En un capítulo anterior, hablamos de la famosa “táctica del terreno común”. Consiste en evitar constantemente cualquier tema que pueda ser motivo de desacuerdo entre católicos y no católicos y destacar únicamente lo que puede haber de común entre ellos.
Nunca una separación de campos, una aclaración de ambigüedades, una definición de actitudes. Mientras un individuo sea o se proclame católico, por mucho que sus actos o sus palabras difieran de sus ideas, su vida se aleje de sus creencias y su sinceridad sea cuestionada, nunca debe adoptarse una postura enérgica contra él, so pretexto de que es necesario no “romper la zarza partida ni apagar la mecha que aún humea”. Cómo proceder en este delicado asunto, sin embargo, se explica elocuentemente en el siguiente texto, que demuestra que la justa paciencia nunca debe llegar a los límites de la imprudencia y la imbecilidad:
“Y todo árbol que no produce buen fruto, será cortado, y echado al fuego. Yo a la verdad os bautizo con agua para moveros a la penitencia; pero el que ha de venir después de mí, es más poderoso que yo, y no soy yo digno siquiera de llevarle las sandalias: él es quien ha de bautizaros en el Espíritu santo, y en el fuego. Él tiene en sus manos el bieldo; y limpiará perfectamente su era: y su trigo le meterá en el granero, pero las pajas las quemará en un fuego inextinguible” (Mt, III, 10-12).
En cuanto a ocultar los motivos de desacuerdo que nos separan de aquellos que solo son imperfectamente nuestros, el Divino Maestro no lo hizo en las numerosas circunstancias que examinaremos a continuación.
Los fariseos llevaban una vida de piedad, al menos en apariencia, y Nuestro Señor, lejos de ocultar lo insuficiente de esta apariencia por miedo a enfadarlos y distanciarlos aún más de sí mismo, los atacó claramente, diciendo:
“No todo aquel que me dice: ¡Oh Señor, Señor! entrará por eso en el reino de los cielos; sino el que hace la voluntad de mi Padre celestial, ese es el que entrará en el reino de los cielos.
“Muchos me dirán en aquel día del juicio: ¡Señor, Señor! ¿pues no hemos nosotros profetizado en tu nombre, y lanzado en tu nombre los demonios, y hecho milagros en tu nombre?
“Mas entonces yo les protestaré: Jamás os he conocido por míos: apartaos de mí, operarios de la maldad” (Mt VII, 21-23).
¿Podría irritar este lenguaje? ¿Podría despertar el odio de los fariseos contra el Salvador, en lugar de convertirlos? No importa. Los acomodos fáciles, aunque ilusorios, no podían ser practicados por el Maestro, que prefirió para sí mismo y para sus discípulos de todos los siglos, la lucha abierta:
“No tenéis que pensar que yo haya venido a traer la paz a la tierra: no he venido a traer la paz, sino la guerra; pues he venido a separar al hijo de su padre, y a la hija de su madre, y a la nuera de su suegra: y los enemigos del hombre serán las personas de su misma casa.
“Quien ama al padre o a la madre más que a mí, no merece ser mío; y quien ama al hijo o a la hija más que a mí, tampoco merece ser mío. “Y quien no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí.
“Quien a costa de su alma conserva su vida, la perderá; y quien perdiere su vida por amor mío, la volverá a hallar” (Mt X, 34-39).
Como muchas personas de hoy, con las que los espíritus acomodaticios y pacifistas prefieren perpetuamente transigir, los fariseos también tenían “algo bueno”. Sin embargo, no fueron tratados de acuerdo con las agradables tácticas del terreno común. En impecable lógica, el Maestro los reprendió con las siguientes palabras:
“O bien decid que el árbol es bueno, y bueno su fruto; o si tenéis el árbol por malo, tened también por malo su fruto: ya que por el fruto se conoce la calidad del árbol.
“¡Oh, raza de víboras! ¿Cómo es posible que vosotros habléis cosa buena, siendo, como sois, malos? Puesto que de la abundancia del corazón habla la boca.
“El hombre de bien del buen fondo de su corazón saca buenas cosas; y el hombre malo de su mal fondo saca cosas malas.” (Mt XII, 33 y 35).
Y cuando la experiencia demostró que los fariseos rechazaban la inmensa y adorable gracia contenida en las fulminantes palabras de Nuestro Salvador, y aún más se rebelaban contra él, el Maestro no cambió de táctica:
“Entonces, animándose más sus discípulos, le dijeron: ¿No sabes que los Fariseos se han escandalizado de esto que acaban de oír?
