En defensa de la Acción Católica, III Parte – Problemas internos de la A.C., Capítulo 1 – Organización, Reglamentos y Sanciones

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III Parte – Problemas internos de la A.C.

Capítulo 1 – Organización, Reglamentos y Sanciones

Nuevas concepciones del movimiento laico católico

Si analizamos en profundidad las críticas hechas en ciertos círculos de la A.C. sobre la organización, así como sobre los métodos de formación y apostolado de las congregaciones religiosas que han existido hasta ahora, nos daremos cuenta de que pueden dividirse en dos grupos. Algunas critican defectos extrínsecos, que no existen a causa de los fines y estatutos de las asociaciones, sino a pesar de ellos, como cierta rutina de actividades, cierta superficialidad de la formación, etc. Es obvio que estas críticas, a menudo ciertas, no tienen nada de objetable cuando son formuladas por una persona autorizada y de acuerdo con las exigencias del decoro eclesiástico. Otras críticas, sin embargo, afectan a la propia estructura y fines de la asociación y, al herir precisamente lo que la autoridad aprueba, hieren implícitamente a la propia autoridad. Lo especialmente peligroso de estas últimas críticas es que implican que la Acción Católica debe evitar cuidadosamente idénticos “errores”. Sin embargo, estos “errores” no son a menudo más que precauciones muy saludables, con que la sabiduría de la Iglesia rodeó a las asociaciones anteriores a la A.C. y que esta debe conservar si no quiere morir torpedeada por el modernismo.

a) – con relación a diversas devociones

Es un grave error pretender que las asociaciones creadas para rendir culto a un santo en particular, como la Virgen, por ejemplo, corren el riesgo de inculcar una visión fragmentaria y estrecha de la piedad, oscureciendo el carácter “cristocéntrico” que obviamente debe tener toda vida espiritual. Por esta razón, la A.C. debería insistir mucho menos en el culto a los santos que otras asociaciones.

De nada vale el argumento de que a veces, en determinadas asociaciones, la devoción al santo patrón deja en la sombra a la adorable figura de Nuestro Señor. Todas las cosas, incluso las mejores, son susceptibles de malinterpretación o abuso, no por un defecto intrínseco, sino como consecuencia de los defectos de quienes las utilizan. Así, por ejemplo, nadie estaría en contra del culto a las imágenes solo porque los pueblerinos de ciertas zonas del interior las rompen cuando sus plegarias no son atendidas. Es evidente que la Santa Iglesia, al aprobar, bendecir y recomendar la fundación de tales asociaciones en el Código de Derecho Canónico, en mil actos oficiales de su magisterio y gobierno, e incluso recientemente en el Concilio Plenario de Brasil, previó los abusos, a pesar de lo cual no ha retrocedido en su línea de conducta, precisamente por las razones que hemos señalado. No nos demos al insuperable ridículo de pretender ser más “cristocéntricos” que la Iglesia, una nueva y desafortunada forma de ser “más católicos que el Papa”. De este modo, podríamos llegar a culpar a Nuestro Señor Jesucristo de haber instituido la Sagrada Eucaristía, que iba a ser objeto de tanto sacrilegio.

A diferencia de las Hermandades, la A.C. no existe única ni principalmente para el culto al Santo Patrón. Sin embargo, esto no impide que la A.C. tenga Santos Patronos, a los que sus miembros pueden y deben rendir su más ardiente, pública y desinteresada devoción, sin confundir la A.C. con una Hermandad.

Otras críticas, a menudo dirigidas a las asociaciones, se refieren específicamente a sus estatutos y, en particular, a ciertas prescripciones, como la práctica de actos de piedad en común y periódicos, etc. Al margen de cualquier coacción, la práctica de estos actos siempre ha sido elogiada por la Iglesia por razones obvias.

b) – con relación a actos de piedad periódicos y en común.

Los actos de piedad practicados en común atraen mayores gracias, según la promesa de Dios. Por otra parte, la aparición simultánea de varias personas para la práctica ostentosa de estos actos sirve de estímulo recíproco y edifica considerablemente al público. ¡Qué magnífica impresión causan, por ejemplo, las asociaciones de jóvenes en una parroquia cuando acuden en masa compacta a la Sagrada Mesa!

En cuanto a la periodicidad de estos actos, siempre que no implique en violencia a los derechos de conciencia, trae los resultados más felices. De hecho, arraiga hábitos saludables, que son una preciosa garantía de perseverancia y regularidad en la vida espiritual. Por todas estas razones, no existe ningún principio capaz de desvirtuar esta práctica, muy loable desde todos los puntos de vista. Y no vemos por qué la A.C. no puede adoptarlos. La Juventud Universitaria Católica de São Paulo las ha adoptado desde su fundación, y siempre ha obtenido excelentes resultados.

Estas reflexiones nos recuerdan el caso concreto de un curioso diálogo entre un religioso y un miembro “exaltado” de la A.C. Este último argumentaba que la sujeción a actos obligatorios en común, a una regla de vida, etc., implicaba una reducción de la autonomía e, implícitamente, de la dignidad humana. A lo que el Religioso replicó que en este caso debería considerar a todos los religiosos del mundo esclavos indignos, sujetos a una regla de vida, así como a actos periódicos de piedad en virtud de Reglas aprobadas por la Santa Iglesia. Y, en efecto, esta sería la consecuencia última de tales principios…

c) – con relación a promover el contacto estrecho entre sus miembros y disponer de un centro recreativo.

Tampoco es cierto que sea objetable que una asociación católica tenga una sede con fines recreativos, donde sus miembros se reúnan durante el tiempo de entretenimiento. El principio que justifica esta práctica se basa, en última instancia, en la sociabilidad natural del ser humano. La filosofía nos dice que la naturaleza del hombre tiende a hacerle vivir en compañía de sus semejantes. Inherente a la sociabilidad, al menos para la inmensa mayoría de los hombres, es la tendencia a frecuentar un entorno acorde con sus gustos, inclinaciones e ideas. Cualquier sociología elemental contiene esta regla, y basta observar el motivo que inspira la constitución de la mayoría de las asociaciones profanas de cualquier clase para demostrarlo. A la inversa, si una persona no vive en un ambiente conforme a sus convicciones, la sociabilidad le lleva a adaptarse a su entorno, asimilando en lo posible su manera de pensar y de sentir o, si no, estableciendo en su interior ciertos “arreglos”, cuya consecuencia final será la adaptación completa. Así, parafraseando a Pascal, podría decirse que para la inmensa mayoría es una inclinación imperativa “conformar las ideas al entorno cuando el entorno no se conforma a las ideas”. Obligados por múltiples necesidades domésticas, económicas, etc., a frecuentar los más variados ambientes, y a vivir la mayor parte de sus días en atmósferas cada vez más profundamente contaminadas de paganismo, los católicos contemporáneos no deben limitarse a una actitud meramente defensiva, sino que, por el contrario, deben desplegar por doquier y con gallardía el estandarte de Cristo. Este es el “apostolado en el medio” tan insistente y enérgicamente proclamado por Pío XI. Sólo una persona absolutamente ingenua, que nunca haya frecuentado ciertos ambientes profesionales o domésticos de nuestros días, o que nunca haya desplegado el estandarte de Cristo en tales ambientes con intrepidez sincera y valiente, puede ignorar la energía sobrehumana que impone tal línea de conducta. Conocemos el caso concreto de un joven que tuvo que recurrir a la fuerza física para preservar su pureza en un ambiente que de por sí sería inofensivo. Ahora bien, es humano, es natural, es imperativo que los entusiasmos desgastados por la lucha, las energías agotadas en el combate se reparen frecuentando un buen ambiente, donde las almas puedan expandirse y reconstruirse a la sombra de la Iglesia, y donde la edificación recíproca pueda restaurar las fuerzas de todos.

Sería falso suponer que los católicos se alejan así del mundo e incumplen su deber apostólico. Precisamente, para que puedan cumplir mejor este deber, se organizan para ellos estos centros de relajación y reposición de fuerzas:

Ciertamente, la sal debe mezclarse con la masa, a la que debe preservar de la corrupción. Pero, al mismo tiempo, debe defenderse de ella, de lo contrario perderá su sabor y sólo servirá para ser arrojada y pisoteada” ([1]).

Tan importante es esta verdad que la Iglesia, siempre sabia, no se ha contentado con dar su mejor aprobación a iniciativas como éstas, sino que en cierto modo ha maximizado su confianza en la acción de los buenos ambientes y su temor a los malos, excluyendo por completo de la convivencia del siglo a los que destina a la milicia sacerdotal. El Derecho Canónico llega incluso a recomendar que el obispo haga todo lo posible para que los propios sacerdotes seculares residan en común siempre que sea posible. ¿Para qué sirve esta medida, si no es para evitar a los propios sacerdotes la inconveniencia de ambientes malos, o al menos tibios? Y si esta precaución existe para almas tan fervorosas, dotadas de una gracia de estado tan especial, ¿qué decir de los simples seglares?

