INTRODUCCIÓN
Antecedentes históricos del entorno en el que surgió la A.C.:
Si leemos con atención los documentos pontificios publicados en los últimos doscientos años, nos daremos cuenta de que se refieren insistentemente, a veces utilizando un lenguaje que recuerda a los antiguos profetas, a una catastrófica quiebra social, que implicaría la desarticulación y la destrucción de todos los valores de nuestra civilización.
a) – la desorganización de los Estados liberales
La Revolución Francesa fue la primera confirmación de estas predicciones, e introdujo en el terreno político una convulsión devoradora y progresiva, que sacudió las instituciones más sólidas existentes hasta entonces, e impidió que fueran sustituidas por otras igualmente duraderas. El contagio de este incendio político se extendió de la esfera constitucional al terreno económico y social, y teorías audaces, apoyadas en organizaciones de alcance universal, minaron por completo cualquier sensación de seguridad en la convulsa Europa. Tales eran los nubarrones que se cernían sobre el horizonte, que Pío XI dijo que había llegado el momento de preguntarse si esta aflicción universal no presagiaba la venida del Hijo de la Iniquidad, profetizada para los últimos días de la humanidad: “Este espectáculo (de las desgracias contemporáneas) es tan angustioso que se podría ver en él la aurora de este principio de dolores, que traerá el hombre de pecado, sublevándose contra todo lo que se llama Dios y recibe el honor de un culto.” “Verdaderamente, no se puede dejar de pensar que se acercan los tiempos predichos por Nuestro Señor”: “y a causa del creciente progreso de la iniquidad, se enfriará la caridad de un gran número de hombres” (Pío XI, Encíclica “Miserentissimus Redemptor”, 8 de mayo de 1928).
b) – el pánico universal
De hecho, la conflagración mundial había disipado los últimos vestigios de optimismo de la época victoriana y dejado al descubierto las horribles llagas que, como una lepra, cubrían de arriba abajo la civilización contemporánea. Las mentes que, engañadas por la falsa y brillante apariencia de la sociedad de “avant-guerre”, seguían durmiendo descuidadamente sobre sus ilusiones liberales, despertaron bruscamente, y todo el mundo se dio cuenta de la necesidad de adoptar enormes y drásticas medidas de ahorro para evitar la ruina inminente.
c) – las dictaduras
Entonces surgieron los grandes líderes de las masas y comenzaron a arrastrar tras de sí a las multitudes aterrorizadas, prometiéndolas los fáciles remedios de las más variadas reformas legislativas.
d) – la suprema catástrofe
Esa fue precisamente la tragedia del siglo XX. Los Papas habían proclamado repetidamente que solo un retorno a la Iglesia salvaría a la humanidad. Sin embargo, la solución se buscó fuera de la Iglesia. En lugar de promover la reintegración del hombre en el Cuerpo Místico de Cristo, e implícitamente su regeneración moral, se buscó “defender la ciudad sin la ayuda de Dios”, vana tarea cuyo fracaso nos arrastró a los trances mortales de la conflagración actual [la Segunda Guerra Mundial]. Esta búsqueda frenética, desorganizada y alucinada de cualquier solución, siempre aceptada por dura que fuera, mientras no fuera la solución que es Cristo, fue la última catástrofe de esta cadena de errores que, de eslabón en eslabón, nos ha llevado desde las primeras negaciones de Lutero hasta las amarguras de hoy. Será difícil hacer predicciones sobre el futuro, y este no es el propósito de este libro. De lo dicho hasta ahora, quedémonos con esta noción: la búsqueda ansiosa y delirante de una solución radical e inmediata fue la gran preocupación que, consciente o inconscientemente, se apoderó de todos nosotros en las dos últimas décadas de este terrible siglo XX. Como los náufragos, la gente trata de aferrarse hasta a la paja que flota en las olas, suponiendo que tiene virtudes salvadoras.
El delirio del naufragio no solo tiene el efecto de dar a los náufragos la ilusión de salvarse agarrándose a la paja. Cuando se les ofrecen medios adecuados de salvación, se abalanzan locamente sobre ellos, los utilizan mal, a veces los destruyen con su torpeza y finalmente se hunden entre los restos del barco en el que podrían haberse salvado.
