En defensa de la Acción Católica, CAPÍTULO ÚNICO, * Los pecadores antes y después de Cristo

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Incluso después de la Redención, el pecado original siguió existiendo con la triste procesión de sus consecuencias sobre la voluntad y la inteligencia del hombre. Por otra parte, los hombres siguieron sometidos a las tentaciones del demonio. Y todo esto ha hecho que el pecado no haya desaparecido de la tierra, de modo que la Iglesia ha seguido navegando en un mar embravecido, en el que la obstinación y la malicia de los pecadores le erigen obstáculos que debe franquear a cada instante. Basta una mirada, aunque superficial, a la historia de la Iglesia para dar a esta verdad una cruel evidencia. Más aún. La gracia santifica a quienes la aceptan, pero el rechazo de la gracia hará al hombre peor de lo que era antes de recibirla. Es en este sentido que el Apóstol escribe que los paganos que se convierten al cristianismo y luego son arrastrados por las herejías se vuelven peores de lo que eran antes de ser cristianos. El mayor criminal de la historia no fue ciertamente el pagano que condenó a muerte a Jesucristo, ni siquiera el sumo sacerdote que dirigió la trama de acontecimientos que culminaron en la crucifixión, sino el apóstol infiel que vendió a su Maestro por treinta dineros. “Cuanto más alta es la altura, más profunda es la caída”, reza un dicho de nuestra sabiduría popular. ¡Qué profunda y dolorosa consonancia tiene esta afirmación con las enseñanzas de la Teología!

Así, la Santa Iglesia tiene que enfrentarse en su camino con hombres tan malos o incluso peores que aquellos que, durante el Antiguo Testamento, se sublevaron contra la ley de Dios. Y el Santo Padre Pío XI, en su Encíclica “Divini Redemptoris”, declara que en nuestros días no solo algunos hombres, sino pueblos enteros están en peligro de caer de nuevo en una barbarie peor que aquella en que yacía la mayor parte del mundo al aparecer el Redentor ([1]).

Por tanto, defender los derechos de la verdad y del bien exige doblar la cerviz de los numerosos enemigos de la Iglesia. Por eso, los católicos deben estar dispuestos a empuñar con eficacia todas las armas legítimas, siempre que sus oraciones y su valor no basten para reducir al adversario.

Observemos en los textos que siguen cuántos ejemplos admirables de penetrante ingenio, infatigable combatividad y franqueza heroica encontramos en el Nuevo Testamento. Veremos así que Nuestro Señor no fue un doctrinario sentimental, sino el Maestro infalible que, si por una parte, supo predicar el amor con palabras y ejemplos de una insuperable y adorable mansedumbre, también supo, con la palabra y el ejemplo, predicar con una insuperable y no menos adorable severidad el deber de la vigilancia, de la sagacidad, de la lucha abierta y dura contra los enemigos de la Santa Iglesia que la mansedumbre no pueda desarmar.

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[1] https://www.vatican.va/content/pius-xi/es/encyclicals/documents/hf_p-xi_enc_19370319_divini-redemptoris.html

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