Dicho esto, no sólo creemos que la A.C. puede, sino que debe, hacer uso de este espléndido proceso de formación, que nadie puede atacar sin temeridad.

d) – con relación a las normativas en materia de trajes, modas, etc.

Tampoco existe el menor fundamento para pretender que la A.C. no someta a sus miembros a normas especiales en materia de vestimenta, modas, etc. El argumento en favor de esta temeraria innovación es que tales normas son incompatibles con la dignidad humana porque constituyen una imposición. De ello infieren ciertos elementos que la Acción Católica debe, a diferencia de las asociaciones auxiliares, luchar por una intransigente abolición de esas normas. Si se afirma que la Acción Católica debe predicar con el ejemplo, responden con dos argumentos diferentes, según el interlocutor. Ora afirman que la Acción Católica debe adaptarse a las costumbres modernas, pues de lo contrario perderá toda influencia en su entorno e imposibilitará así su apostolado. Ora afirman que las normas de comportamiento son superfluas e incluso molestas, que la A.C. debe conseguir que sus miembros usen espontáneamente vestiduras modelares, como resultado de convicciones profundas inculcadas en ellos, y nunca por la acción de normas meramente externas con valor únicamente coercitivo. Por esta razón, consideran que la necesidad de promulgar las normas de la modestia es un fracaso de la formación. Pero cuando analizamos el primer argumento, vemos que, por el contrario, son un valioso medio de formación.

Santo Tomás de Aquino arroja luz sobre esta cuestión cuando dice:

¿Fue útil la institución de leyes por los hombres?” ([2]).

Examinemos el tema, dejando para otro capítulo la refutación de la afirmación de que la Acción Católica necesita capitular a las costumbres modernas si no quiere ser estéril. Sobre la utilidad y necesidad de la ley, el Doctor Angélico dice:

“Objeciones por las que parece que no fue útil que los hombres instituyeran leyes”. Pues que,

1ª Objeción: – “1. La intención de las leyes es hacer buenos a los hombres, según ya vimos (q.92 a.1). Pero esto se logra más fácilmente induciéndolos al bien voluntariamente por medio de amonestaciones que obligándolos por medio de leyes”.

Solución: “Hay que decir: Como consta por lo ya dicho (q.63 a.1; q.94 a.3), el hombre tiene por naturaleza una cierta disposición para la virtud; pero la perfección de esta virtud no la puede alcanzar sino merced a la disciplina. Es lo que pasa con las necesidades primarias, tales como las del alimento y el vestido, a las que el hombre ha de subvenir con su personal industria. Pues, aunque la naturaleza le dotó para ello de los primeros medios, que son la razón y las manos, no le dio el trabajo ya hecho, como a los demás animales, bien surtidos por naturaleza de abrigo y comida.

“Ahora bien, no es fácil que cada uno de los individuos humanos se baste a sí mismo para imponerse aquella disciplina. Porque la perfección de la virtud consiste ante todo en retraer al hombre de los placeres indebidos, a los que se siente más inclinado, particularmente en la edad juvenil en que la disciplina es también más eficaz. De ahí que esta disciplina conducente a la virtud ha de serle impuesta al hombre por los demás. Pero con cierta diferencia. Porque para los jóvenes que, por su buena disposición, por la costumbre adquirida o, sobre todo, por un don divino, son inclinados a las obras de virtud, basta la disciplina paterna, que se ejerce mediante admoniciones. Mas como hay también individuos rebeldes y propensos al vicio, a los que no es fácil persuadir con palabras, a estos era necesario retraerlos del mal mediante la fuerza y el miedo, para que así, desistiendo, cuando menos, de cometer sus desmanes, dejasen en paz a los demás, y ellos mismos, acostumbrándose a esto, acabaran haciendo voluntariamente lo que antes hacían por miedo al castigo, llegando así a hacerse virtuosos. Ahora bien, esta disciplina que obliga mediante el temor a la pena es la disciplina de la ley. Luego era necesario para la paz y la virtud de los hombres que se instituyeran leyes. Porque, como dice el Filósofo en 1 Polit: ‘Si bien el hombre ejercitado en la virtud es el mejor de los animales, cuando se aparta de la ley y la justicia es el peor de todos ellos’. Y es que, para satisfacer sus concupiscencias y sus iras, el hombre cuenta con el arma de la inteligencia, que no poseen los demás animales”.

Evidentemente, la ley o los reglamentos internos de la A.C. o de cualquier asociación tienen algo diferente a la ley civil —de la que habla el Doctor Angélico en el texto anterior— y es que al imperio de la ley civil no se puede eludir, y cualquiera puede eludir la acción de los reglamentos renunciando a la cofradía.

El amor a los ideales de la cofradía y a los beneficios espirituales que proporciona, el temor a los peligros a los que se expone el alma al apartarse de un ambiente sano y edificante, el miedo a desagradar a personas respetables y dignas de estima, todo ello contribuye a que tal renuncia sea difícil y a veces muy difícil, con lo que el argumento de Santo Tomás conserva su valor decisivo para este caso concreto. Si la Iglesia pensara lo contrario, habría que quemar el Código de Derecho Canónico y las Reglas de todas las Órdenes Religiosas.

Es un hecho que la verdadera virtud resulta de las disposiciones interiores, por lo que toda asociación, y especialmente la A.C., debe ante todo formar interiormente a las almas, proporcionándoles los conocimientos y los medios de formación de la voluntad necesarios para ello. La existencia de un reglamento que contenga prohibiciones sobre el comportamiento y la vestimenta es una ayuda poderosa para esta formación, no sólo por lo que decía Santo Tomás sobre el valor educativo de la ley, sino también porque arroja luz sobre cuestiones específicas en las que incluso las mentes más celosas tienen a veces dificultades para encontrar el término medio entre el escrúpulo y la laxitud.

Santo Tomás de Aquino trata indirectamente esta cuestión cuando dice ([3]):

2ª Objeción: – “Según se expresa el Filósofo en V Ethic., el juez es para los hombres como el derecho viviente. Mas el derecho viviente es mejor que el derecho sin vida de las leyes. Luego hubiera sido mejor encomendar la aplicación del derecho al arbitrio de los jueces que no formular leyes al respecto.”

Respuesta a la 2ª: “Según expone el Filósofo en 1 Rhetor., es mejor regularlo todo con la ley que dejarlo todo al arbitrio de los jueces. Y esto por tres razones. Primera, porque es más fácil encontrar las pocas personas doctas capaces de hacer buenas leyes que las muchas que se requerirían para juzgar de cada caso en particular. Segunda, porque los que hacen las leyes estudian detenidamente cada una de ellas, pero los juicios sobre singulares se refieren a casos que ocurren de improviso, y es más fácil discernir lo justo examinando muchos casos que considerando uno solo. Tercera, porque los legisladores juzgan en universal y refiriéndose al futuro, en cambio, quienes presiden un tribunal juzgan sobre hechos presentes, respecto de los cuales fácilmente se dejan influir por sentimientos de amor, de odio o de cualquier otra pasión, con lo cual su juicio queda pervertido.

“Por consiguiente, dado que el derecho viviente del juez no abunda mucho y es demasiado elástico, era necesario determinar por medio de leyes, siempre que fuera posible, lo que se ha de considerar justo, dejando poquísimas cosas al arbitrio de los hombres.”

De hecho, es en virtud del mismo principio que debemos evitar, mediante leyes y reglamentos, en la A.C. como en otras asociaciones religiosas, que la decisión de cuestiones concretas muy delicadas se confíe a cada miembro, que será así a la vez parte y juez.

Tomemos como ejemplo un caso concreto. La Federación Mariana Femenina de São Paulo sintió la necesidad de prescribir normas de vestimenta para las Hijas de María, impulsada sobre todo por el deseo de resolver las complejas cuestiones que la adopción de una vestimenta adecuada plantea en la práctica. Era entonces director de la Federación el Padre José Gaspar de Afonseca e Silva, más tarde “ad maiora vocatus”. El establecimiento de estas normas, que será útil transcribir, absorbió gran parte de la atención del ilustre autor, lo que demuestra que los problemas allí resueltos no estaban al alcance de cualquiera. El resultado fue una obra de raro equilibrio y gran utilidad. Las Hijas de María disponían así de un medio de santificación que no era necesario por falta de formación interior, sino que, por el contrario, era necesario como único medio de dar cumplimiento concreto a los impulsos generosos que la formación interior había suscitado.

Transcribimos aquí el docto y prudente documento:

“A) – MODA

  1. a) — La moda debe estar en absoluta conformidad con la modestia cristiana, excluyendo cualquier exageración, incluida la pintura;
  2. b) — se requiere manga larga hasta los puños para la recepción de los Sacramentos, así como en cualquier ocasión en que el Santísimo Sacramento esté expuesto;
  3. c) — en todas las demás circunstancias, se tolerarán las mangas cortas cuando lleguen hasta el codo;
  4. d) — Una Hija de María nunca puede llevar un vestido sin mangas.
  5. B) – DIVERSIONES

En la medida de lo posible, la Hija de María sólo debe presentarse en sociedad en compañía de su familia.

