En defensa de la Acción Católica – I Parte, Capítulo 5 – Errores fundamentales

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CAPÍTULO V

Errores fundamentales

Nunca será suficiente acentuar estas nociones, evitando las peligrosas generalizaciones, las expresiones ambiguas y las ilógicas de todo tipo que tan profundamente han dañado la elucidación de este tema. De hecho, tantos factores de confusión solo pueden conducir a desacuerdos, fricciones e incompatibilidades que dividen las mentes y hacen casi estéril cualquier esfuerzo por establecer el Reino de Nuestro Señor Jesucristo.

Sin embargo, hay que tener en cuenta que la paz es, según San Agustín, la “tranquilidad del orden”. Si queremos la paz, restablezcamos el orden, y si queremos el orden, instauremos todas las cosas en la Verdad. No conseguiremos la paz silenciando, velando o diluyendo la verdad. Proclamémosla en su integridad. No hay otro camino para que alcancemos la tan deseada y decorosa concordia de todos los ánimos.

Si durante tanto tiempo insistimos en nuestra tesis de que el mandato de la A.C. y la participación que aporta a los seglares en el apostolado jerárquico de la Iglesia implican única y exclusivamente una colaboración con la Jerarquía, una colaboración dócil, filial, sumisa, practicada sin ningún tipo de pesar o disgusto, teníamos razones de la mayor importancia. En efecto, no solo nos alarman los errores doctrinales contenidos en las tesis que refutamos, sino también los deplorables sucesos prácticos a que han dado causa o pretexto.

Consecuencia de los errores que hemos refutado.

Se pretendía que la A.C., al conferir a sus miembros una nueva dignidad, los colocara en una situación canónica radical y esencialmente distinta de la de los seglares de asociaciones anteriores a la A.C. o ajenas al marco de sus asociaciones fundamentales.

Situación del clero hasta ahora.

Como nadie ignora, en las asociaciones de apostolado el sacerdote ocupa siempre el lugar más importante, no solo desde el punto de vista puramente protocolario, sino también por su autoridad, de la que dependen todos los organismos o departamentos de las entidades religiosas y bajo la que, en definitiva, funcionan. En otras palabras, el sacerdote en la asociación representa a la Santa Iglesia, y los dirigentes seglares son sus instrumentos, tanto más meritorios cuanto más dóciles sean en la consecución de los fines sociales. Es lo que ocurre, por ejemplo, en las Congregaciones Marianas y en las Pías Uniones de Hijas de María. El alto respeto debido a la dignidad sacerdotal, la evidente ventaja que supone para la Iglesia que el sacerdote ejerza un eminente dominio sobre todas las actividades sociales, contribuyen a que, en nuestro ambiente católico, el seglar militante sea considerado tanto más correcto cuanto más dispuesto esté por obedecer las normas del Padre Director.

En muchas cofradías, como las asociaciones que funcionan en los colegios, el Religioso tiene una situación análoga, aunque inferior a la del Director. La razón de ello es evidente.

Cómo se pretende socavar y, en última instancia, destruir esta situación.

Ahora bien, sobre la base de esta “participación”, sobre la base de este “mandato”, se ha pretendido que los seglares se rebajarían obedeciendo enteramente al Asistente Eclesiástico, y que los dirigentes de la A.C. tienen una autoridad propia que hace del Asistente un mero censor doctrinal de las actividades sociales. Por lo tanto, mientras cualquier actividad no sea contraria a la Fe o a las costumbres, el Asistente debe guardar silencio. En general, no hay distinción entre un asistente parroquial y un asistente no parroquial. En cuanto a los religiosos que no son sacerdotes, o las religiosas, deben simplemente retirarse y guardar silencio.

Muchos espíritus confiados creen que esto salvaguarda plenamente los derechos de la Santa Iglesia. ¡Triste ilusión! Hay, por supuesto, problemas puramente doctrinales en las actividades de la A.C. en los que, al vetar el error o el mal, el Asistente habrá hecho triunfar implícitamente la verdad y el bien. Hay también cuestiones de carácter concreto, relativas a detalles muy pequeños de ejecución, en las que la doctrina católica no está directamente interesada, y en las que el Asistente no puede entrar ordinariamente (conservando la facultad de hacerlo cuando lo considere oportuno). Pero entre estos dos extremos hay toda una zona intermedia, en la que no se trata realmente de pura doctrina, sino de aplicar la doctrina a los hechos, de observar con precisión las circunstancias concretas, de discernir lo que en un momento dado es de mayor gloria para Dios, etc. etc. El Asistente encontrará ciertamente recursos preciosos si se sirve de la ilustración de seglares bien formados para dilucidar tales cuestiones. Sin embargo, ¡ay de él si no puede decir la última palabra en estas cuestiones!

