En defensa de la Acción Católica, III Parte – Problemas internos de la A.C., Capítulo 2 – Admisión de nuevos miembros

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Si consideramos las ideas en boga en ciertos círculos de la A.C. sobre los criterios a seguir para reclutar nuevos miembros, encontraremos todavía un efecto desastroso de las doctrinas sobre la acción mágica de la participación litúrgica y la gracia de estado en la A.C.

Disturbios en la contratación

Conocemos el hecho concreto de cierto miembro de la A.C., que trabaja en un entorno masivamente hostil a la Iglesia, y que fue interpelado por un elemento “exaltado” sobre por qué no fundaba allí una sección de la A.C. Dado el vigor del interrogatorio y lo inesperado de la idea, pensó que el interlocutor desconocía por completo las condiciones del entorno en cuestión. Este, sin embargo, se apresuró a desmentirlo, entrando en la más detallada descripción de las peculiaridades del entorno. Al interpelado le sorprendió la idea. El interlocutor le dijo: “¡Usted no sabe lo que es la A.C.! Que se llene de masones y otros elementos afines y pronto se convertirán todos”.

Y así olvidamos la palabra del Espíritu Santo:

“No introduzcas en tu casa toda suerte de personas; pues son muchas las asechanzas de los maliciosos.

“Porque así como un estómago fétido arroja regüeldos, y como la perdiz, por medio del reclamo, es conducida a la trampa, y la corza al lazo: así sucede con respecto al corazón del soberbio; el cual como de una atalaya está acechando la caída de su prójimo: y convirtiendo el bien en mal, está poniendo asechanzas; y pondrá tacha aun en los mismos varones escogidos.

“Por una chispa se levanta un incendio, y por un hombre doloso se vierte mucha sangre; porque el pecador pone asechanzas a la vida de sus hermanos.

“Guardate del hombre corrompido, pues está fraguando males: no sea que te cubra de perpetua infamia.

“Si admites en tu casa al extranjero, idólatra y vicioso, te trastornará como un torbellino, y te despojará aun de lo tuyo” (Eclo XI, 31-36).

Y añade:

“Nunca te fíes de tu enemigo; porque como un vaso de cobre, así cría cardenillo su malicia. Aunque haciendo[se] del humilde [y] andando cabizbajo, tú estés [de] sobre aviso, y recatate de él. No te le pongas a tu lado, ni se siente a tu diestra: no sea que, volviéndose contra ti, tire a usurparte el puesto; por donde al fin caigas en la cuenta de lo que te digo, y te traspasen el corazón mis advertencias” (Eclo XII, 10-12).

Se habla mucho del apostolado de infiltración. ¿No pensamos que nuestros adversarios practican este hábito desde hace siglos? El ilustre obispo Dom Vital, reinando Pío IX, publicó un opúsculo en el que informaba de que ciertos adversarios de la Iglesia pasaron mucho tiempo comulgando diariamente de manos del Pontífice, con el fin de captar su confianza.

Piénsese en la grave responsabilidad que incumbe a quienes propugnan la admisión masiva de miembros en la A.C., desde todos los puntos de vista. En cierto modo, a quienes reclutan tumultuariamente colaboradores de la Jerarquía, se dirige la advertencia del Apóstol:

“No impongas de ligero las manos sobre alguno, ni seas cómplice de pecados ajenos. Conservate limpio y puro a ti mismo” (I Tim V, 22).

Sin embargo, este principio erróneo, enunciado con toda seriedad, y que parece inexplicable si no se considera en conjunto con el automatismo litúrgico, da la medida del criterio con que muchos pretenden practicar la A.C. Este error se repite cada vez con mayor frecuencia en muchos círculos de estudios, y de ahí ha surgido la peligrosísima doctrina de que en la A.C. se debe recibir a cualquier persona al azar y, en un breve espacio de tiempo, admitirla a prestar compromiso; la entrada en la etapa depende de la voluntad de la persona, y el compromiso se realiza tres meses después; poco después del compromiso, por la acción maravillosa del mandato adquirido y de la magia litúrgica, los nuevos miembros se transformarán en elementos óptimos. En otras palabras, como la piedra filosofal, la A.C. tiene la rara capacidad de convertir en oro todo lo que se le acerca. Como vemos, siempre es el mismo automatismo el que produce sus lógicas consecuencias.