  1. a) — Bailes: en las condiciones anteriores, se toleran los bailes familiares, en los que sólo se permitirá bailar, respetando las normas intrínsecas de modestia.
  2. b) — Playas: en cualquier playa de baño, la Hija de María deberá mantener la máxima distinción, como exige el título que la honra. Elegirá sabiamente su atuendo y en ningún caso dejará de ponerse la bata cada vez que salga del agua. En ninguna otra ocasión se le permitirá abstenerse de medias o llevarlas cortas.
  3. c) — Piscinas: Se prohíbe expresamente a la Hija de María participar en baños mixtos en piscinas.
  4. d) — Clubs de regatas o natación: Dada la inevitable promiscuidad de los clubes de regatas y natación, está prohibido que la Hija de María se inscriba en ellos.
  5. e) – Carnaval: Se prohíbe expresamente a la Hija de María participar en bailes y en grupos de juerguistas de carnaval, así como llevar atuendos masculinos o cualquier disfraz que pueda, por leve que sea, ofender las reglas de la decencia.

Párrafo único: La ropa masculina está siempre prohibida a la Hija de María, en cualquier circunstancia. La prohibición del pijama se extiende también a las playas de baño.

Nota: — Si una Hija de María se encuentra en la imposibilidad de cumplir al pie de la letra alguna de estas disposiciones, deberá presentar inmediatamente, después de consultar a su confesor, el caso al Rvdo. Padre Director de su Pía Unión, quien le dará la solución que considere más oportuna, cuidando de ponerla en conocimiento de la Federación de su diócesis. En caso contrario, la falta cometida dará lugar a la exclusión inmediata de la Hija de María de la Pía Unión.

Cuando la Junta se entere de la eliminación de una Hija de María, debe hacerlo con elevación de espíritu, y de ningún modo permitir que se hagan comentarios descorteses al respecto. La Junta deberá esforzarse por llevar a cabo un intenso apostolado con la infractora, con el fin de conducirla a mejores sentimientos y, cuando sea posible, hacerla volver al rebaño mariano después de un nuevo período de noviciado”.

*   *   *   *   *

La utilidad de tales normas es evidente. En efecto, la finalidad de la ley no es sólo aclarar, sino ordenar y castigar. Es correcto, loable y explicable que los miembros de una determinada asociación no quieran detenerse en los límites extremos sugeridos o tolerados por la moral, sino que se propongan reaccionar contra el paganismo del entorno, no usando solamente lo que es lícito, sino también vistiéndose únicamente de manera compatible con la más severa y rigurosa pureza de costumbres. Es natural que una organización como esta tenga derecho a exigir a sus miembros el cumplimiento de las normas que constituyen su finalidad. Sólo un temperamento marcadamente volátil podría sentirse agraviado por algo así.

Por último, sólo si aceptáramos la acción mágica o mecánica de la Sagrada Liturgia, podríamos concebir que algún miembro de tales asociaciones transgrediese alguna vez el pudor en el vestir o en el comportamiento. ¿Cómo puede defenderse la asociación si no es castigando al miembro infractor? ¿Cómo establecer un castigo sin una ley previa? ¿Hemos ido demasiado lejos? Pues exageró con nosotros la Santa Sede. La Sagrada Congregación del Concilio, durante el pontificado de Pío XI, en un documento del 12 de enero de 1930 ([4]), decretó que:

“I. Los párrocos y los predicadores, cuando tengan ocasión, insistan, reprendan, amenacen y exhorten a los fieles, según las palabras de San Pablo, para que las mujeres se vistan de una manera que respire modestia y sea ornamento y salvaguardia de la virtud; (…)

III – Que los padres prohíban a sus hijas participar en ejercicios públicos y concursos gimnásticos, y si sus hijas se ven obligadas a hacerlo, que se aseguren de que visten de forma que se respete la decencia, y que nunca toleren una vestimenta inmoral; (…)

VII – Que se establezcan y propaguen asociaciones femeninas con el fin de frenar, con su consejo, ejemplo y acción, los abusos contrarios al pudor cristiano en el modo de vestir, y que se propongan promover la pureza de costumbres y el recato en el vestir; (…)

VIII – En las asociaciones piadosas de mujeres, no se admite a las que se visten sin pudor; si los miembros de la asociación son reprensibles en este punto, se les reprenderá y, si no se arrepienten, se les excluirá”.

Como vemos, es la propia Santa Sede la que considera que los estatutos de las asociaciones deben ocuparse de las modas, etc., hasta tal punto que, temiendo que no lo hagan, les ha dotado, en el citado número VII, de una verdadera regulación supletoria. Ahora bien, ¿cómo pueden ser efectivas estas determinaciones sin reglas concretas y fijas que den a los Directivos de las Asociaciones un comportamiento uniforme y un medio de actuar con evidente imparcialidad en todos los casos concretos que se planteen? En efecto, ¿qué puede ser más eficaz para dotar de prestigio a un Director que un reglamento impersonal que pueda aplicar con imparcialidad a todos los problemas que se planteen?

Curiosa contradicción

No queremos concluir el tema sin una observación. Por una curiosa coincidencia, a menudo son las personas que, con mayor entusiasmo, defienden la doctrina de la incorporación de la A.C. a la Jerarquía, las que más se oponen a que la A.C. adopte los códigos de moda vigentes en ciertas Pías Uniones. Sin embargo, la realidad debería ser totalmente diferente. De hecho, cuanto más elevadas son las funciones, más severas son las obligaciones. Sería una profanación del mandato recibido, pretender que de él resultara otra cosa que un mayor y más radical alejamiento de todo lo malo y una práctica más perfecta de todo lo bueno. Pero si hay contradicción, esta puede explicarse: la nota común de ambas actitudes reside en el deseo de disminuir toda autoridad y todo freno.

e) – con relación a la aplicación de sanciones a los miembros descarriados.

Ya que tratamos estos espinosos temas, no queremos eludir el penoso deber de mostrar a qué extremos de coherencia en el error pueden llevar ciertas pasiones. Ya hemos visto la extraña doctrina de que no es propio de la A.C. excluir, suspender o aplicar sanción alguna a sus miembros descarriados. En el documento que acabamos de mencionar, vemos cómo la Sagrada Congregación del Concilio prescribía a las asociaciones religiosas el deber de fulminar tales penas, y lo hacía en tales términos que la A.C. no podía en modo alguno eximirse de la misma obligación, con lo cual indirectamente la Sagrada Congregación del Concilio condenaba la afirmación que ahora refutamos. No será superfluo, sin embargo, que añadamos a este argumento de autoridad, que debería ser suficiente, otros más. El rechazo de las penas procede directamente de la negación de la legitimidad o de la conveniencia de tener reglamentos para las asociaciones religiosas y para la A.C. Demostrada la legitimidad de tales reglamentos, las consecuencias pendientes de la tesis contraria caen por tierra. Limitémonos, pues, a añadir a lo dicho algunas nociones de simple sentido común apoyadas en textos de la Escritura.

De hecho, contra este y otros muchos de los errores que refutamos en este libro, la única manera de responder es recurrir a argumentos inmediatamente accesibles al sentido común. De hecho, estos errores atacan tantos puntos de la doctrina católica y chocan en tantos puntos con Santo Tomás que, refutarlos en profundidad, exigiría escribir un tratado contra cada uno de ellos.

Blandura y persuasión, ante todo

Es evidente que, dado que el apostolado de la Iglesia consiste esencialmente en una acción que pretende tanto predicar una doctrina como educar la voluntad en la práctica de esta doctrina, todo apóstol, sea obispo, sacerdote o seglar, debe preferir sobre todo los procesos que obtienen una plena elucidación de la inteligencia y la adhesión espontánea y profunda de la voluntad. A este fin deben contribuir los mejores esfuerzos de quien se dedica al apostolado. Para alcanzar la mayor perfección en el empleo de todos los métodos capaces de conducir a tan deseable fin, el celo de los apóstoles debe saber multiplicar indefinidamente los recursos de su industria, y su paciencia debe extender con inmensa amplitud la acción de la caridad y de la bondad a todos aquellos con quienes se realiza el apostolado.

Por eso nos parece muy censurable que algunos apóstoles seglares hagan de los medios exclusivamente penales o coercitivos su único proceso educativo. Nunca hacen un esfuerzo serio y persistente por explicar, aclarar o definir ciertas verdades, con el fin de establecer convicciones profundas y estructurar principios sólidos. Nunca se esfuerzan por resolver los problemas morales que surgen, a veces dramáticamente, en las almas rebeldes a la acción del apóstol, mediante una acción personal hecha enteramente de mansedumbre y caridad. Un castigo y se acabó: esa es la pedagogía simplista de muchos apóstoles, de muchos educadores. No hacen falta argumentos para demostrar a las mentes de sentido común lo alejadas que están esas prácticas del pensamiento de la Iglesia y del régimen moral establecido con la ley de la gracia, en el dulce ambiente de la Nueva Alianza. Nunca seríamos nosotros quienes cerráramos filas en torno a estos oscuros procesos educativos, más afines al jansenismo que al catolicismo.

