En defensa de la Acción Católica, II Parte, Capítulo 3 – La doctrina de la Iglesia

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La Liturgia y la mortificación, según la enseñanza de la Santa Sede

El sumo respeto que todos debemos a la excelsa autoridad de la Santa Sede nos obliga a completar el capítulo anterior con algunas refutaciones de la doctrina que hemos expuesto y que desgraciadamente circula en ciertos círculos de la Acción Católica. Prescindiremos de consideraciones doctrinales sobre el problema de la gracia y del libre albedrío, problema poco accesible a las masas y que hoy es planteado por ciertos doctrinadores en términos tan evidentemente contrarios a la doctrina tradicional de la Iglesia, que cualquier católico, por poco versado que esté en cuestiones teológicas, se dará cuenta inmediatamente.

Mencionemos, a modo de documentación, algunos importantes textos pontificios que desarrollan el pensamiento contenido en la carta “Magna Equidem”, a la que nos referimos en el capítulo anterior, y que demuestra que la Sagrada Liturgia no prescinde de la cooperación del hombre, ni de los medios tradicionales de ascesis, como la huida de las ocasiones de pecado, la mortificación, etc.:

“Así, no duda afirmar San Cipriano «que el sacrificio del Señor no se celebra con la santificación debida si no corresponde a Su Pasión nuestra oblación y sacrificio».

“Por ello nos amonesta el Apóstol que, «llevando en nuestro cuerpo la mortificación de Jesús»(2 Cor IV, 10), y con Cristo sepultados y plantados, no solo a semejanza de su muerte, crucifiquemos nuestra carne con sus vicios y concupiscencias (cf Gal V, 24), «huyendo de lo que en el mundo es corrupción de concupiscencia» (2 Pe I, 4), sino que «en nuestros cuerpos se manifieste la vida de Jesús» (2 Cor IV, 10), y, hechos partícipes de su eterno sacerdocio, «ofrezcamos dones y sacrificios por los pecados» (Heb V, 1).

“(…) Y cuanto más perfectamente respondan al sacrificio del Señor nuestra oblación y sacrificio, que es inmolar nuestro amor propio y nuestras concupiscencias y crucificar nuestra carne con aquella crucifixión mística de que habla el Apóstol, tantos más abundantes frutos de propiciación y de expiación para nosotros y para los demás percibiremos” ([1]).

De hecho, nunca podremos prescindir de “cumplir en nuestra carne, lo que resta que padecer a Cristo en sus miembros, sufriendo trabajos en pro de su cuerpo místico, el cual es la Iglesia” (Col I,24).

Aún más. Sin espíritu de penitencia, nada obtendremos de Dios. De hecho, el Santo Padre León XIII recomienda expresamente que, junto al espíritu de oración, pidamos a Dios el espíritu de penitencia, sin el cual no se puede aplacar la justicia divina:

Aquí nuestro deber y nuestro paternal afecto exigen que pidamos a Dios no solo el espíritu de oración, sino también el espíritu de la santa penitencia. Haciéndolo de todo corazón, exhortamos a todos y cada uno con la misma solicitud a practicar esta última virtud, tan estrechamente unida a la primera: pues si la oración tiene por efecto alimentar el alma, armarla de valor, elevarla a las cosas divinas, la penitencia nos da la fuerza para dominarnos a nosotros mismos, y sobre todo para gobernar el cuerpo, que, a consecuencia del pecado original, es el más terrible enemigo de la doctrina y de la ley evangélicas” ([2]).

Así describe el mismo Pontífice la vida de penitencia de los Santos:

Estos santos eran asiduos en regular y refrenar sus mentes, corazones y pasiones; (…) nada querían, nada rechazaban, sin antes haber sondeado la voluntad de Dios; (…) contenían y reprimían enérgicamente los apetitos de la carne; trataban con dureza y sin piedad sus propios cuerpos; y, en aras de la virtud, se abstenían incluso de cosas lícitas en sí mismas. Así podían aplicarse a sí mismos con razón las palabras que el Apóstol Pablo dijo de sí mismo: “nuestra ciudadanía está en los cielos” (Filipenses 3, 20); y por la misma razón sus oraciones eran tan eficaces para hacer que Dios les fuera propicio y benigno” ([3]).

Por último, la oración, incluso litúrgica, hecha de manera indigna solo puede atraer la ira de Dios contra quien la hace:

“Y en vano será esperar que para tal fin descienda copiosa sobre nosotros la bendición del cielo, si nuestro obsequio al Altísimo no asciende en olor de suavidad; antes bien, pone en la mano del Señor el látigo con que el Salvador del mundo arrojó del templo a sus indignos profanadores” ([4]).