Rebajan la dignidad de la A.C.

Sería superfluo desarrollar argumentos exhaustivos contra esta doctrina. Limitémonos a decir unas breves palabras sobre el tema.

En primer lugar, recordemos la contradicción en la que caen ciertos partidarios de [la doctrina del] mandato al abrazar esta extraña doctrina. Sin discernimiento, quieren conferir el mandato de la Iglesia a personas que a menudo tienen motivos para suponer que, bajo una tenue capa de fe, conservan la pesada herencia de un largo pasado fuera de la Iglesia. En realidad, esto es malgastar descuidadamente el don de Dios, olvidar el consejo de Nuestro Señor de que no hay que arrojar perlas a personas indignas, “no sea que las huellen con sus pies, y se vuelvan contra vosotros y os despedacen” (Mt VII, 6).

El docto Papa León XIII enunció un principio a este respecto que nunca podremos olvidar:

En primer lugar, es obvio que cuanto más exigente, complejo y difícil es un oficio, más tiempo y con más cuidado deben prepararse quienes están llamados a desempeñarlo” ([1]).

No son proficuos

Sería erróneo pretender que la necesidad de un rápido desarrollo de la A.C. autoriza tales facilidades. La vida espiritual impone, como condición de perseverancia, la práctica de deberes a veces heroicos y nadie puede saber qué grado de fortaleza ofrecerán los elementos reclutados tumultuariamente cuando tengan que sufrir las “pruebas de fuego” de la lucha interior. Además, ¿qué resultados concretos obtendremos con estos reclutamientos masivos, dado que los mismos elementos que los aconsejan se oponen a que la A.C. ordene expulsiones e imponga sanciones?

Uno tiene la clara impresión de un conjunto de preceptos tan desasistidos que, si se hubieran calculado para poner de rodillas al movimiento católico, no podrían haber sido más dañinos.

Especialmente en Brasil.

Como veremos más adelante, la A.C. debe ser un movimiento de élite si realmente quiere ser fructífero. Es comprensible que el atractivo de los grandes movimientos de masas pueda engañar a los líderes católicos de algunos países. En Brasil, sin embargo, un rápido análisis de los hechos muestra que no son las masas lo que necesitamos, sino élites bien formadas, aguerridas y disciplinadas que sepan, en el momento dado, dar a todo el laicado católico una orientación segura y realmente conforme a las intenciones de la Autoridad Eclesiástica. Varios países han pagado muy cara su ignorancia de este principio, y solo se han acordado de formar élites bajo el fuego de la persecución. No hagamos como ellos, y sepamos prevenir para que mañana no nos veamos obligados a remediarlo.

Entonces, ¿cuál es la línea de conducta que debe seguir la A.C.? La resumimos en los siguientes principios:

¿Cómo reclutar a los miembros de la A.C.?

  1. El apostolado de la A.C. debe dirigirse indistintamente a todos los hombres, por alejados que estén de la Iglesia, procurando dar a conocer a todos la doctrina católica, y cuanto más amplia sea su actividad en este sentido, tanto más perfecta será. A través de la radio, la prensa y todos los demás medios, la voz de la A.C. debe hacerse oír constantemente, “reprendiendo, argumentando y exhortando en el momento oportuno”, según el consejo del Apóstol (2Tim IV, 2);
  2. Leyendo la Sagrada Escritura, u observando directamente a las almas alejadas de Dios, se ve que algunas poseen una dureza que las hace sordas a todo apostolado. Esta sordera llega tan lejos que a veces se muestra refractaria a los mayores milagros. Ya hemos tratado de esto en el capítulo anterior. Otros, en cambio, son receptivos y sensibles, y a veces les basta una simple llamada para seguir a Jesucristo, tomando la cruz sobre los hombros, dejándolo todo y caminando tras las huellas del Maestro;
  3. Aunque a veces las almas más sensibles se encuentran entre los mayores pecadores, y esto solo sucede por una acción extraordinaria de la gracia, no es esta la regla general, y la teología nos enseña que los extremos del mal embotan el alma y la hacen casi completamente refractaria a la acción de la gracia: “un abismo atrae a otro abismo”, dice la Escritura;
  4. Recíprocamente, las personas con vidas más morigeradas son las que suelen estar dispuestas a subir más alto, porque la correspondencia a una gracia siempre predispone a la correspondencia a gracias aún mayores;
  5. Por regla general, pues, es en los ambientes morigerados y sobre todo entre los miembros de las asociaciones religiosas donde la A.C. debe reclutar los elementos que llegarán a formar parte de ella. Aunque el juicio prudente de un Asistente eclesiástico o de un seglar muy experimentado pueda hacer alguna que otra excepción, para discernir la obra oculta de la gracia en alguna alma llamada de los extremos de la impiedad a los extremos del amor, sería temerario y hasta perjudicial hacer los reclutamientos normales de la Acción Católica con elementos que en gran parte se han extraviado;
  6. El establecimiento de tales excepciones debe corresponder exclusivamente a espíritus de especial discernimiento, pues de otro modo la Acción Católica se expondría a las más variadas aventuras y a la censura de todos los espíritus juiciosos.