Este error taciturno no tiene nada en común con las doctrinas que aquí refutamos, que pecan precisamente por el extremo opuesto. Sin embargo, hemos querido manifestar explícitamente nuestra condena formal, categórica y decidida de cierto pedagogismo o de ciertos procesos de apostolado que consisten exclusivamente en la truculencia, para que nunca se suponga que, al condenar el extremo opuesto, pretendemos de algún modo, directa o indirectamente, explícita o implícitamente, abogar por la causa de esa oscura pedagogía, que aún ha dejado entre nosotros sus adeptos, pero cuyo tiempo, sin duda, ha pasado.

En realidad, sin embargo, y precisamente porque ha pasado la época de este tenebroso pedagogismo, el mal más actual, más acuciante y más ruinoso en todos los ambientes donde se ejerce el apostolado seglar consiste en el extremo opuesto. Las nuevas doctrinas relativas a la Acción Católica han reforzado aún más las marcadas exageraciones que se señalaban a este respecto.

¿Castigar es falta de caridad?

Ya antes de la fundación de la A.C. entre nosotros, se advertía generalmente la idea de que los reglamentos y estatutos de las asociaciones religiosas deberían contener castigos, tales como suspensiones, exclusiones, etc., mucho más por el mero efecto de intimidación que para ser traducidos en la práctica por enérgicos actos disciplinarios. La razón principal era que los castigos hacen sufrir, y que no es propio de la religión católica, que está llena de suavidad y dulzura, causar sufrimiento a nadie; y que, además, los castigos no tienen ninguna utilidad real, porque irritan al infractor contra la Iglesia, y, cuando consisten en la exclusión, lo arrojan al abismo de la perdición, sin ningún beneficio para él. A estas razones, los nuevos errores sobre la A.C. han añadido otras. La Acción Católica no debería tener penalizaciones en su reglamento, para no alejar a los interesados en inscribirse, y porque es humillante y contrario a la dignidad humana que las personas se guíen por el miedo y no por el amor. Puesto que la Acción Católica tiene procesos apostólicos irresistibles —y esto en el sentido más estricto y literal de la palabra—, ¿por qué utilizar penalizaciones que siempre serán inútiles?

Las consecuencias de estos errores son cada vez más patentes entre nosotros, por lo que es necesario ponerles fin cuanto antes. Hubo un tiempo en que el mero hecho de llevar el distintivo de ciertas asociaciones religiosas era garantía de una piedad ardiente y vigorosa, de una formación esmerada y de una seguridad absoluta. Hoy… ¿quién se atrevería a decir lo mismo? El número de miembros se ha multiplicado, pero la formación no ha crecido en proporción. Las élites se han ahogado y diluido en la turba de espíritus banales, sin mayor impulso hacia la perfección y el heroísmo. El mal ejemplo, la creación de un ambiente refractario a cualquier incitación a la virtud total, todo ello se hizo cada vez más frecuente. Y, desgraciadamente, no son pocos las cofradías actuales en las que, en la misma paz, conviven “unos, otros, … y serpientes”. ¿Por qué ocurre esto? Sencillamente, porque un falso sentimentalismo religioso ha desarmado a menudo los brazos de los responsables seglares que deberían moverse, bajo las órdenes de la Autoridad Eclesiástica, para evitar que “Jerusalén se convierta en una cabaña para almacenar fruta”.

Panorama real

Para que comprendamos cabalmente la necesidad de que se incluyan penas en los estatutos particulares de cada rama de la A.C., así como de que estas penas se apliquen en la práctica, debemos, en primer lugar, estar profundamente convencidos de que no existen métodos irresistibles de apostolado. Nuestro Señor Jesucristo, Modelo Divino de apóstol, encontró las más crueles resistencias, y de Él, después de escuchar largamente sus adorables enseñanzas y contemplar sus ejemplos infinitamente perfectos, salió un malhechor, con el corazón helado y el alma ennegrecida, que no fue un criminal cualquiera, sino precisamente el mayor malhechor de toda la historia, hasta que venga el Anticristo.

Desarrollaremos esta tesis con más profundidad en otro capítulo. Por ahora, baste recordar que todos nos encontraremos con almas endurecidas en el error y en el pecado, que serán refractarias a cualquier acción apostólica. Si nunca nos encontráramos con almas así, si pudiéramos estar seguros de que nuestros esfuerzos tendrían siempre e invariablemente éxito, es obvio que mal haría quien expulsara a un miembro indigno de cualquier organización religiosa, y especialmente de la Acción Católica. Pero la realidad, por desgracia, es muy distinta. Sin un requintado orgullo no podemos esperar un éxito que Nuestro Señor no obtuvo. El cuadro que se nos presenta es el siguiente: en cualquier asociación, o en la Acción Católica, no es extraño que de vez en cuando aparezca una deserción; pero el miembro defectuoso, en vez de abandonar la asociación, permanece en ella con la mala doctrina y la mala vida que ha abrazado. Agotados los medios suasorios para reconducir al alma descarriada al recto camino, surge la pregunta: ¿qué se puede hacer?

La impunidad sistemática es una falta de caridad:

a) – hacia la sociedad

La misma situación existe de forma permanente en la sociedad temporal, y a nadie se le ocurriría sugerir que, por caridad cristiana, se abrieran los presidios y se rompieran los códigos penales. Atrás quedaron, gracias a Dios, los días del romanticismo, cuando la antipatía del público se dirigía generalmente contra el fiscal, el juez, y la simpatía se volvía enteramente hacia el criminal. Los efectos de este estado de ánimo fueron desastrosos, y al cual, en gran parte, se debe la anarquía generalizada que tantas alarmas causa en nuestros días. No sabemos por qué los restos de esta mentalidad errónea, frívolamente sentimental y claramente anticatólica, desterrada hoy del espíritu de todas las leyes, han anidado precisamente en ciertos ambientes católicos, produciendo a veces, como consecuencia, el mantenimiento, en el seno de nuestras organizaciones, de un ambiente y de unos métodos dilatorios típicamente liberales, hoy proscritos en todas las naciones, incluidas las democráticas y en todas las organizaciones privadas con fines profanos, convenientemente estructuradas. ¿Por qué el error se refugió precisamente en algunas de las arenas donde se libra la lucha por la Verdad? Las razones que nos llevan a considerar reprobable, absurda y anárquica la falta de sanciones eficaces capaces de infundir miedo en las sociedades profanas, deberían llevarnos a reconocer que también son imprescindibles en las entidades religiosas. Sin embargo, no es esto lo que se piensa o se practica en ciertos sectores de nuestro laicado.

Sin embargo, nos debe animar el ejemplo decisivo de la Santa Iglesia, que en su Código de Derecho Canónico establece, define y regula penas severísimas, y lo mismo hace cuando aprueba los Estatutos, Reglas o Constituciones de las diversas Congregaciones u Órdenes Religiosas. Si se reconoce esta necesidad para el clero y los religiosos, ¿qué decir de las asociaciones de seglares?

Santo Tomás de Aquino demuestra magníficamente la necesidad de las penas. En el texto que hemos citado sobre la necesidad de las leyes, el Doctor máximo expresa implícitamente su opinión sobre la necesidad de las penas, porque afirma que una de las ventajas de una ley es la perspectiva de la pena que resulta de su no observancia. Y, francamente, nos sentimos avergonzados de tener que demostrar algo tan obvio.

Por supuesto, si tuviéramos en cuenta el interés exclusivo de la persona a la que se destina la pena, a veces sería mejor aplazar indefinidamente el castigo. En efecto, hay almas que, bajo la severa acción de una pena, se apartan aún más del bien. Es cierto, pues, que la aplicación de la pena debe hacerse con gran discernimiento, evitando ambos excesos, es decir, no remitir nunca una pena, o no aplicarla nunca. En esta materia, es necesario sobre todo tener en cuenta que cualquier transgresión disciplinaria es, en primer lugar, un atentado contra la finalidad de la asociación y, en segundo lugar, una violación de los derechos de la colectividad. Incluso ciertos intereses individuales legítimos deben sacrificarse en favor de dos valores de tan alta naturaleza. Y si, con la aplicación de una pena, algunas almas se endurecen, sufren un justo castigo que en modo alguno debe desarmar la defensa de los derechos de la comunidad. El Espíritu Santo ha descrito admirablemente el comportamiento perverso de las almas que desprecian el justo castigo que merecen, y lo ha hecho de tal manera que indica claramente que ese endurecimiento era una consecuencia delante de la cual el juez no debía retroceder sistemáticamente. Así, dice que

“miseria e ignominia experimentará el que huye la corrección” (Prov XIII, 18).

Y añade:

“el que escucha las reprensiones saludables, conversará entre los sabios. Quien desecha la instrucción, menosprecia su propia alma; pero el que se somete a las correcciones, se enseñorea de su corazón. El temor del Señor enseña la sabiduría; y a la gloria ha de preceder la humildad” (Prov XV, 31-33).

Es característico de

“el hombre corrompido no ama al que le corrige” (Prov XV, 12).

Por eso,

“bienaventurado el hombre que está siempre temeroso de ofender a Dios; pero el de corazón duro y desandado se precipitará en la maldad” (Prov XXVIII, 14).

