CAPÍTULO IV ([1])
La definición de Pío XI
Un argumento más a favor de la esencia jerárquica del apostolado de la A.C.: la definición de la A.C. por Su Santidad Pío XI.
Es en este punto donde podemos situar el problema de la participación.
Los doctrinadores de la Acción Católica, que sostienen que esta tiene una situación jurídica esencialmente diferente de las demás obras de apostolado, se basan en un doble argumento. Hasta ahora hemos examinado el primero y hemos demostrado que carece de valor: es el mandato.
El otro argumento se basa en el hecho de que el Santo Padre Pío XI definió la Acción Católica como la participación de los laicos en el apostolado jerárquico de la Iglesia. Estos doctrinadores afirman que mientras otras organizaciones son meras colaboradoras, la Acción Católica es partícipe del propio apostolado jerárquico, por lo que tiene una esencia jurídica propia, diferente de otras obras.
Tesis erróneas.
¿Qué alcance atribuir a esta “participación”, así entendida? Las opiniones varían. Mientras que algunos afirman que la A.C. se ha convertido en un elemento integrante de la propia Jerarquía, otros creen que desempeña funciones jerárquicas sin estar, no obstante, situada en las filas de la Jerarquía.
Cómo se refutan.
En el análisis de estas doctrinas, sustentaremos que:
- a) — ambas tienen un falso punto en común, por lo que son erróneos;
- b) — en lo que una y otra difieren, también se basan en argumentos erróneos;
- c) — incluso si las situaciones jurídicas por ellos imaginadas fueran teológicamente admisibles, un análisis de los textos de Pío XI no autoriza a afirmar que se haya dado a la A.C. esta situación.
Los términos de la cuestión ([2]).
También en este caso, según el método que venimos siguiendo, empezaremos por dar los términos de la cuestión.
Vimos en el capítulo anterior que hay una diferencia esencial entre los poderes impuestos por el Divino Salvador a la Jerarquía de la Iglesia y los encargos confiados por la Jerarquía a los fieles. Los primeros son derechos propios y de gobierno, los segundos son deberes de los súbditos. Este es el fundamento del principio definido por la autoridad infalible del Concilio Vaticano I (c. 10):
— “La Iglesia de Jesucristo no es una sociedad de iguales, como si todos los fieles tuvieran entre sí los mismos derechos; sino que es una sociedad desigual, y esto no solo porque, entre los fieles, unos son clérigos y otros seglares, sino también porque hay en la Iglesia, por institución divina, un poder con el que unos están dotados para santificar, enseñar y gobernar, y con el que otros no están dotados”.
Y el Concilio añade (c. 11):
— “Si alguien dice que la Iglesia ha sido divinamente instituida como una sociedad de iguales… sea anatema” ([3]).
El error común a ambas afirmaciones que refutamos.
Así pues, la primera pregunta que debemos plantearnos es la siguiente: ¿puede aceptarse que la A.C. forme parte integrante de la jerarquía de la Iglesia o, al menos, que, sin ocupar un puesto jerárquico, se le confíen funciones jerárquicas?
Cuando el Santo Padre Pío XI instituyó la A.C., exhortó a todos los fieles a trabajar en ella, razón por la cual concedió a todos los fieles el derecho a inscribirse en ella. Hasta tal punto es esto cierto que no faltan quienes sostienen que todos los católicos, incluso los que se limitan a practicar el “mínimum” de los mandamientos necesarios para no caer en pecado mortal, tienen el derecho y la obligación de afiliarse a la A.C. Y hay quienes creen que incluso los católicos que viven en un estado habitual de pecado mortal pueden y deben inscribirse en la A.C. Es curioso añadir que quienes piensan así se encuentran generalmente entre los que defienden con más ardor la idea de que la A.C. es un elemento integrante de la Jerarquía, o al menos desempeña funciones de naturaleza jerárquica.
De ello se deduce que:
1 — si todos los católicos, incluso los que viven en estado de pecado mortal, deben unirse a la A.C., y la A.C. es parte integrante de la Jerarquía, entonces todos los fieles tienen la obligación de unirse a la Jerarquía, lo cual es una opinión herética y claramente contraria a las decisiones del Concilio Vaticano;
2 — si todos los católicos que viven en estado de gracia pueden o deben entrar en la A.C., y si la A.C. es un elemento integrante de la Jerarquía; puesto que, por otra parte, el estado de gracia es accesible a todos los fieles, y Dios llama a todos al estado de gracia, se seguiría que todos ellos son llamados por Dios a formar parte de la Jerarquía, lo que no concuerda en absoluto con las definiciones del Concilio mencionado.
3 — Si la A.C. es solo para “los mejores de los buenos”, según la bella expresión de Pío XI en la Encíclica “Non Abbiamo Bisogno” ([4]), sin embargo, por mucho que se escudriñe esta noción, no se puede pretender que el Santo Padre solo quisiera que ingresaran en la A.C. personas llamadas a una alta santidad, a la que los fieles ordinarios no tienen vocación. Por tanto, incluso en el sentido de una acción de élite, la A.C. sería accesible a personas de una santidad a la que todos los fieles están llamados. Ahora bien, puesto que el Espíritu Santo llama a todos los fieles a dicha santidad, si la A.C. fuera un elemento integrante de la Jerarquía, el Espíritu Santo llamaría a todos los fieles a formar parte de la Jerarquía, lo que también contradice el texto del Concilio Vaticano.