*   *   *   *   *

¿De masas o de élite?

Ahí radica un problema de verdadera importancia central. ¿Es la A.C. un movimiento de masas o de élite? Los Sumos Pontífices han insistido tantas veces en que la A.C. debe ser un movimiento de élite que nadie se atreve a desafiarlos. No obstante, algunos comentaristas se inclinan por una solución que, sin contradecir las determinaciones pontificias, es, sin embargo, contraria a ellas.

La idea es que la A.C. sea a la vez un movimiento de masas y un movimiento de élite, lo que significa que, además de miembros de élite, debería admitir a personas con una educación muy pobre, que serían fermentadas y transformadas por la élite.

Para comprender mejor el error que encierra esta concepción aparentemente tan lógica, debemos aclarar los términos del problema. MASA indica un gran número de personas y, al menos en teoría, debemos admitir la posibilidad de que existan élites tan vastas como para constituir una multitud. Así, es cierto que la A.C. sería ideal si estuviera formada por una multitud innumerable de personas verdaderamente bien formadas, de elementos de élite dentro de la Santa Iglesia. En este sentido, nos complace conceder que en el futuro la A.C. podría ser tanto un movimiento de masas como de élites. Pero en este sentido, está claro que la palabra “masa” debe tomarse en un sentido mucho menos amplio del que generalmente tiene.

Una alternativa fundamental

Sin embargo, no siempre es posible alcanzar resultados tan brillantes y, sobre todo, en los primeros años de trabajo no se llega a una situación tan feliz inmediatamente. Por muy virtuosos y eruditos que sean los Asistentes Eclesiásticos, los dirigentes y los activistas, sucede a menudo que los corazones están cerrados al apostolado. Dejemos de idealizar el apostolado y no imaginemos que la A.C. tiene una varita mágica que abrirá ineludiblemente todos los corazones. Por muy buenos apóstoles que seamos, nunca podremos igualar a Nuestro Señor y, sin embargo, ¡cuántos corazones se cerraron a su voz! ¡Cuántos se cerraron a la voz de los Apóstoles y de los innumerables santos que ha producido la Iglesia! La experiencia cotidiana nos muestra lo que enseña también la Hagiografía: hay personas, familias, clases sociales, a veces ciudades enteras, que permanecen sordas a la voz de Dios.

El Salvador mismo dijo:

“Pues no envió Dios su Hijo al mundo, para condenar al mundo, sino para que por su medio el mundo se salve.

Quien cree en él, no es condenado; pero quien no cree, ya tiene hecha la condena; por lo mismo que no cree en el nombre del Hijo unigénito de Dios.

Este juicio de condenación consiste, en que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas, que la luz; por cuanto sus obras eran malas.

Pues quien obra mal, aborrece la luz, y no se arrima a ella, para que no sean reprendidas sus obras: al contrario, quien obra según la verdad le inspira, se arrima a la luz, a fin de que sus obras se vean como que han sido hechas según Dios” (Jn III, 17-21).

Un poco más adelante, el Señor dice de sí mismo:

Y atestigua cosas que ha visto y oído; y con todo casi nadie presta fe a su testimonio” (Jn III, 32).

