En defensa de la Acción Católica – I Parte, Capítulo 2 – Refutación de doctrinas erróneas

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CAPÍTULO II

Refutación de doctrinas erróneas

Como puede verse, el estudio de la naturaleza jurídica exacta de la organización que fundó Pío XI reviste la máxima importancia. Antes de entrar en materia, conviene enunciar algunos principios generales.

Desarrollo de algunas de las nociones dadas en el capítulo anterior.

Como ya hemos dicho, en latín la palabra mandatum tiene el significado especial de orden o acto imperativo de una persona con autoridad sobre sus súbditos. Así, esta palabra equivaldría al término español “mandamiento” con el que designamos las leyes de Dios y de la Iglesia, expresión de la fuerza imperativa que ejercen sobre nosotros. Es en este sentido que Nuestro Señor impuso un mandato a los Apóstoles cuando les ordenó predicar el Evangelio a todos los pueblos de la tierra. En este sentido —el único aceptado en el lenguaje eclesiástico sobre este tema— los poderes, que en el derecho civil se llaman mandatos y que son aceptables o rechazables por el mandatario, no son verdaderos mandatos.

Los tratadistas de la Acción Católica, cuya opinión impugnamos, consideran que el Santo Padre Pío XI impuso un mandato a los laicos cuando les exhortó a adherirse a la Acción Católica, lo que equivale a decir que las organizaciones fundamentales de la Acción Católica tienen un mandato propio. En cuanto a las demás organizaciones de apostolado, dado que no proceden de una iniciativa de la Iglesia, sino de una iniciativa puramente individual; dado que no han recibido un mandato de la Iglesia con la orden de llevarlo a cabo, sino que solo tienen permiso para actuar; dado, en fin, que no disponen de la autoridad de la Iglesia misma para la realización de sus fines y el desarrollo de sus actividades, sino un simple “laissez faire”, un “laissez passer”, se encuentran en una situación radicalmente inferior, en un plano completamente distinto, separadas de la Acción Católica por la inmensa distancia que separa esencialmente una acción de súbditos de una acción oficial de la autoridad.

Inconsistencia filosófica de las doctrinas expuestas en el capítulo anterior.

Antes de analizar el hecho histórico y comprobar si Pío XI dio realmente a la Acción Católica tal mandato, examinemos esta doctrina en sí misma, para demostrar su total falta de fundamento.

Para no dar a nuestra exposición un carácter exclusivamente teórico, evitemos el terreno de la pura abstracción y veamos un caso concreto.

Los distintos tipos de colaboración.

Un hombre tiene un campo demasiado vasto para producir sin colaboradores. Puede remediar esta insuficiencia por los siguientes medios:

1 — imponiendo a algunos de sus hijos, en virtud del ejercicio de su autoridad paterna, el cultivo del campo;

2 — aconsejando a sus hijos que lo hagan y aprobando el trabajo que realicen;

3 — no tomar ninguna iniciativa al respecto, sino dar su consentimiento a la iniciativa espontánea de sus hijos;

4 — dando su aprobación a posteriori al hecho de que sus hijos, suponiendo con razón que esta era la voluntad de su padre, le habían preparado la agradable sorpresa de ver la obra realizada.

Todos tienen la misma esencia.

Cabe señalar que estas hipótesis, desde un punto de vista moral y jurídico, solo difieren entre sí por la mayor o menor intensidad del acto de voluntad del propietario. Este acto de voluntad es igualmente fuente de licitud para todos. De hecho, la moral distingue, con razón, entre diversos tipos de actos voluntarios. Además del acto voluntario “in se”, que es el acto simple y actualmente voluntario, realizado “scienter et volenter”, existen también, entre otros, el acto voluntario virtual y el acto interpretativo. El acto voluntario virtual es aquel que procede de una voluntad debidamente determinada, no retractada en su determinación, aunque no dirigida actualmente a ella, de modo que esta determinación no es tenida en cuenta por el sujeto. En el acto voluntario interpretativo no hay ni hubo determinación de la voluntad, pero ciertamente la habría habido, dadas las disposiciones morales del sujeto, si este hubiera conocido determinados acontecimientos y circunstancias de hecho.