No han faltado escritores del más alto nivel que han comprendido que la A.C., sin formar parte de la Jerarquía, sin ocupar una posición jerárquica, tendría, sin embargo, funciones jerárquicas.
En efecto, las funciones de la Jerarquía, tanto de orden como de jurisdicción, pueden ser, al menos en parte, delegadas o comunicadas, y sin que la persona que las ejerce por delegación o comunicación se convierta en parte integrante de la Jerarquía. Así, la función de crismar —como ejemplo dado por un docto e ilustre escritor— es propia del Obispo en la Jerarquía de orden. Sin embargo, esta función puede delegarse en un sacerdote, que no por ello se convierte en obispo ni adquiere una posición especial en la Jerarquía de orden. Así pues, las funciones de la Jerarquía pueden delegarse en alguien que no forma parte de ella.
Aceptando esta tesis, para efecto de mera argumentación, llegamos a una curiosa serie de conclusiones, que nos llevan a comprobar su completa oposición con la doctrina del Concilio Vaticano:
1 — el Concilio dice que “hay un poder en la Iglesia con el que unos están dotados para santificar, enseñar y gobernar, y otros no están dotados”; así, la sociedad sobrenatural no solo es desigual porque unos tienen mayores poderes que otros, sino también porque hay elementos totalmente sin poder, mientras que hay otros que poseen este poder. En otras palabras, hay súbditos y hay gobernantes;
2 — Ahora bien, si la A.C. recibe funciones jerárquicas, aunque sin cargos jerárquicos, recibe poder jerárquico, y tanto más cuanto que este poder no se le confía con carácter temporal, sino permanente, ya que nada hace pensar que la A.C. sea una mera institución de emergencia;
3 — Por lo tanto, la fundación de la A.C. habría implicado para los seglares la obligación, o al menos el derecho —que según el consejo divino y eclesiástico deberían ejercer— de elevarse al ejercicio de funciones jerárquicas. Y esto habría borrado la distinción esencial entre súbditos y gobernantes.
Pero, podría objetarse, siempre habrá renitentes, que no entrarán en la A.C. Por tanto, siempre habrá súbditos, y la desigualdad esencial de la Santa Iglesia no desaparecerá. El argumento no se sostiene. De hecho, siempre sería cierto que, según el deseo de la Iglesia, todos deberían formar parte de la A.C., y que, por tanto, sería deseo de la Iglesia que desapareciera la categoría de súbditos. Pero la Iglesia no puede desear esto, ya que el Concilio Vaticano declaró que la distinción entre súbditos y gobernantes es de derecho divino. Por tanto, como la Iglesia es infalible y no puede contradecirse, no lo ha deseado.
* * * * *
Habiendo demostrado así que ambas doctrinas de la “participación” presuponen la posibilidad de una situación jurídica imposible en la Santa Iglesia, y que tienen un fondo común de error, veamos ahora en qué difieren, y en qué siguen errando.
En que yerran particularmente los que sostienen que la A.C. participa en la Jerarquía.
Sabemos que, en la Santa Iglesia, las mujeres no son capaces de pertenecer a la Jerarquía, es decir, ni a la de Orden ni a la de Jurisdicción. Ahora bien, tanto mujeres como hombres han sido llamados a la A.C., y no se puede señalar ningún documento pontificio que especifique una diversidad esencial de situación jurídica entre hombres y mujeres en la A.C. Y por esta razón, que sepamos, no hay un solo comentarista de la A.C. que sostenga la existencia de tal diversidad esencial. Por lo que, la situación que tiene un hombre en la A.C. es idéntica a la que puede recibir una mujer en la Santa Iglesia. Por consiguiente, no es una situación que lo integre en la Jerarquía, donde una mujer no puede tener acceso. Por cierto, sin ánimo de menospreciar los impagables servicios prestados por lo que la Liturgia denomina “devotus femineus sexus”, servicios que comenzaron para la Iglesia con Nuestra Señora, y que solo terminarán con la consumación de los siglos, conviene recordar que la Santa Iglesia determina que, “en las asociaciones erigidas para la promoción del culto público, bajo el nombre especial de cofradías” (Canon 707, § 1), “las mujeres solo pueden inscribirse con el fin de beneficiarse de las indulgencias y gracias espirituales concedidas a los miembros” (Canon 709, § 2) ([5]).
Qué diría San Pablo si se enterara de esta idea de incorporar a las mujeres a la jerarquía, él que escribió a Timoteo (1 Tim 2, 11-15): “Las mujeres escuchen en silencio las instrucciones y óiganlas con entera sumisión. Pues no permito a la mujer el hacer de doctora en la Iglesia, ni tomar autoridad sobre el marido; mas esté callada en su presencia”.
Y añadió, escribiendo a los Corintios: “Las mujeres callen en las Iglesias, porque no les es permitido hablar allí, sino que deben estar sumisas, como lo dice también la Ley… Pues es cosa vergonzosa en una mujer el hablar en la Iglesia” (1 Cor 14, 34-35).