Por eso dijo el Maestro, refiriéndose a la ceguera de los fariseos:

“Yo vine a este mundo a ejercer un justo juicio, para que los que no ven, vean; y los que ven, o soberbios presumen ver, queden ciegos.

“Oyeron esto algunos de los Fariseos, que estaban con él, y le dijeron: Pues qué, ¿nosotros somos también ciegos?

“Respondióles Jesús: Si fuerais ciegos, no tendríais pecado; pero por lo mismo que decís: Nosotros vemos, y os juzgáis muy instruidos, por eso vuestro pecado persevera en vosotros” (Jn IX, 39).

Por eso es muy comprensible que San Juan escribiera en el prólogo de su Evangelio:

en Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres; y esta luz resplandece en medio de las tinieblas, y las tinieblas no la han recibido” (Jn I, 4-5).

Y el Apóstol añadió:

“El Verbo era la luz verdadera, que cuanto es de sí alumbra a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo fue por Él hecho, y con todo el mundo no le conoció. Vino a su propia casa, y los suyos no le recibieron” (Jn I, 9-11).

Saquemos de todo esto una conclusión importante. Ni los mayores milagros de Nuestro Señor vencieron la obstinación de ciertas almas. La A.C. no debe, por tanto, esperar que se lleve por delante todos los obstáculos y que no tropiece con almas endurecidas.

Escuchemos a San Juan y su comentario sobre el endurecimiento de algunos corazones, incluso ante los mayores milagros de nuestro Señor:

“El caso es que, con haber hecho Jesús delante de ellos tantos milagros, no creían en Él, de suerte que vinieron a cumplirse las palabras que dijo el Profeta Isaías: ¡Oh, Señor! ¿Quién ha creído a lo que oyó de nosotros? ¿Y de quién ha sido conocido el brazo del Señor?

“Por eso no podían creer, pues ya Isaías, previendo su depravada voluntad, dijo también: Cegó sus ojos, y endureció su corazón, para que con los ojos no vean, y no perciban en su corazón, por temor de convertirse, y de que yo los cure. Esto dijo Isaías, cuando vio la gloria del Mesías, y habló de su persona.

“No obstante, hubo aun de los magnates muchos que creyeron en Él; mas por temor de los Fariseos, no lo confesaban, para que no los echasen de la Sinagoga” (Jn XII, 37-42).

Lo mismo podría ocurrirle a la A.C.; y aunque no tropiece en todas las puertas, se encontrará con muchísimas cerradas, como le ocurrió a San Pablo, que, hablando en el Areópago, solo arrastró a unas pocas almas. En este caso, la alternativa se impone inexorable; y puesto que esta alternativa ya se ha manifestado a tantos obispos y párrocos celosos, la A.C. debe reconocer humildemente que también se enfrentará a ella en muchas ocasiones: o las masas o la élite.

De hecho, de nada valdría la afirmación de que el hombre contemporáneo es mucho menos duro de corazón que los judíos de la época de Cristo. El Santo Padre Pío XI, de quien ya hemos citado la opinión de que nuestra época se asemeja a los tiempos más abominables del Anticristo, afirmó en la Encíclica “Divini Redemptoris” ([2]) que el mundo actual ha llegado a tal degradación que ¡corre el peligro de caer aún más bajo de lo que estaba antes de Cristo!

La fecundidad insustituible de las élites

A esta alternativa inevitable respondemos optando decididamente no por las masas, sino por las élites. A ello nos conducen los principios más fundamentales del apostolado. Quien haya leído el admirable libro de Dom Chautard “El alma de todo apostolado([3])habrá comprobado con certeza que la fecundidad del apostolado resulta mucho más del grado de virtud del apóstol que del talento y de las cualidades naturales que pueda desarrollar, o del número de asistentes que pueda enrolar en su asociación. En definitiva, es la gracia de Dios la que obra las conversiones, y el hombre es solo un canal, tanto más útil cuanto menos obstruido por sus vicios y pecados. Así, una persona generosa puede llevar muchas más almas a Dios que una multitud de apóstoles de mala formación. La vida de un San Francisco de Sales, de un San Francisco de Asís o de un San Antonio de Padua nos demuestra cuán cierta es esta afirmación. Por tanto, en interés de las propias masas, para que la difusión de la gracia sea más amplia, debemos preferir que la A.C. sea un puñado de verdaderos apóstoles, en lugar de una vasta e inexpresiva multitud.