Y producen consecuencias similares.

Todos estos actos son voluntarios, tanto que pueden ser causa de mérito o demérito (cf. Cathrein, Philosophia Moralas: págs. 52 y 54, 15ª edición, Herder) y a todos sus agentes confieren las mismas prerrogativas esenciales:

1 — El derecho a ejercer la actividad en el campo, en la medida en que la tarea lo requiera y en virtud de una delegación expresa o legítimamente presunta, ya sea imperativa o simple consejo, del propietario del campo.

2 — En consecuencia, el derecho, que no deja de ser una consecuencia de la voluntad del propietario, a que cesen todas las perturbaciones que terceros causen al ejercicio de esta actividad legítima.

En cuanto a uno u otro de estos efectos, llamamos la atención del lector sobre un hecho de la mayor importancia: no es solo la orden imperativa del propietario, sino también cualquier otra forma de obra realizada con el consentimiento expreso o incluso simplemente presunto del propietario, lo que confiere o acarrea estas consecuencias morales y jurídicas.

Los primeros obedecerían a un mandato, los otros serían colaboradores. En cualquier caso, ya sea frente al propietario o frente a terceros, los agentes o colaboradores también serían canales legítimos de la voluntad del propietario y sus representantes legítimos.

Distinción entre mandato y colaboración

Llegados a este punto, conviene aclarar la relación entre los conceptos de agente y colaborador. Como hemos visto, no existe agente que no sea colaborador en el sentido etimológico de la palabra, ya que su función no es otra que realizar una tarea para el principal, con el que y por cuenta del cual trabaja.

¿Será todo colaborador un mandatario?

Si tomamos el término mandatum en el sentido estricto, que explicamos más arriba y que es el único que admite la terminología eclesiástica, no. Pero la diferencia que existe entre los diversos tipos de colaboradores, de los que el mandatario es solo una clase, consiste únicamente en que cuanto más categórica es la delegación del titular, más ilícita es cualquier oposición que se plantee contra la voluntad o la actividad del delegado. Se trata simplemente de una diferencia de intensidad y nada más, diferencia que no altera cualitativamente la cuestión.

Resumamos. Cada colaborador puede considerarse un miembro separado del agente principal, como ejecutor de su voluntad. En las distintas hipótesis estamos siempre en presencia de miembros separados del mandante, cuya única diversidad de condiciones frente a este consiste en los distintos grados de la voluntad a la que obedecen. Pero la naturaleza del vínculo moral y jurídico que les une al mandante es siempre la misma. Todo mandatario es un colaborador. Todo colaborador es, en cierto modo, un delegado del mandante frente a terceros.

Mandato y delegación.

A este respecto, debe subrayarse aún más la distinción entre mandatum, en el sentido imperativo de la palabra, y mandato en el sentido civil de la palabra, es decir, “poder”.

Un poder o delegación de funciones existe siempre que alguien confía a otro una determinada tarea.

En la terminología del Derecho civil positivo, el mandato se distingue del arrendamiento de servicios o de la libre colaboración. En esencia, sin embargo, en el ámbito del Derecho natural, toda colaboración consentida, incluso presuntamente, es una delegación.

En efecto, la colaboración es la inserción de la actividad de alguien en la de otro. Dado que cada persona es titular de su propia actividad, la colaboración solo es lícita cuando está autorizada, incluso presuntamente. Y en este sentido, el colaborador es el representante de la voluntad de la persona para la que trabaja, frente a terceros. Toda colaboración lícita implica, por tanto, una delegación.

Resumen de las nociones dadas hasta ahora en este capítulo.

