-10).

San Juan Bautista le dijo sin rodeos a Herodes el famoso “non licet tibi”, que le costó la vida. ¿Fue perjudicial esta táctica? No. El Evangelio nos dice que, al contrario, su prestigio era grande ante Herodes, que lo defendió de sus enemigos:

“Por eso Herodías le armaba [a Juan] asechanzas, y deseaba quitarle la vida; pero no podía conseguirlo, porque Herodes, sabiendo que Juan era un varón justo y santo, le temía y miraba con respeto, y hacía muchas cosas por su consejo, y le oía con gusto” (Mc VI, 19-20).

Evidentemente, tanto los Profetas como San Juan Bautista actuaron inspirados por el Espíritu Santo y con el deseo de obtener las mayores ventajas para estas almas descarriadas: así que no pueden haberse equivocado.

…de que Nuestro Señor se utilizó…

También Nuestro Señor, si azotaba a los vendedores ambulantes del Templo, lo hacía en interés de sus almas, y cuando llamaba a los fariseos raza de víboras y sepulcros blanqueados, tenía la intención de beneficiar a esas almas descarriadas. Lo mismo sucedió con los escandalosos, de quienes dijo, ciertamente con la intención misericordiosa de detener a algunos al borde del pecado, que sería mejor atarles una piedra de molino al cuello y arrojarlos a las profundidades del mar. Y cuando amenazó a las ciudades ingratas de Jerusalén, Corozain y Betsaida, lo hizo con la intención de prevenir a todos los pueblos futuros contra el mismo pecado de ingratitud.

En cuanto a la Apologética, basta hojear las grandes páginas de los Padres y Doctores, basta examinar, por ejemplo, la magnífica sobriedad con que San Agustín ridiculiza todas las miserias del paganismo en la “Ciudad de Dios”, para comprender cómo la sabiduría de los mejores apologistas ha considerado indispensable este método, ciertamente muy distinto de la creación de “lugares comunes”, para la conveniente defensa de la Santa Iglesia.

Dado que las Escrituras, y en particular el Nuevo Testamento, suelen leerse con deplorable unilateralidad, en el último capítulo de este libro citaremos una serie de textos que constituyen un repudio del uso sistemático de la famosa táctica del “terreno común”.

… y cuyo repudio condenó la Santa Sede…

El análisis de este tema no estaría completo si no añadiéramos otro a las reflexiones que hemos hecho. Practicada excepcionalmente, la táctica que estamos examinando puede considerarse una obra de caridad legítima y laboriosa. Transformada en norma general de actuación, degenera fácilmente en respeto humano e hipocresía, atrayendo el desprecio de nuestros adversarios. La Santa Sede ha condenado expresamente este error. He aquí lo que dijo el Santo Padre León XIII sobre esta táctica del retroceso perpetuo:

“Retroceder ante el enemigo y permanecer en silencio cuando por todas partes se oyen tales clamores contra la verdad, es la acción de un hombre sin carácter, o de alguien que duda de la verdad de su Fe. En ambos casos, tal conducta es vergonzosa e injuriosa para Dios; es incompatible con la salvación de cada individuo y con la salvación de todos; solo es ventajosa para los enemigos de la fe; pues nada envalentona tanto la audacia de los malvados como la debilidad de los buenos.

“(…) Después de todo, no hay nadie que no pueda mostrar esa fortaleza que es la virtud misma de los cristianos; a menudo es suficiente para desconcertar a los oponentes y romper sus planes. Además, los cristianos han nacido para luchar. Y cuanto más encarnizada es la lucha, tanto más, con la ayuda de Dios, podemos contar con la victoria: ‘Tened confianza, yo he vencido al mundo’” ([3]).

Por el contrario, la excesiva condescendencia, que a veces raya en la falsedad, ha sido reprendida por el Espíritu Santo:

Aquellos jueces que dicen al malvado: Tú eres justo; serán malditos de los pueblos, y detestados de todas las tribus: al contrario, los que le condenan, serán alabados y colmados de bendiciones” (Prov XXIV, 24).

