Al desarrollar la larga lista de doctrinas aquí presentadas, hemos querido destacar el íntimo vínculo que las une, haciendo de ellas un todo ideológico único. Todas ellas están íntima o remotamente ligadas a los siguientes principios: negación de los efectos del pecado original; una consecuente concepción de la gracia como factor exclusivo de la vida espiritual; y tendencia a prescindir de la autoridad, con la esperanza de que el orden resulte de la combinación libre, vital y espontánea de inteligencias y voluntades. La doctrina del mandato, sostenida de hecho por autores europeos, muchos de los cuales son dignos de consideración por diversas razones, ha encontrado terreno fértil en nuestro medio, donde ha dado frutos que muchos de sus autores no previeron, y otros que tal vez ni siquiera podrían deducirse lógicamente de ella.
Por supuesto, muchas personas no se dan cuenta de las profundas consecuencias que llevan implícitas las ideas que profesan, y otras ni siquiera las profesan en su totalidad, aceptando solo una u otra. La historia de la filosofía nos muestra, sin embargo, que como el hombre es naturalmente lógico, nunca acepta una idea sin experimentar la necesidad de aceptar sus consecuencias. Este trabajo de fructificación ideológica suele hacerse lentamente; pero si examinamos las razones más profundas de las grandes transformaciones que a veces se producen en un hombre, a menudo las encontraremos en esta maduración gradual de conclusiones, ni siquiera sospechadas en sus remotos comienzos.
Así, las personas que han aceptado algunas de estas ideas tienden a apoyar y aplaudir a quienes han ido más lejos por el mismo camino, revelando un singular entusiasmo por quienes han alcanzado las posiciones ideológicas más radicales, y una verdadera falta de espíritu para darse cuenta de los errores flagrantes de estas posiciones. En otras palabras, se trata de una idea en marcha o, mejor dicho, de una cadena de hombres en marcha en pos de una idea, arraigándose cada vez más en ella y embriagándose cada vez más su espíritu.
Si, como decíamos al principio, nuestro trabajo puede contribuir a despertar atenciones adormecidas, advertir a los espíritus incautos contra el error y arrancar de sus garras a las almas rectas, habrá producido todo el fruto que esperamos de él.
* * * * *
Pero, si es cierto que esos errores existen, ¿no es también cierto que nuestro libro, al centrarse exclusivamente en refutarlos, ha revelado una tendencia unilateral hacia un orden de verdades, olvidando otras?
Volvamos a lo que dijimos en la Introducción.
La doctrina católica se compone de verdades armónicas y simétricas, y la perfección del sentido católico consiste en saber abarcarlas todas de tal modo que, en vez de comprimirse o disminuirse unas a otras, armonicen en nuestro espíritu, como armonizan en la mente de la Iglesia. Así, estas verdades, como las ondas de una melodía bien tocada, deben llegar cada una en su lugar, en su orden y con su sonoridad.
Si este libro pretendiera dar una idea panorámica de lo que debe ser la A.C., sin duda sería unilateral. Pero, como ya hemos dicho, nuestras pretensiones son más modestas. No pretendemos tocar toda la melodía, sino simplemente acentuar ciertas notas que no se han tocado y anular otras que restan armonía al conjunto.
En una hermosa oratoria pronunciada en la Curia Metropolitana, el Reverendísimo Monseñor Antonio de Castro Mayer, Vicario General de la Acción Católica de São Paulo, relató un hecho que viene muy a propósito.
Durante el pontificado de Pío XI, cierta parroquia italiana inauguró un hermoso carillón, en el que cada campana llevaba el nombre de una encíclica del gran Pontífice. El conjunto era, pues, una representación de la obra doctrinal que llevó a cabo. En esa obra, algunas campanas dejaron de agradar a algunos oídos. Aquí intentamos defenderlas, no porque pensemos que ellas solas son todo el carillón, sino porque sabemos que sin ellas el carillón quedaría irremediablemente dañado.
* * * * *
Los eventuales contendientes con los que nos encontremos podrán adoptar posturas diferentes. Algunos dirán que no les parece, que exageramos y que nuestro celo nos llevó a ver en colores oscuros lo que había sido una realidad inocua. Les pedimos que nos digan con precisión lo que piensan sobre el tema, con la claridad de quien ama la verdad y la exactitud de quien ama la claridad, y que se unan cordialmente a nosotros en la lucha contra las ideas que no profesan. Otros, sin duda, discreparán de nosotros sin ambages. Lo único que les pedimos es que expresen plenamente su manera de pensar, “ut revelentur ex multis cordibus cogitationes” ([1]). Este será el mayor servicio que prestarán a la verdad. Otros, en fin, perseverarán en su error, pero tratarán de cambiar sus fórmulas y, hasta cierto punto, sus doctrinas, porque el error es necesariamente un camaleón cuando trata de medrar a la sombra de la Iglesia. Pero nuestras palabras habrán servido al menos de advertencia a las mentes sagaces.
En cualquier caso, lo que más deseamos es que la A.C. siga cumpliendo los designios providenciales que la Iglesia tiene para ella, inmaculada en la doctrina, intachable en la obediencia, invencible en la batalla y gloriosa en la victoria.
LAUS DEO VIRGINIQUE MARIAE
* * * * *
[1] Lc II, 35: “a fin de que sean descubiertos los pensamientos ocultos en los corazones de muchos”