Nos falta apenas, en esta parte del libro, abordar la cuestión de las relaciones de la A.C. con las asociaciones auxiliares y el problema del apostolado de conquista.
El problema
También en este caso, la perspectiva que se abre ante nuestros ojos es muy clara. Por una parte, son innumerables los textos pontificios que aseguran que las asociaciones religiosas son “verdaderos y providenciales auxiliares de la A.C.”, como decía Pío XI; y en este sentido, las declaraciones del gran Pontífice fueron tan numerosas que sería difícil citarlas todas. Incluso el Santo Padre Pío XII, en su memorable discurso sobre la A.C. del 5 de septiembre de 1940, dedicó toda una sección a la modélica armonía que debe existir entre la A.C. y sus asociaciones auxiliares.
En el mismo sentido, podríamos mencionar también los estatutos de la A.C.B., que imponen a las asociaciones auxiliares la obligación de colaborar con la A.C., lo que para esta última y para aquellas no es solo un deber, sino también un derecho. Por último, el Consejo Plenario Brasileño, en diversos decretos, ha elogiado, aconsejado e incluso impuesto la fundación de asociaciones que, en última instancia, son auxiliares de la A.C.
Por otra parte, hemos observado una obstinación inexplicable por parte de ciertas asociaciones en no prestar a la A.C. la colaboración que merece, e incluso en abstraer por completo de su existencia. Por parte de ciertos elementos de la A.C., se defiende el error contrario, y se quiere sistemáticamente prescindir por completo de toda colaboración de las asociaciones auxiliares, rechazándola con desdén, por generosa que sea. Hay que evitar las posiciones extremas, las posiciones apasionadas, y esto con tanto mayor seguridad, cuanto que, si aún existiera alguna duda al respecto, el discurso del Santo Padre Pío XII la habría disipado por completo.
Las asociaciones auxiliares no deben desaparecer
En primer lugar, hay que decir que la versión según la cual las asociaciones auxiliares deberían disolverse definitivamente, de acuerdo con las intenciones más remotas y recónditas de la Santa Sede, carece de todo fundamento. Según esta versión, la Santa Sede estaría matando lentamente a las asociaciones auxiliares, enterrándolas bajo elogios, y dando a la A.C. una primacía que tendería a librarla de sus “verdaderas y providenciales [asociaciones] auxiliares”. Imaginar esto implicaría que la Santa Sede está procediendo con una duplicidad sin parangón, colmando de elogios falaces, en documentos destinados al conocimiento de todo el mundo, a organizaciones a las que, por debilidad emocional o por cualquier otra razón, no tiene el valor de herir de frente.
Así, yerran, e yerran ciertamente, quienes, en lugar de considerar a las asociaciones religiosas como auxiliares, las consideran como estorbos que tarde o temprano han de desaparecer por completo, y cuya muerte debe acelerarse mediante una metódica campaña de difamación, silencio y desprecio. En su carta “Con particular complacencia” del 31 de enero de 1942 al Eminentísimo Sr. Cardenal Arzobispo de Río de Janeiro, el Santo Padre Pío XII refutaba esta opinión con el siguiente tópico relativo a las benévolas Congregaciones Marianas ([1]):
“Nuestros más fervientes deseos son que estas conferencias sobre la piedad y el apostolado cristiano crezcan cada vez más, que se fortalezcan en una vida sobrenatural íntima y oportuna, que cooperen cada vez más, con su tradicional obediencia y humilde sumisión a las normas y orientaciones de la Jerarquía, en la expansión del Reino de Dios y que difundan la vida cristiana cada vez más abundantemente entre las personas, las familias y la sociedad”.
Como se ve, no se trata de un mero “deseo”, sino de sus “más fervientes deseos”.
Tampoco la Acción Católica
No se equivocan menos quienes imaginan que la institución de la A.C. fue una innovación audaz, arrebatada imprudentemente a la vejez de Pío XI por unos cuantos consejeros astutos. La más elemental justicia hacia la memoria del glorioso Pontífice nos obliga a reconocer que su vigorosa mano, que incluso a las puertas de la muerte supo mantener firme el timón de la Iglesia, cortando las olas levantadas por el nazismo y el comunismo, no pudo ser forzada por la agilidad de alguna conspiración palaciega; hipótesis que, por otra parte, solo podía ser admitida con desprecio del prestigio de la Santa Iglesia Católica. Por supuesto, la A.C. podrá adoptar una u otra forma con el paso del tiempo, manteniendo con las asociaciones auxiliares unas relaciones muy distintas, tal vez, según dicten las circunstancias. Una y otra, sin embargo, seguirán existiendo.
Una solución simplista
Tampoco nos parece que estén con la verdad los espíritus que, movidos por un loable deseo de conciliación, pretenden delimitar los campos entre la A.C. y las asociaciones auxiliares, asignando a la primera el monopolio del apostolado, y a las segundas la única tarea de la formación interior y del cultivo de la piedad. Numerosos textos pontificios confieren expresamente a la A.C. el derecho, y más aún, le imponen el deber, de formar a sus miembros. Este deber implica el de formar y fomentar la piedad, sin la cual ninguna formación puede considerarse completa. Por otra parte, no es cierto que los estatutos de las asociaciones religiosas les atribuyan como único fin la piedad. Por el contrario, la inmensa mayoría de ellas fomentan, incitan y algunas incluso imponen el apostolado a sus miembros; y muchas asociaciones mantienen sus propias obras de apostolado, generalmente florecientes. En su citada carta al Emmo. Cardenal Leme, el Santo Padre Pío XII tiene expresiones que quitan a tal opinión no solo su fundamento, sino también cualquier apariencia de verdad, pues el Santo Padre afirma categóricamente que desea ver a las Congregaciones Marianas entregadas al apostolado externo y social, y no solo al campo de la piedad y de la formación.