Pío XI funda la A.C. – Esperanzas y triunfos.
Esto es lo que, en medida desgraciadamente no pequeña, ocurrió con la Acción Católica.
Dotado de un poderoso ingenio, iluminado por el Espíritu Santo, el inmortal Pío XI hizo señas al mundo con el gran remedio de la A.C. y le mostró así el único medio de salvación. ¡Cuántas fueron las generosas dedicaciones, cuántas las indomables energías que el llamamiento del Pontífice supo suscitar! Y ¡cuántas, también, las victorias conseguidas de forma segura y duradera, en terrenos en los que todas las circunstancias presagiaban un colapso total!
Exageraciones.
La certeza de que la A.C. ofrecía un remedio para los males contemporáneos, la inminencia y la magnitud de las perspectivas que abriría un triunfo universal de la A.C., todo ello bastó para que muchos entusiastas, en una época convulsionada por la más profunda conmoción moral, se manifestaran de forma menos equilibrada de lo que hubiera sido de desear. Se suscitaron mesianismos altisonantes, una pasión por la acción absoluta y los resultados inmediatos, que alejaron el sentido común de ciertos ambientes animados por un fervor por la A.C. por lo demás generoso. Sería difícil decir en qué medida la siembra de cizaña del “inimicus homo” contribuyó a desviar tantos espíritus con las más loables intenciones hacia los errores ya condenados por la Encíclica “Pascendi” y la Encíclica contra “Le Sillon”. Y es que un malsano mesianismo ha empezado a hacer delirar a ciertos espíritus sobre los principios fundamentales de la A.C. Y como las verdades que deliran están a punto de convertirse en errores, no pasó mucho tiempo antes de que muchos conceptos nuevos tomaran un carácter atrevido, solo para acabar convirtiéndose en indiscutiblemente erróneos.
Errores:
a) – sobre la vida espiritual
De ahí un conjunto de principios, o más bien tendencias, que, en materia de piedad, disminuyen o extinguen el papel de la cooperación humana, sacrificándola a una concepción unilateral de la Acción de la gracia. La fuga de las ocasiones de pecado, la mortificación de los sentidos, el examen de conciencia y los Ejercicios Espirituales han llegado a ser malentendidos. Algunos excesos reales en el uso de estos métodos saludables llevaron a la necesidad de relegar al olvido o combatir abiertamente lo que la sabiduría de la Iglesia alababa tan claramente. El mismo Rosario ha tenido sus detractores, y sería demasiado largo enumerar las consecuencias de tantos errores.
b) – sobre el apostolado
Junto a las consecuencias teológicas, surgieron otras, inspiradas por los mismos errores, que llevaban consigo una buena parte de verdad, e incluso de verdad providencial. Con el pretexto de romper con la rutina, se habló de un “apostolado de infiltración”. La necesidad de este apostolado es urgente. Sin embargo, nada autoriza, bajo la etiqueta de esta verdad, que, como las demás, está en franco delirio, a condenar radicalmente todos los procesos de apostolado sin temor y de visera erguida. Podría decirse que el respeto humano, que nos lleva a callar la verdad, a edulcorarla, a huir de toda lucha y de toda discusión, se ha convertido en la fuente de inspiración de una nueva estrategia apostólica, la única que se aplica oficialmente en A.C. según los deseos de ciertos círculos. Al mismo tiempo, comenzó a formarse un espíritu de concesión ilimitada ante la irrupción de nuevas modas y costumbres. Esto se disfrazó bajo el pretexto de una seria obligación de hacer apostolado en ambientes que la Teología Moral declara vedados a todo católico que no quiera decaer de la dignidad sobrenatural que le confirió el Bautismo.
c) – sobre la disciplina
Hay que decir, para honor de nuestro clero, que muy pronto se comprendió que la autoridad del sacerdote, si se ejercía libremente en A.C., pondría pronto coto a la circulación de tantos errores. De ahí una serie de prejuicios, sofismas y exageraciones, cuya consecuencia sistemática es la supresión de la influencia del sacerdote en la A.C. ¡Cuántos corazones sacerdotales sangrarán con dolorosas reminiscencias al leer estas líneas! Nuestro docto y piadoso clero merecería el honor si se reconociera que el error solo pudo desarrollarse sobre los escombros de su autoridad y prestigio.