Dicho esto, es fácil comprender cómo el ejercicio del poder de naturaleza jerárquica por parte de las mujeres es contrario al espíritu de la Iglesia y a la índole de la legislación eclesiástica.
En que yerran particularmente los que sostienen que la A.C. tiene funciones jerárquicas.
En cuanto a los que afirman que la A.C. tiene una función jerárquica sin tener un cargo jerárquico, no examinaremos si su opinión es compatible o no con el argumento anterior. Basta con demostrar que parten de una premisa falsa, porque parecen ignorar que toda función confiada a alguien de forma permanente implica la creación de un cargo. Es cierto que un simple sacerdote puede administrar el Sacramento de la Confirmación, sin con esto adquirir un nuevo cargo en la Jerarquía de Orden. Pero cuando realiza esta función de forma permanente y por razón de oficio, tiene una situación y un oficio propios. Este es el caso de los Prelados Apostólicos y de los Vicarios Apostólicos, simples sacerdotes con partes importantes de los poderes del Obispo. Los poderes jerárquicos pueden descomponerse. De ahí la institución de rangos de la Jerarquía por la Iglesia, al lado de los rangos de institución divina. Sin embargo, siempre que esta división se hace definitivamente, y alguien se beneficia de ella de forma permanente, se crea un cargo para la persona encargada de esta función jerárquica que, en cualquier caso, también es jerárquica, aunque no sea uno de los grados de la Jerarquía. ¿Cómo no darse cuenta de las dificultades que, a la vista de lo dicho por el Concilio Vaticano I, se derivan de la idea de que no solo uno u otro fiel, sino toda la masa de fieles pueda tener acceso a tales cargos?
Es cierto que ciertas funciones de la Jerarquía de Jurisdicción podrían, en teoría, ser franquiciadas a los seglares. Pero esto es muy diferente de asociar, incluso potencialmente, a la masa del laicado al ejercicio de estas funciones.
Conclusión.
Así pues, no hay “participación” de la Acción Católica ni en la Jerarquía ni en las funciones jerárquicas. Y si Pío XI utilizó la expresión “Participación de los seglares en el apostolado jerárquico de la Iglesia” para definir la Acción Católica, esta definición debe entenderse de acuerdo con lo que ya se ha dicho, pues es regla general que toda definición debe entenderse según el conjunto de principios de quien la define.
¿Debemos entender que Pío XI utilizó una expresión desafortunada, abierta a falsas interpretaciones, cuando definió la A.C. como una “participación”? ¿Estaremos obligados a atormentar el texto, a retorcer su recta interpretación para no establecer una oposición entre él y el Concilio Vaticano I? En absoluto. Al afirmar que los seglares “participan en el apostolado jerárquico de la Iglesia”, el Santo Padre ha utilizado una expresión que, en un sentido perfectamente normal y exacto, está en línea con lo que definió el Concilio Vaticano I, como ahora demostraremos.
* * * * *
Incluso si las tesis anteriormente refutadas fueran admisibles, Pío XI no dio a la A.C. participación en la Jerarquía o en funciones jerárquicas.
La palabra “apostolado” procede del griego “apostélo”, que significa enviar. Podemos darle dos sentidos principales.
En efecto, como hemos visto, Nuestro Señor Jesucristo confirió a la Jerarquía la misión de distribuir los frutos de la Redención, y acompañó este don imperativo con el privilegio de la exclusividad, de modo que esta misión solo puede ser llevada a cabo por la Jerarquía o por quienes, fuera de ella, no son más que sus instrumentos, que realizan los planes que tiene en mente y obedecen las directrices que da al respecto. En esta radical y absoluta instrumentalidad está toda la legitimidad de la colaboración prestada por los fieles a la Jerarquía en la actividad apostólica. Si esta instrumentalidad dejara de existir, ni la Jerarquía podría utilizar estos instrumentos, ni ellos podrían cooperar legítimamente con ella.
No es relevante aquí saber de qué modo o por qué tipo de acto voluntario la Jerarquía subordina el apostolado laical a sus intenciones. Ya sea por una orden imperativa, por un consejo o por un permiso expreso o tácito para actuar, la voluntad de la Jerarquía debe insertarse en el acto del seglar, si es que este no quiere ser radicalmente ilícito.
Análisis de lo que sea “apostolado jerárquico”.
Dicho esto, veamos en qué sentido puede tomarse la expresión “apostolado jerárquico”:
1) — La misión, tarea o cometido dado por Nuestro Señor a la Jerarquía;
2) — Actos de apostolado que por su naturaleza son esencialmente jerárquicos y que la Jerarquía no podría dejar de ejercer sin renunciar a partes inalienables y esenciales de su poder.
La relación entre el apostolado jerárquico y el apostolado seglar.
Examinemos el primer significado. — ¿Qué misión encomendó Nuestro Señor a la Jerarquía?
Como hemos visto, se trata de la distribución de los frutos de la Redención. En esta tarea, hay ciertamente funciones que pueden, de modo puramente instrumental, ser ejercidas por la masa de los fieles, y, como hemos visto, será legítima toda colaboración instrumental y puramente instrumental que así presten a la Jerarquía.