Dada la extrema complejidad del tema, resumamos una vez más lo que se ha dicho:

  1. a) — toda actividad realizada en tarea de otro es una colaboración, y en este sentido son colaboradores tanto los que actúan por encargo, por consejo, por consentimiento expreso, como los que actúan simplemente mediante el supuesto consentimiento de otra persona;
  2. b) — dado que la naturaleza jurídica de estas relaciones es la misma en todos los casos, las variantes resultantes constituyen tipos distintos dentro de una especie común, y las diferencias entre estos tipos no crean diferencias esenciales;
  3. c) — como auténticos colaboradores, todos ellos pueden decirse en el sentido más general de la palabra delegados del mandante;
  4. d) — la variedad de tipos de colaboración hace que, en concreto, siendo la voluntad del mandante la fuente del derecho, cualquier oposición a la actividad del colaborador será tanto más ilegítima cuanto más positiva, seria y enérgica haya sido la expresión de la voluntad del mandante.

Dicho todo esto, la conclusión a la que llegamos es meridianamente clara: a priori, y sin entrar en el hecho histórico del mandato que Pío XI habría dado a la A.C., podemos afirmar que tal mandato sería radicalmente ineficaz por sí solo para producir un cambio sustancial y esencial en la propia naturaleza jurídica del apostolado laical confiado a la A.C.

El mandato y la colaboración en materia del apostolado seglar.

Apliquemos los principios generales que acabamos de esbozar de un modo más concreto, abandonando el ejemplo del padre con un campo a trabajar, y examinando directamente la relación entre la Jerarquía y las obras del apostolado seglar.

Si los esfuerzos personales y directos de los miembros de la Jerarquía no bastan para cumplir plenamente la tarea que le ha sido impuesta por el Divino Fundador, esta recurre a la ayuda de los laicos y, precisamente como el padre de familia, puede adoptar a este respecto una de las siguientes posiciones:

  1. a) — imponer a los laicos la realización del apostolado, como se afirma que ocurrió en el caso de la A.C.;
  2. b) — aconsejar a los laicos que lleven a cabo una determinada tarea, como en el caso de las numerosas asociaciones aprobadas y fuertemente alentadas en sus actividades por la Jerarquía;
  3. c) — aprobar iniciativas u obras organizadas espontáneamente y sometidas a aprobación previa por particulares;
  4. d) — dar una aprobación general a cualquier obra puramente individual realizada con intención de apostolado por cualquier fiel. ([1])

El mandato no basta para dar a la A.C. una esencia jurídica diversa de la de otras obras seglares.

El primer caso sería el único en el que podría reconocerse un mandato. En los demás casos, no habría mandato. Mandatarios o no, todos serían verdaderos colaboradores de la Jerarquía, colocados ante ella en una posición jurídica esencialmente igual.

El mandato no es más que una forma de otorgar poderes, que nada tiene que ver con la naturaleza y el alcance de los poderes otorgados.

A este respecto, debemos subrayar que se equivocan quienes suponen que el Santo Padre ha hecho obligatorio para todos los laicos ingresar en las filas de la A.C., y que de ahí proviene el mandato al que atribuyen tan maravilloso efecto. Hemos demostrado que el mandato no tiene tal efecto. Demostraremos ahora que no es necesario admitir esta inscripción obligatoria de todos los fieles, para sostener que la A.C. tiene un mandato.

Una simple comparación lo demostrará mejor que cualquier digresión doctrinal. Cuando el Estado convoca a los ciudadanos a una movilización general, junto con el mandatum de incorporarse a filas, les atribuye funciones de carácter estatal. Las mismas funciones pueden, sin embargo, atribuirse a los voluntarios, cuya incorporación al ejército no es el resultado de un acto imperado, sino de un acto libre. El mandatum, como vemos, no es un elemento necesario para la concesión de funciones oficiales.

Por eso, los poderes de un Obispo que acepta su cargo en virtud de una imposición de autoridad son tan reales como cuando en consecuencia de un simple consejo, o incluso después de habérselo buscado él mismo.

Así pues, se acepte o no la inscripción obligatoria de los laicos en la A.C., ello no tiene ninguna consecuencia esencial sobre los poderes que esta posee. Incluso si esta inscripción fuera facultativa, el mandato recaería plenamente sobre la A.C. como organismo colectivo al que la Santa Sede ha impuesto imperativamente una tarea determinada. Y todos aquellos que se inscribieran voluntariamente en la A.C. se convertirían en partícipes de su mandato.