El Santo Padre dice que apreció mucho el ramillete espiritual de los congregantes, pero que, por grande que fuera esta alegría, “nos alegró aún más saber que las valerosas falanges marianas (…) son eficaces cooperadoras en la difusión del Reino de Jesucristo, y que ejercen un fecundo apostolado a través de múltiples y variadas obras de celo”. Así pues, las obras de apostolado exterior a las que se dedican actualmente las Congregaciones Marianas no son consideradas por el Santo Padre como un campo en el que sean intrusas, en el que a lo sumo puedan ser toleradas por falta de algo mejor: el Vicario de Cristo en la tierra se alegra del hecho y afirma implícitamente que tienen pleno, amplio y total derecho a ello. La siguiente frase lo demuestra: “esto nos confirma una vez más que, según sus gloriosas tradiciones, estas Falanges Marianas, bajo las órdenes de la Jerarquía, ocupan un lugar conspicuo en el trabajo y la lucha por la Mayor Gloria de Dios y el bien de las almas”. En otras palabras, haciendo todo lo que hacen actualmente, solo están en la situación “conspicua” que la tradición les ha indicado, y esta situación “conspicua” no ha sido alterada por acontecimientos sobrevenidos como, por ejemplo, la constitución de la Acción Católica.
Algunos han sostenido que las Congregaciones Marianas tienen una estructura jurídica que las incapacita radical y visceralmente para el apostolado en nuestro tiempo. Es superfluo subrayar hasta qué punto la Carta Apostólica desautoriza esa afirmación gratuita e infundada. Otros han afirmado que las Congregaciones ocupan un lugar demasiado grande en Brasil, robando a la A.C. el lugar que le corresponde. De ninguna manera es así, pues el Pontífice se alegra de la magnitud de ese papel y añade una expresión de su gran satisfacción por el hecho de que “ocupan un lugar conspicuo”, según se le informa, en el trabajo y la lucha por la Mayor Gloria de Dios y el bien de las almas, y que son, como fuerza espiritual, de gran importancia para la causa católica en Brasil. ¿De qué informaciones disponía el Sumo Pontífice para llegar a tal afirmación? Las más autorizadas e imparciales, y es Él mismo quien nos dice: “como has expresado públicamente en repetidas ocasiones y con tanto entusiasmo, Hijo Amado, y como también han hecho otros Venerables Hermanos en el Episcopado”. Es decir, es toda la Jerarquía Católica la que lo afirma, lo aplaude y lo sanciona. ¿Quién querría estar en desacuerdo?
Más adelante, el Santo Padre insiste: “una sólida formación espiritual, pero también una intensa y fructífera vida de apostolado, ambas esenciales para toda Congregación Mariana”. ¿Cómo puede ser, entonces, que las mismas Reglas de las Congregaciones confinen a estas congregaciones al mero ámbito de la piedad? Pero, podría decirse, el Santo Padre, apreciando la situación actual, tal vez desearía que las Congregaciones Marianas no aumentaran su campo de acción.
Esta conjetura no es cierta, y menos aún que el Santo Padre quiera que las Congregaciones mueran a fuego lento.
Los verdaderos términos del problema
Así pues, la realidad es que tanto la A.C. como las asociaciones religiosas deben tener en cuenta la formación y el apostolado, y el régimen de sus relaciones en este ámbito no puede ignorar esta realidad, so pena de basarse en presupuestos jurídicos y doctrinales totalmente irreales y, en consecuencia, fracasar.
Pío XII indica nuevos rumbos
No nos corresponde a nosotros definir la forma en que debe llevarse a cabo esta colaboración, en los términos objetivos que hemos expuesto. Se trata de un asunto de legislación positiva, que corresponde a los estatutos de la A.C.B. [N.R.: Acción Católica Brasileña], y a lo que en las respectivas diócesis tengan que decir al respecto los Exmos. y Revmos. Srs. Obispos. Recordamos simplemente que en la tan citada alocución del Santo Padre Pío XII sobre la A.C., el Sumo Pontífice abrió un nuevo camino para la solución del problema, aconsejando la fundación de núcleos de la A.C. dentro de las propias asociaciones y, en este caso, encomendando a los mismos núcleos que actuaran en ellas como estímulo y fermento:
“Y si (…) en las Asociaciones eclesiásticas que tienen también finalidades y formas organizadas de apostolado, se establecieren Asociaciones internas de Acción Católica, estas entrarán con discreción y reserva, no perturbando nada de la estructura y de la vida del Instituto o de la Asociación, sino solo dando nuevo impulso al espíritu y a las formas del apostolado, encuadrándolas en la gran organización central” ([2]).
Así, la A.C. sería, al fundarse también en el seno de las asociaciones, un núcleo de fervorosos, que conduciría a los demás a la santificación y al combate. Como este proceso nos parece providencial, y ya se practica en Italia desde hace varios años, bajo la supervisión de la Santa Sede, y siempre con los mejores resultados, insistimos en llamar la atención de nuestros lectores sobre él.
Incluso debemos añadir que, dada la situación jurídica de la A.C. y de las Asociaciones Auxiliares en Brasil, esta solución presenta ventajas muy significativas.
Atacar las prerrogativas de la A.C. es una obra nefasta y vana
De hecho, solo una mente tan nublada por prejuicios de todo tipo, que ha perdido por completo cualquier sentido de la objetividad, podría cerrar los ojos ante la extraordinariamente sólida situación jurídica que tiene la A.C. dentro de la vida religiosa de Brasil. Creada en un documento muy solemne, que fue firmado por toda la jerarquía eclesiástica de Brasil, y que recibió oficialmente el sello de aprobación de la Santa Sede, goza de tal relevancia que luchar contra ella es luchar contra molinos de viento. Si la lucha de Don Quijote contra esos enemigos invencibles tuvo el ridículo de su total inviabilidad, al menos tuvo el mérito del heroísmo de sus objetivos. Ni siquiera este mérito, sin embargo, podríamos reconocer en las asociaciones auxiliares que emprendieran la lucha contra la A.C., arrastradas por un particularismo opuesto al sentido católico. Las asociaciones auxiliares deben dar a la A.C. la doble contribución de afiliar en ella a sus mejores miembros y de cooperar resueltamente con sus actividades generales. Así lo dictan los estatutos de la A.C.B. En el cumplimiento de este deber, la actitud de las Asociaciones Auxiliares no debe ser la de una resignación melancólica, sino la de quienes cumplen con júbilo un deber glorioso.
Por otro lado, también sería insensato ignorar que las asociaciones auxiliares también tienen una situación legal muy sólida, especialmente después de la carta “Con particular complacencia”, y que la A.C. no debería utilizar el vaciado abusivo de los miembros de elección de las Asociaciones Auxiliares como un proceso de reclutamiento fácil, lo que significaría destruir todo lo que está fuera del marco de las organizaciones fundamentales de la A.C.