¿Solo legítima? No solo legítima, sino clara e ineludiblemente deseada por el Redentor. En efecto, Él instituyó una Jerarquía evidentemente insuficiente para llevar a cabo su propio fin en toda su extensión, sin la ayuda de los fieles, por lo que se significó la clara voluntad del Salvador, de que los fieles fueran colaboradores instrumentales de la Jerarquía en la realización de la gran obra a ella sola encomendada. En otras palabras, el primer Papa lo dijo cuando escribió: — “Vosotros al contrario sois el linaje escogido, una clase de sacerdotes reyes, gente santa, pueblo de conquista; PARA PUBLICAR LAS GRANDEZAS DE AQUEL QUE OS SACÓ DE LAS TINIEBLAS A SU LUZ ADMIRABLE” (1 Pe II,9).
Hasta tal punto concuerda esta noción con el pensamiento del Santo Padre Pío XI, que él no dudó en calificar de Acción Católica los esfuerzos realizados por los seglares en este sentido desde los primeros tiempos de la vida de la Iglesia. Oigámoslo:
“La primera difusión del cristianismo, en la misma Roma, se hizo así, se hizo con la Acción Católica. ¿Y podía hacerse de otra manera? ¿Qué habrían hecho los Doce, perdidos en la inmensidad del mundo, si no hubiesen llamado gentes en torno de sí: hombres, mujeres, viejos, niños, diciendo: Traemos el tesoro del cielo; ayudadnos a repartirle? Es bellísimo contemplar los documentos históricos de esta antigüedad. San Pablo cierra sus Epístolas con una lista de nombres: pocos sacerdotes, muchos seglares, algunas mujeres: Adjuva illas quae mecum laboraverunt in EvangeIio (Flp IV, 3). Parece como si dijera: Son de la Acción Católica” (Discurso a las afiliadas obreras de la Juventud Femenina de la Acción Católica Italiana – 19-3-1927) ([6]).
Había, pues, dos misiones, una para la Jerarquía y otra para los fieles, una para gobernar, la otra para servir y obedecer, y ambas misiones proceden del mismo Autor divino, deben llevarse a cabo mediante el trabajo y la lucha, y su objetivo común es la expansión y la exaltación de la Iglesia.
En otras palabras, la misión de los fieles consiste en ejercer, en la misión de la Jerarquía, la parte de colaboradores instrumentales, es decir, LOS FIELES PARTICIPAN EN EL APOSTOLADO JERÁRQUICO COMO COLABORADORES INSTRUMENTALES, ya que “tener parte” es, en el sentido más propio de la palabra, participar.
Así pues, si tomamos las palabras “apostolado” y “participación” en su sentido natural, sin ninguna de las palabras de la definición pontificia, sin ninguna contorsión de significados, llegamos a la conclusión de que al decir que la A.C. es una participación en el apostolado jerárquico, Pío XI quiso decir que se trata pura y simplemente de una colaboración, de una obra esencialmente instrumental, cuya naturaleza no difiere en nada esencial de la tarea apostólica llevada a cabo por organizaciones ajenas a la A.C., y que es una organización súbdita, como cualquier otra organización de fieles. De hecho, el mismo Pío XI lo afirmó cuando dijo en un discurso a los Obispos y peregrinos de Yugoslavia el 18 de mayo de 1929: “La A.C. no es una novedad del tiempo presente. Los Apóstoles le pusieron los fundamentos en sus peregrinaciones”. En otras palabras, el Papa decía que la esencia de la A.C. es absolutamente la misma que la de la colaboración de los laicos desde los primeros tiempos de la Iglesia.
En resumen, en los planes de la Providencia, la misión de los fieles participa de la misión de la Jerarquía, como el instrumento participa de la obra del artista. Entre misión y misión, entre obra y obra, la participación es absolutamente la misma. Así como en el caso del artista, la cualidad de agente no pasa intrínsecamente al instrumento, sino que se sirve de ciertas cualidades inferiores de este para la realización del fin que es propio y exclusivo del artista; así, la naturaleza jerárquica de la misión confiada a los Doce y a sus sucesores no pasa a la colaboración instrumental de los fieles, sino que se sirve de ella para un fin que trasciende la capacidad de los fieles y es exclusivo de la Jerarquía. El arte es privado del artista, y en modo alguno puede pertenecer al pincel.
Como puede verse, las relaciones entre obra y obra, misión y misión, constituyen una participación efectiva, real, y en todos los sentidos, conforme a las exigencias de cualquier terminología filosófica rigurosa: participar es tener parte.
Todo lo cual significa que la definición clásica de Pío XI debe entenderse como participación de los fieles en el apostolado de la Iglesia, que es jerárquico, y no en el sentido de participación de los fieles en la autoridad y funciones apostólicas que, en la Iglesia, solo puede ejercer la Jerarquía.
¿Concedía la definición de Pío XI a los seglares una participación en los poderes jerárquicos?