En otras palabras, aquí todavía no se puede encontrar una diferencia esencial entre la A.C. y otras organizaciones de seglares.

Hay otras obras con mandato, a las que nunca se les ha dado una esencia jurídica diferente de las obras seglares sin mandato.

Llegados a este punto, podemos hacer algunas consideraciones muy interesantes. Si bien es cierto que la A.C. tiene la obligación impuesta por el Santo Padre de realizar el apostolado, no es seguro que en otras obras que no forman parte de los organismos fundamentales de la A.C. y que la preceden, no exista también un mandato, es decir, una obligación absoluta y exhaustiva, de realizar una determinada tarea apostólica. No es difícil encontrar obras de apostolado seglar creadas por iniciativa de Papas u Obispos, y a las que estos han encomendado tareas a veces muy importantes, que dichas obras no podían dejar de cumplir, so pena de grave desobediencia.

Muchas otras obras creadas por iniciativa privada, con simple aprobación eclesiástica, han recibido posteriormente órdenes de realizar determinadas tareas impuestas por la Jerarquía, tareas que a menudo forman parte central y muy dilecta de más de un programa de gobierno episcopal. Sin embargo, nunca se pretendió que estas obras, dotadas de un mandato evidente e incontestable, colocaran a sus ejecutores seglares en una situación jurídica esencialmente distinta.

Más aún. El Concilio Plenario de Brasil, una vez organizada la A.C. entre nosotros, obligó a fundar Hermandades del Santísimo Sacramento en todas las parroquias, y encomendó imperativamente a estas Hermandades la gloriosa tarea de velar por el esplendor del culto. Es un mandato. Pero ¿quién se atreverá a afirmar que esto ha cambiado la naturaleza jurídica de estas antiquísimas Hermandades? ¿Hay alguna prueba más concluyente de que la A.C. no es la única que tiene un mandato, e implícitamente no tiene una naturaleza jurídica esencialmente diversa de las demás asociaciones?

Como Presidente de la A.C., y aunque este libro está escrito para defender a la A.C. del peligro supremo de usurpar títulos que no posee, el autor de estas líneas no puede dejar de estar sumamente agradecido por las relevantes prerrogativas con que la Santa Iglesia ha galardonado a la A.C. Sería, pues, absurdo que tuviéramos la intención de menospreciar o disminuir en modo alguno lo que, por el contrario, tenemos la obligación de defender. Al negar a la A.C. una naturaleza jurídica que no posee, no podemos dejar de subrayar que los derechos expresamente conferidos a la A.C. por los actuales Estatutos de la Acción Católica Brasileña permanecen intactos a lo largo de nuestra argumentación. Estas prerrogativas, que elevan a la A.C. a la dignidad de máximo órgano del apostolado laical, no le quitan en absoluto su condición de súbdito de la Jerarquía. Al frenar los excesos de ciertos círculos de la A.C., no estamos luchando o guerreando contra ella, lo que sería no solo indigno de nosotros, sino también el más flagrante de los absurdos. Por el contrario, le prestamos un servicio de suprema importancia, tratando de impedir que abandone su glorioso papel de sierva de la Jerarquía y hermana conspicua de todas las demás organizaciones católicas, para transformarse en cáncer devorador y germen de desorden.

Ya que hablamos de los Estatutos de la A.C.B., podemos terminar estas consideraciones con más una apreciación que ellos nos sugieren.

Una vez promulgados estos Estatutos, y colocadas las asociaciones religiosas preexistentes a la A.C. en la posición de entidades auxiliares, es indiscutible que tienen la obligación de ayudar a los diversos sectores fundamentales de la A.C. en la medida y formas que sus normas o estatutos les permitan. Pero, ¿quién impuso esta obligación de ayudar en el apostolado? La Jerarquía. ¿Y qué es una obligación impuesta por la Jerarquía sino un mandato?