Nunca debemos olvidar el mandato del Espíritu Santo: “No ofrezcáis a Dios dones defectuosos, porque no los recibirá” (Eclo XXXV, 14). La historia del sacrificio de Caín tiene una elocuencia decisiva a este respecto.

El propósito de este libro no es refutar los errores del “pseudoliturgismo”, sino solo las consecuencias que de él se deducen en el campo de la Acción Católica. Al referirnos a esos errores, lo hacemos únicamente porque, de otro modo, nos sería imposible precisar las verdaderas raíces de las desviaciones doctrinales que observamos en algunos círculos de nuestro laicado en relación con la Acción Católica. Sin embargo, como los errores nunca deben ser mencionados y descritos sin la necesaria refutación, hemos creído útil añadir a esta parte del libro algunos argumentos brevemente expuestos que, esperamos, pondrán en guardia contra ciertas innovaciones doctrinales a quienes son dóciles a la autoridad suprema y decisiva de la Santa Sede. Es evidente que una refutación basada en argumentos distintos de los de autoridad solo podría hacerse en una obra particularmente dedicada al tema, escrita por un experto y no por un profano. Pero el argumento de autoridad, si no agota el tema, es al menos suficiente para resolver el problema. Y por eso estamos seguros de que hacemos un trabajo útil con las citas y reflexiones que pasamos a transcribir.

Antes de entrar en materia, sin embargo, queremos dejar bien claro que, al referirnos al “pseudoliturgismo”, hemos elegido intencionadamente la expresión para alejar de toda censura algunos meritorios esfuerzos realizados con la loable intención de incrementar la piedad en torno a la Sagrada Liturgia.

También hemos dejado de lado el problema de la “misa dialogada” y el uso exclusivo del Misal. Este problema no tiene nada que ver directamente con este libro y escapa al juicio de un seglar. Sin embargo, quisiéramos subrayar que las exageraciones evidentes a las que se han entregado ciertos “pseudoliturgistas” en este ámbito están engañando incluso a muchas mentes prudentes. De hecho, el mal más grave de esta tendencia no reside ahí, sino en ciertas doctrinas que profesa, más o menos veladamente, sobre la piedad y sobre el llamado “sacerdocio pasivo” de los seglares, que exagera enormemente, deformando la enseñanza de la Iglesia, que de hecho reconoce tal sacerdocio. Tratemos más de cerca los errores sobre la piedad que conciernen a la Acción Católica, aunque también en este caso el tema excede nuestra competencia.

Las devociones que cuentan con la aprobación de la Iglesia no pueden ser atacadas

Cuando la Santa Sede aprueba una práctica de piedad, declara implícitamente que los objetivos perseguidos por esta práctica son santos, los medios de los que se compone son lícitos y adecuados al fin. Por consiguiente, afirma que el uso de estos medios es apto para contribuir al aumento de la piedad y a la santificación de los fieles. Dicho esto, no se permite a nadie afirmar lo contrario, alegando que la práctica de tales actos implica la aceptación de principios contrarios a los de la Iglesia, y es radicalmente ineficaz para facilitar la santificación de las almas.

El Santo Rosario y el Vía Crucis son devociones que han sido innumerables veces aprobadas por la Santa Iglesia, recomendadas por los Pontífices, acumuladas con indulgencias, incorporadas de tal modo a la piedad común que se han constituido diversas asociaciones, con todas las bendiciones de la Iglesia, para difundirlas, diversas Órdenes y Congregaciones religiosas tienen como punto de honor y obligación solemne propagarlas, y el Código de Derecho Canónico preceptúa al Obispo que fomente la devoción al Santo Rosario en su clero. Su Santidad el Papa León XIII estableció la obligatoriedad de rezar el Rosario durante la Santa Misa del mes de octubre, por acto del 20 de agosto de 1885. Es obvio, por tanto, que quien no conceda a estas devociones la alta y respetuosa estima a que dan lugar tantos actos laudables de la Iglesia, se está sublevando contra la autoridad de la Santa Sede.

Sería totalmente vano afirmar que estas prácticas están superadas en nuestros días. Es cierto que pueden surgir prácticas de piedad tan admirables como estas; pero ello no impide que todas las razones de las que deriva el valor del Rosario y del Vía Crucis estén tan profundamente arraigadas en la doctrina inmutable de la Iglesia y en las características inalterables de la psicología humana, que sería erróneo afirmar que estas prácticas perderán alguna vez su actualidad.