Razón de ser de este libro
Con todo ello, y aunque esta siembra de errores no ha encontrado un arraigo general en la A.C., este providencial instrumento proporcionado por Pío XI a la Iglesia ya correría el peligro de volverse contra sus propios fines, si no cortara sin temor los afortunadamente pequeños grupos en los que el error ha encontrado entusiásticos adeptos.
Un análisis superficial de esta situación parecería indicar que no corresponde a los laicos tomar la iniciativa de refutar tales errores por primera vez en nuestro medio, mediante un libro especialmente dedicado al tema. Sin embargo, si este es el primer libro sobre el tema, no es la primera refutación que han recibido las temerarias doctrinas sobre A.C., ni tampoco la mejor de las refutaciones. Nos ha parecido oportuno que, por el honor y la defensa de la A.C., un laico reivindique de forma clara y filialmente entusiasta los derechos del Clero, e implícitamente del Episcopado. Esto demostrará, con la elocuencia de los hechos, que la A.C. es, y quiere seguir siendo, entusiásticamente dócil a la Autoridad, y que las singularidades doctrinales que refutamos encontrarán a la Jerarquía y a los fieles unidos en la misma repulsa. Ningún espectáculo podría ser más adecuado al decoro de la Iglesia y a la reputación de la Acción Católica.
Como se ve, este libro no fue escrito para ser un tratado sobre la A.C., destinado a dar una idea general y metódica del tema. Es más bien una obra destinada a decirnos lo que la Acción Católica no es, lo que no debe ser y lo que no debe hacer. Hemos asumido voluntariamente esta penosa tarea, ya que las cargas más ingratas son las que debemos abrazar con el mayor amor en la Santa Iglesia de Dios.
Espíritu con el que lo escribimos.
¿Por qué emprendemos esta penosa tarea? Entre las muchas razones que nos han decidido a ello está la esperanza de apartar del error tantos entusiasmos que se han extraviado; tanto celo que se desperdicia; tantas dedicaciones que nos causarían la más ardiente satisfacción si se pusieran al servicio de la ortodoxia. Así pues, con palabras de amor terminamos esta introducción. Aunque los cardos nos desgarren las manos, aunque no recibamos más que ingratitudes de aquellos a quienes quisimos esparcir el pan de la buena doctrina entre las espinas de los prejuicios, todo nos será ampliamente compensado si el valor del sacrificio que hemos hecho fuere empleado por la Providencia para la unión de todos los espíritus en la verdad y en la obediencia: “ut omnes unum sint”.
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Una objeción que con verosimilitud podría hacerse a esta obra era la posible explotación que los adversarios de la Iglesia podían hacer de las desviaciones doctrinales de ciertos miembros de la A.C.
Sin embargo, un hecho que Su Excia. Rvdma. D. José Gaspar de Afonseca e Silva, Arzobispo de São Paulo, nos contó una vez, resuelve claramente la dificultad. El ilustre prelado nos contó que, en cierta ocasión, uno de los más distinguidos sacerdotes franceses escribió un artículo periodístico en el que descubría graves lagunas en una obra católica de su patria. Un periodista hostil a la Iglesia se alegró de ello y lo señaló como prueba de que “el Catolicismo había muerto”. El sacerdote respondió elocuentemente a esto, diciendo que el Catolicismo mostraría debilidad si estuviera de acuerdo con los errores que se colaban entre sus fieles, pero que, por el contrario, mostraba vitalidad, eliminando la escoria y las impurezas doctrinales que intentaban colarse entre ellos.
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Verdades suaves, verdades duras.
