En defensa de la Acción Católica – I Parte, Capítulo 6 – El clero en la Acción Católica

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CAPÍTULO VI

El clero en la Acción Católica

 

Pretendemos concluir todas las consideraciones que nos sugiere el problema del mandato o de la participación con una reflexión especial sobre la posición de los clérigos dentro de la Iglesia.

La complejidad del gobierno de la Iglesia.

Clero es un término que etimológicamente indica los elegidos, los escogidos. El cuerpo clerical está formado por personas que, dotadas de vocación, se consagran por entero al ministerio divino. Por poco que se reflexione, se verá que, de todas las funciones de autoridad, por su naturaleza, por el peso de las responsabilidades que impone y a la terrible complejidad de los asuntos que trata, ninguna es más onerosa y absorbente que el gobierno de la Iglesia. Precisamente por eso, el Divino Redentor quiso que en el seno de la Santa Iglesia hubiera una categoría de hombres especialmente encargados de la distribución de los Sacramentos y de la dirección de los asuntos eclesiásticos.

Tanto las funciones de la Jerarquía de Orden como las de la Jerarquía de Jurisdicción requieren tal conocimiento de la Doctrina, una integridad moral tan grande y una renuncia tan perfecta a todas las preocupaciones terrenas que, en el curso de los veinte siglos de su existencia, la legislación de la Iglesia ha acumulado, lenta pero seguramente, las precauciones necesarias para la perfecta determinación de las condiciones de formación y actividad de los clérigos.

Formación especial del Clero.

Poco a poco, a medida que los sucesivos logros de la experiencia se ponían al servicio de la alta sabiduría, se han ido determinando las condiciones de la formación de los futuros clérigos: los seminarios mayores, seminarios menores, el tenor de vida, el programa de estudios, los problemas de la formación espiritual de los seminaristas han sido objeto de incesante cuidado por parte de la Iglesia, que no ha escatimado esfuerzos en este sentido. En esta legislación existe una preocupación uniforme por rodear de garantías cada vez más completas la formación de los futuros Sacerdotes y Obispos.

Para coronar todos estos esfuerzos, la Santa Sede creó no hace mucho una Congregación específicamente encargada de esta cuestión.

Garantías inestimables de que con eso se fortifica la Iglesia.

La legislación sobre el contenido de la vida y las obligaciones morales de los sacerdotes también se enriquece cada vez más.

Dos disposiciones relacionadas, la prohibición de que los sacerdotes se dediquen a asuntos ajenos a su ministerio, así como la prohibición que el Derecho Canónico establece, de confiar cargos jerárquicos a personas que no sean clérigos, canalizan todos los recursos de esta élite hacia el servicio de Dios, y le confían potencial o virtualmente todo el gobierno de la Iglesia.

La legislación eclesiástica, lenta, pero seguramente, condujo la situación del Clero a esta sublime elevación, tejiendo una obra admirable en torno a los elementos de institución divina que se encuentran en la materia.

Por esta misma razón, el celo de los fieles no ha dejado ni un solo momento de acompañar con sus oraciones, sacrificios y recursos la obra de santificar, reclutar y formar sacerdotes, y las grandes almas contemplativas han dedicado lo mejor de sus expiaciones a esta necesidad capital de la Iglesia.

Los gravísimos riesgos a que los errores sobre la esencia de la A.C. exponen estas garantías.

No será difícil comprender, después de todo esto, lo absurdo de pretender que una élite, así formada, tenga solo un veto irrisorio en el orden de la dirección, mientras que seglares, piadosos, tal vez y cultos, pero que no ofrecen a la Iglesia la garantía insustituible de todo un curso de preparación para el Sacerdocio, tengan en sus manos funciones que prácticamente les dan, en muchas emergencias, autoridad superior a la de los Sacerdotes.

Es temerario discutir las excepciones en esta materia. Es cierto, por ejemplo, y la historia militar está llena de ello, que ciertos cabos nacen con tal talento que, sin estudiar, pueden superar en eficacia a los generales con la formación académica más refinada. Pero también es cierto que ningún ejército moderno permite que las funciones del grado de oficial se entreguen a personas sin una educación regular, porque el ejército tiene la necesidad vital de protegerse contra los mil y un aventureros que, de otro modo, se harían cargo de las funciones de mando. Póngase esta reflexión en el orden de ideas que hemos ido explicando y el resto quedará claro.

Advertencias importantes:

a) — las intenciones con las que muchas personas defienden estos errores.

Nos desobligamos de un grave deber de justicia cuando decimos que, si bien es a menudo el viejo espíritu de revuelta el que aflora a través de imprudentes declaraciones sobre la A.C., no es raro observar que en ciertas mentes es un generoso deseo de santificación y de conquista el que las dicta. Durante mucho tiempo, la infiltración de los principios liberales en ciertos círculos del laicado católico produjo una devastación tan profunda que todas las almas celosas conservaron un explicable horror a aquella época. La defensa y expansión de los principios católicos se consideraba tarea exclusiva del clero, y muchos seglares creían que actuaban admirablemente, limitándose al cumplimiento estrictamente literal de las obligaciones más esenciales impuestas por las Leyes de Dios y de la Iglesia. De ahí que las asociaciones religiosas padecieran a menudo una atonía crónica, que las sumía en la más lamentable rutina; y todo este cuadro ofrecía un desconcertante contraste con la audacia conquistadora de los hijos de las tinieblas, bajo cuyo empeño emprendedor las tradiciones cristianas se doblegaban cada vez más, se diluían, se amalgamaban con mil errores, dando paso a un orden de cosas enteramente pagano.