Dado que el motivo de tan temerarias afirmaciones era el cambio introducido en la A.C. por el mandato o la participación, una vez demostrado que ni el mandato ni la participación han provocado cambios sustanciales, las consecuencias se desmoronan. No es ocioso, sin embargo, preguntarse a qué catástrofes conducirían estas consecuencias en la práctica.

Ejemplos concretos de lo que resultaría.

Imaginemos, con ejemplos concretos, la situación resultante. Consideremos el caso de una parroquia en la que el párroco es, al mismo tiempo, el asistente eclesiástico de los centros de A.C. que allí se encuentran. Con la sabiduría de un teólogo, el celo de un pastor, la experiencia de un sacerdote, fortalecido en la certeza de sus juicios por la gracia de estado y el insustituible conocimiento de las necesidades de las almas, que solo la práctica del confesionario confiere, el sacerdote ve todos los problemas, todos los peligros, todas las necesidades que pululan en el campo confiado a su responsabilidad por el Espíritu Santo. Dada la escasez de sacerdotes, dada la inmensidad de la obra, dada la impermeabilidad de ciertos medios a la influencia del sacerdote, este siente la necesidad de multiplicar sus propios recursos, lo que Pío XI vio con ojos de lince. Apeló a la Acción Católica, es decir, a lo que el propio Pontífice llamó “los brazos de la Iglesia”. Reúne a los sectores parroquiales de la Acción Católica. E inmediatamente comienza la lucha. La A.C. solo se mueve con el impulso y la iniciativa de los seglares. Así que el párroco tiene que discutir pacientemente para persuadirles de que los sectores parroquiales de la A.C. deben recomendar esta virtud en vez de aquella, combatir los vicios arraigados en el lugar en vez de los defectos que no existen en él, trabajar para hacer reparaciones en la iglesia parroquial en vez de un dispensario, hacer un dispensario en vez de un centro de asociación, hacer un centro de asociación en vez de no hacer nada. Y como en ninguno de estos asuntos interviene la fe y la moral, es en última instancia la A.C. la que decidirá sobre la conveniencia, viabilidad y utilidad de los planes del párroco, mientras que este, que solo tiene derecho a veto en asuntos de fe y moral, espera pacientemente el veredicto de los nuevos jefes de la jerarquía, o miembros de ella, que le dirán si sus planes se llevarán a cabo o no, y en caso afirmativo, en qué medida y con qué medios. Basta tener la más mínima idea de la autoridad y de las responsabilidades que el Derecho Canónico confiere a los párrocos para darse cuenta de lo absurdo de esta situación, y ver que el simple papel de censor está lejos de proporcionar al párroco los medios de acción necesarios, para que pueda desempeñar sus funciones y soportar la abrumadora carga inherente a su función. De hecho, una situación tan errónea rozaría fácilmente el ridículo si la imagináramos teniendo lugar en alguna pequeña parroquia del campo, con el propio párroco tratando con los directores locales de la A.C., cuyo nivel cultural, en ciertas zonas, no es muy superior al estrictamente necesario para leer un libro de cocina o llevar la contabilidad de una taberna.

Volveremos sobre esto más adelante. Por ahora, sigamos exponiendo las temibles consecuencias de esta extraña doctrina

¿Volveremos a los tiempos de las Cofradías masónicas?

El lector ya habrá advertido la analogía entre la situación que se pretende crear para el Asistente Eclesiástico en la A.C. y la de la Autoridad Eclesiástica en las antiguas cofradías masónicas.

En los núcleos de la A.C., como en las antiguas Cofradías masónicas, la claridad de las sutiles fronteras entre lo espiritual y lo temporal puede ser fácilmente perturbada por argumentos engañosos, como este de la Cofradía del Santísimo Sacramento, que se rebeló contra D. Vital por no querer excluir a los miembros masones de su cofradía. Vital por no querer excluir a los miembros masones de su cofradía: “La existencia y la finalidad de una cofradía, sostenía, es un acto voluntario de los miembros y, una vez respetada la ley del país y de la Iglesia, solo los hermanos congregados tienen derecho, según sus intereses y experiencia, a proponer alteraciones y modificaciones de las reglas que organizan…”.