Ser frío hacia devociones que la Iglesia recomienda con calor, pasar por alto devociones sobre las que la Iglesia habla continuamente, es prueba de que no se piensa, no se actúa, no se siente con la Iglesia.

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No puede admitir contradicciones entre la espiritualidad de las distintas Órdenes Religiosas

Lo mismo debe decirse de la espiritualidad propia de cada Orden o Congregación religiosa. Cada una de las familias religiosas que existen en la Iglesia tiene sus fines peculiares, sus devociones particulares y su modo de vida, aprobados por la Santa Sede como irreprochables y conformes en todo a la doctrina católica. Quien, por tanto, se levanta contra una Orden religiosa en particular, ataca a la Iglesia misma y se levanta contra la Santa Sede.

Así, el odio profesado por ciertos elementos contra la Compañía de Jesús es sencillamente insoportable, a menudo basado en argumentos que son un refrito de las críticas lanzadas por los francmasones o los protestantes. La espiritualidad de la Compañía de Jesús es inatacable, como la de cualquier otra Orden religiosa, e, implícitamente, los “tesoros espirituales”, los Ejercicios Espirituales, el examen de conciencia varias veces al día, no pueden ser atacados por nadie, como recursos espirituales de los que pueden servirse libremente las almas que se dan cuenta de que progresan en la virtud.

Aún más insoportable es la odiosa pretensión de lanzar altar contra altar, forjando incompatibilidades ficticias entre las espiritualidades de las distintas Órdenes. Hay variaciones entre ellas, y la Iglesia se ufana de estas variaciones, como “una reina en un vestido de muchos colores”. Pero esa diversidad nunca ha implicado ni implicará otra cosa que una profunda armonía, como la que resulta de la variedad de notas de un mismo acorde.

Las Órdenes y Congregaciones Religiosas…

“…se dedican al servicio de Dios, cada una según sus propias modalidades, y todas procuran obtener la mayor gloria de Dios y el provecho del prójimo por medio de sus propios objetivos, valiéndose de diferentes obras de caridad y de amor al prójimo. Esta gran variedad de Órdenes religiosas —como árboles de diferentes esencias plantados en el campo del Señor— produce frutos muy variados, todos ellos muy abundantes para la salvación del género humano. No hay ciertamente nada más agradable de ver, y más hermoso, que la homogeneidad y la armoniosa diversidad de estos institutos: todos tienden al mismo fin y, sin embargo, cada uno posee obras especiales de celo y de actividad, diferentes de las de los otros institutos de algún modo especial. Es el método habitual de la Divina Providencia de responder a cada nueva necesidad de la Iglesia con la creación y el desarrollo de un nuevo instituto religioso” ([5]).

Por eso nos parece abominable que los fieles, en su legítima preferencia por una u otra orden religiosa, traten de oponerse a las demás, no encontrando otro modo de dar salida a su admiración por una que disminuyendo a las otras. Disminuir una orden religiosa es disminuirlas a todas, es disminuir a la misma Iglesia Católica.

Sin duda, es lícito e incluso normal que los fieles se sientan atraídos a practicar preferentemente la espiritualidad de una de estas Órdenes. Sin embargo, nunca sería lícito que desviaran de otros caminos igualmente santos a las almas orientadas hacia la espiritualidad de otras Órdenes. En el jardín que es la Santa Iglesia de Dios, nadie puede negarnos, sin criminal injusticia, el derecho a coger las flores de la santidad del florero donde nos llama el Espíritu Santo.

Como amamos filialmente a la Iglesia y a todas las Órdenes que en ella existen, no podíamos dejar de dar un lugar particularmente sensible en esta afectuosa veneración a la Orden de San Benito. Por la admirable sabiduría de su Regla, por los extraordinarios frutos espirituales que ha producido, produce y producirá siempre en la Iglesia, por su primacía histórica sobre todas las Órdenes de Occidente, por el papel que los hijos de San Benito desempeñaron en la formación de la sociedad y la cultura medievales, ocupan un lugar especial en nuestro corazón, tanto más acentuado cuanto que en sus filas contamos con algunos de los mejores amigos que hemos tenido en nuestra vida. Por todas estas razones, nos llena de indignación el rumor de que tales errores puedan identificarse con el espíritu de San Benito, o de algún modo afiliarse a él, bajo la apariencia de la Liturgia.