Fue, pues, muy explicable la total desprevención de espíritu con que ciertas almas, celosas de la gloria de Dios, acogían la perspectiva de que los laicos participaran en cargos o funciones jerárquicas, reforma estructural que parecía destinada a derribar todo el legado de laxitud religiosa, implicando directamente a los laicos en la obra de la Jerarquía, y comunicando así un loable incremento al apostolado seglar.

El gran error de nuestro tiempo consistió precisamente en atribuir demasiada eficacia a las reformas estructurales y jurídicas, suponiendo que por sí solas podrían propiciar la recuperación de una civilización que se desmoronaba. En la esfera política, se pretendió corregir el liberalismo mediante la dictadura. En la esfera económica, se pretendía corregirlo mediante el corporativismo estatal. En lo social, se intentó frenarlo con regulaciones policiales. Y a pesar de ello, nadie se atreverá a afirmar que las condiciones contemporáneas son más prósperas, más pacíficas y más felices que las de la época victoriana, cuando el liberalismo alcanzó su apogeo.

Al intentar corregir el mal, la ineficacia radical de los remedios condujo a males aún mayores. Era necesaria una reforma de las mentalidades; y la reforma de las leyes, demostrando ser vana, hizo aún más evidente la acción extremadamente peligrosa de los remedios equivocados en pacientes amenazados de muerte. El liberalismo era un mal: el totalitarismo es una catástrofe.

El remedio para los males que, con más generosidad que previsión, muchos elementos pretenden combatir a través de la doctrina del mandato, es mucho más fácil de encontrar en una metódica y segura instrucción religiosa, en una formación espiritual generosa y sedienta de sacrificio. Por decirlo, en pocas palabras, no es en las reformas estructurales donde debemos depositar nuestras más ardientes esperanzas de santificación y conquista. Si en cada diócesis o parroquia hubiera un grupo, aunque fuera pequeño, de seglares capaces de comprender y vivir el libro de Don Chautard, “El alma de todo apostolado” ([1]), la faz de la tierra sería otra.

b) — Sobre la ventaja de un espíritu de iniciativa y de cooperación franca en los seglares.

Queremos tratar ahora un tema que, aunque no tenga mucha relación lógica con el argumento anterior, es indispensable para comprender el espíritu que nos anima al escribir este libro.

La A.C. nunca será la realización del gran designio de Pío XI si sus miembros fueren personas carentes de espíritu de iniciativa y de conquista. Sosteniendo que en la A.C. corresponde al Asistente Eclesiástico la plenitud de todo poder, y que los directores seglares solo deben ser los ejecutores de sus designios, estamos lejos de entender que un modelo ideal de A.C. es aquel en el que el Sacerdote está obligado a intervenir en todo momento, a realizarlo todo él mismo y a multiplicar sus propios esfuerzos, en lugar de confiar una larga autonomía a seglares competentes que, conociendo perfectamente las verdaderas intenciones del Asistente, sepan y puedan realizarlas plenamente, salvando la actividad del sacerdote en lugar de multiplicarla. Es hacia este último tipo que debe tender la formación en la A.C., y solo cuando cuente con un gran número de seglares en estas condiciones, la A.C. podrá triunfar. Nunca se insistirá bastante en que la Iglesia en general, y la Jerarquía en particular, no tienen nada que temer de la colaboración de laicos de este calibre, y que, al confiar generosamente en ellos, Pío XI no fue imprudente sino sabio.

Lo que no queremos, sin embargo, es que se suponga que la actividad de los seglares pueda implicar en la limitación de los poderes del sacerdote, que se vería así impedido de ejercer su autoridad como, cuando y donde le plazca, sin deber ninguna satisfacción a nadie más que a su Ordinario. En última instancia, queremos que el tesoro inestimable que Mons. Vital y Mons. Antonio Macedo Costa reclamaron y salvaron con tan heroica lucha, hace más de medio siglo, no se dilapide imprudentemente.

c) — Sobre la preeminencia de las organizaciones fundamentales de la A.C. sobre las auxiliares.

La cuestión del mandato suele ir unida a otra que solo tiene una relación relativa con ella: el problema de la relación entre la A.C. y las asociaciones auxiliares. Se trata de saber si la A.C. tiene primacía sobre las asociaciones auxiliares. Es cierto que, si la A.C. participara en la Jerarquía, tendría primacía sobre las demás organizaciones, que son meras colaboradoras de la Jerarquía. Refutando, sin embargo, el tan controvertido mandato, también puede decirse que la A.C., además de ser la máxima milicia —la organización “prínceps”, como decía S. S. Pío XII— del apostolado seglar, ejerce una función “rectrix” de toda la actividad apostólica de los seglares, y se encarga de dirigir las actividades generales, de coordinarlas y de servirse de las asociaciones auxiliares para la realización de los fines generales de la A.C. En este sentido, solo se trata de una cuestión de legislación eclesiástica positiva, por lo que el asunto escapa al ámbito de la controversia doctrinal.

Entre nosotros, la cuestión está regulada por los Estatutos de la A.C. brasileña, que tienen toda la fuerza de ley, y que solo nos cumple obedecer solícita y amorosamente.

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[1] https://ia800705.us.archive.org/11/items/BibliotecaFamiliarI/DomJBChautard-ElAlmaDeTodoApostoladoCod300_text.pdf

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