De hecho, nada es más apto para crear, de parte a parte, en la lucha entre adversarios militantes, un ambiente de respeto e incluso de admiración, que unas convicciones profundas y vigorosas, expresadas sin arrogancia, pero con la altanería intrépida de quien posee la verdad y no se avergüenza de ella; declaradas de forma cristalinamente explícita y defendidas con una argumentación rigurosa. ¡Qué admiración sentían los paganos que llenaban el Circo Romano y el Coliseo por las intrépidas profesiones de fe de los mártires, tan opuestas al espíritu del paganismo, que tanto escandalizaban a todo el ambiente, pero que al mismo tiempo estaban revestidas del esplendor de la lealtad y del prestigio de la sangre!

Qué admiración sentían los moros por los heroicos cruzados, capaces de luchar como leones, mansos como corderos ante un adversario herido o moribundo. Con qué desprecio, en cambio, hemos fulminado la propaganda protestante que pretende utilizar contra nosotros los métodos tan en boga en ciertos círculos de la A. C. “Espiritualistas”, “cristianos”, incluso “católicos libres” se han etiquetado a sí mismos, con el objetivo preciso de crear un ambiguo “terreno común” para pescar en aguas turbias. No imitemos los métodos que combatimos, no hagamos del repliegue perpetuo, del uso invariable de términos ambiguos y del hábito constante de ocultar nuestra Fe una norma de conducta, que a la postre redundaría en el triunfo del respeto humano.

A una asociación que quería reformar sus estatutos para disimular su carácter católico y obtener así mayores ventajas, Pío X escribió:

“No es leal ni digno disimular la propia cualidad católica cubriéndola con una bandera equívoca, como si el catolicismo fuera una mercancía averiada que hay que introducir de contrabando. Por tanto, que la Unión Económico-Social despliegue valientemente la bandera católica y se atenga firmemente a los estatutos vigentes. ¿Puede alcanzarse así el objetivo de la Federación? Daremos gracias al Señor por ello. ¿Es vano nuestro deseo? Al menos quedarán los sindicatos católicos, que conservarán el espíritu de Jesucristo y el Señor no dejará de bendecirlos” ([4]).

El mismo pensamiento fue repetido por el Santo Padre Pío X en su carta al Padre Ciceri del 20 de octubre de 1912: “la verdad no quiere disfraces, y nuestra bandera debe ser desplegada” ([5]).

La Escritura dice que no hay nada nuevo bajo el sol. Desgraciadamente, esta afirmación es cierta, sobre todo en lo que se refiere a los errores. Los errores se repiten periódicamente. Así, durante el pontificado de San Pío X, este problema parecía estar muy presente. No solo en lo que se refiere al apostolado de las obras —hemos visto cómo la Unión Económico-Social suscitaba censuras a este respecto—, sino también en el campo de la ciencia. Muchos científicos católicos, movidos por el deseo de evitar al máximo las fricciones con los científicos naturalistas, se dejaron engañar por la esperanza de que, con ciertas concesiones, sería posible desarrollar un apostolado fructífero. También en el terreno político, muchos hombres públicos pensaron que callando la reivindicación de ciertos derechos por parte de la Iglesia, o al menos reivindicándolos de forma muy limitada, propiciarían una era de paz para el catolicismo.

El amabilísimo, pero celoso Pontífice disipó estas ilusiones en términos que bien podrían servir para resolver nuestro problema, que es esencialmente el mismo. Escuchémosle:

“Gravemente equivocados están, pues, los que pierden la fe en la tormenta, porque quisieran para sí y para la Iglesia un estado permanente de completa tranquilidad, de prosperidad universal, de reconocimiento práctico y unánime de su sagrado poder sin conflictos. Y mucho peor y viciosamente equivocados están los que se engañan pensando que pueden ganar esta efímera paz disimulando los derechos e intereses de la Iglesia, sacrificándolos a intereses privados, atenuándolos injustamente, complaciendo al mundo, “que está todo sometido al maligno”, bajo pretexto de reconciliar a los fautores de las novedades y acercarlos a la Iglesia; como si fuera posible una composición o acuerdo entre la luz y las tinieblas, entre Cristo y Belial. Esta es una alucinación tan antigua como el mundo, pero siempre moderna y duradera en el mundo, mientras queden soldados débiles o traidores que al primer golpe arrojen las armas o bajen a negociar con el enemigo, que aquí es el enemigo irreconciliable de Dios y de los hombres” ([6]).