Resumiendo estas consideraciones, debemos concluir que la A.C. tiene efectivamente un mandato impuesto por la Jerarquía, pero que este mandato no cambia su esencia jurídica, que es idéntica a la de numerosas otras obras anteriores o posteriores a la constitución de los marcos jurídicos actuales de la A.C. Y del mismo modo que estas obras nunca fueron concebidas para tener una esencia jurídica sustancialmente diferente de la de otras obras laicas, tampoco hay razón para que este sea el caso de la A.C.

También hay fieles con un mandato, que por eso no dejan de ser meros súbditos de la Santa Iglesia.

Añadiremos ahora una observación. Hay personas que, en virtud de un grave deber de justicia o de caridad, tienen la obligación imperativa de realizar determinados actos de apostolado, obligación de carácter moral que les ha sido impuesta por Dios mismo. Es el caso, por ejemplo, de los padres en relación con sus hijos, de los patronos en relación con sus criados, de los maestros en relación con sus alumnos, etc. En determinadas circunstancias, cualquier creyente tiene el mismo deber grave hacia otro, como es el caso, por ejemplo, de quien asiste a un moribundo. Ahora bien, todas estas obligaciones constituyen verdaderos mandamientos y se han fundado diversas organizaciones para facilitar a los mandatarios el cumplimiento de esta tarea. Se trata de las asociaciones de padres cristianos, de profesores cristianos, etcétera, etcétera. Sin embargo, ni estas organizaciones ni estos mandatarios han dejado nunca de encontrarse ante la Jerarquía en una situación esencialmente idéntica a la de los seglares. Y, sin embargo, se trata de un mandato real. En este sentido, es muy importante la opinión del P. Matteo Liberatore que, en su tratado de Derecho Público Eclesiástico ([2]), publicado en 1888, afirma textualmente que los padres y los maestros son mandatarios de la Jerarquía. Así pues, la naturaleza jurídica de la A.C. no es nada nuevo en la Santa Iglesia.

Textos pontificios.

De hecho, no dijo otra cosa el Santo Padre Pío XI cuando, en repetidas ocasiones, insistió en la identidad de la Acción Católica de su tiempo con el apostolado seglar que ha existido ininterrumpidamente en la Iglesia desde sus primeros días, designando a la A.C. de los tiempos apostólicos con el mismo nombre (y con las mismas mayúsculas) que la de nuestros días. Escuchémosle, dirigiéndose a las obreras de la J.O.C. Femenina Italiana el 19 de marzo de 1927: “La primera difusión del cristianismo, en la misma Roma, se hizo así, se hizo con la Acción Católica. ¿Y podía hacerse de otra manera? ¿Qué habrían hecho los Doce, perdidos en la inmensidad del mundo, si no hubiesen llamado gentes en torno de sí: hombres, mujeres, viejos, niños, diciendo: Traemos el tesoro del cielo; ayudadnos a repartirle? Es bellísimo contemplar los documentos históricos de esta antigüedad. San Pablo cierra sus Epístolas con una lista de nombres: pocos sacerdotes, muchos seglares, algunas mujeres: Adjuva illas quae mecum laboraverunt in EvangeIio (Filip., 4, 3). Parece como si dijera: Son de la Acción Católica” (N.T.: Traducción española retirada de “Laicología y Acción Católica” de Fr. Arturo Alonso Lobo, O.P., Ediciones Estudium, Madrid, 1955, pg. 163).

Este pasaje nos muestra que, desde el comienzo mismo de la vida de la Iglesia, la Jerarquía comenzó a convocar a los fieles, precisamente como hizo Pío XI, a la obra del apostolado. Como para subrayar la completa, y de hecho gloriosa, identidad entre la Acción Católica de su tiempo y la de épocas anteriores, Pío XI escribió las palabras Acción Católica con mayúsculas en ambas alusiones y, en su discurso a los Obispos y peregrinos de Yugoslavia, el 18 de mayo de 1921, añadió: “La Acción Católica no es una novedad del tiempo presente. Los Apóstoles pusieron las bases de ella cuando, en sus peregrinaciones para difundir el Evangelio, pidieron ayuda a los mismos laicos —hombres y mujeres, magistrados y soldados, jóvenes, ancianos y adolescentes— que habían guardado fielmente la palabra de vida, proclamada entre ellos en nombre de Dios”.