Por lo tanto, es necesario un gran equilibrio en la forma de establecer la cooperación entre las organizaciones fundamentales y las asociaciones auxiliares de la A.C. Nos parece que este equilibrio se mantendría de forma mucho más fiable si, en lugar de concebir las organizaciones fundamentales y auxiliares de la A.C. necesariamente y siempre como entidades totalmente paralelas, y vinculadas entre sí simplemente por la obediencia común a la Junta Diocesana y a la Jerarquía, abriéramos el camino, como hacen los estatutos actuales de la A.C.B., a una interpenetración armoniosa y fructífera de unas con otras.
En cuanto a las relaciones entre las organizaciones fundamentales y las asociaciones auxiliares de la A.C., siempre que constituyan marcos enteramente diferentes unos de los otros, creemos que no hay mejor manera de sistematizarlas dentro del espíritu y de la letra de los Estatutos de la Acción Católica Brasileña que a través del sabio reglamento que, a este respecto, fue publicado por orden del Exmo. Revmo. Sr. D. José Gaspar Affonseca e Silva, Arzobispo Metropolitano de São Paulo, el Revmo. Monseñor Antônio de Castro Mayer, entonces Asistente General de la Acción Católica de São Paulo, y ahora Vicario General responsable de todas las obras y organizaciones del laicado. Reproducimos aquí este sabio y bello documento, publicado por la prensas de São Paulo, caracterizado por un verdadero equilibrio:
ACCIÓN CATÓLICA Y ASOCIACIONES AUXILIARES
Por orden de Su Excia. Revma. Dom José Gaspar de Affonseca e Silva, Arzobispo Metropolitano, el Revdo. Sr. Canónigo Dr. Antônio de Castro Mayer, Asistente General de la Acción Católica, publicó en la prensa el siguiente documento:
Asociando misericordiosamente los hombres a Su obra de redención de la humanidad y de conversión del mundo, que se había entregado al insensato culto de los ídolos paganos, el Divino Salvador formó un restringido grupo de discípulos, a cuya formación se dedicó de modo especial. Alimentando sus espíritus con un adoctrinamiento incansable, realizado en la intimidad y proporcionado a las necesidades particulares de cada uno de ellos, moldeando sus corazones a través de una dirección personal, acentuada por todos los encantos de Su convivialidad y la fuerza irresistible de Sus ejemplos; enviando sobre ellos el Espíritu Santo, distribuidor de dones inestimables para el intelecto y la voluntad, el Salvador hizo de aquel pequeño grupo una milicia de elección, una levadura sagrada, a la que encomendó la misión de renovar la faz de la tierra.
Nuestro Señor Jesucristo abrió el Reino de los Cielos a las multitudes, a las que enseñó el camino de la verdad. Sin embargo, solo a una élite mucho más reducida confió, en Su Nombre, la tarea de abrir a otros pueblos el camino hacia la Bienaventuranza.
Fiel al Divino Maestro, la Iglesia ha seguido siempre el mismo proceso y, al mismo tiempo que predicaba el Evangelio a todos los pueblos, ha sabido reservar especial cuidado y celo para formar de manera muy especial a aquellos que, en el Cuerpo Místico de Jesucristo, ocuparían los puestos de la Jerarquía instituida por el Redentor.
Más. Tomando de este sapientísimo ejemplo del Salvador todas las enseñanzas que contiene, la Iglesia, desde los primeros tiempos, no se limitó a predicar a todos los fieles el deber del apostolado, sino que reunió en torno a sí a los más fervorosos de entre ellos, para dotarlos de virtudes especiales. Así formados, con una docilidad inquebrantable a la enseñanza de la Iglesia y una sumisión incondicional e incuestionable a quienes estaban por encima de ellos en la dignidad de sacerdotes y obispos, estos laicos fueron instrumentos de elección y colaboradores especiales destinados a participar, dentro de la Iglesia Discente, en las santas labores y meritorios trabajos de la Iglesia Docente.
A este hábito, que el Catolicismo ha conservado ininterrumpidamente durante los veinte siglos de su existencia, dio nuevo lustre y providencial incremento Pío XI, de santa y nostálgica memoria, cuando, para sofocar la insolencia de los ídolos que las multitudes paganas de nuestros días comenzaban a aclamar y adorar, hizo obligatoria para todos los pueblos la milicia de élite de la Acción Católica, llamando a todos los fieles a elevarse a la más alta pureza doctrinal y moral, que en ella se reflejan, y a combatir con ella y en ella las pompas y obras de Satanás.
La conveniencia de este principio de prudencia aplicado por el gran Pontífice es tan evidente que la propia habilidad humana ha sabido verlo y utilizarlo a su manera. Todos los grandes imperios tenían sus tropas escogidas, que eran, dentro del vasto conjunto de formaciones militares, a la vez el núcleo y la columna vertebral del ejército, una milicia disciplinada y audaz, cuyo valor debía estimular y sobrecoger a los más valientes de los valientes y dignos soldados de que se componían los demás regimientos. Esta es la tradición de todos los ejércitos de los grandes generales que conquistaron tierras y fundaron imperios. Si así procedieron los grandes guerreros y conquistadores, ¿por qué no habría de ser igual para el pacífico e invencible ejército de Cristo Rey, que ha de conquistar a todos los pueblos? Estas consideraciones bastan para aclarar exactamente la relación entre la Acción Católica y la Iglesia Docente, que es el Estado Mayor de Jesucristo; si algo tiene de especial la situación de la Acción Católica en relación con la Jerarquía, es porque esta tiene derecho a esperar de ella una disciplina más pronta y amorosa que de cualquier otra asociación religiosa.
Por otra parte, en relación con las asociaciones y obras católicas, su posición está implícitamente definida: estímulo, ejemplo, referente para la acción común. Y las asociaciones deben a la Acción Católica una cooperación fraterna y disciplinada.