No podrá quejarse legítimamente del castigo que merece, pues

“el látigo es para el caballo, el cabestro para el asno, y la vara para las costillas de los necios” (Prov XXVI, 3).

De hecho, ¿qué ventaja puede obtener una asociación religiosa manteniendo a tales miembros en su gremio? ¿Cómo pueden servir? El Espíritu Santo dice:

“el hombre apóstata es un hombre perniciosísimo, no habla más que iniquidades” (Prov VI, 12).

Y añade:

“maquina el mal en su depravado corazón, y en todo tiempo siembra discordias” (Prov. VI, 14).

Su apostolado es estéril:

en las ganadas del impío no hay más que inquietudes” (Prov XV, 6).

Hay que tener en cuenta, como ya hemos dicho, que hay almas refractarias al apostolado por la profunda malicia en que se encuentran, como dice la Sabiduría (I, 4-5):

“así es, que no entrará en alma maligna la sabiduría, ni habitará en el cuerpo sometido al pecado; porque el Espíritu Santo, que la enseña, huye de las ficciones, y se aparta de los pensamientos desatinados, y se ofenderá de la iniquidad que sobrevenga”.

La Sabiduría también dice de estas almas malvadas (I, 16):

“mas los impíos, con sus hechos y palabras, llamaron a la muerte; y reputándola como amiga, vinieron a corromperse hasta hacer con ella alianza, como dignos de tal sociedad”.

De estas almas dice la Escritura:

“Como un vaso roto, así es el corazón del fatuo; no puede retener ni una gota de sabiduría” (Eclo XXI, 17).

Y de nuevo:

“Como una casa demolida es la sabiduría para el necio, y la ciencia del insensato se reduce a dichos ininteligibles” (Eclo XXI, 21).

¿Por qué intentar retener almas de este calibre a toda costa, con riesgo para el bien, desedificación general y peligro para la disciplina?

“Quien pretende amaestrar a un tonto, es como el que quiere reunir con engrudo los pedazos de un tiesto. Quien cuenta una cosa al que no escucha, hace como el que quiere despertar de su letargo al que duerme. Habla con un dormido quien discurre de la sabiduría con un necio, el cual al fin del discurso suele decir: ¿Quién es este?” (Eclo XXII, 7-9).

“No deis a los perros las cosas santas, ni echéis vuestras perlas a los cerdos, no sea que las huellen con sus pies, y se vuelvan contra vosotros y os despedacen.” (Mt VII, 6).

Esta invulnerabilidad a la acción apostólica es a veces un castigo de Dios, y al mantener a tal asociado en su gremio, la A.C. tiene dentro de sí una raíz de pecado que sólo un grande y raro milagro de la gracia puede devolver a un buen espíritu.

A veces, esta ceguera es obra del diablo. La Escritura se refiere a esa ceguera más de una vez:

“que si todavía nuestro Evangelio está encubierto, es solamente para los que se pierden, para quienes está encubierto; para esos incrédulos cuyos entendimientos ha cegado el dios de este siglo, para que no les alumbre la luz del Evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios” (2 Cor IV, 3-4).

b) – hacia los que merecen castigo

Añadamos de entrada que, si bien el eventual daño que una pena puede causar a ciertas almas no es, a veces, más que un justo castigo que merecían y cuya inminencia no debe desarmar la defensa de derechos superiores, como los de la Iglesia y los demás miembros de la asociación, por el contrario, la pena es a veces una medicina saludable para el propio infractor. Así, evitarle la pena sería privar al miserable del acceso al único camino que aún podría conducirle a la reparación. Es, pues, una verdadera falta de caridad reducir los artículos penales de los estatutos a una completa o casi completa ineficacia.

El hijo pródigo sólo regresó a la casa paterna después de haber sido severamente castigado por las consecuencias de su acto. La Providencia divina ha reconducido generalmente al buen camino a los mayores pecadores mediante la penitencia y el castigo, hasta tal punto que podemos considerar las mayores desventuras como las más preciosas de las gracias que Dios concede al pecador. Las propias almas justas sólo progresan a costa de las purgas espirituales, a veces atroces, de sus defectos, y tenía mucha razón el alma piadosa que llamaba al sufrimiento el octavo Sacramento. Por eso, cuando hacemos de la inaplicación perpetua de las penas un método, debemos preguntarnos si no estamos robando a las almas defectuosas un medio precioso de enmendarse. La respuesta sólo puede ser afirmativa. “Quien escasea el castigo, quiere mal a su hijo: mas quien le ama, le corrige continuamente”, dice la Escritura (Prov XIII, 24). El presidente que sistemáticamente, y sin discernimiento alguno, rechaza las penas merecidas por aquellos bajo su jurisdicción, los odia. Recordamos a cierto presidente que se lamentaba de la decadencia general de su cuerpo. Las reglas ya no se respetaban, la asistencia disminuía y el espíritu general, día tras día, mostraba nuevos signos de torpor. “Reconozco”, nos decía, “que unas cuantas exclusiones remediarían el problema, pero —y volvía los ojos oblicuamente hacia el cielo, sonriendo al mismo tiempo con visible complacencia— soy demasiado bueno para eso”.

¿Demasiado bueno? ¿Es demasiado buena una persona que presencia, por molicie, cómo se desmorona una iniciativa de cuyo éxito dependería la salvación de tantas almas? Sin dudarlo, decimos que esta persona hacía más daño a la Iglesia que todas las sectas e iglesias protestantes, espiritistas, etc. que actuaban en el mismo lugar.

De hecho, el efecto del castigo sobre el infractor es tan precioso que “quien escasea el castigo, quiere mal a su hijo…”, como dicen los Proverbios (XIII, 24). Si la A.C. escatima a sus miembros castigos verdaderamente indispensables, los odia. En cambio, “…quien le ama, le corrige continuamente” (Prov XIII, 24).

¿Por qué? “Pegada está la necedad al corazón del muchacho; mas la vara del castigo la arrojará fuera” (Prov XXII, 15). Del muchacho… ¡y de cuántos adultos! Hay almas que necesitan castigo para no perderse para siempre:

“No escasees la corrección al muchacho pues, aunque le des algún castigo, no morirá. Aplícale la vara del castigo, y librarás su alma del infierno” (Prov XXIII, 13-14).

Esto equivale a decir: “Si no lo golpeas con la vara, expondrás su alma al infierno”. Cuánta razón tiene, pues, el Divino Espíritu Santo cuando dice:

Mejor es una corrección manifiesta, que el amor que no se muestra con obras. Mejores son las heridas que vienen del amigo, que los besos fingidos del enemigo” (Prov XXVII, 5-6).

Por tanto, no tengamos miedo de faltar a la caridad haciendo un uso decidido y eficaz de los castigos. De hecho, tenemos como modelo al mismo Dios que, “tiene misericordia, y los amaestra, y los guía cual pastor a su grey” (Eclo XVIII, 13).

Sería ridículo argumentar lo contrario con las hermosas palabras del Eclesiastés cuando dice:

“Bueno es que socorras al justo; mas no por eso retires tu mano de otros que no lo son; pues quien teme a Dios, a nadie desecha” (Ecl VII, 19).

Y si, como acabamos de ver, el castigo es una verdadera ayuda, entonces quien no castiga cuando es necesario “retira su mano” del pecador y lo “desprecia”.

¿Severidades del Antiguo Testamento derogadas por la Ley de la Gracia? ¡Estulticia! Escuchemos a San Pablo:

“… sino que os habéis olvidado ya de las palabras de consuelo, que os dirige Dios como a hijos, diciendo en la Escritura: Hijo mío, no desprecies la corrección o castigo del Señor, ni caigas de ánimo cuando te reprende. Porque el Señor al que ama, le castiga; y a cualquiera que recibe por hijo suyo, le azota y le prueba con adversidades.

 “Sufrid, pues, y aguantad firmes la corrección. Dios se porta con vosotros como con hijos; porque ¿cuál es el hijo, a quien su padre no corrige? Que si estáis fuera de la corrección o castigo, de que todos los Justos participaron, bien se ve que sois bastardos, y no hijos legítimos. Por otra parte, si tuvimos a nuestros padres carnales que nos corrigieron, y los respetábamos y amábamos, ¿no es mucho más justo que obedezcamos al Padre de los espíritus, para alcanzar la vida eterna? Y a la verdad aquellos por pocos días nos castigaban a su arbitrio; pero este nos amaestra en aquello que sirve para hacernos santos.

“Es indudable que toda corrección por el pronto parece que no trae gozo, sino pena; mas después producirá en los que son labrados con ella, fruto apacibilísimo de justicia” (Heb XII, 4-11).

Se ha hablado mucho del egoísmo de los profesores que, por no querer contener su mal humor, castigan excesivamente a sus alumnos. El Día del Juicio se verá que el número de almas que se han perdido, porque los maestros egoístas no quisieron imponerse el disgusto de castigar a un alumno, es mucho mayor de lo que generalmente se piensa.