Convocatorias y mandatos anteriores a la creación de la actual estructura de la A.C.

Por más que la adaptabilidad de la Acción Católica, de su estructura jurídica y de sus métodos a los problemas de nuestro tiempo sea completa, no vemos cómo pueda afirmarse, después de tales textos, que la Acción Católica ha recibido hoy un mandato que la haría esencialmente diferente de la Acción Católica que ha existido en la Iglesia desde el tiempo de los Apóstoles hasta nuestros días. En efecto, hay que constatar que, a lo largo de los veinte siglos de su existencia, la Iglesia ha repetido ininterrumpidamente a los fieles esta llamada al apostolado, unas veces en forma de exhortaciones, otras mediante convocatorias; y estas convocatorias, idénticas en todo a las hechas por la Jerarquía en los primeros siglos, son también idénticas a las de hoy. De hecho, ¿qué historiador de la Iglesia se atrevería a decir que ha habido un siglo, un año, un mes, un día en que la Iglesia haya dejado de pedir y utilizar la colaboración de los seglares con la Jerarquía? Sin mencionar las cruzadas, tipo característico de Acción Católica militarizada, convocadas solemnemente por los Papas, sin mencionar la Caballería Andante y las Órdenes de Caballería, en las que la Iglesia invistió a los caballeros de amplísimas facultades y deberes apostólicos, sin mencionar a los innumerables fieles que, atraídos por la Iglesia a las asociaciones apostólicas que fundó, colaboraron con la Jerarquía, examinemos otros institutos en los que nuestro argumento se hace particularmente firme.

Como nadie ignora, existen en la Iglesia varias Órdenes y Congregaciones Religiosas que solo acogen a personas que no han recibido la unción sacerdotal. Esto incluye, en primer lugar, los institutos religiosos femeninos, así como ciertas congregaciones masculinas, como la de los Hermanos Maristas. En segundo lugar, están los numerosos Religiosos no Sacerdotes que son admitidos como coadjutores en Órdenes religiosas Sacerdotales. No se puede negar sin temeridad que, en general, los miembros de estas Órdenes o Congregaciones tienen una vocación del Espíritu Santo. Al afiliarlos a los respectivos institutos, la Iglesia les confiere oficialmente la tarea de realizar el apostolado, es decir, aumenta las obligaciones que ya tenían como creyentes de realizar el apostolado y les obliga a realizar determinados actos apostólicos. A pesar de todo, hay quienes creen que el efecto misterioso y maravilloso del mandato de la Acción Católica sitúa a sus miembros muy por encima de cualesquiera Religiosos que no tengan el Orden Sagrado. ¿Por qué? ¿En virtud de qué sortilegio? Si esos Religiosos, que son meros súbditos en la Iglesia, nunca se han considerado miembros de la Jerarquía, ¿por qué pensar lo contrario con relación a la Acción Católica?

Como vemos, no hay ninguna razón para atribuir a la convocatoria hecha por Pío XI, en sí misma considerada, un alcance mayor que las realizadas por sus predecesores.

Conclusión.

Es verdad que Pío XI hizo un llamamiento particularmente grave, en vista de los aflictivos riesgos en que se encuentra la Iglesia, y dio a este llamamiento una extensión muy generalizada, que en cierto modo abarcaba a todos los fieles. Sin embargo, también en otras ocasiones, como ya hemos dicho, todos los fieles han sido llamados al apostolado. Así lo afirma el mismo Pío XI en la citada alocución a los Obispos y fieles de Yugoslavia, cuando recuerda que en Roma “Pedro y Pablo pidieron a todas las almas de buena voluntad que cooperasen en sus trabajos”. En cuanto a la gravedad de los riesgos, si bien es cierto que nunca han sido mayores que ahora, en el sentido de que nunca nos hemos visto amenazados por una apostasía tan profunda y general, no es menos cierto que estos riesgos han sido tan inminentes en otros momentos como lo son ahora. Y por esta razón, el alcance jurídico de los llamamientos hechos entonces por los Papas no podía ser menor que el actual,