Para dar a estos conceptos una aplicación viva y completa, en la Arquidiócesis deben observarse los siguientes principios:
I — Fiel al espíritu que la distingue, la Acción Católica procura reverencia y docilidad a la Autoridad Eclesiástica. Por eso, dentro de sus respectivos sectores, los Asistentes Eclesiásticos son, además de censores doctrinales, la propia ley viva en todo lo que concierne a las actividades de la Acción Católica. Los miembros de la Acción Católica deben todo el respeto a los seglares que ocupan cargos directivos en la organización, porque su autoridad es un reflejo de la autoridad del Asistente Eclesiástico.
En las reuniones de la A.C. a las que asistan sacerdotes, religiosos y religiosas que no tengan cargo de Asistente en la A.C., se les debe dar siempre la primacía en dignidad después del Asistente Eclesiástico, debido a la sublimidad de su estatus. A seguir, los miembros de la Junta Arquidiocesana tienen preferencia.
II — Las asociaciones fundamentales de la Acción Católica no deben considerarse entidades perfectas en sí mismas y vinculadas solo por un fin común, sino secciones de un mismo todo.
Así, los Asistentes Eclesiásticos de las distintas secciones o subsecciones son delegados y personas de confianza del Asistente General de la A.C. También son delegados y personas de confianza del Asistente General, y de los demás miembros de la Junta Arquidiocesana, los seglares que ocupan cargos directivos en la A.C.
III — Puesto que debe ser a la vez el estímulo y el modelo para todas las asociaciones religiosas y de fieles, la Acción Católica solo admitirá como miembros a personas que sean perfectamente conscientes de la alta dignidad y de las arduas cargas que ello conlleva, siendo eliminados sin vacilar quienes no se mantuvieren a la altura de tan elevada misión.
IV — Las asociaciones religiosas, y especialmente las que tienen como fin la santificación de sus miembros, son verdaderos seminarios de la Acción Católica, a la que prestan una ayuda inestimable fomentando la vida espiritual o formando a sus miembros en el apostolado, de modo que los más edificantes de entre ellos sean aptos para incorporarse a la Acción Católica una vez preparados.
V — Solo merece encomio el miembro de la Acción Católica que, sin perjuicio de sus obligaciones para con la Acción Católica y con la aprobación de la autoridad competente en el sector respectivo, se dedica a la dirección de una asociación religiosa.
Por otra parte, no da muestras de buen espíritu un miembro de una asociación religiosa que, bajo pretexto de apostolado en la Acción Católica, toma la iniciativa de, sin la determinación expresa de los órganos de la A.C., abandonar la asociación a la que pertenece.
VI — Las asociaciones religiosas, por ser auxiliares de la Acción Católica, deben honrarse en proveerla del mayor número posible de miembros, renunciando de buen grado a la colaboración de aquellos cuyo apostolado los poderes competentes de la Acción Católica estimen que debe ser enteramente absorbido.
VII — Los miembros de la Acción Católica cuyos sectores, por cualquier motivo, no realicen actos piadosos en común todos los domingos por la mañana deberán, salvo situaciones especiales verificadas por la Junta Arquidiocesana, inscribirse en alguna asociación auxiliar donde sí lo hagan, destacándose ahí por la docilidad hacia la autoridad constituida en la asociación.
VIII — La Junta Arquidiocesana, según su propio criterio, pero oídas las personas interesadas, debe velar para que el reclutamiento de los miembros de la Acción Católica en las asociaciones auxiliares se realice sin privarlas de miembros cuya labor sea indispensable para el buen funcionamiento de las actividades sociales.
A este respecto, velará especialmente para que los miembros de la Acción Católica destinados a las asociaciones auxiliares directas puedan cumplir esta tarea de manera plenamente satisfactoria, manteniendo al mismo tiempo el contacto y los vínculos necesarios con la Acción Católica.
IX — La Acción Católica no iniciará ninguna actividad en una asociación parroquial o auxiliar sin previo acuerdo con el respectivo párroco o director eclesiástico de la asociación.
X — Corresponde privativamente a la Junta Arquidiocesana orientar la formación doctrinal y moral impartida por la Acción Católica a sus miembros, así como determinar y dirigir todos los movimientos de carácter general, decidiendo si deben ser realizados exclusivamente por sectores fundamentales de la Acción Católica, o por ellos en común con asociaciones u obras auxiliares, o, finalmente, solo por estas.
* * * * *
Por determinación de la Junta Arquidiocesana, realícense reuniones y círculos de estudio en todas las asociaciones fundamentales y auxiliares de la Acción Católica, dedicados exclusivamente al citado documento que, en la exposición de motivos, así como en los diez puntos que le siguen, contiene conceptos indispensables para la formación espiritual de los seglares católicos y para la estructuración del apostolado que realizan.
Concuerda con el original archivado en la Curia.
(firmado) Canónigo Paulo Rolim Loureiro, Canciller del Arzobispado.
* * * * *
Hablando cierta vez con uno de los más eminentes Obispos de la Provincia Eclesiástica de São Paulo, nos dijo que el referido documento contenía, efectivamente, las orientaciones seguras y correctas que la solución de ese delicado problema exigía, pero que, en la práctica, el éxito de su aplicación dependía de la observancia de una línea de conducta tan exacta y tan difícil de conocer en ciertos casos particulares, que la publicación de esas orientaciones, aunque abriera muchos horizontes, aún no había establecido la última palabra sobre el tema. Corría el año 1940. Luego vino el discurso del Santo Padre Pío XII, que, como hemos dicho, hace posible la fundación de centros de A.C. en asociaciones y obras auxiliares. Con este paso, nos parece que la cuestión ha quedado enteramente resuelta, y se han abierto dos caminos sabios y fecundos para establecer un sistema de franca comprensión e íntima cordialidad entre las organizaciones fundamentales de la A.C. y sus asociaciones auxiliares, de acuerdo con los designios de Pío XI y Pío XII.
Otro problema capital
La misma sed inmoderada de expansión que ha llevado a la A.C. en ciertos círculos al grave error de los reclutamientos tumultuosos ha generado también un estado de ánimo desigual en cuanto a si la A.C. debe ocuparse preferentemente de la santificación de los fieles o de la conversión de los infieles.