Muchos tratadistas de la A.C., sin embargo, han querido aceptar la segunda de las acepciones mencionadas como expresión exclusiva del pensamiento de Pío XI. E interpretando el término “participación” en uno solo de los varios sentidos que la terminología filosófica le da legítimamente, han inferido que los laicos están integrados en la Jerarquía, o al menos ejercen funciones esencialmente jerárquicas.
Ya hemos demostrado que esta interpretación es errónea porque choca con el Concilio Vaticano I. Ahora mostraremos que es gratuita.
Varios significados de “participación”.
En lógica aprendemos que los términos pueden ser unívocos, análogos o equívocos. Los únicos términos que tienen un único significado son los unívocos. Los términos análogos son aquellos que legítimamente tienen un significado parcialmente idéntico y parcialmente diferente. Por lo tanto, en la mejor terminología filosófica, los términos análogos tienen absoluta e incuestionablemente más de un significado: por ejemplo, el término análogo por excelencia “Ser”, que, sin embargo, es la base de todo conocimiento humano, y que se aplica legítimamente en cualquiera de sus innumerables sentidos.
¿Cuál es el legítimo?
Cualquier estudiante de primer año de filosofía tiene esta noción, y no ignora que el término “participación” es análogo, ya que significa realidades proporcionalmente idénticas, pero parcialmente diferentes, como, por ejemplo, los siguientes tipos de participación:
- a) — participación integrante;
- b) — participación potencial unívoca;
- c) — participación potencial análoga.
Si aceptáramos solo las dos primeras acepciones como de rigor filosófico, entonces, cuando la metafísica afirma que “el ser contingente tiene el ser por participación del ser necesario”, caeríamos necesariamente en el panteísmo. Por tanto, todas las acepciones tienen un valor estrictamente filosófico.
Por consiguiente, no es cierto que cuando se utiliza un término similar en el lenguaje filosófico, solo deba entenderse en su sentido más exclusivo. Si esta hubiera sido la intención de Pío XI, habría afirmado que el apostolado de la A.C. es parte integrante del de la Jerarquía, o, en otras palabras, que la A.C. es parte integrante de la Jerarquía. Como esta afirmación es herética, no puede haber sido su intención. De hecho, Pío XI descartó directamente esta aplicación del término “participación” cuando, en la Carta Apostólica “Con particular complacencia” del 18 de enero de 1939, así como en las Cartas Encíclicas “Quae Nobis” y “Laetur Sane”, dijo que “el apostolado jerárquico es de alguna manera participado por los seglares”. Como bien señala el eminente Monseñor [Luigi] Civardi (Cf. “Boletins da Ação Católica”, noviembre de 1939), esta expresión muestra bien lo que este autor emérito llama el “sentido relativo” de la palabra participación.
Frente a varios significados legítimos, ¿cuál debemos elegir? Una vez negada la preferencia de los más rigurosos sobre los menos rigurosos, tenemos un criterio muy seguro.
Participación y colaboración.
De las diversas interpretaciones del término “participación”, hay una que tiene precisamente el significado de colaboración. Se trata de “participación potencial análoga”. En efecto, en el sentido en que lo estamos tomando, la palabra “apostolado jerárquico” significa lo que, en funciones apostólicas, es propio de la Jerarquía, como tal, hacer. Ahora bien, el apostolado que pueden hacer los seglares comparte una semejanza material, basada en la realidad, con el apostolado propio de la Jerarquía como tal. Sin embargo, la forma concreta difiere en ambos casos, ya que la acción de los súbditos no puede identificarse con la acción jerárquica. En este sentido perfectamente filosófico, la colaboración de los laicos en el apostolado jerárquico de la Iglesia es una verdadera participación potencial análoga, en la que no hay nada de metafórico.
Definición de Pío XI: verdadero sentido.
Que este era el sentido en que Pío XI tomaba el término, lo dice el mismo Pontífice con meridiana claridad, con punzante evidencia, definiendo la A.C. unas veces como “participación” y otras como “colaboración” en el apostolado jerárquico, y dando a entender así que el objeto definido era tanto una participación como una colaboración, es decir, aquella participación que equivale enteramente a una colaboración.
Así pues, aunque aceptáramos para la palabra “apostolado” el significado que aquí, “argumentandi gratia”, aceptamos, la sana lógica nos llevaría a entender que la “participación en el apostolado jerárquico” es mera “colaboración”.
De hecho, en el pensamiento y la pluma de Pío XI, los términos “participación” y “colaboración” son equivalentes. Así lo afirma uno de los más eruditos investigadores y comentaristas de los textos pontificios sobre la Acción Católica. Abordando la cuestión, Monseñor [Emile] Guerry, en su conocida obra “L’Action Catholique” (p. 159), subraya que el “Santo Padre utiliza las palabras colaboración y participación en sus definiciones, a veces en la misma frase, pero más a menudo separadas e indistintamente una por la otra”. Como hemos dicho, Mons. Guerry es, en el concepto general, uno de los mejores conocedores de los numerosos textos pontificios sobre la A.C., cuya recopilación es mundialmente difundida. Dicho esto, no necesitamos reproducir aquí los numerosos textos que apoyan la afirmación del ilustre tratadista. Escribiendo sobre la A.C., sería superfluo subrayar la autoridad de Monseñor Civardi, que es mundial. El ilustre autor del “Manuale di Azione Cattolica” señala, en el artículo citado, que en más de un documento pontificio la palabra “participación” se sustituye por “colaboración”.