Citemos algunos textos pontificios que llaman a los fieles al apostolado, e incluso les ordenan hacerlo:

Pío IX dijo que “los fieles deben sacar a los infieles de las tinieblas y llevarlos a la Iglesia” (Carta “Quanto Conficiamus”, 10 de agosto de 1863). Y el Concilio Vaticano da este solemnísimo mandato a todos los fieles: “Cumpliendo con el deber de nuestro supremo oficio pastoral, conjuramos, por las entrañas de Jesucristo, a todos los fieles de Cristo, y les ordenamos por la autoridad de este mismo Dios, nuestro Salvador, que empleen todo su celo y cuidado en extirpar estos errores de la Santa Iglesia, y difundir la luz de la más pura Fe” (Constit. “Dei Filius”: Cánones, IV. De Fide et Ratione, 3).

Y a esto León XIII añade: “Queremos también que exhortéis a todos en general, pero especialmente a aquellos que, por sus conocimientos, fortuna, dignidad, poder, se distinguen de los demás, y que en toda su vida pública o privada llevan en el corazón el honor de la Religión, a actuar bajo vuestra dirección y auspicios con mayor ímpetu para favorecer los intereses católicos” (Carta a los Obispos de Hungría, “Quod Multum”, 22 de agosto de 1886). Y en la encíclica “Sapientiae Christianae” del 10 de enero de 1890, el Santo Padre añade: “Es misión de la Iglesia sacar a las almas del error […]  Pero cuando las circunstancias lo hacen necesario, no corresponde solo a los Prelados, sino, como dice Santo Tomás, a todos, manifestar públicamente su fe, tanto para instruir y alentar a los fieles, como para rechazar los ataques de los adversarios”. Y en la misma Encíclica, el Santo Padre recuerda el texto del Concilio Vaticano, que hemos transcrito anteriormente, y añade: “Que cada uno recuerde que puede y debe, por tanto, difundir la fe católica”. Y en su carta “Testem Benevolentiae” sobre el americanismo, el Santo Padre afirma que “la Palabra de Dios nos enseña que cada uno tiene el deber de trabajar por la salvación de su prójimo, según el orden y el grado en que se encuentre. Los fieles cumplen este oficio que Dios les ha dado con fecundidad, por la integridad de sus costumbres, por las obras de caridad cristiana, por la oración ardiente y asidua”. Y en la Encíclica “Graves de Communi”, del 18 de enero de 1901, el Santo Padre añade, después de recomendar una dirección central para todos los esfuerzos de los católicos: “Esta debe tener lugar en aquellas naciones donde exista una asamblea principal del tipo del Instituto de Congresos y Asambleas Católicas, que ha recibido legítimamente el mandato de organizar la acción común”. Finalmente, siempre en la Encíclica “Etsi Nos” del 15 de febrero de 1882, encontramos esta enérgica reflexión: “Si la Iglesia ha engendrado y educado hijos, no ha sido para que en los momentos difíciles no pudiera esperar ayuda de ellos, sino para que cada uno prefiriera la salvación de las almas y la integridad de la doctrina cristiana a su propio descanso o a sus intereses egoístas.”

Para concluir estas consideraciones, utilicemos una analogía. Normalmente, todos los ciudadanos tienen un deber hacia su patria, uno de los cuales es defenderla si es atacada. Este deber, que precede a la promulgación de cualquier ley estatal, se deriva de la moral. Sin embargo, si el Estado llama a los ciudadanos a las armas, recordándoles su deber de defender la patria, su obligación se hace más grave. No por ello puede pretenderse que la llamada a filas implique un ascenso masivo al cuerpo de oficiales. Al contrario, ahora más que nunca es el momento de una gran renuncia y de una disciplina incondicional. Al lanzar una convocatoria general, Pío XI no hizo promociones ni prometió propinas. Al contrario, la gravedad del peligro que denunciaba hace imperativa la disciplina y la renuncia, al tiempo que condena severamente las pretensiones de poder y el prurito de desorden.