Sus verdaderos términos
A primera vista, el simple sentido común nos haría responder con Nuestro Señor “oportet haec facere et illa non omittere” (Mt XXIII, 23) ([3]). No hay ninguna razón para que la A.C. descuide una u otra de estas loables actividades. Sin embargo, como el problema puede surgir en la práctica, cuando la A.C., naturalmente sobrecargada de tareas, duda sobre si debe emplear el poco tiempo que le queda para organizar una campaña de Pascua, o distribuir folletos para convertir a los espiritistas, organizar una obra para preservar la pureza de las familias católicas, o una campaña para infiltrarse en los sindicatos comunistas, construir una sede para las asociaciones, o una obra para combatir el protestantismo, queremos decir algo al respecto.
En primer lugar, hay que dejar claro que el problema nunca puede resolverse de manera uniforme. Las circunstancias locales varían enormemente y pueden dar a una u otra de estas tareas un carácter tan apremiante que requiera una intervención inmediata. Todo lo que digamos solo se aplica a casos generales, en los que realmente no puede determinarse si una u otra de las tareas es más urgente, y el problema debe resolverse por sus datos teóricos.
El orden en la caridad dicta:
Dicho esto, no dudamos en afirmar que, ante todo, se debe desear la santificación y perseverancia de los buenos; en segundo lugar, la santificación de los católicos alejados de la práctica de la religión; por fin, y en último lugar, la conversión de los que no son católicos.
a) — ante todo, cuidemos de la santificación y perseverancia de los buenos
Justifiquemos la primera proposición. El simple análisis del dogma de la Comunión de los Santos ya nos proporciona un argumento precioso. Existe una solidaridad sobrenatural en el destino de las almas, de tal modo que los méritos de unos revierten en gracias para otros y, recíprocamente, el alma que deja de merecer debilita todo el tesoro de la Iglesia. Escuchemos la admirable lección de un maestro a este respecto. El R.P. Maurice de la Taille, en su conocido tratado sobre el Santísimo Sacrificio y Sacramento de la Eucaristía, observa que:
“la devoción habitual de la Iglesia nunca desaparece, ya que nunca perderá el Espíritu de Santidad que ha recibido; esta devoción puede, sin embargo, en la variedad de los tiempos, ser mayor o menor”.
Y aplicando este principio al Santísimo Sacrificio de la Misa, añade:
“Cuanto mayor sea, más aceptable será su oblación. Por eso es de suma importancia que haya muchos santos y personas muy santas en la Iglesia; ni se debe escatimar ni impedir nunca que los religiosos y religiosas se esfuercen para que el valor de las Misas aumente cada día y para que la voz indefectible de la Sangre de Cristo que clama desde la Tierra sea más poderosa a los oídos de Dios. Porque en los altares de la Iglesia clama la Sangre de Cristo, pero a través de nuestros labios y corazones: tanto como se le abre el vigor para vociferar” ([4]).
En vista de esto, no es difícil ver que, en el plan de la Providencia, la santificación de las almas buenas ocupa un papel central en la conversión de los infieles y pecadores. Ya sean eclesiásticos o seglares, estas almas son, en cierto sentido, “la sal de la tierra y la luz del mundo”. En este sentido, hay que decir que las Órdenes Contemplativas son de gran utilidad para toda la Iglesia de Dios. Lo mismo hay que decir de las almas santas que viven una vida de apostolado en el siglo. ¡Ay! de las colectividades cristianas donde se apaga la luz de la oración de las almas justas y decae el valor expiatorio de los sacrificios. Dom Chautard nos dice que el simple establecimiento de conventos contemplativos y de reclusión en las zonas de misión hace maravillas. En última instancia, la victoria de la Iglesia en la gran lucha en la que está comprometida depende de la santidad. Una sola alma verdaderamente sobrenatural que, con los méritos de su vida interior, torne fecundo su propio apostolado, gana muchas más almas para Dios que una legión de apóstoles con una vida de oración mediocre.
Esta verdad es generalmente aceptada en lo que concierne al Clero. Por muy importante que sea el problema de las vocaciones sacerdotales, nunca se igualará a la labor de santificación del clero. Ningún país del mundo tiene un problema tan importante. E implícitamente, el mismo principio se aplica al apostolado de los seglares. Si es más importante tener un grupo de apóstoles sacerdotales verdaderamente santos, que un clero numeroso, lógicamente debe ser más importante tener un grupo de apóstoles seglares verdaderamente interiores, que una multitud inútil de miembros de A.C. Si para el Clero el mayor problema es la santificación cada vez mayor de sus miembros, para la A.C., que es su humilde colaboradora, no puede haber mayor deseo que la santificación de sus miembros y de todas las almas piadosas de la Iglesia de Dios.
Hay un flagrante naturalismo en imaginar que la Iglesia se beneficiaría de un aumento de la actividad apostólica de sus miembros, en detrimento de su vida de oración. Es mucho más a la oración de las almas verdaderamente unidas a Dios que a las actividades externas, siempre útiles y loables, a las que la Iglesia debe su mejor crédito. Así lo afirmó León XIII en su Encíclica “Octobri Mense” del 22 de septiembre de 1891:
“Y si se nos pregunta por qué sus maldades no alcanzan las cimas de injusticia que se proponen y se esfuerzan por alcanzar, y por qué, en cambio, la Iglesia, aun en medio de tantas vicisitudes, reafirma siempre, aunque de modos diversos, la misma grandeza y la misma gloria, y sigue progresando, es justo atribuir la verdadera causa de ambas al poder de la oración unánime de la Iglesia”.
En otro pasaje de la misma encíclica, el Papa dice:
“Pero Dios acepta benignamente y responde a las oraciones que, apoyados en la intercesión de los santos, le elevamos devotamente para que sea favorable a su Iglesia; tanto cuando pedimos los bienes más altos y eternos para su Iglesia, como cuando pedimos bienes importantes y temporales, pero en todo caso útiles para ella. Nuestro Señor Jesucristo, que “amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla…, añade valor e inmensa eficacia a estas oraciones con sus ruegos y méritos. para hacer que la Iglesia se manifieste ante Él en la gloria” (Ef 5, 25-27); Él, que es su Sumo Pontífice, santo, inocente, “siempre vivo, para que interceda por nosotros”; Él, que en sus oraciones y súplicas —lo creemos por fe divina— siempre tiene éxito.”