No amar la Liturgia, que es la voz de la Iglesia orante, es ser, cuando menos, sospechoso de herejía. Pensar que los esfuerzos realizados por la Orden benedictina en favor de una comprensión más profunda de la Liturgia y de su lugar exacto en la vida espiritual de los fieles puedan acarrear inconvenientes es absurdo. Y por todo ello, consideramos calumniosa cualquier identificación que circunstancias fortuitas, tal vez inexistentes, pudieran sugerir entre el espíritu benedictino y el auténtico espíritu litúrgico, por un lado, y la estrategia modernista que venimos combatiendo y las exageraciones del “hiper-liturgismo”, por otro. A este respecto, es perfectamente esclarecedor el magnífico artículo del Reverendísimo Monseñor Don Lourenço Zeller, Obispo titular de Doriléa y Arqui-Abad de la Congregación Benedictina de Brasil, publicado en el “Legionario” del 13 de diciembre de 1942 ([6]). Es una lectura muy importante para quien desee orientarse sobre este punto.

En cuanto a la gloriosa e invicta Compañía de Jesús, con ocasión de su reciente centenario, el Santo Padre Pío XII publicó una Encíclica tan elogiosa de los Estatutos y de la espiritualidad de esta ilustre milicia, que realmente no sabemos qué queda de adhesión filial a la Santa Sede en quienes después de esto perseveran en criticarla. Refiriéndose a los Ejercicios Espirituales, Pío XI dijo que

“San Ignacio aprendió de la misma Madre de Dios cómo debía pelear las batallas del Señor. Como de su mano recibió este código perfecto —este es el nombre que podemos darle con toda verdad— que todo soldado de Jesucristo debe usar, es decir, los Ejercicios Espirituales (…).

“En los Ejercicios organizados según el método de San Ignacio, todo está dispuesto tan sabiamente, todo está en tan estrecha coordinación que, si no hay resistencia a la gracia divina, renuevan al hombre hasta sus profundidades y le hacen perfectamente sumiso a la autoridad divina (…).

“Hemos declarado a San Ignacio de Loyola patrono celestial de los Ejercicios Espirituales. Aunque, como ya hemos dicho, no faltan otros métodos de hacer los Ejercicios, es, sin embargo, cierto que el método de San Ignacio posee verdadera excelencia, y que, sobre todo, por la esperanza más segura que ofrece de ventajas sólidas y duraderas, son objeto de aprobación más abundante por parte de la Santa Sede ([7]).

A la vista de esta afirmación, la alternativa es clara: o Pío XI estaba contaminado de individualismo antropocéntrico, lo cual es absurdo, o los oponentes de los Ejercicios de San Ignacio están en abierta oposición al espíritu de la Iglesia en este asunto vital.

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[1] Pío XI, Encíclica “Misrentissimus Redemptor”, de 8 de mayo de 1928.

https://www.vatican.va/content/pius-xi/es/encyclicals/documents/hf_p-xi_enc_19280508_miserentissimus-redemptor.html

[2] León XIII, Encíclica “Octobri Mense”, 22 de septiembre de 1891.

https://www.vatican.va/content/leo-xiii/la/encyclicals/documents/hf_l-xiii_enc_22091891_octobri-mense.html

[3] León XIII, Encíclica “Octobri Mense”, 22 de septiembre de 1891.

https://www.vatican.va/content/leo-xiii/la/encyclicals/documents/hf_l-xiii_enc_22091891_octobri-mense.html

[4] Pío X, Motu Proprio “Tra le Sollecitudini”, 22 de noviembre de 1903.

https://www.vatican.va/content/pius-x/es/motu_proprio/documents/hf_p-x_motu-proprio_19031122_sollecitudini.html

[5] Pío XI, Carta apostólica “Unigenitus Dei Filius”, 19 de marzo de 1924: Actes de S.S. Pie XI, Maison de la Bonne Presse, tomo II, página 46 y 47.

https://archive.org/details/actesdesspiexien0013cath/page/n449/mode/2up?view=theater

[6] https://www.pliniocorreadeoliveira.info/LEG_1942_520-542.pdf

[7] Pío XI, Carta Apostólica “Meditantibus Nobis”, 3 de diciembre de 1922: Actes de S.S. Pie XI, Maison de la Bonne Presse, tomo I, páginas 120, 121, 124

https://archive.org/details/actesdesspiexien0013cath/page/n123/mode/2up?view=theater

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