El deseo de hacer de la A.C. un movimiento que, en la ilusión de ser a la vez de élite y de masa, en realidad solo es de masa, procede a veces del deseo generoso de extender rápidamente los beneficios espirituales de la A.C. Se olvida que “no le es grato a Él el tener muchos hijos desleales e inútiles” (Eclo XV, 21-22).

Sin embargo, es muy cuestionable que el reclutamiento tumultuoso y rápido de grandes masas signifique realmente la distribución de grandes beneficios espirituales, si no se basa en una elevación lenta, gradual y segura.

La propia experiencia que tenemos ante nuestros ojos demuestra claramente que los movimientos que crecen con demasiada rapidez decaen rápidamente en fervor.

Poco a poco, tras un entusiasmo totalmente ficticio, estas masas se disuelven, sin que sus elementos hayan mejorado de forma apreciable. Y así se confirma el castigo de Dios para esta orgullosa precipitación:

“Los bienes que se adquieren muy deprisa, luego se menoscaban; así como van en aumento los que se juntan poco a poco a fuerza de trabajo” (Prov XIII, 11).

La Iglesia siempre ha preferido un clero poco numeroso pero santo a un clero poco santo pero numeroso. Por grande que sea la escasez de sacerdotes entre nosotros, a nadie se le ha ocurrido remediar el problema, haciendo más elásticas las condiciones de promoción al sacerdocio, sino todo lo contrario. El mismo argumento se aplica, en todos los sentidos, a la A.C. En resumen, la A.C. debe hacer tal selección, debe ser una “élite” tal que pueda corresponder siempre a la afirmación paternal y altiva de Pío XI: sus miembros “son ciertamente los mejores entre los buenos” ([4]).

Un término medio imposible

Pero ¿no podría ser la A.C. a la vez un movimiento de masas y un movimiento de élite, en el sentido de que contiene en su gremio, indistintamente, valores espirituales de primer orden y una gran multitud de otros, mediocres o tibios?

Consideramos tan infundada la opinión de los que creen que la A.C. debe estar abierta incluso a los que viven habitualmente en un estado declarado de pecado mortal que es superfluo discutirla.

Seguimos manteniendo, sin embargo, que no todos los católicos que cumplen los requisitos más básicos de la ley de Dios y de la Iglesia deben ser miembros de la A.C., sino solo aquellos que, por su asistencia regular a los sacramentos, su vida modélica y sus actitudes edificantes, constituyen realmente una élite.

Cuestiones como estas no deben resolverse de forma puramente teórica, sino con la vista puesta en la realidad concreta. Y la primera lección que esta realidad nos ofrece es que nadie, o casi nadie, en nuestros días puede cumplir los mandamientos de la Ley de Dios, ni siquiera en lo más mínimo, si no se acerca asiduamente a los Santos Sacramentos. Esta verdad se aplica a casi todas las edades y condiciones. Tomad a un joven, a un estudiante, por ejemplo, medid la violencia de la lucha que tiene que hacer para vencer el torbellino de las pasiones, las mil y una solicitaciones al mal que le llegan constantemente de los factores modernos de corrupción, y preguntaos si, sin una verdadera vida eucarística, podrá ganar el combate.

El cabeza de familia, que tan a menudo tiene que elegir entre transacciones deshonestas o miseria para el hogar, la madre de familia, que tan a menudo cumple el deber de la maternidad arriesgando su vida, pueden decir, mejor que nadie, si cumplirían sus deberes con una simple comunión anual.

Así pues, es sencillamente temerario afirmar que la mera práctica anual de los deberes impuestos por la Iglesia es un criterio para diferenciar entre un católico que puede ser apóstol porque está en posesión habitual del estado de gracia y otro que no lo está.

De ello se deduce que si el criterio de selección de la A.C. es la simple práctica de la Comunión y la confesión anuales, no podrá salvarse de transformarse en una de esas muchedumbres inexpresivas que a veces son mucho más difíciles de fermentar de lo que cabría imaginar.