Y el Santo Padre añade:
“Entonces se verá que fue precisamente en virtud de la oración como muchos, aun en medio de la gran corrupción del mundo depravado, permanecieron puros y libres ‘de toda contaminación de carne y de espíritu, realizando su santificación en el temor de Dios’ (2 Co 7,1); que otros, cuando estaban a punto de ceder al mal, no solo se contuvieron, sino que del peligro y de la tentación sacaron un aumento de virtud; que otros, ya derribados, por un estímulo interior se vieron impulsados a levantarse y lanzarse al abrazo del Dios misericordioso” ([5]).
Si, desde el punto de vista de la Comunión de los Santos, esta es la conclusión a la que debemos llegar, lo que la teología nos dice, por otra parte, acerca de la esencia del apostolado, nos lleva a la misma conclusión. Como ya hemos dicho, el apóstol no es más que el instrumento de Dios, y la obra de santificar a las almas o de convertirlas es esencialmente sobrenatural y divina (cfr. Summa Theologica, I q. 109, aa. 6, 7). “Nadie puede venir a mí, si el Padre que me envió no le atrae”, dijo Nuestro Señor (Jn 6, 44).
Ahora bien, Dios solo rara vez se sirve de instrumentos indignos para tan augusta tarea, y la pregunta de la Escritura “¿ab immundo, quid mundabitur?” ([6]) no solo expresa la incapacidad natural y psicológica del indigno apóstol para producir obras fecundas, sino también la repugnancia de Dios a servirse de tales elementos para obrar por medio de ellos los augustos misterios de la regeneración de las almas.
Pero no se piense que solo el pecado mortal perjudica la fecundidad de la obra del apóstol. Los pecados veniales y aun las simples imperfecciones disminuyen la unión de las almas con Dios y disminuyen los torrentes de gracias de que deberían ser canales. Cuánta obra laudable se arrastra por ahí, acosada por mil dificultades; sus generosos directores luchan en todos los terrenos, sin conseguir resultado alguno, y con ello se alejan centenares o miles de almas, que en los designios de la Providencia deberían salvarse por medio de esta obra. Y mientras se hacen los más heroicos esfuerzos contra viento y marea, sus directores no se dan cuenta de que el origen de sus fracasos es otro: “venti et mare oboediunt ei” (Mt VIII, 23-27), dice la Escritura de Jesús, y seguramente todos los obstáculos podrían derrumbarse bajo su imperio. Pero los intermediarios de la gracia divina, aunque celosos, tienen tal o cual infidelidad que los aleja de Dios. Y Jesús espera que los canales de la gracia se desatasquen renunciando a algún sentimentalismo demasiado vivo, a algún amor propio demasiado punzante. Lo que parece una cuestión de dinero o de influencia social es a menudo una cuestión de generosidad interior, en una palabra, una cuestión de santificación.
En el libro de Josué, capítulo VII, encontramos un relato muy significativo al respecto. Entre los despojos de la ciudad de Jericó, Acán tomó para sí algunos objetos de valor, a pesar de que esta acción era ilícita, porque los objetos estaban afectados por el anatema con que Dios había golpeado a Jericó. Este simple hecho bastó —un hombre en un inmenso ejército llevaba algunos objetos malditos entre otro equipaje— para que las fuerzas hebreas fueran inexplicable y estrepitosamente derrotadas en su ataque a la pequeña ciudad de Hai. Dios reveló entonces a Josué que las armas hebreas solo reanudarían su curso victorioso cuando Acán fuera exterminado con todo lo que poseía. Sobre sus restos se erigió un monumento de maldición y solo así se apartó de Israel la ira del Señor: una imagen elocuente del daño que un solo apóstol seglar puede hacer a toda una organización si conserva en su alma cualquier apego culpable a sus pecados o imperfecciones.
Dicho todo esto, nos damos cuenta de lo erróneo que es afirmar que, según una expresión desgraciadamente común, es “llover sobre mojado” trabajar por la santificación de los buenos. Intencionadamente, solo hemos esgrimido, en favor de nuestra tesis, argumentos que demuestran, con meridiana claridad, que esa santificación es la condición más preciosa para obtener la conversión, tan ardientemente deseada, de los infieles. Pero ¡qué podríamos decir de la importancia del apostolado de perseverancia de los buenos!
b) — reintegremos, en segundo lugar, a los pecadores en la vida de la gracia
Los argumentos precedentes sirven también para probar que es más importante reintegrar en la plenitud de la ley de la gracia a los católicos que han abandonado la práctica de la Religión que convertir a los infieles. Sin embargo, quisiéramos añadir otro argumento a este último punto. El Santo Bautismo recibido por el fiel le hace hijo de Dios, miembro del Cuerpo Místico de Cristo, templo vivo del Espíritu Santo. Las gracias con que Dios lo colma, pues, en su edad de inocencia, la convivencia eucarística con Nuestro Señor, todo contribuye a que el católico tenga un título inestimable de predilección divina. Así, en general ([7]), Dios ama inmensamente más a las almas que componen su Iglesia que a los pueblos heréticos e infieles. Por esta razón, el justo que “declina de los mandamientos de Dios” Le causa un dolor inmensamente mayor que la perseverancia de un infiel en su infidelidad. El pecador sigue siendo hijo de Dios, pero hijo pródigo, cuya ausencia llena de indecible dolor la casa de su padre. Arbusto roto, pero no quebrado, lámpara vacilante que aún humea, es el objeto predilecto de la solicitud de Dios. Y por eso mismo, el Redentor, “que no quiere que el pecador muera, sino que se convierta y viva”, multiplica sus llamamientos para que vuelva al redil. Hijo de Dios y, por tanto, predilecto ingrato, el pecador católico es nuestro hermano, a quien nos unen deberes de amor y asistencia incomparablemente mayores que a los no católicos. Este es un punto de teología absolutamente indiscutible. Por esta razón, estamos obligados a dedicar nuestro tiempo, más que a la conversión del infiel, a la conversión del pecador católico. Se aplican aquí, con toda propiedad, la palabra terrible de la Escritura, salida de los dulces labios del Salvador: “No es justo tomar el pan de los hijos y echarlo a los perros” (Mt XV, 26).