Pero si Pío XI no distinguió entre ambos términos, ¿qué derecho tenemos nosotros a hacer tal distinción, elaborando preciosos argumentos en torno a sus palabras, con la intención de fijar una diferencia de significado entre ellos que evidentemente no estaba en la mente del Papa? “Donde la ley no distingue, a nadie le es lícito distinguir”. Y por eso Mons. Civardi dice con razón (Op. cit.) que la palabra “colaboración” puede utilizarse para medir el alcance de la palabra “participación” en las palabras de Pío XI.
Esta regla de exégesis es de sentido común elemental. Cuando dos términos diferentes se utilizan para designar el mismo objeto, es obvio que se utilizan en el mismo sentido. Este es el principio hermenéutico establecido por uno de los juristas más eminentes de Brasil, Carlos Maximiliano, que lo define así: – “si el objeto es idéntico, parece natural que las palabras, aunque diferentes, tengan un significado semejante” (Carlos Maximiliano, “Hermenêutica e Aplicação do Direito”, 3a edición, pg. 141).
Los partidarios del punto de vista que hemos impugnado sostienen que existe una línea divisoria infranqueable entre los conceptos de participación y colaboración. Si es así, el Santo Padre utilizó ambas palabras para designar el mismo objeto, pero empleó una de ellas en sentido elástico. ¿Cuál? Él mismo dice que la A.C. es “en cierto modo una participación”. Por lo tanto, incluso los partidarios de la opinión que impugnamos deberían entender que Pío XI definió la A.C. como colaboración legítima, y forzó un poco el sentido de la palabra participación. Nosotros, sin embargo, ni siquiera admitimos que Pío XI forzara el significado de la palabra “participación”.
En este caso, la palabra colaboración solo tiene un significado, y la palabra participación varios, uno de los cuales, por amplio que sea, es colaboración. Por tanto, este es el significado de ambos términos. De hecho, insistimos, Pío XI, que dijo que la A.C. es “en cierto modo” una participación, nunca dijo que es “en cierto modo” una colaboración, sino que siempre utilizó esta palabra sin ningún tipo de restricción.
Aclaración no oficial de la definición de Pío XI.
Subido al Trono de San Pedro, el Santo Padre Pío XII no hizo oídos sordos al rumor de opiniones temerarias sobre este asunto, que se difundían por doquier y, probablemente, no queriendo proceder con el rigor de un juez, sino más bien con la dulzura de un Padre, pronunció hace más de dos años un discurso, que fue publicado en el “Osservatore Romano”, órgano oficial de la Santa Sede. Más de una docena de veces, el Santo Padre se refirió a la A.C., utilizando exclusivamente la palabra “colaboración” o “cooperación”, y omitiendo la palabra “participación”. Si el Papa hubiera querido evitar cualquier interpretación abusiva de la palabra “participación”, no habría actuado de otro modo, y eso nos basta para comprender lo que el Vicario de Cristo tiene en mente. El Santo Padre no se limitó a esto y, recomendando la máxima armonía entre la Acción Católica y las organizaciones de piedad anteriormente existentes, dijo: “La organización de la Acción Católica Italiana, aun siendo el órgano principal de los católicos militantes, comprende, sin embargo, junto a ella, otras asociaciones dependientes también de la Autoridad Eclesiástica, algunas de las cuales, teniendo fines y formas de apostolado, bien puede decirse que son colaboradoras en el apostolado jerárquico”. En otras palabras, es el propio Papa quien afirma la identidad de posición tanto de la A.C. como de las asociaciones auxiliares ante la Jerarquía, como colaboradoras, y aclara implícitamente que Pío XI, al hablar de “participación”, no dio a esta palabra otro significado que el de “colaboración”.
Además, el tema fue tratado expresamente en un artículo publicado en Italia y transcrito en el Boletín de la A.C. brasileña, por Su Eminencia el Cardenal Piazza, nombrado por el Santo Padre Pío XII miembro de la Comisión Episcopal que dirige la A.C. en Italia. El precioso documento se transcribe íntegramente en el apéndice. Su autoridad no puede ser discutida por nadie.
Sería un insulto a la Santa Iglesia suponer que Pío XII quería contradecir o corregir a Pío XI, tanto más cuando el propio Pontífice reinante declaró que no quería ser más que un fiel continuador de la obra de Pío XI en el campo de la A.C. Por otra parte, sería un grave insulto para el cardenal Piazza suponer que, en el ejercicio de funciones de confianza del Papa, hubiera tomado una postura decisiva en una cuestión tan importante sin haber tomado la elemental precaución de escuchar al Pontífice, cuya opinión le habría sido fácil consultar. No imaginemos que en la Santa Iglesia de Dios exista una desorganización que no puede tolerarse ni siquiera en las más modestas empresas privadas; ningún directivo niega la existencia de una situación jurídica creada por el propietario de la empresa sin consultarle previamente. Por otra parte, ¿podemos imaginar que el Papa nombrara para un cargo de tal magnitud a una persona que discrepara de Su Santidad en una cuestión fundamental estrechamente relacionada con la administración eclesiástica a desarrollar?