Por supuesto, San Pío X reconoce casos en los que “a veces” estaría justificada cierta condescendencia. Por eso, en otro apartado de la misma Encíclica, aunque con muchas precauciones de lenguaje, que subrayaremos, el Santo Padre añade:

“Esto no quiere decir que no se pueda a veces renunciar incluso un poco a los propios derechos: esto es lícito hasta cierto punto, y la salvación de las almas puede exigirlo”.

En otra Encíclica, el Santo Padre vuelve sobre el tema, diciendo:

“(…) cuán grave es el error de aquellos que creen bien merecer de la Iglesia y trabajar por la salvación eterna de los hombres permitiéndose, por una prudencia mundana, hacer amplias concesiones a una pretendida ciencia, con la vana esperanza de granjearse más fácilmente la buena voluntad de los amigos del error; en realidad, se exponen al peligro de perder sus almas. La verdad es una e indivisible; eternamente la misma, no está sujeta a los caprichos del tiempo: “Christus hieri et hodie, ipse et in saecula” [Lo que Jesús fue ayer, lo es hoy y lo será siempre] (Hebr XIII, 8).

“También se equivocan mucho quienes, en la distribución pública de ayudas, especialmente a las clases más bajas, se preocupan tanto de las necesidades materiales que descuidan la salvación de las almas y los deberes supremamente graves de la vida cristiana. A veces, ni siquiera se avergüenzan de cubrir como con un velo los preceptos más importantes del Evangelio; temerían verse menos escuchados, tal vez incluso abandonados. Sin duda, cuando se trata de iluminar a personas hostiles a nuestras instituciones y completamente alejadas de Dios, la prudencia puede permitirnos proponer la verdad solamente por grados. ‘Si tienes que cortar heridas, dice San Gregorio, tócalas primero con mano ligera’. (Registr. V, 44 (18) ad Joannem episcop.) Pero sería transformar una habilidad legítima en una especie de prudencia carnal hacer de ella una regla de conducta constante y común, y sería también tener poco en cuenta la gracia divina, que no se concede solo al sacerdocio y a sus ministros, sino que favorece a todos los fieles de Cristo, para que nuestras acciones y nuestras palabras toquen sus almas. San Gregorio hizo caso omiso de tal prudencia tanto en la predicación del Evangelio como en las demás admirables obras que realizó para aliviar la miseria humana. Siguió el ejemplo de los apóstoles, que dijeron el día en que se dispusieron a anunciar a Cristo por todo el mundo: ‘Nosotros predicamos a Jesús crucificado, escándalo para los judíos y necedad para los gentiles’. (I Cor I, 23) Pero si alguna vez pareció oportuno el auxilio de la prudencia humana, fue en aquel momento: porque la gente no estaba en modo alguno dispuesta a aceptar esta nueva doctrina, que repugnaba tan fuertemente a las pasiones que imperaban por doquier, y que chocaba frontalmente con la brillante civilización de griegos y romanos.

“Sin embargo, los Apóstoles juzgaron esta prudencia incompatible con su misión, pues conocían el decreto divino: ‘Es por la locura de la predicación que Dios ha querido salvar a los que creerán en Él’. (Ibid., I, 21) Esta necedad fue siempre, y lo sigue siendo, ‘para los que se salvan, es decir, para nosotros, la fuerza de Dios’ (Ibid., I, 18); el escándalo de la Cruz nos ha proporcionado y nos proporcionará en el futuro las armas más invencibles; fue una vez y seguirá siendo para nosotros ‘signo de Victoria’.

“Pero estas armas, Venerables Hermanos, perderán toda su fuerza y toda su utilidad si son empuñadas por hombres que no viven interiormente con Cristo, que no están imbuidos de una verdadera y robusta piedad, que no están inflamados por el celo de la gloria de Dios, por el ardiente deseo de extender su reino” ([7]).