Además de esto, como dijimos en un capítulo anterior, uno de los deberes más importantes de la A.C. es, sin duda, proporcionar a sus miembros, y especialmente a la juventud, un centro social para su tiempo de entretenimiento. Si la A.C. no quiere fracasar, debe utilizar necesariamente este medio de acción, de que el fascismo y el nazismo sacaron tanto provecho bajo los nombres de “Dopolavoro” y “Kraft durch Freude”. Esta es la gran palanca utilizada por la mística totalitaria. Ahora, imagínese qué ambiente tan aguado, tan peligroso a veces, sería la sede de la A.C. en una parroquia donde se admitiera en sus filas a todos los católicos de Comunión y Confesión anual. Conciencias laxas, plagadas de naturalismo y de la infiltración de tantos errores del siglo, espíritus minimalistas y acomodaticios, tales elementos solo servirían para constituir un ambiente irrespirable, que haría nociva o estéril cualquier iniciativa para la elevación de las almas.

En consecuencia, está bastante claro que solo elementos de élite pueden formar parte de la A.C., considerada así según el mejor criterio, que es siempre una vida modelar, unida a la práctica asidua —y cuanto más asidua, mejor— de los Sacramentos.

La voz de los Papas

Por tanto, tenía razón el Santo Padre Pío X cuando quería que los colaboradores laicos de la Iglesia…

“… deben ser católicos hasta la médula, convencidos de su fe, sólidamente instruidos en las cosas de la religión, sinceramente sometidos a la Iglesia y en particular a esta suprema Cátedra Apostólica y al Vicario de Jesucristo en la tierra; deben ser hombres de verdadera piedad, de virtudes masculinas, de moral pura y de una vida tan intachable que sirvan de eficaz ejemplo a todos.

“Si no se regula así el espíritu, no solo será difícil promover el bien en los demás, sino casi imposible obrar con recta intención, y faltarán las fuerzas para soportar con perseverancia los sinsabores que todo apostolado lleva consigo, las calumnias de los adversarios, la frialdad y falta de cooperación de los propios hombres de bien, y a veces los celos de amigos y compañeros de armas, todo ello sin duda excusable, dada la debilidad de la naturaleza humana, pero altamente perjudicial y causa de discordias, enfrentamientos y peleas internas. Solo una virtud paciente y firme en el bien, y al mismo tiempo suave y delicada, es capaz de evitar o atenuar esas dificultades para que no se comprometa la obra a la que se dedican las fuerzas católicas” ([5]).

Por esta misma razón, el Santo Padre Benedicto XV quiso que los apóstoles laicos,

[sean nutridos] profundamente con las verdades de la fe católica para que cada uno sepa cuál es su tarea y su deber, y actúe en consecuencia”.

Y el Pontífice añadió:

“Para resumirlo todo, en una palabra: Cristo debe renacer en cada creyente, incluso antes de que cada uno sea capaz de luchar por Cristo. Además, si parece que los tiempos exigen nuevas obras, no será difícil obtenerlas de aquellos a quienes una santa educación habrá hecho dóciles a la palabra y habrá preparado bien para el buen combate de la fe” ([6]).

Y Pío XI, en su Carta Apostólica sobre San Luis de Gonzaga, añade que…

“… quienes carecen y no hacen uso de esas virtudes interiores que tan maravillosamente brillaron en Luis, no podemos considerarlos suficientemente aptos y armados contra los peligros y las luchas de la vida, y capaces de ejercer el apostolado, sino que, semejantes a ‘un bronce que resuena o un címbalo que retiñe’, no servirán para nada o tal vez perjudiquen a la misma causa que dicen apoyar y defender, como sucedió notoriamente, y no solo una vez, en el pasado ([7]).

Quizá sería oportuno añadir otro tema de la misma Carta Apostólica:

“¿Quién, pues, no ve cuán oportuno es en estos tiempos de celebración del centenario de Gonzaga que, con el ejemplo de su propia vida, hace comprender a los jóvenes, inclinados por naturaleza a las cosas exteriores y prontos a lanzarse al campo de la acción, que antes de pensar en los demás y en la acción católica deben perfeccionarse primero en el estudio y en la práctica de la virtud?” ([8]).

Como vemos, nada más concluyente.