Hay que añadir que la sanción es a menudo el único medio de reparar los principios ofendidos o la autoridad despreciada. Renunciar a ella significa introducir en la organización una atmósfera de indiferentismo doctrinal o de laxismo, cuyas consecuencias son inmensamente funestas.

c) – hacia los que periclitan

También hay que señalar que la pena ofrece la considerable ventaja de, por temor, alejar a los asociados vacilantes de la seducción del mal.

El Espíritu Santo dice:

“A los pecadores públicos y obstinados has de reprenderlos delante de todos, para que los demás teman” (I Tim V, 20).

Y es que

“castigado el escandaloso, el párvulo o simple se hará más avisado” (Prov XXI, 11).

En efecto, el conocimiento de las penas es siempre muy útil:

“Con la misericordia y la verdad se expía el pecado, y con el temor del Señor se evita el mal” (Prov XVI, 6),

y las penas de la A.C. o de las asociaciones auxiliares son excelentes medios para mostrar a los miembros descarriados que se engañan en vano si piensan que todavía tienen el favor del Señor.

Efectivamente,

“el temor del Señor es una fuente de vida para librarse de la ruina de la muerte” (Prov XIV, 27).

Así, cuando perdonamos a los malvados las penas que merecen, ponemos injustamente en peligro la perseverancia de los tibios, de los vacilantes, de los que dudan, es decir, de los arbustos rotos y de las mechas humeantes que el Señor no quiere que se rompan ni que se apaguen, sino que se revigoricen y perseveren.

“Y sucede que los hijos de los hombres, viendo que no se pronuncia luego la sentencia contra los malos, cometen la maldad sin temor alguno” (Ecl VIII, 11).

d) – hacia los buenos

Finalmente, de otra manera, faltamos a la caridad al mantener una atmósfera de impunidad perpetua en el seno de la A.C. o de sus asociaciones auxiliares. Mantener malos elementos dentro de una asociación es transformarla de medio de santificación en medio de perdición, exponiendo a peligros espirituales a quienes se habían refugiado a la sombra de la asociación precisamente para escapar de ellos.

La advertencia del Espíritu Santo a este respecto es grave:

“El que tocare la pez, se ensuciará con ella; y al que trata con el soberbio, se le pegará la soberbia” (Eclo XIII, 1).

El peligro de las malas amistades es siempre considerable:

“El hombre inicuo halaga a su amigo, y le guía por malos caminos” (Prov XVI, 29).

Por eso la Escritura nos advierte:

“¿Quién será el que tenga compasión del encantador mordido de la serpiente que maneja, ni de todos aquellos que se acercan a las fieras? Así será del que se acompaña con un hombre inicuo, y se halla envuelto en sus pecados” (Eclo XII, 13).

Es precisamente esta peligrosa compañía de necios la que se pretendería imponer a todos los miembros de la A.C. ¡con el pretexto de la caridad! Olvidamos así la observación de San Pablo según la cual “un poco de levadura hace fermentar toda la masa” (Gal V, 9).

No dejemos “que ninguna raíz de amargura, brotando fuera y extendiendo sus ramas, sofoque la buena semilla, y por dicha raíz se infeccionen muchos” (Heb XII, 14-17). Esto sería una falta de caridad.

De hecho, la prudencia más común debería llevarnos a la misma consecuencia. Cuántas crisis internas, cuántos desórdenes, cuánta división de espíritus podrían evitarse a veces, si un golpe solerte librase ciertos ambientes de elementos que deberían haber salido espontáneamente, porque son personas de las que la Escritura dice:

“El hombre apóstata es un hombre perniciosísimo, no habla más que iniquidades” (Prov VI, 12).

Son las personas que

maquina el mal en su depravado corazón, y en todo tiempo siembra discordias” (Prov VI, 14).

Además, estos disturbios se producen a menudo por el contacto entre mentalidades diferentes, una ortodoxa, recta, amiga de la Verdad y del Bien, y otra heterodoxa, cómplice encubierta de todos los errores y dispuesta a transigir con el mal. ¿Cómo evitar el choque en este caso? De hecho, la presencia de tales elementos debe perturbar a los elementos sanos, a los que amenazan con corromper:

“El temor del Señor aborrece el mal: yo detesto la arrogancia y la soberbia, todo proceder torcido, y toda lengua dolosa” (Prov VIII, 13).

“Cuando el lobo trabe amistad con el cordero, entonces la tendrá el pecador con el justo” (Eclo XIII, 21).

En tales casos, todas las incitaciones a la concordia serán vanas: terminarán inevitablemente en la derrota de los representantes de la buena mentalidad, si la cofradía no se libera de la influencia de los malos.

Las sanciones no privan a la A.C. de auxiliares útiles

Además, ¿qué ventaja puede esperar la A.C. de la cooperación de tales miembros en su trabajo? Prestarán siempre el concurso de un adoctrinamiento incoherente o de un apostolado incompleto:

“Así como en vano tiene un cojo hermosas piernas, así desdicen de la boca del necio las palabras sentenciosas” (Prov XXVI, 7).

No tiene sentido objetar que si los extraños a la A.C. se dan cuenta de que está organizada con tal disciplina, por temor en ella no entrarán. El rigor de la ley no impide la entrada a quienes tienen, no la Sabiduría, sino incluso un simple “initium Sapientiae”. Por esta razón, San Benito, legislador profundo y tal vez inspirado, pensó que podía hacer atractiva su Regla monástica inscribiendo esta invitación en la primera página: “Venid, hijos, escuchadme, que yo os enseñaré el temor del Señor” (Sal XXXIII, 12).

Por eso, con gran razón hay que temer la falta de energía:

“Quien absuelve al impío y quien condena al justo, AMBOS son igualmente abominables a Dios” (Prov XVII, 15).

Y, por supuesto,

“Cosa muy mala es tener miramientos a la persona del impío, para torcer la rectitud del juicio” (Prov. XVIII,5).

Bastante razón tenía San Ignacio de Loyola cuando decía que para él eran días gozosos los días de entrada… y de expulsión de un elemento de la Compañía de Jesús.

Tampoco dañan el buen ambiente en la A.C.

Pero, se dirá, el miedo al castigo llena de sombras cualquier ambiente, y nuestras declaraciones están hechas para crear una atmósfera de aprensión y miedo, de melancolía y ansiosa expectación, que están singularmente reñidas con el entusiasmo de la jovialidad, del espíritu confiado y emprendedor que debe reinar en la A.C. No estamos de acuerdo con esta opinión. “El temor del Señor es el principio de la sabiduría” (Prov I, 7). Este es el magnífico premio que se promete a quienes cruzan este severo pórtico:

“Si entrare la sabiduría en tu corazón, y se

complaciere tu alma en la ciencia,

“el buen consejo será tu salvaguardia, y la

prudencia te conservará,

“librándote de todo mal camino, y de los

hombres de lengua perversa,

“de aquellos que abandonan la senda recta,

y andan por veredas tenebrosas;

“que se gozan en el mal que han hecho, y

hacen gala de su maldad;

“cuyos caminos son torcidos, e infames todos

sus pasos…” (Prov. II, 10-15).

Tiene razón el Eclesiástico cuando dice que:

“El temor del Señor es gloria y justo motivo de gloriarse; y es alegría y corona de triunfo. El temor del Señor recreará el corazón, y dará contento, y gozo, y larga vida” (Eclo I, 11-12).

“El temor del Señor es la santificación de la ciencia. La religión guarda y justifica el corazón: ella da gozo y alegría al alma. Quien teme al Señor, será feliz, y bendito será en el día de su fallecimiento” (Eclo I, 17-20).

“Corona de la sabiduría es el temor del Señor, el cual da paz cumplida y frutos de salud” (Eclo I, 22).

“¡Oh, cuan grande es el que adquirió la sabiduría, y el que posee la ciencia! Pero ninguno de los dichos supera al que teme a Dios.

“El temor de Dios se sobrepone a todas las cosas,

“Bienaventurado el hombre a quien le ha sido concedido el don del temor de Dios: ¿con quién compararemos al que le posee?

“El temor de Dios es el principio de su amor: mas debe unírsele el principio de la fe” (Eclo XXV, 13-16).

“Es el temor del Señor como un jardín amenísimo; cubierto está de gloria, superior a todas las glorias” (Eclo XL, 28).

Por eso se comprende perfectamente que San Pablo escribiera:

Por lo cual, carísimos míos, (puesto que siempre habéis sido obedientes a mi doctrina, sedlo ahora) trabajad con temor y temblor en la obra de vuestra salvación, no solo como en mi presencia, sino mucho más ahora en ausencia mía” (Flp II, 12).

Y en la Epístola a los Hebreos (X, 31), decía que “Horrenda cosa es por cierto caer en manos del Dios vivo”, subrayando así el santo temor que debe animarnos constantemente.

El Apóstol insistió en este pensamiento más de una vez:

“Así que ateniéndonos nosotros, hermanos míos, a aquel reino que no está sujeto a mudanza ninguna, conservemos la gracia; mediante la cual, agradando a Dios, le sirvamos con temor y reverencia. Pues nuestro Dios es como un fuego devorador” (Hb XII, 28-29).