En este último tema, el Santo Padre nos da la razón profunda de tanta prudencia carnal, de tantos expedientes contemporizadores, en una palabra, de tanto deseo de no combatir: la lucha del apostolado se libra con armas sobrenaturales que solamente se templan en la fragua de la vida interior. Si esta vida interior es debilitada, olvidada, disminuida por las muchas doctrinas que hemos mencionado en otros capítulos, el resultado debe sentirse pronto en el campo de la estrategia apostólica, produciendo los frutos de liberalismo y naturalismo que allí se encuentran.

… y es severamente castigado por Dios.

Dios quiera que tales desviaciones no le causen justa ira. Esta ira puede adquirir proporciones aterradoras. Nadie ignora el alto grado de esplendor que alcanzó el Imperio Romano de Occidente. Pero su gran civilización —una de las más grandes de la historia— murió precisamente por la cólera que le causó a Dios esa eterna contemporización de los católicos con el mal. Templos, palacios, termas, acueductos, bibliotecas, circos, teatros, todo se derrumbó. ¿Por qué? Según San Agustín, hubo tres causas de la caída del Imperio Romano de Occidente, una de las cuales fue la pusilanimidad de los católicos en la lucha contra los excesos del paganismo. Adoptaron la táctica de la prudencia carnal, las medias verdades y el “lugar común”. Por ello, Dios les castigó con una invasión de bárbaros, que fue una de las pruebas más terribles de toda la Historia de la Iglesia. Por la enormidad del castigo, bien podemos medir la gravedad de la culpa. El Santo Doctor dice en el Libro I de La Ciudad de Dios:

“¿Qué padecieron los cristianos en aquella catástrofe que no les sirviera de provecho, si lo consideramos con los ojos de la fe? En primer lugar, pensar con humildad en los pecados por los que Dios, en su indignación, llenó el mundo de tamañas calamidades. Si bien es verdad que se verán lejos de los criminales, de los infames, de los impíos, no se creerán exentos de falta, hasta el punto de juzgarse a sí mismos indignos de sufrir mal temporal alguno por su causa. Hago excepción de que todo el mundo, por muy intachable que sea su vida, concede algo a la concupiscencia carnal, aunque sin llegar a la crueldad del crimen ni al abismo de la infamia o a la perversión de la impiedad; pero sí a ciertos pecados, quizá raramente cometidos, o quizá tanto más frecuentes cuanto más leves. Pues bien, exceptuando esto, ¿a quién hallamos fácilmente que trate como se debe a estos perversos, por cuya abominable soberbia, desenfreno y ambición, por sus injusticias y horrendos sacrilegios, Dios ha aplastado el mundo, como ya lo había anunciado con amenazas? ¿Y quién vive entre esta gente como se debería vivir? Porque de ordinario se disimula culpablemente con ellos, no enseñándoles ni amonestándolos, incluso no riñéndolos ni corrigiéndolos, sea porque nos cuesta, sea porque nos da vergüenza echárselo en cara, o porque queremos evitar enemistades que pueden ser impedimento, y hasta daño en los bienes temporales, que nuestra codicia todavía aspira a conseguir o que nuestra flaqueza teme perder.

“De esta forma, los justos están descontentos, es cierto, de la vida de los malos, y por ello no vienen a caer en la condenación que a ellos les aguarda después de esta vida; pero, en cambio, como son indulgentes con sus detestables pecados, al paso que les tienen miedo, y caen en sus propios pecados, ligeros, es verdad, y veniales, con razón se ven envueltos en el mismo azote temporal, aunque estén lejos de ser castigados por una eternidad. Bien merecen los buenos sentir las amarguras de esta vida, cuando se ven castigados por Dios con los malvados, ellos que, por no privarse de su bienestar, no quisieron causar amarguras a los pecadores.