No era distinto el pensamiento expresado por el Santo Padre Pío XI en su mensaje del 12 de febrero de 1931, publicado por el Osservatore Romano:
“Al dirigirnos, pues, a los hombres, el Apóstol nos manda hacer el bien a todos, pero especialmente a la familia de la fe (Gal VI, 10). Conviene, pues, que dirijamos Nuestra palabra, antes que a los demás, a todos aquellos que, formando parte de la familia y del redil del Señor, que es la Iglesia católica, Nos invocan por el dulce nombre del Padre: a los padres y a los hijos, a las ovejas y a los corderos, a todos aquellos que el Pastor Mayor y Rey Jesucristo Nos ha confiado para pastorear y guiar (Jn XXI, 15; Mt XVI, 19)” ([8]).
Y Santo Tomás dice lo mismo: Sum. Theolog., IIa., IIae., Q. 26, art. 5:
“Se debe amar más con caridad lo que es más plenamente amable, según hemos expuesto (a.2 y 4). Pues bien, el consorcio en la participación plena de la bienaventuranza, motivo del amor al prójimo, es motivo más poderoso de amarle que la participación de la bienaventuranza por redundancia, motivo del amor al propio cuerpo”.
Ibid. art. 6, ad 2:
“Por la caridad principalmente se asemeja el hombre a Dios, y Dios ama más al mejor. En consecuencia, por caridad debe también el hombre amar más al mejor que a los más allegados” ([9]).
- Pablo recomienda expresamente:
“Así que, mientras tenemos tiempo, hagamos bien a todos, y sobre todo a aquellos que son, mediante la fe, de la misma familia del Señor que nosotros” (Gal VI, 10).
Y, escribiendo a Timoteo (1 Tim VI, 1-2), recomienda que, si los siervos tienen amos católicos, les sirvan mejor que a los no católicos, “los que tienen por amos a fieles o cristianos, no les han de tener menos respeto [que a los amos paganos], aunque sean y los miren como hermanos suyos en Cristo; antes bien sírvanlos mejor, por lo mismo que son fieles y más dignos de ser amados, como partícipes del tal beneficio [de la Redención]” (1 Tim VI, 1-2).
Y Nuestro Señor proclamó el mismo principio cuando dijo: “porque cualquiera que hiciere la voluntad de Dios, ese es mi hermano, y mi hermana, y mi madre” (Mc III, 35).
La expansión de esta doctrina no debe poner en peligro el apostolado entre infieles y herejes.
A tantos argumentos teóricos, añadamos finalmente una reflexión práctica, que también tiene un valor considerable. Si analizamos las estadísticas de católicos e infieles en Brasil, veremos la desventaja numérica verdaderamente abrumadora de estos últimos. Entonces, ¿cuál es el problema que afecta más profundamente a la Iglesia en Brasil? ¿La conversión de los infieles o la reconciliación de los pecadores con la Iglesia?
No se tema, sin embargo, que el desarrollo de la obra de conversión de los infieles se debilite en su expansión como consecuencia del orden de ideas que venimos explicando. Alemania fue, ciertamente, uno de los países en los que más profundamente se desarrolló la obra de conversión de los muchos protestantes que allí había. De hecho, el problema de la vuelta de los protestantes al redil de la Iglesia fue allí incomparablemente más actual e importante que en Brasil. Los Exmos. y Revmos. Srs. obispos alemanes nunca creyeron que la obra de expansión de fronteras sufriera detrimento alguno como consecuencia de la siguiente verdad que, bajo el título de “Cuestión 23”, aparecía en el Catecismo preparado oficialmente por los Venerables Obispos Alemanes:
“P. ¿A qué se debe que se cometan pecados graves incluso dentro de la Iglesia católica?
- El hecho de que se cometan pecados graves en la Iglesia católica se debe a que muchos cristianos católicos no obedecen a la Iglesia y no viven con ella. Los pecados de sus propios hijos duelen más a la Iglesia y obstaculizan más su expansión que la persecución por parte de los enemigos de la Iglesia. “Imposible es que no sucedan escándalos; pero ¡ay de aquel que los causa!” (Lc, XVII, 1).
Un dato curioso: el gobierno nazi de Baden, en una circular del 27 de enero de 1937, ordenó anular esta pregunta del catecismo (véase “El cristianismo en el Tercer Reich”. El autor de esta obra, magistral desde todos los puntos de vista, es un sacerdote católico alemán que utiliza el seudónimo de Testis Fidelis) ([10]).
* * * * *
“Apostolado de conquista”.
De todo lo que acabamos de exponer, y sobre todo de las enérgicas palabras del Episcopado alemán, se desprende que el interés por las almas piadosas no puede separarse del que se debe tener por las de los infieles y pecadores. De aquí se comprende cuán infundado es interpretar en un sentido exageradamente literal la expresión “apostolado de conquista”, que se emplea muy a menudo para designar, con un entusiasmo unilateral y exclusivo, las obras de conversión de los infieles, mientras se niega despreciablemente este título a las obras de conservación y santificación de los buenos.
Indudablemente, toda conversión de infieles supone para la Iglesia una ampliación de fronteras, y puesto que toda ampliación de fronteras es una conquista, cabría razonablemente llamar a tales obras “iniciativas de conquista”. En este sentido, la expresión es lícita. Pero hay un error, y no pequeño, en atribuir a tales obras, dignas de todo entusiasmo, una especie de exclusivismo vehemente, que perturba la lucidez de los conceptos y la jerarquía de los valores, arrojando a un injustificable desprecio las otras obras. Hablando de la propaganda totalitaria, Jacques Maritain decía que poseía el arte de “hacer delirar las verdades”. La conversión de los infieles es sin duda una obra apasionante, y todo lo que pudiera decirse de ella en términos de elogio seguiría quedándose corto. Pero no hagamos delirar esta noble verdad.
Desgraciadamente, este delirio existe, y de él derivan la pasión por las masas y el menoscabo por las élites, la monomanía de los reclutamientos tumultuosos, la indiferencia implícita o explícita por las obras de preservación, etc., etc. Y es en este orden de ideas donde se encuentra un curioso estado de ánimo. En ciertos círculos, hay un entusiasmo tan respetuoso por los convertidos que, como dice un observador muy penetrante, los que siempre han sido católicos “sienten cierta vergüenza de no haber apostatado nunca para convertirse”. Por supuesto, siempre será poco el regocijo por el regreso del hijo pródigo a la casa paterna, y los celos expresados por el hijo siempre fiel son dignos de censura. Sin embargo, el hecho de que alguien haya perseverado siempre es en sí mismo un mayor título de honor que la apostasía seguida de una sincera enmienda. Por supuesto, puede haber un alma penitente que se eleve mucho más alto que otra que siempre ha permanecido fiel. Sin embargo, sería temerario discutir concretamente si se debe mayor admiración a la inocencia de San Juan, o a la penitencia de San Pedro, a la penitencia de Santa María Magdalena, o a la inocencia de Santa Teresita del Niño Jesús. Dejemos ociosas estas cuestiones, y sirvamos todos a Dios con humildad, evitando la exageración de convertir la apostasía en un título de vana gloria.