No quisiéramos terminar esta introducción sin una aclaración crucial. Los errores que combatimos en este libro se caracterizan en gran parte por su unilateralidad. En la doctrina de Nuestro Señor Jesucristo, a muchos espíritus les gusta ver solo las verdades dulces, amables y consoladoras. Por el contrario, se suelen pasar en silencio las severas advertencias, las actitudes enérgicas, los gestos a veces terribles que Nuestro Señor tuvo en su vida. Muchas almas se escandalizarían —esa es la palabra— si vieran a Nuestro Señor blandiendo el azote para expulsar a los mercaderes del Templo, maldiciendo a la Jerusalén deicida, llenando de recriminaciones a Corozaín y Betsaida, estigmatizando con frases indignadas la conducta y la vida de los fariseos. Sin embargo, Nuestro Señor es siempre el mismo, siempre igualmente adorable, bueno y, en una palabra, divino, ya sea cuando exclama: “Dejad que vengan a mí los niños, y no se lo estorbéis; porque de los que se asemejan a ellos, es el reino de Dios” (Mc X, 14), o cuando, con la simple afirmación: “Yo soy” (Jn XVIII, 6), dice a los soldados que estaban a punto de arrestarle en el Huerto de los Olivos, se muestra tan terrible que todos caen inmediatamente al suelo, habiendo tenido la voz del Divino Maestro no solo el mismo efecto en sus almas, sino también en sus cuerpos, que la detonación de uno de los más terribles cañones modernos. Deleita a ciertas almas — ¡y cuánta razón tienen! — el pensar en Nuestro Señor y en la expresión de adorable dulzura de su Divino Rostro, cuando recomendaba a sus discípulos que conservasen en sus almas la inmaculada inocencia de las palomas. Olvidan, sin embargo, que poco después Nuestro Señor les aconsejó también que cultivaran en sí la astucia de la serpiente. ¿La predicación del Divino Maestro tendría errores, lagunas o simplemente sombras?
Un unilateralismo peligroso.
¿Quién podría admitirlo? Deshagámonos de cualquier forma de unilateralismo. Miremos a nuestro Señor Jesucristo, tal como nos lo describen los Santos Evangelios, tal como nos lo muestra la Iglesia Católica, es decir, en la totalidad de sus predicados morales, aprendiendo de Él no solo la mansedumbre, la dulzura, la paciencia, la indulgencia, el amor a los enemigos, sino también la energía a veces terrible y aterradora, la combatividad intrépida y heroica que llegaba hasta el Sacrificio de la Cruz, la santísima astucia que discernía desde lejos las maquinaciones de los fariseos y reducía a polvo sus sofismas.
Este libro ha sido escrito precisamente para —en la medida de sus pocas fuerzas— restablecer el equilibrio que se ha roto en ciertas mentes sobre este tema tan complejo. Pero antes de reivindicar para las austeras verdades, para los enérgicos y severos métodos de apostolado, tantas veces predicados por las palabras y los ejemplos de Nuestro Señor, el lugar que les corresponde en la admiración y la piedad de todos los fieles, nos empeñamos en afirmar claramente que, de las suaves y dulces verdades de los Santos Evangelios, podríamos decir lo que Santo Tomás de Aquino dijo del Santísimo Sacramento: debemos alabarlas tanto como podamos y cuanto osemos, porque no hay alabanza que baste para ellas.
Carácter de esta obra.
Así que no veamos ningún tipo de unilateralismo en nuestro pensamiento o lenguaje, Dios no lo quiera. Este libro fue escrito para combatir el unilateralismo, y no quisiéramos caer en el extremo opuesto. Sin embargo, como ni el espacio ni el tiempo nos permiten escribir una obra sobre el amor y la severidad de Nuestro Señor; como, por otra parte, las verdades suaves y consoladoras son ya muy conocidas, no hemos hecho sino asumir la tarea más ingrata y urgente, y hemos escrito sobre lo que la debilidad humana lleva más fácilmente a las masas a ignorar.
Por este orden de ideas, y solo por esto, nos ocupamos exclusivamente de los errores que tenemos ante nosotros, y no pretendemos defender las verdades “blandas” que los partidarios de estos errores aceptan… y exageran: es superfluo luchar por verdades incontrovertibles.