En defensa de la Acción Católica, CAPÍTULO ÚNICO, * Prediquemos la mortificación y la Cruz

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En cuanto a los que piensan que el Nuevo Testamento nos ha abierto la era de una vida espiritual sin luchas, ¡cuán equivocados están! Por el contrario, San Pablo pone ante nuestros ojos la perspectiva de la lucha incesante del hombre contra sus inclinaciones inferiores, una lucha tan dolorosa que el Apóstol llega a compararla con el peor de los martirios, a saber, la Crucifixión:

“Digo pues, en suma: proceded según el Espíritu de Dios, y no satisfaréis los apetitos de la carne. Porque la carne tiene deseos contrarios a los del espíritu, y el espíritu los tiene contrarios a los de la carne; como que son cosas entre sí opuestas; por cuyo motivo no hacéis vosotros todo aquello que queréis. Que, si vosotros sois conducidos por el espíritu, no estáis sujetos a la Ley.

“Bien manifiestas son las obras de la carne; las cuales son adulterio, fornicación, deshonestidad, lujuria, culto de ídolos, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, enojos, riñas, disensiones, herejías, envidias, homicidios, embriagueces, glotonerías, y cosas semejantes; sobre las cuales os prevengo, como ya tengo dicho, que los que tales cosas hacen, no alcanzarán el reino de Dios.

“Al contrario, los frutos del Espíritu son: caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre, fe o fidelidad, modestia, continencia, castidad. Para los que viven de esta suerte, no hay Ley que sea contra ellos.

Y los que son de Jesucristo, tienen crucificada su propia carne con los vicios y las pasiones. Si vivimos por el espíritu de Dios, procedamos también según el mismo espíritu” (Gal V, 16-25).

Y ¡con qué cuidado debe vigilar el cristiano el siempre frágil edificio de su santificación, puesto a prueba por toda clase de pruebas interiores y exteriores! Leamos este texto:

“Mas este tesoro le llevamos en vasos de barro frágil y quebradizo; para que se reconozca que la grandeza del poder que se ve en nosotros es de Dios, y no nuestra.

“Nos vemos acosados de toda suerte de tribulaciones, pero no por eso perdemos el ánimo: nos hallamos en grandes apuros, mas no desesperados sin recursos: somos perseguidos, mas no abandonados: abatidos, mas no enteramente perdidos: traemos siempre representada en nuestro cuerpo por todas partes la mortificación de Jesús, a fin de que la vida de Jesús se manifieste también en nuestros cuerpos.

“Porque nosotros, bien que vivimos, somos continuamente entregados en manos de la muerte por amor de Jesús; para que la vida de Jesús se manifieste asimismo en nuestra carne mortal.

“Así es que la muerte imprime sus efectos en nosotros; pero en vosotros resplandece la vida” (2 Cor IV, 7-12) (Este último versículo significa que San Pablo moría a sí mismo para dar vida espiritual a los demás. La virtud de la que se habla más arriba es la virtud de la predicación, es decir, la virtud del apostolado).

Es soberbia o ingenuidad imaginar que no nos encontramos con terribles reticencias interiores:

“Porque bien sabemos que la Ley es espiritual; pero yo por mi soy carnal, vendido para ser esclavo del pecado. Por lo que, yo mismo no apruebo lo que hago, pues no hago el bien que amo; sino antes el mal que aborrezco, ese le hago” (Rm VII,14-15).

“Que bien conozco que nada de bueno hay en mí, quiero decir, en mi carne. Pues, aunque hallo en mí la voluntad para hacer el bien, no hallo cómo cumplirla. Por cuanto no hago el bien que quiero; antes bien hago el mal que no quiero” (Rm VII, 18-19).

“Y así es que, cuando yo quiero hacer el bien, me encuentro con una ley o inclinación contraria, porque el mal está pegado a mí: de aquí es que me complazco en la Ley de Dios según el hombre interior; mas al mismo tiempo echo de ver otra ley en mis miembros, la cual resiste a la ley de mi espíritu, y me sojuzga a la ley del pecado, que está en los miembros de mi cuerpo.

“¡Oh, qué hombre tan infeliz soy yo! ¿Quién me libertará de este cuerpo de muerte, o mortífera concupiscencia?” (Rm VII, 21-24).

Es dura esta lucha, pero sin ella no se alcanza la gloria:

“Y siendo hijos, somos también herederos; herederos de Dios, y coherederos con Jesucristo, con tal, no obstante, que padezcamos con él, a fin de que seamos con él glorificados” (Rm VIII,17).

Las obras de apostolado por sí solas, sin mortificación, no bastan para este fin:

“Así que, yo voy corriendo, no como quien corre a la aventura; peleo, no como quien tira golpes al aire sin tocar a su enemigo; sino que castigo mi cuerpo rebelde y le esclavizo, no sea que, habiendo predicado a los otros, venga yo a ser reprobado” (1 Cor IX, 26-27).

Por tanto, que nuestra vida interior sea una vida de vigilancia:

Mire, pues, no caiga, el que piensa estar firme en la Fe” (1 Cor X,12).

La conclusión, por consiguiente, solo puede ser esta:

“Por lo demás, hermanos míos, confortaos en el Señor, y en su virtud todopoderosa. Revestíos de toda la armadura de Dios, para poder contrarrestar a las asechanzas del diablo, porque no es nuestra pelea solamente contra hombres de carne y sangre, sino contra los príncipes y potestades, contra los adalides de estas tinieblas del mundo, contra los espíritus malignos esparcidos en los aires.

“Por tanto, tomad las armas todas de Dios o todo su arnés, para poder resistir en el día aciago, y sosteneros apercibidos en todo.

“Estad, pues, a pie firme, ceñidos vuestros lomos con el cíngulo de la verdad, y armados de la coraza de la justicia, y calzados los pies, prontos a seguir y predicar el Evangelio de la paz; embrazando en todos los encuentros el broquel de la fe, con que podáis apagar todos los dardos encendidos del maligno espíritu: tomad también el yelmo de la salud, y empuñad la espada espiritual o del espíritu (que es la palabra de Dios);

“haciendo en todo tiempo con espíritu y fervor continuas oraciones y plegarias, y velando por lo mismo con todo empeño, y orando por lodos los santos o fieles; y por mí también, a fin de que se me conceda el saber desplegar mis labios para predicar con libertad, manifestando el misterio del Evangelio; del cual soy embajador, aun estando entre cadenas; de modo que hable yo de él con valentía, como debo hablar” (Ef VI, 10-20).

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