El Consejo de Estado del Imperio concluyó en el mismo sentido, llamando al gobierno la parte del león, y declaró que “como la constitución orgánica de las Hermandades en Brasil es de competencia del poder civil, y a los Prelados Diocesanos solo compete aprobar y fiscalizar la parte religiosa, no estaba dentro de las atribuciones del Revmo. Obispo ordenar a la Hermandad la exclusión de alguno de sus miembros, con el argumento de que se reconocía su pertenencia a la Francmasonería, y que, por lo tanto, no podía fundarse en desobediencia para declararla proscrita” (“O Bispo de Olinda perante a História” [El Obispo de Olinda ante la historia] ([1]), de Antônio Manoel dos Reis, edición de 1879, páginas 70 y 132).

Es a esta tristísima condición a la que los errores que se difunden actualmente sobre A.C. amenazan con hacernos retroceder. ¡Qué caricatura del grandioso sueño de Pío XI!

¿Desaparecerá con nuestros aplausos una de nuestras más bellas tradiciones?

Mientras el sacerdote solo tenga el papel de censor, es evidente que su posición cambia radicalmente en el entorno parroquial. En efecto, hasta ahora, las costumbres y las tradiciones piadosas de nuestro pueblo han reservado siempre al sacerdote una posición singular en cualquier ambiente en que se encuentre. En las reuniones de las asociaciones religiosas, en los actos de la vida civil, e incluso en las solemnidades de carácter puramente temporal, en las que está presente por motivos totalmente ajenos al ministerio sacerdotal, el sacerdote se sitúa en un lugar de inequívoca primacía. Basta hojear cualquier colección de nuestros periódicos, no solo los católicos, sino cualquier otro, para comprobar, en las fotografías de las diversas solemnidades, hasta qué punto esto es real. De lo que se han dado cuenta nuestros mayores, de lo que puede verse hoy, incluso en ambientes donde solo sobreviven vagas y raras tradiciones religiosas, no se dan cuenta ciertos doctrinarios modernizadores de la A.C., y uno de ellos ya nos ha causado el disgusto de elogiar, en términos mordaces, a cierto país europeo en el que el sacerdote ocupa, en el protocolo de las solemnidades de la A.C., no ya el lugar central, sino el de un cómplice oscuro y distante.

¿Se mutilará la autoridad de los párrocos y directores de escuela?

Mientras seamos lógicos en el desarrollo de esta doctrina, debemos seguir adelante. Si el sacerdote solo tiene el papel de censor doctrinal de las actividades de la A.C., es obvio que el nombramiento de los miembros de las juntas de los distintos centros parroquiales, su eventual cese, la admisión de miembros, etc., es iniciativa exclusiva de los propios seglares, y el sacerdote solo podrá impugnar nombres contrarios a la Fe y a las costumbres. Así, el párroco no puede favorecer a quienes le parezcan más dóciles, celosos, idóneos o influyentes. Sus colaboradores naturales no son de su libre designación, y mientras en todos los gobiernos de la tierra la elección de los colaboradores inmediatos se considera una tarea inherente al ejercicio de la autoridad, solo será una excepción, a partir de ahora, el gobierno parroquial.

La noción de esta superioridad es tan fuerte en ciertos elementos que no dudan en suplir las “deficiencias” de muchos Párrocos creando centros de A.C. en sus parroquias, ¡sin que ellos lo sepan!

El mismo fenómeno se da en Colegios y Asociaciones. Conocemos un caso concreto de una obra en la que se fundaron centros de A.C. clandestinamente, porque “tal vez” su Director Eclesiástico no quisiese permitir que se crearan inmediatamente. Un venerable e ilustre sacerdote, director de un Colegio, nos contó que una vez había recibido la visita de un adolescente que vino a comunicarle la fundación de la JEC [Juventud Estudiantil Católica] en el establecimiento. El respetable director consideró que sería necesaria una licencia que él no se sentía inclinado a conceder a un desconocido. Su respuesta fue rápida: “Sr. Cura, tengo el mandato de la A.C.”.