La “participación” según el Derecho Canónico.
Por último, examinemos un grave impedimento planteado por el Derecho Canónico contra la opinión que estamos impugnando.
Si el mandato o participación concedidos por Pío XI tuviera el significado que estamos impugnando, implicaría la derogación de numerosas e importantes disposiciones del Derecho Canónico, que establecen (Canon 108) la imposibilidad de acceso de los seglares al poder jerárquico en la actualidad. Ahora bien, cualquiera que conozca los procesos de gobierno de la Santa Iglesia, el sumo cuidado con que legisla, la consumada prudencia que suele presidir todas sus deliberaciones, no puede imaginar que el Santo Padre Pío XI dejara una alteración tan importante del Derecho Canónico como si estuviera implícita en su definición de la A.C., sin ningún acto legislativo que explicitase y definiese el alcance preciso de la nueva reforma. Sobre todo, no se puede imaginar que Pío XI destruyera el orden de cosas existente hasta entonces, sin regular desde el principio el nuevo orden de cosas, abandonando así el campo de la Santa Iglesia al libre curso de los caprichos, antojos y pasiones individuales que, veremos en el próximo capítulo, tomaron un aspecto terrible. Quien piense esto no conoce la Santa Iglesia de Dios, no conoce su espíritu, su historia y sus costumbres. El menos prudente de los jefes de Estado, el más descuidado de los gobernadores provinciales, el más ignorante de los gobernantes municipales, no habría podido actuar así, porque el más elemental sentido común le habría hecho prever las consecuencias catastróficas de su comportamiento. Así también no actuó, así tampoco la Santa Iglesia de Dios podría haber actuado.
Conclusión.
De todo esto se desprende que, aunque el Santo Padre hubiera querido cambiar la esencia jurídica del apostolado seglar en la A.C., no lo hizo.
Advertimos al lector que, como se ha dicho, aceptamos la afirmación de que la A.C. tiene un mandato y una participación, pero sostenemos que estos términos en su sentido legítimo no significan más que “colaboración” y no implican reconocer a la A.C. una naturaleza jurídica distinta de otras obras de apostolado seglar.
Advertencia.
Dicho esto, por comodidad, a partir de ahora utilizaremos a menudo estos términos en su sentido malo, que hemos impugnado.
* * * * *
Nota
Es necesaria una elucidación sobre los textos del Concilio Vaticano I citados en el Capítulo IV, subtítulo “Los términos de la cuestión”, párrafos 3 y 4.
Estos textos definen perfectamente una doctrina común a todos los teólogos, a saber, que la Santa Madre Iglesia, por institución divina, es una sociedad desigual en la que hay, por un lado, una Jerarquía encargada de santificar, gobernar y enseñar, y, por otro, los fieles, que han de ser santificados, gobernados y enseñados. Con su claridad habitual, el Reverendo Padre Félix M. Cappello, distinguido profesor de la Universidad Gregoriana, en su “Summa Iuris Publici Ecclesiastici” ([7]), ítem n.º 324, expresa esta doctrina común de la Iglesia del siguiente modo:
“Todo el cuerpo de la Iglesia, por institución divina, se divide en dos clases: una —el pueblo— cuyos miembros se llaman seglares; y otra cuyos miembros se llaman clero, encargada de los fines inmediatos de la Iglesia, a saber, la santificación de las almas y el ejercicio de la potestad eclesiástica” (can. 107; Conc. Trid. Sess. XXIII, de ordine, can. 4. Cfr. Billot, Tract. de Ecclesia Christi, p. 269 ss. 3ª ed.; Pesch, Praelectiones Dogmaticae, I, n. 328 ss.; Wilmers, De Christi Ecclesia, n. 385 ss.; Palmieri, De Romano Pontifice — Proleg. de Ecclesia, §11).
La distinción entre Jerarquía y pueblo, entre gobernantes y gobernados, no podría confirmarse de mejor manera. Y puesto que se trata de una doctrina común de la Iglesia, pacífica entre los teólogos como revelada, no es lícito a ningún fiel negarla. En consecuencia, toda la argumentación que hemos establecido con los citados textos del Concilio Vaticano I se basa en un fundamento doctrinal indiscutible.
Sin embargo, hay que decir que, contrariamente a lo que hemos indicado erróneamente en el Capítulo IV, subtítulo “Los términos de la cuestión”, párrafos 3 y 4, los textos del Concilio Vaticano I no fueron definidos por los Padres conciliares. No se trata de un tema definido, sino de un esquema presentado al Concilio que, debido a la interrupción de esta augusta asamblea, ni siquiera fue propuesto definitivamente a los Padres para su deliberación.
De cualquier modo, por las razones arriba expuestas, negar la doctrina contenida en estos textos sería rebelarse contra una verdad que en la Iglesia fue siempre considerada como revelada.
En cuanto a la naturaleza de organización subordinada, en que se encuentra la Acción Católica, que existe para ayudar a la Sagrada Jerarquía en su función docente, hay textos de los Sumos Pontífices que son bastante concluyentes.