[1] Para evitar confusiones de espíritu, quisiéramos incluir en el orden general de ideas que hemos expuesto una clasificación bien conocida, y de evidente valor intrínseco: actividad apostólica oficial y particular. A menudo se considera excesivo el alcance de cada uno de estos términos: oficial y particular. La Iglesia es una sociedad con gobierno propio, por lo que actúa oficialmente por medio de este gobierno, y las actividades personales de los miembros no podrían afectar en modo alguno al conjunto de la comunidad. En esto consiste en la Iglesia, como en cualquier otra sociedad, la distinción entre lo “oficial” y lo “privado”. Sin embargo, sería un error manifiesto suponer que la actividad privada en modo alguno resulta de la sociedad, la compromete o la afecta, y que solo es privada, en el sentido más pleno de la palabra, procediendo exclusivamente del individuo y de la que solo él es responsable. Pongamos un ejemplo concreto. Una sociedad fundada para iniciar y coordinar estudios sobre un problema histórico inexplorado, por ejemplo, solo se expresa oficialmente a través de su junta directiva. Pero todos los estudios realizados por los miembros como consecuencia del impulso dado por la sociedad, los medios aportados por la sociedad para llevar a cabo la investigación y para cumplir el fin social, son actos que derivan de la sociedad y le acumulan méritos. Así, la sociedad puede, con toda la propiedad de la expresión, sostener que fue ella la que llevó a cabo los estudios realizados particularmente por todos sus miembros dentro del objeto social.

Lo mismo ocurre con la Santa Iglesia. Aunque tenga autoridad propia, la única que puede actuar de modo oficial, no se suponga que los actos de apostolado que ella aconseja, permite expresa o tácitamente, o incluso solo aprueba “a posteriori”, son actos puramente individuales, y que su mérito corresponde exclusivamente al individuo. Fue la Santa Iglesia quien hizo al individuo capaz de comprender la nobleza sobrenatural de la acción apostólica, fue ella quien le dio la gracia sin la cual no hay verdadera voluntad de hacer apostolado, y fue en conformidad con su voluntad que él actuó. Es más, actuó como miembro de ella. ¿Cómo pretender, pues, que la acción individual del llamado apostolado privado no implica en modo alguno a la Santa Iglesia? Ello implicaría cambiar el lenguaje de casi todos o todos los tratados de Historia de la Iglesia, que hacen revertir en méritos a la Iglesia — ¡y con qué superabundancia de razón! — todas las acciones nobles llevadas a cabo por los fieles a lo largo de la historia.

Entonces, ¿cuál es el alcance preciso de la distinción entre apostolados oficiales y privados? Sigue siendo inmenso.

El apostolado oficial está dirigido por la Autoridad Eclesiástica. Como tal, tiene la responsabilidad inmediata de todos los actos realizados en las obras oficiales. De hecho, la Autoridad tiene la responsabilidad moral de todo lo que ordena. En las obras de apostolado simplemente permitidas o aconsejadas, siempre que la dirección de la parte ejecutiva no esté en manos de la Autoridad Eclesiástica, ella tendrá el mérito de todo lo bueno que se haga —si ha sido permitido por ella— y los particulares tendrán la culpa de todo lo malo y erróneo que no esté ni en las intenciones ni en el permiso de ella. Así pues, la Iglesia quiere y permite que demos buenos consejos a nuestro prójimo. Siempre que lo hagamos, parte del mérito de la acción corresponde a la Autoridad. Pero si lo hacemos mal, basándonos en una doctrina llena de errores, o sin la caridad y la prudencia necesarias, la Autoridad no tiene la culpa, y la culpa es toda nuestra.

[2] Del diritto pubblico ecclesiastico, Prato: Tipografia Giacchetti, Figlio e C., 1887.

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