Escribiendo a los Romanos desarrolla el mismo pensamiento, refiriéndose en un momento al amor y a la severidad de Dios:

“Porque si Dios no perdonó a las ramas naturales, o a los judíos, debes temer que ni a ti tampoco te perdonará. Considera, pues, la bondad, y la severidad de Dios: la severidad para con aquellos que cayeron, y la bondad de Dios para contigo, si perseverares en el estado en que su bondad te ha puesto; de lo contrario tú también serás cortado” (Rm XI, 21-22).

En el Apocalipsis encontramos también una repetición de lo que dijo el Espíritu Santo en el Antiguo Testamento:

“¿Quién no te temerá, ¡oh, Señor! y no engrandecerá tu santo nombre?” (Ap. XV, 4).

Podemos ver la complacencia con la que San Pablo alaba a los corintios por su “¿…qué celo, qué ardor para castigar…?” las injurias hechas a la Iglesia (2Cor VII, 8-11), porque reconocía las ventajas evidentes de esta disposición para la iglesia de Corinto.

También en la 2ª Epístola a los Corintios (2Cor XIII,1-3), San Pablo mostró el rigor con el que consideraba necesario actuar:

“Mirad que por tercera vez voy a visitaros: por el dicho de dos o tres testigos, como dice la Ley, se decidirá todo.

“Ya lo dije antes estando presente, y lo vuelvo a decir ahora ausente: que si voy otra vez, no perdonaré a los que antes pecaron, ni a todos los demás.

¿O queréis acaso hacer prueba del poder de Jesucristo, que habla por mi boca, y del cual ya sabéis que no ha mostrado entre vosotros flaqueza, sino poder y virtud?”.

Del Príncipe, dijo San Pablo:

“porque el príncipe es un ministro de Dios puesto para tu bien. Pero si obras mal, tiembla, porque no en vano se ciñe la espada; siendo como es ministro de Dios, para ejercer su justicia, castigando al que obra mal” (Rm XIII, 4).

Ahora bien, lo que se dice del Poder Temporal, con toda propiedad de expresión, puede entenderse en este caso como referido al Poder Espiritual, e incluso a sus más pequeños representantes o agentes, como los Presidentes de los organismos religiosos. Y ¡con qué ardor ejerció San Pablo esa función vengadora del Poder Espiritual! Oigámosle dirigirse a los Corintios:

“Algunos sé que están tan engreídos, como si yo nunca hubiese de volver a vosotros.

“Mas bien pronto pasaré a veros, si Dios quiere, y examinaré, no la labia de los que andan así hinchados, sino su virtud.

“Que no consiste el reino de Dios, o nuestra religión, en palabras, sino en la virtud o en buenas obras.

“¿Qué estimáis más? ¿que vaya a vosotros con la vara o castigo, o con amor y espíritu de mansedumbre?” (1 Co IV, 18-21).

Y de nuevo:

“Es ya una voz pública de que entre vosotros se cometen deshonestidades, y tales, cuales no se oyen ni aun entre gentiles, hasta llegar alguno a abusar de la mujer de su propio padre.

“Y con todo vosotros estáis hinchados de orgullo; y no os habéis al contrario entregado al llanto, para que fuese quitado de entre vosotros el que ha cometido tal maldad.

“Por lo que a mí toca, aunque ausente de ahí con el cuerpo, mas presente en espíritu, ya he pronunciado, como presente, esta sentencia contra aquel que así pecó.

“En nombre de nuestro Señor Jesucristo, uniéndose con vosotros mi espíritu, con el poder que he recibido de nuestro Señor Jesús,

“sea ese que tal hizo, entregado a Satanás, o excomulgado, para castigo de su cuerpo, a trueque de que su alma sea salva en el día de nuestro Señor Jesucristo.

“No tenéis, pues, motivo para gloriaros. ¿No sabéis acaso que un poco de levadura aceda toda la masa?” (1 Co V, 1-6).

“Os tengo escrito en una carta: No tratéis con los deshonestos:

“claro está que no entiendo decir con los deshonestos de este mundo, o con los avarientos, o con los que viven de rapiña, o con los idólatras; de otra suerte era menester que os salieseis de este mundo.

“Cuando os escribí que no trataseis con tales sujetos, quise decir, que si aquel que es del número de vuestros hermanos es deshonesto, o avariento, o idólatra, o maldiciente, o borracho, o vive de rapiña, con este tal ni tomar bocado.

“Pues ¿cómo podría yo meterme en juzgar a los que están fuera de la Iglesia? ¿No son los que están dentro de ella, a quienes tenéis derecho de juzgar?

“A los de afuera Dios los juzgará. Vosotros empero apartad a ese mal hombre de vuestra compañía” (1 Co V, 9-13).

Los textos de san Pablo podrían citarse en número aún mayor. Tomemos sólo algunos más:

“Por último, hermanos, orad por nosotros, para que la palabra de Dios se propague más y más, y sea glorificada en todo el mundo, como lo es ya entre vosotros; y nos veamos libres de los díscolos y malos hombres, porque al fin no es de todos el alcanzar la fe” (2Tes III, 1-2).

Y en la misma Epístola (III, 6) el Apóstol añade:

“Por lo que os intimamos, hermanos, en nombre de nuestro Señor Jesucristo, que os apartéis de cualquiera de entre vuestros hermanos que proceda desordenadamente, y no conforme a la tradición o enseñanza, que ha recibido de nosotros” (2Tes III, 6).

Y más adelante (13-15):

“Vosotros, hermanos, de vuestra parte, no os canséis de hacer bien. Y si alguno no obedeciere lo que ordenamos en nuestra carta, tildadle al tal, y no converséis con él, para que se avergüence y enmiende; mas no le miréis como a enemigo, sino corregidle como a hermano con amor y dulzura” (2Tes III, 13-15).

Evitemos cualquier unilateralismo

Defendiendo tan austeros principios, nunca querríamos ser unilaterales. ¡Dios nos libre de olvidar la mansedumbre del Evangelio! El mismo Espíritu Santo pone límites a la acción de la justicia, cuando advierte en el Antiguo Testamento:

“Corrige a tu hijo: no pierdas las esperanzas [de la enmienda]; pero no llegue tu severidad hasta ocasionarle la muerte” (Prov XIX, 18).

Pero si no queremos olvidar los límites fuera de los cuales la justicia sería odiosa, Dios nos libre de olvidar también los límites fuera de los cuales la tolerancia no sería menos odiosa. ¿No es en la observancia de ambos límites donde reside la perfección?

Se trata de un difícil equilibrio entre la bondad y la fidelidad a la ley:

“Muchos son los hombres llamados misericordiosos: mas un hombre en todo fiel, ¿quién le hallará?” (Prov. XX, 6).

La Santa Iglesia, siempre fiel a la doctrina revelada, ha consagrado los mismos principios, como ya hemos dicho, en su legislación. Típica en este sentido es la situación en que se encuentran los “excomulgados vitandos”, los cuales, además de la privación de los bienes espirituales a que están sujetos todos los excomulgados, deben ser evitados por los fieles, incluso en las cosas profanas, conversaciones, saludos, etc., exceptuando sólo lo absolutamente indispensable, así como los empleados, parientes o similares (Canon, 2257). Para ver la espantosa situación en la que la Iglesia arroja al excomulgado “vitando”, obsérvese lo siguiente: si una persona que ha incurrido en esta pena entra en una iglesia donde se está celebrando el Santo Sacrificio de la Misa, el celebrante debe detenerse hasta que el excomulgado haya sido expulsado del recinto. Pero si esto no es posible, debe interrumpir el Sacrificio si no ha llegado al Canon o a la Consagración, y si ya ha consagrado, debe continuar la Misa hasta la segunda oblación, terminando las últimas oraciones en otro lugar decente ([5]).

Sin embargo, no es por la infidelidad al deber de justicia de la que hablábamos más arriba, tan común hoy en día, que esta descripción puede aplicarse a muchas asociaciones y a muchos sectores de la A.C.:

“Pasé un día por el campo de un perezoso, y por la viña de un tonto; y vi que todo estaba lleno de ortigas, y la superficie cubierta de espinas, y arruinada la cerca de piedras” (Prov XXIV, 30-31).

¡Ah, el muro caído que ya no defiende el campo contra la siembra del “inimicus homo”! ¡Ah, las ortigas y los espinos que deberían ser arrancados, pero que florecen, sofocando el trigo y las flores! Ojalá pudiéramos decir, como dice la Escritura justo después:

“A vista de esto, entré dentro de mí, y con este ejemplo aprendí a gobernarme” (Prov XXIV, 32).

Comprendamos al menos que:

“El castigo y la reprensión acarrean sabiduría; pero el muchacho abandonado a sus antojos es la confusión de su madre” (Prov XXIX, 15).

La actitud natural y espontánea de cualquier alma noble y recta, ante la arrogancia y rebeldía del pecador orgulloso de su pecado, es de energía. La Escritura dice del justo que “publicará mi boca la verdad”, es decir, que no callará ni se desvanecerá, sino que, por el contrario, “mis labios abominarán la impiedad” (Prov VIII, 7).