A fortiori, este es el trato que se da a los Religiosos que no son Sacerdotes. Así, mientras que la tradición y el sentido de la proporción en las asociaciones de piedad que han existido hasta ahora en los colegios, etc. han dado a los Religiosos y Religiosas que no son sacerdotes el rango de vicedirectores, ciertos doctrinarios les prohíben severamente asistir a las reuniones de la A.C., siempre con el pretexto de que no tienen mandato. ¡Y estas doctrinas dan sus frutos! Conocemos el caso concreto de un congreso femenino de la A.C., celebrado en un colegio de monjas, que exigió que todas las monjas abandonaran los locales como condición para el inicio de los trabajos. La diferencia esencial entre la A.C. y asociaciones como las Pías Uniones, las Congregaciones Marianas, las Ligas “Jesús María José”, etc. radica precisamente en este “autogobierno”, consecuencia del mandato de la A.C. Estas últimas carecen de mandato y dependen ilimitadamente de sus respectivos Directores Eclesiásticos; mientras que los seglares, elevados por el mandato de la A.C. a la categoría de partícipes de la Jerarquía, solo dependen negativamente del Asistente Eclesiástico, mero censor.

En este libro, no queremos desviarnos del tema esencial que nos proponemos abordar, a saber, la A.C. No estaría de más señalar, sin embargo, que la interpretación audaz e infundada de lo que han escrito ciertos teólogos sobre el “sacerdocio pasivo” de los seglares, contribuye no poco a crear esas desviaciones.

Todo esto encuentra su fórmula general en la siguiente afirmación, que bien podría servir de lema para tales doctrinas: “es necesario que la A.C. no sea una dictadura de Curas y Monjas”.

¿A qué se reducirá la autoridad de los Obispos?

Impulsados por la claridad de ciertos textos pontificios, reconocen, es cierto, que la A.C., aunque independiente del Clero, depende de los Obispos. Creen incluso que el propio mandato que reciben tiene como efecto vincular directamente la A.C., sin pasar por el párroco, al Obispo, del que es una prolongación jurídica, razón por la cual consideran incluso que solo el Obispo puede celebrar correctamente la ceremonia de acogida de los miembros de la A.C.

Todo ello no obstante, dado que el propio decoro de la Santa Iglesia exige que, en un determinado sector de la A.C., nadie sea de tanta confianza del Obispo, por regla general, como el Asistente Eclesiástico; y, entendidas en un sentido absolutamente restringido, como hemos visto, las funciones del Asistente; dado, por otra parte, que el Obispo no puede estar universalmente presente, sobre todo en un país con diócesis tan vastas como el nuestro; dado, en fin, que un Obispo no puede conocer personalmente a seglares de su inmediata confianza en todas las Parroquias de su diócesis; de todo esto resulta que la autoridad del Obispo queda, en la práctica, casi enteramente anulada. Y no solo en la práctica. Las exageraciones doctrinales a las que nos referimos anteriormente, relativas al “sacerdocio pasivo” de los seglares, han sacudido o deformado profundamente en ciertas mentes la noción del respeto debido a los Obispos. El Boletín Oficial de la Acción Católica Brasileña, Río de Janeiro, junio de 1942, relata el caso típico de un joven que escribió a un venerable Prelado: “acepte, señor Obispo, un abrazo de su colega en el Sacerdocio”.

No sería necesario decir tanto para darse cuenta de que la doctrina de incorporación de los seglares a la Jerarquía, o a las funciones jerárquicas, mediante la concesión del mandato de A.C., encierra consecuencias de inconmensurable importancia y, por su propia naturaleza, facilita, halaga y estimula la inclinación natural de todos los hombres hacia la rebelión. El día en que este veneno penetre en las masas y se las gane, ¿será fácil extirparlo? ¿Quién se atrevería a alimentar semejante ilusión?

Gracias a Dios, como hemos demostrado, no ha habido ningún cambio en la naturaleza de la situación de los seglares inscritos en la A.C. Y por esta razón, todas las locuras que alegaban tal cambio como razón o pretexto caen por tierra. El miembro seglar de la A.C. debe honrarse a sí mismo prestando plena y completa obediencia al Asistente Eclesiástico.

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[1] https://archive.org/details/obispodeolindape00reis/page/70/mode/2up

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