“Puede ocurrir que alguien se muestre remiso en reprender y poner corrección a los malhechores por estar buscando la ocasión más propicia, o bien tienen miedo de que se vuelvan peores por ello, o que pongan trabas a la formación moral y religiosa de algunos más débiles, con presiones para que se aparten de la fe. Esto no me parece consecuencia de mala inclinación alguna, sino más bien fruto de la caridad. Sí, son culpables los que viven de una forma distinta y aborrecen la conducta de los pecadores, pero hacen la vista gorda con los pecados ajenos, cuando deberían desaconsejar o reprender. Tienen miedo a sus reacciones, tal vez perjudiciales en los mismos bienes que los justos pueden disfrutar lícita y honestamente, pero que lo hacen con mayor avidez de la conveniente a unos peregrinos en este mundo que enarbolan la bandera de la esperanza en una patria celestial.

“Y, naturalmente, no me refiero únicamente a los más remisos, es decir, a quienes llevan, por ejemplo, vida conyugal, teniendo o procurando tener hijos, con casas y servidumbre en abundancia (como aquellos a quienes se dirige el Apóstol en las iglesias para enseñarles y recordarles cómo deben vivir las esposas con sus maridos, los maridos con sus esposas, los hijos con sus padres y los padres con sus hijos, los siervos con sus señores y los señores con sus siervos). Todos estos, de muy buen grado, adquieren bienes caducos de la tierra en abundancia, y con mucho desagrado los pierden. Esta es la causa por la que no se atreven a ofender a los humanos, cuya vida, llena de podredumbre y de crímenes, les disgusta.

“No me refiero solo a estos, no. Se trata incluso de aquellas personas que se han comprometido con un género más elevado de vida, libres de las ataduras del vínculo conyugal, de frugal mesa y sencillo vestido. Estos, digo, se abstienen ordinariamente de reprender la conducta de los malvados, temiendo que sus disimuladas venganzas o sus ataques pongan en peligro su fama o seguridad personal. Cierto que no les tienen tanto miedo, hasta el punto de perpetrar acciones parecidas, cediendo a cualquiera de sus amenazas o perversidades.

“Con todo, evitan reprender esas tropelías que no cometen en complicidad con ellos, siendo así que algunos cambiarían de conducta con la reprensión. Tienen miedo, si fracasan en su intento, de poner en peligro y de perder la reputación y la vida. Y no porque la crean indispensable para el servicio de enseñar a los demás, no. Es más bien efecto de aquella debilidad morbosa en que cae la lengua y los juicios humanos cuando se complacen en sus adulaciones y temen la opinión pública, los tormentos de la carne o la muerte. Consecuencias son estas de la esclavitud a las malas inclinaciones, no del deber de la caridad” ([8]) (las negritas son nuestras).

 

Notas:

[1] León XIII: Encíclica “Tametsi Futura Prospicientibus”, de 1 de noviembre de 1900 [traducción nuestra]

https://www.vatican.va/content/leo-xiii/en/encyclicals/documents/hf_l-xiii_enc_01111900_tametsi-futura-prospicientibus.html

[2] Gn VIII, 21

[3] León XIII, Encíclica “Sapientiae Christianae”, 10 de enero de 1890 (Traducción nuestra de la versión en francés).

https://www.vatican.va/content/leo-xiii/fr/encyclicals/documents/hf_l-xiii_enc_10011890_sapientiae-christianae.html

[4] Carta al conde Medolago Albani, de 22 de noviembre de 1909: Actes de S.S. Pie X, Bonne Presse, vol. V, pág. 76.

[5] Carta del papa Pío X al padre Ciceri (20 de octubre de 1912): Actes de S.S. Pie X, Bonne Presse, vol. VII, pág. 167.

[6] San Pío X, Encíclica “Communium Rerum”, 21 de abril de 1909 (Traducción nuestra sobre la versión italiana).

https://www.vatican.va/content/pius-x/it/encyclicals/documents/hf_p-x_enc_21041909_communium-rerum.html

[7] San Pío X, Encíclica “Jucunda Sane”, 12 de marzo de 1904 (Traducción nuestra sobre la versión en francés)

https://www.vatican.va/content/pius-x/fr/encyclicals/documents/hf_p-x_enc_12031904_iucunda-sane.html

[8] San Agustín – LA CIUDAD DE DIOS CONTRA PAGANOS — Capítulo IX – Causas de los castigos que azotan por igual a buenos y malos (augustinus.it). https://www.augustinus.it/spagnolo/cdd/cdd_01_libro.htm

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