En efecto, el justo, es decir, el que tiene

“El temor del Señor aborrece el mal: yo detesto la arrogancia y la soberbia, todo proceder torcido, y toda lengua dolosa” (Prov. VIII, 13).

Por eso, en el trato con los enemigos de la Iglesia, y especialmente con los enemigos internos, sin violar nunca la caridad:

“El varón sabio está lleno de fortaleza de espíritu, y es esforzado y vigoroso el ánimo del que tiene ciencia” (Prov. XXIV, 5).

Por el contrario, qué dolorosa impresión dejan ciertas “retiradas estratégicas” de los buenos, retiradas que casi siempre son menos estratégicas de lo que pensamos:

“El justo que cae en pecado viéndolo el impío, es una fuente enturbiada con los pies, y un manantial corrompido” (Prov. XXV, 26).

Y con ello, los papeles se invierten escandalosamente, porque según los designios de Dios,

huye el impío sin que nadie le persiga; mas el justo se mantiene a pie firme como el león, sin asustarse de nada” (Prov XXVIII, 1).

Y ¡qué gran apostolado sería si se siguieran los designios de Dios! “cuando perecieren aquellos [los impíos], los justos se multiplicarán” (Prov XXVIII, 28). En cambio, “multiplicándose los impíos, se multiplicarán las maldades” (Prov XXIX, 16).

Por eso no es en vano que, habiendo agotado amorosamente todos los demás recursos,

“el rey sabio disipa los impíos, y levanta encima de ellos un arco triunfal” (Prov XX,26).

Quien persiste, de hecho o de palabra, en transgredir la ley de Dios o los reglamentos de la A.C., en el fondo se está burlando de la autoridad. Y la Escritura dice:

“Echa fuera al mofador impío; que con él saldrán las discordias, y cesarán los pleitos y contumelias” (Prov XXII, 10).

Concluyamos, pues, afirmando con el angélico y dulcísimo Pontífice Pío X que quienes faltan a su deber de amonestar y castigar al prójimo, lejos de mostrar verdadera caridad, demuestran que sólo poseen la caricatura de la caridad, que es sentimentalismo, porque la transgresión de este deber es una ofensa a Dios y al prójimo: “Cuando oigo algo de ti que no agrada a Dios y no te conviene, si descuido amonestarte, no temo a Dios y no te amo como debiera” ([6]).

En una declaración notable, que podemos repetir basándonos en la autoridad de su gran nombre, el ilustre Obispo Mons. Antonio Joaquim de Melo, uno de los más grandes Obispos que ha tenido Brasil, dijo que “la Misericordia de Dios ha enviado más almas al infierno que su Justicia”. En otras palabras, el gran Prelado decía que la temeraria esperanza de salvación perderá más almas que el miedo excesivo a la Justicia de Dios. Del mismo modo, es indiscutible que la excesiva benignidad en la aplicación de los castigos, que hoy se observa en muchas asociaciones religiosas, y la falta total de ella en ciertos sectores de la A.C., han mermado las filas de los hijos de la luz más que los inconsiderados y tal vez excesivos actos de energía que se hayan podido realizar.

El espíritu de las hermandades masónicas

Hablando con una persona que tenía una influencia preponderante e incluso decisiva en ciertos círculos de la A.C., nos dijo que en cinco años nunca había excluido a nadie del sector que dirigía, ni siquiera a los miembros más alejados. Cuando alguien dejaba de asistir por completo, su expediente se transfería a un cajón especial, desde donde era fácil reinsertarlo en el fichero de miembros activos, siempre que reapareciera cinco, diez o veinte años después. Y ello sin el menor noviciado, examen o acto de penitencia.

Esto nos recuerda el caso muy real de una antigua cofradía, en la que una piadosa señora inscribió una vez a su hijo de nueve años para cumplir una promesa. Una vez inscrito, el joven cofrade no volvió a aparecer. Se hizo hombre, perdió la fe y ahora es un anciano. Esta persona nos cuenta con explicable hilaridad que durante todo este tiempo nunca ha dejado de recibir invitaciones a todos los actos de la Hermandad. Probablemente seguirá recibiéndolas hasta algunos años después de su muerte. Los lectores, cuyo romanticismo no les haya hecho abandonar por completo el sentido común, comprenderán a qué grado máximo de descrédito el comportamiento de la Hermandad arrastra a la Iglesia.

Es un curioso punto de convergencia, que se añade a tantos otros, para atestiguar el hecho de que, bajo el pretexto de las novedades de la A.C., se quiere en realidad restaurar, en todo su espíritu, los errores de las Hermandades masónicas as de la época del obispo D. Vital. No negamos que esta insistente invitación podría haber hecho algún bien a la supuesta alma. Pero, ¿merece la pena afectar al prestigio de la Iglesia, interesada en la salvación de miles de almas, a cambio de una ínfima posibilidad de devolver esta alma perdida a la vida de la gracia? ¿Quién no se da cuenta de que sólo se puede pensar así cuando se ha ahogado el sentido común?

“Time Jesum transeuntem et non revertentem” [“Temed a Jesús que pasa y no vuelve”], nos recuerda Dom Chautard. ¡Qué saludable es el miedo a que Jesús no vuelva cuando una vez llama a la puerta de un corazón! Y ¡cuántas prácticas tan rancias degradan la llamada de Jesús!

Las sanciones son una dura necesidad

Si no se pensara así, se podría pensar que la Santa Iglesia debería anular todos los capítulos penales de su código, y que la Santa Sede, verdadera “Mater misericordiae”, habría faltado a la caridad cuando fulminó a varios líderes modernistas con las tremendas penas de excomunión “vitando”. Es cierto que, como madre, la Iglesia se esforzará siempre por regir a sus hijos preferentemente por la ley del amor, ley en la que encuentra la mejor parte de la fecundidad de su apostolado.

San Francisco de Sales decía con razón que “se pueden cazar más moscas con una cucharada de miel que con una cuba de vinagre”. Sería blasfemo pensar que el Santo Doctor recomendaba cualquier tipo de liberalismo. De hecho, advierte el Espíritu Santo:

“Las moscas muertas en el perfume, donde han caído, echan a perder su fragancia: del mismo modo, una pequeña y momentánea imprudencia es mengua de la sabiduría, y de la gloria más brillante” (Ecl X, 1).

Misericordia, sí, mucha y siempre. Pero no olvidemos que la misericordia y la justicia siempre deben ir de la mano.

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[1] León XIII, Encíclica “Depuis le jour”, 8 de septiembre de 1899.

https://www.vatican.va/content/leo-xiii/fr/encyclicals/documents/hf_l-xiii_enc_08091899_depuis-le-jour.html [nuestra traducción]

[2] SANTO TOMÁS DE AQUINO – SUMA DE TEOLOGÍA – Edición dirigida por los Regentes de Estudios de las Provincias Dominicanas en España – 4ª Edición – BAC – Madrid – 2001 – Tomo II; Parte I-II – Q 95, art. 1 – Pág. 740

https://archive.org/details/suma-de-teologia/page/n1793/mode/2up?view=theater

[3] SANTO TOMÁS DE AQUINO – SUMA DE TEOLOGÍA – Edición dirigida por los Regentes de Estudios de las Provincias Dominicanas en España – 4ª Edición – BAC – Madrid – 2001 – Tomo II; Parte I-II – Q 95, art. 1 – Pág. 740

https://archive.org/details/suma-de-teologia/page/n1793/mode/2up?view=theater

[4] ACTA APOSTOLICAE SEDIS COMMENTARIUM OFFICIALE — ANNUS XXII – VOLUMEN XXII — Pág. 26 – (Traducción nuestra del texto en portugués de la edición de 1943 de EDAC)

https://www.vatican.va/archive/aas/documents/AAS-22-1930-ocr.pdf

[5] Esta es la sabia enseñanza de Vermeersch-Creusen, en su “Epitome Juris Canonici“, tomo III, n.º 469 [ https://archive.org/details/epitomeiuriscano0003verm/page/280/mode/2up?view=theater ].

— 1º: “El excomulgado vitando debe ser expulsado si desea asistir pasiva o activamente a los oficios divinos, con excepción de la predicación de la palabra divina. — Si no puede ser expulsado, debe cesar en el oficio, siempre que esto pueda hacerse sin grave inconveniente” (c. 2259).

“Si el vitando no quiere salir o no puede ser expulsado, el Sacerdote debe interrumpir la Misa, mientras no haya comenzado el Canon; después de comenzado el Canon, y antes de la Consagración, puede, pero no debe continuar; después de la Consagración, debe continuar hasta la segunda ablución, para terminar el resto del oficio en un lugar decente contiguo a la Iglesia”. Cf. S. Alfonso, Teología Moral, VII, n. 177 Los demás asistentes, con excepción del Ministro, deben retirarse desde el momento en que se les hizo evidente la pertinacia del vitando en continuar estando presente”.

[6] Pío X, encíclica Communium Rerum, 21 de abril de 1909.

https://www.vatican.va/content/pius-x/it/encyclicals/documents/hf_p-x_enc_21041909_communium-rerum.html [Traducción nuestra]

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