De esta luminosa doctrina de los Pontífices no puede encontrarse mejor comentario que en el libro de Dom Chautard que ya hemos citado. A él remitimos al lector que desee una argumentación más extensa. De todo lo dicho, quedémonos con la consecuencia entresacada de la pluma de Pío XI: los católicos reclutados tumultuariamente por la A.C. serán perjudiciales para la causa de la Santa Iglesia.

Nos falta apenas considerar un argumento: si Pío XI convocó a todos los fieles a la A.C., ¿cómo pretender que solo unos pocos entren en la A.C.?

Esto es fácil de responder. Si Pío XI pensaba que era perjudicial que “oves et boves… et serpentes” colaborasen en la A.C., ¿cómo pretender que tenía en mente convocar a todos? El hecho es que exhortaba a todos a adquirir una formación suficiente, para que más tarde, si las autoridades los juzgaban aptos, pudieran trabajar en la gran milicia del apostolado. “Tan cierto es que muchos son los llamados, y pocos los escogidos” (Mt XXII, 14).

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La vida interior por encima de la formación técnica

Pero ¿qué tipo de formación debe ser?

A este respecto, se ha distinguido, con razón, entre la formación espiritual, destinada a dotar al apóstol de las virtudes necesarias, y la llamada “formación técnica”, que pretende enseñar al aprendiz o miembro de la A.C. los medios que debe utilizar para hacer eficaz su apostolado.

Desgraciadamente, se ha extendido entre nosotros la doctrina de que la llamada preparación técnica es mucho más importante que la espiritual, hasta el punto de que, en ciertos círculos, ocupa un lugar preponderante o casi exclusivo. No estamos de acuerdo con esta opinión. Una simple localización del problema en sus justos términos muestra su verdadera solución.

Aunque pueda establecerse una cierta distinción entre la formación técnica y la espiritual, ello no puede implicar nunca una separación. En efecto, la formación técnica comprende nociones sobre la finalidad, naturaleza y estructura de la A.C., sus relaciones con la Jerarquía y las diversas organizaciones de laicos, los medios para exponer la verdad, atraer a las almas y ganarlas para Jesucristo; la devoción, el entusiasmo, el espíritu sobrenatural con que debe realizarse el apostolado, el conocimiento del ambiente y de los problemas sociales, etc. Ahora bien, sin una seria instrucción religiosa, sin un verdadero sentido católico, es absolutamente imposible tener una idea exacta de todas estas cuestiones. Los numerosos errores que hemos ido refutando en este libro son prueba sobrada de cuánta razón tenemos al decir esto.

Además, la posesión de cualidades naturales, tan útiles para el apostolado, está lejos de ser el factor más importante para el éxito. El propio carácter sobrenatural de la comunicación de la gracia, que es la esencia del apostolado, lo demuestra. Limitémonos aquí a un hecho típico mencionado por Dom Chautard.

Evidentemente, es de sentido común desarrollar la formación técnica con el máximo cuidado. Pero sería absurdo descuidar la formación espiritual y sacrificarla a la formación técnica. Al contrario, si hubiera que hacer algún sacrificio, sería necesariamente en detrimento de la formación técnica y en beneficio de la vida interior. En otras palabras, en el orden de los valores, la formación espiritual debe preceder a la formación técnica.

Leamos el espléndido ejemplo que Dom Chautard narra a este respecto:

