En defensa de la Acción Católica, CAPÍTULO ÚNICO, * Sigamos la lección del Evangelio sin restricciones

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Estos son ejemplos serios, numerosos y magníficos, que nos da el Nuevo Testamento. Imitémoslos, pues, como imitamos también los adorables ejemplos de dulzura, paciencia, benignidad y mansedumbre que nos dio nuestro misericordiosísimo Redentor.

Para evitar cualquier malentendido, insistimos una vez más en que este lenguaje severo no debe ser el único lenguaje del apóstol. Al contrario, creemos que ningún apostolado está completo sin que el apóstol pueda mostrar la bondad divina de Nuestro Salvador. Pero no seamos unilaterales, y no omitamos, por prejuicios románticos, comodidad o tibieza, las lecciones de admirable e invencible fortaleza que nos dio Nuestro Señor. Como Él, nos esforzaremos por ser igualmente humildes y altivos, pacíficos y enérgicos, mansos y fuertes, pacientes y severos. No elijamos entre una u otra de estas virtudes; la perfección consiste en imitar a Nuestro Señor en la plenitud de sus adorables aspectos morales.

Teniendo esto en cuenta, queremos ahora completar el pensamiento que expresamos en uno de los capítulos anteriores sobre la mentalidad de la juventud contemporánea, citando la opinión del difunto Cardenal Baudrillart: hay una sed de heroísmo y de sacrificio que lleva a los jóvenes de hoy a perseguir exclusivamente ideales fuertes y programas exigentes, despreciando todo lo que pueda significar compromiso sentimental o capitulación ante los imperativos inferiores que en cada momento nos piden vivir una vida al gusto de los sentidos. Bendito sea Dios por esta disposición, que puede contribuir grandemente a la salvación de las almas. Pero, así como debemos estar en guardia contra concepciones unilaterales y erróneas de la misericordia del Señor, también debemos estar en guardia contra cualquier exageración que, directa o indirectamente, mediata o inmediatamente, disminuya en nuestra mente la noción del papel central y fundamentalísimo que la ley de la bondad y del amor ocupa en la Religión de Jesucristo, Nuestro Señor.

El pueblo brasileño tiene tal tendencia a practicar virtudes que derivan de sentimientos delicados que su gran peligro no consiste, por regla general, en tendencias exageradas hacia la crueldad y la dureza, sino hacia la debilidad, el sentimentalismo y la ingenuidad.

Las exageraciones de la virtud, que por eso son exageraciones, son defectos que cumple a la Acción Católica combatir y superar. En esta época caracterizada por una oscura crueldad y un egoísmo implacable, es para nosotros un título de gloria que este sea el defecto que debemos combatir. Combatámoslo, sin embargo, porque el sentimentalismo y la ingenuidad conducen a ruinas espirituales y morales que la teología describe con oscuros colores. No nos detengamos en la tierna contemplación de nuestra bondad, sino que tratemos de desarrollarla sobrenaturalmente en la línea que la Iglesia traza para ella, sin excesos, sin desviaciones, sin extravíos. Una comparación aclarará nuestro pensamiento.

De Santa Teresa de Jesús, la Santa Iglesia dice que “era admirable hasta en sus errores”. Sin embargo, si se hubiera detenido a contemplar los destellos de oro que existían en sus errores, y no los hubiera combatido con vigor, nunca habría llegado a ser la gran santa que toda la Cristiandad venera y admira, la santa de la que Leibnitz dijo que era “un gran hombre”. Brasil solo será el país que queremos que sea, es decir, uno de los más grandes países de todos los tiempos, si no se detiene a contemplar los reflejos de oro que existen en los rasgos dominantes de su mentalidad, sino si los despoja resueltamente de la suciedad que impide que ese oro brille con más intensidad y pureza.

A pesar de todo, no olvidemos nunca que, en la religión católica, nada, absolutamente nada, se hace sin amor y que, por tanto, incluso la severidad impuesta por las exigencias de la caridad debe ejercerse teniendo en cuenta los límites que la circunscriben.

Terminemos con las palabras de Pío XI. Nos muestran que es este resplandor de amor el que salvará al mundo:

“A este propósito, nuestro predecesor León XIII, de feliz memoria, en su encíclica “Annum Sacrum”, admirando la oportunidad del culto al Sacratísimo Corazón de Jesús, no vaciló en escribir:

 «Cuando la Iglesia, en los tiempos cercanos a su origen, sufría la opresión del yugo de los Césares, la Cruz, aparecida en la altura a un joven emperador, fue simultáneamente signo y causa de la amplísima victoria lograda inmediatamente. Otro signo se ofrece hoy a nuestros ojos, faustísimo y divinísimo: el Sacratísimo Corazón de Jesús, con la Cruz superpuesta, resplandeciendo entre llamas, con espléndido candor. En Él han de colocarse todas las esperanzas; en Él han de buscar y esperar la salvación de los hombres»” ([1]).

Se habla mucho de una “nueva era”, de “nuevos tiempos”, de un “nuevo orden”. Les guste o no a nuestros adversarios, esta “nueva era” será el reinado del Sagrado Corazón de Jesús, bajo cuya suave influencia el mundo encontrará el único camino hacia su salvación.

Adoremos este Sagrado Corazón, en el que la iconografía católica nos muestra la Cruz del sacrificio, de la lucha, del combate y de la austeridad, enraizada en el más perfecto de los Corazones e iluminada por las llamas purificadoras y deslumbrantes del amor.

[1] Pío XI: Encíclica “Miserentissimus Redemptor”, de 8 de mayo de 1928.

https://www.vatican.va/content/pius-xi/es/encyclicals/documents/hf_p-xi_enc_19280508_miserentissimus-redemptor.html

 

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