En la encíclica “Sapientiae Christianae”([8]), del 10 de enero de 1890, el Santo Padre León XIII, hablando del apostolado de los seglares en general, después de recordar que la función docente pertenece por derecho divino a la Jerarquía, dice:
“Sin embargo, debemos guardarnos de pensar que a los individuos les está prohibido cooperar de algún modo en este apostolado, especialmente en el caso de hombres a quienes Dios ha concedido los dones de la inteligencia con el deseo de hacerse útiles.
“Cuando surge la necesidad, pueden fácilmente, no por supuesto arrogarse la misión de los doctores, sino comunicar a los demás lo que ellos mismos han recibido, y ser, por así decirlo, el eco de la enseñanza de los maestros”.
En su encíclica “Vehementer Nos” ([9])del 11 de febrero de 1906, el Papa San Pío X definió los mismos principios, en otros términos:
“La Escritura nos enseña, y la tradición de los Padres lo confirma, que la Iglesia es el cuerpo místico de Cristo, un cuerpo gobernado por pastores y maestros (Efesios IV:11), una sociedad de hombres, por lo tanto, en la que hay líderes que tienen poder pleno y perfecto para gobernar, enseñar y juzgar (Mateo XXVIII:18-20; XVI:18-19; XVIII:17; Tito II:15; II Corintios X:6; XIII:10, etc.).
“De aquí se sigue que esta Iglesia es en esencia una sociedad desigual, es decir, una sociedad que comprende dos categorías de personas: los pastores y la grey, los que ocupan un rango en los diversos grados de la jerarquía, y la multitud de los fieles; y estas categorías son tan distintas entre sí que solo en el cuerpo pastoral residen el derecho y la autoridad necesarios para promover y dirigir a todos los miembros hacia el fin de la sociedad.
“En cuanto a la multitud, no tiene otro deber que dejarse conducir y, como dóciles rebaños, seguir a sus pastores.”
Y no puede decirse que las directrices de Pío XI en este sentido introdujeran innovaciones. En su discurso a los periodistas católicos del 26 de junio de 1929, el Papa expresó el deseo de que la A.C. “no solo ayude, de modo poderoso, a la Buena Prensa, sino que, por la propia fuerza de las cosas, haga de esta una de las funciones, actividades y energías más importantes de la propia A.C.”. En otras palabras, el apostolado de prensa es un apostolado típico de la A. C. ([10])
Para Pío XI, este apostolado se refería claramente a la Iglesia discente:
“Los periodistas católicos son, pues, valiosos portavoces de la Iglesia, de su Jerarquía y de su doctrina: son, por tanto, los más nobles y elevados portavoces de cuanto dice y hace la Santa Madre Iglesia. En el desempeño de esta función, la Prensa Católica no se convierte en parte de la Iglesia docente, sino que permanece en la Iglesia discente; pero esto no significa que deje de ser en todas las direcciones la mensajera de la disciplina de la Iglesia docente, de esta Iglesia encargada de enseñar a las naciones del mundo…”. ([11])
En consecuencia, por lo que se refiere a la Jerarquía en general y en particular al Magisterio perteneciente a la Jerarquía, la doctrina de los Sumos Pontífices y la enseñanza común de los Teólogos confirman plenamente la propuesta hecha en el Concilio Vaticano I; y los argumentos que hemos desarrollado en el Capítulo IV, subtítulo “Los términos de la cuestión”, párrafos 3 y 4, se basan en verdades que a nadie le está permitido rechazar, so pena de, si no caer en herejía, al menos en un error en la Fe.
[1] Ver, al final del capítulo, NOTA de esclarecimiento.
[2] Ver, al final del capítulo, NOTA de esclarecimiento.
[3] Traducción nuestra del texto en portugués de la edición de 1943 de “Em defesa da Ação Católica”
[4] Non abbiamo bisogno (29 de junio de 1931) | PIUS XI (vatican.va)
[5] Código de derecho canónico de 1910.
[6] N.T.: Traducción española retirada de “Laicología y Acción Católica” de Fr. Arturo Alonso Lobo, O.P., Ediciones Estudium, Madrid, 1955, pg. 163. https://www.pliniocorreadeoliveira.info/wp-content/uploads/2024/01/LAICOLOGIA_Fr_Arturo_Alonso_Lobo_OP.pdf
[7] https://archive.org/details/summaiurispublic0000capp/page/330/mode/2up
[8] https://www.vatican.va/content/leo-xiii/fr/encyclicals/documents/hf_l-xiii_enc_10011890_sapientiae-christianae.html
[9] https://www.vatican.va/content/pius-x/fr/encyclicals/documents/hf_p-x_enc_11021906_vehementer-nos.html
[10] https://www.comunicazione.va/it/magistero/documenti/discorso-del-santo-padre-pio-xi-sui-compiti-della-stampa-cattoli.html
[11] https://www.comunicazione.va/it/magistero/documenti/discorso-del-santo-padre-pio-xi-sui-compiti-della-stampa-cattoli.html
[12] https://archive.org/details/summaiurispublic0000capp/page/330/mode/2up