La preocupación, o más bien la obsesión, por el apostolado de conquista, genera otro error que solo mencionaremos aquí, y sobre el que profundizaremos en un capítulo posterior. Consiste en ocultar o subestimar invariablemente lo que hay de malo en las herejías, para dar a los herejes la idea de que la distancia entre ellos y la Iglesia es pequeña. Al hacerlo, sin embargo, se olvida que la malicia de la herejía se oculta a los fieles, ¡y se allanan las barreras que los separan de la apostasía! Esto es lo que ocurrirá con el uso a gran escala o exclusivo de este método.
Se ha extendido la opinión de que el apostolado de la A.C., como resultado de su mandato mágico, ejerce un efecto santificador sobre las almas, de modo que la simple actividad apostólica es enteramente suficiente para el miembro de la A.C., y prescinde de la vida interior.
Este capítulo ya ha sido demasiado largo, y no queremos profundizar en este complejo asunto. Por eso, nos limitaremos a decir que la Santa Iglesia exige a los Clérigos, e incluso a los Obispos, una vida interior tanto más intensa cuanto más absorbentes son sus obras. De ello se desprende que el apostolado de la Jerarquía no está exento de la vida interior. En su tratado “De consideratione”, San Bernardo no duda en calificar de “obras malditas” las actividades del Beato Papa Eugenio III, en cuanto consumían el tiempo necesario para acrecentar la vida interior de aquel Pontífice. ¡Y es de las excelsas y, por así decirlo, divinas ocupaciones del Papado de lo que estamos hablando! ¿Qué decir de las modestas ocupaciones de un simple “participante” de la Jerarquía? ¿Son sus actividades más santificadoras que las de la propia Jerarquía? ¿Cómo podemos suponer virtudes santificantes en la esencia y estructura de la A.C. que no requieran una vida interior?
En definitiva, se trata de un recrudecimiento del americanismo, que ya había sido condenado por León XIII ([11]), y en el documento sobre este tema podemos encontrar fácilmente una refutación completa de esta doctrina.
* * * * *
Una objeción
A todo esto, se podría objetar que “hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que perseveran”. Pocos textos de los Santos Evangelios han sufrido interpretaciones más infundadas. La mujer de la parábola, que perdió una dracma, tuvo ciertamente más alegría en encontrarla que en conservar las dracmas que no había perdido. Esto no significa que se consolaría de la pérdida de las noventa y nueve dracmas encontrando una. Si así fuera, ¡sería una tonta! Lo que Nuestro Señor quería decir era simplemente que la alegría de recuperar los bienes que hemos perdido es mayor que nuestro placer en la posesión pacífica de los bienes que hemos conservado. Así, un hombre que ha perdido la vista a consecuencia de un accidente y luego la recupera, debería razonablemente entregarse a una gran efusión de alegría. Sin embargo, no sería razonable que un hombre que nunca se ha visto amenazado por la ceguera se entregara a un júbilo indescriptible porque no es ciego.
Que ciertos lectores reflexionen sobre lo siguiente: si hay más alegría en el corazón del Buen Pastor por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que perseveran, la consecuencia lógica es que hay más dolor en el Corazón de Jesús por un justo que apostata que por noventa y nueve pecadores que perseveran en el pecado.
[1] https://salvemaria.com.br/carta-de-pio-xii-ao-cardeal-leme/ [Nuestra traducción].
[2] Alocución de S.S. Pío XII a los dirigentes diocesanos de la Acción Católica Italiana – 4 de septiembre de 1940 [Traducción nuestra]
[3] “¡Ay de vosotros, Escribas y Fariseos hipócritas!, que pagáis diezmo hasta de la yerba buena, y del eneldo, y del comino, y habéis abandonado las cosas más esenciales de la Ley, la justicia, la misericordia y la buena fe. Estas debierais observar, sin omitir aquellas” (Mt XXIII, 23).
[4] Apud Filograssi, Adnotationes in S.S. Eucharistiam, pp. 1115-1116 [traducción del autor].
[N.T.:] También se puede consultar este texto en: The Sacrifice of the Church – Maurice de la Taille, S.J. – Sheed and Ward – 1950- pág. 238-240 de la edición abajo referida.
https://archive.org/details/mysteryoffaith0000unse/page/238/mode/2up
[5] León XIII, Encíclica “Octobri Mense” del 22 de septiembre de 1891 [Traducción nuestra a partir de la versión en portugués]
[6] (Eclo 34, 4) Una persona sucia, ¿a qué otra limpiará?, y de una mentirosa, ¿qué verdad se sacará?
[7] En general, decimos, porque hay personas rectas que pertenecen al alma de la Iglesia, pero no a su cuerpo. Tales almas pueden ser favorecidas por Dios frente a un pecador empedernido que pertenece al cuerpo y no al alma de la Iglesia. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que las personas que pertenecen al alma y no al cuerpo de la Iglesia son raras entre la multitud de herejes y paganos. Son la excepción. Por otra parte, entre estas personas rectas, hay pocas que podamos conocer como tales, porque las virtudes no se inscriben de modo visible, salvo en algunos frentes privilegiados. Por tanto, son muy pocos los casos que, en la práctica, pueden constituir una excepción a la regla general que debemos observar en el apostolado: preferir la conversión del pecador en estado de pecado mortal a la del pagano o hereje.
[8] Pío XI, mensaje del 12 de febrero de 1931 [Traducción nuestra a partir del original italiano].
https://www.vatican.va/content/pius-xi/it/speeches/documents/hf_p-xi_spe_19310212_radiomessage.html
[9] Suma Teológica, BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS, MADRID – MCMXC
[10] https://issuu.com/nestor87/docs/es_1941_cristianismo_tercer_reich_testis_fidelis_v