Una Congregación de Hermanas Catequistas, dignas de admiración, era dirigida por un Religioso cuya vida acaba de publicarse. Un día dijo a la Madre Superiora: ‘Mire, Madre, creo que la Hermana X… debe dejar de explicar el catecismo durante un año, por lo menos. —Pero si es la mejor catequista que tengo. De todos los arrabales de la ciudad acuden los niños atraídos por el cariño con que los trata. Retirarla del catecismo sería ver la desbandada de todos los niños. El Padre le responde: Desde la tribuna suelo escuchar sus instrucciones. En efecto, tiene encantados a los niños, pero de un modo excesivamente humano. Si pasa otro año de noviciado se formará mejor en la vida interior y santificará su alma y la de los niños con su celo y su talento; pero ahora es un obstáculo para que Nuestro Señor ejerza su acción en esas almas, que está preparando para la primera Comunión… Veo, Madre, que os entristece mi insistencia. Pues bien; voy a proponerle una transacción. Conozco la Hermana N…, alma de gran vida interior, aunque desprovista de talentos. Pídale a la Madre General que se la envíe para unos meses. La primera acudirá al catecismo durante el primer cuarto de hora, para que no se cumplan vuestros temores de deserción de los pequeñuelos, y poco a poco irá reduciendo los minutos, hasta retirarse del todo. Usted verá cómo los niños harán mejor sus oraciones y cantarán los cantos más fervorosamente. El recogimiento y la docilidad que adquirirán serán un reflejo del carácter sobrenatural de sus almas. Ese será el termómetro’. A los quince días (la Superiora pudo comprobarlo) la Hermana N… explicaba sola la lección y el número de los niños había aumentado. Era Jesús quien daba el catecismo por ella. Con su mirada, modestia, dulzura y bondad; con la manera de hacer la señal de la Cruz; con su voz enseñaba a Nuestro Señor. La Hermana X… con su talento aclaraba y hacía más. Desde luego, trabajaba en la preparación de las explicaciones, para exponerlas con claridad, pero el secreto de su dominio sobre sus oyentes era la unción de su palabra y de su gesto. Esa unción es la que pone a las almas en contacto con Jesús. En el catecismo de la Hermana N… no había brillantes párrafos, ni miradas atónitas, ni la fascinación que pudiera provocarse con la interesante conferencia de un explorador o la narración emocionante de una batalla. Allí se respiraba la atmósfera del recogimiento en la atención. Los niños estaban en la sala de catecismo, como si fuera la Iglesia, sin necesitar el empleo de ningún medio humano para evitar la distracción o el aburrimiento. ¿Qué influencia misteriosa planeaba sobre los asistentes? Sin duda, la de Jesús, que se ejerce directamente. Porque un alma interior, explicando las lecciones de catecismo, es como una lira que suena pulsada por los dedos del divino Artista. Y ningún arte humano, ni el más maravilloso, puede compararse con la acción de Jesús” ([9]).

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[1] León XIII, Encíclica “Depuis le jour”, 8 de septiembre de 1899

https://www.vatican.va/content/leo-xiii/fr/encyclicals/documents/hf_l-xiii_enc_08091899_depuis-le-jour.html  (Traducción nuestra)

[2] Pío XI, Encíclica “Divini Redemptoris” de 19 de marzo de 1937.

https://www.vatican.va/content/pius-xi/es/encyclicals/documents/hf_p-xi_enc_19370319_divini-redemptoris.html

[3]El alma de todo apostolado”, por Dom Jean Baptiste Chautard O.C.S.O, abad de la Abadía de Sept-Fons y predicador de retiros espirituales.

https://ia600705.us.archive.org/11/items/BibliotecaFamiliarI/DomJBChautard-ElAlmaDeTodoApostoladoCod300_text.pdf

[4] Pío XI: Encíclica “Non abbiamo bisogno” del 29 de abril de 1931.

https://www.vatican.va/content/pius-xi/es/encyclicals/documents/hf_p-xi_enc_19310629_non-abbiamo-bisogno.html

[5] San Pío X, Encíclica “Il fermo proposito” del 11 de junio de 1905 [Traducción nuestra]

https://www.vatican.va/content/pius-x/fr/encyclicals/documents/hf_p-x_enc_11061905_il-fermo-proposito.html

[6] Benedicto XV, Carta “Acepimus Vos” del 1 de agosto de 1916 [Traducción nuestra].

https://www.vatican.va/content/benedict-xv/it/letters/1916/documents/hf_ben-xv_let_19160801_accepimus-vos.html

[7] Pío XI, Carta apostólica “Singulare Illud” del 13 de junio de 1926 [Traducción nuestra].

https://www.vatican.va/content/pius-xi/it/apost_letters/documents/hf_p-xi_apl_19260613_singulare-illud.htm

[8] Ibidem.

[9] Dom Chautard: “El alma de todo apostolado”. Texto extraído de la versión disponible en:

https://archive.org/details/el-alma-de-todo-aposrolado-dom-j.-b.-chautard/page/173/mode/2up?view=theater ; página 173-175.

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