“Mas Jesús respondió: Toda planta que mi Padre celestial no ha plantado, arrancada será de raíz. Dejadlos: ellos son unos ciegos que guían a otros ciegos; y si un ciego se mete a guiar a otro, entrambos caen en la hoya.
“Aquí Pedro tomando la palabra, le dijo: Explícanos esa parábola. A que Jesús respondió: ¡Cómo! ¿También vosotros estáis aún con tan poco conocimiento?” (Mt XV, 12 a 16).
Con ello demostró que el miedo a desagradar y rebelar los faltosos contra la Iglesia no puede ser el único motivo de nuestro empeño apostólico. Y, sin embargo, ¡cuántos de nosotros somos hoy, como San Pedro y los apóstoles, “sin inteligencia”, y no comprendemos la admirable lección de energía y combatividad que nos dio el Divino Maestro! Quién de nuestros románticos liberales sería capaz de decir estas palabras a los modernos perseguidores de la Iglesia:
“¡Ay de vosotros, Escribas y Fariseos hipócritas! Que pagáis diezmo hasta de la hierbabuena, y del eneldo, y del comino, y habéis abandonado las cosas más esenciales de la Ley, la justicia, la misericordia y la buena fe. Estas debierais observar, sin omitir aquellas. ¡O guías ciegos! Que coláis cuanto bebéis, por si hay un mosquito, y os tragáis un camello.
“¿Ay de vosotros, Escribas y Fariseos hipócritas! Que limpiáis por defuera la copa y el plato; y por dentro en el corazón estáis llenos de rapacidad e inmundicia. ¡Fariseo ciego! Limpia primero por dentro la copa y el plato, si quieres que lo de afuera sea limpio.
“¡Ay de vosotros, Escribas y Fariseos hipócritas! Porque sois semejantes a los sepulcros blanqueados, los cuales por afuera parecen hermosos a los hombres; pero por dentro están llenos de huesos de muertos, y de todo género de podredumbre. Así también vosotros en el exterior os mostráis justos a los hombres; mas en el interior estáis llenos de hipocresía y de iniquidad.
“¡Ay de vosotros, Escribas y Fariseos hipócritas! que fabricáis los sepulcros de los Profetas, y adornáis los monumentos de los justos, y decís: Si hubiéramos vivido en tiempo de nuestros padres, no hubiéramos sido sus cómplices en la muerte de los Profetas, con lo que dais testimonio contra vosotros mismos, de que sois hijos de los que mataron a los Profetas. Acabad, pues, de llenar la medida de vuestros padres haciendo morir al Mesías.
“¡Serpientes, raza de víboras! ¿Cómo será posible que evitéis el ser condenados al fuego del infierno?
“Porque he aquí que yo voy a enviaros Profetas, y sabios, y Escribas, y de ellos degollaréis a unos, crucificaréis a otros, a otros azotaréis en vuestras sinagogas, y los andaréis persiguiendo de ciudad en ciudad: para que recaiga sobre vosotros toda la sangre inocente derramada sobre la tierra, desde la sangre del justo Abel hasta la sangre de Zacharías, hijo de Barachías, a quien matasteis entre el Templo y el altar.
“En verdad os digo, que todas estas cosas vendrán a caer sobre la generación presente” (Mt XXIII, 23-36).
Sin embargo, a menudo [los modernos perseguidores de la Iglesia] no son menos malos que los fariseos, ya que ni siquiera son buenos en su doctrina, en general escandalosos públicos y depravados que, a la corrupción de los fariseos, añaden el enorme pecado del mal ejemplo y el orgullo de ser malos. Volvemos a decir que es un error imaginar que hoy ya no hay gente tan mala como en tiempos de Nuestro Señor, pues Pío XI consideraba que estamos al borde de un abismo más profundo que aquel en el que yacía el mundo antes de la Redención. Sin embargo, ¡cuán numerosas son las personas que temerían tontamente pecar contra la caridad si dirigieran un apóstrofe tan vehemente a los adversarios de la Iglesia!
De los fariseos, Nuestro Señor dijo:
“¡Oh hipócritas! Bien profetizó de vosotros Isaías en lo que dejó escrito: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está bien lejos de mí” (Mc VII, 6).
Qué bien imitaríamos al Divino Maestro si dijéramos de los materialistas corruptos de nuestros días: “Blasfemáis a Dios con los labios y vuestro corazón está lejos de Él”.
Nuestro Señor previó bien que este proceso irritaría siempre a ciertos enemigos de la Iglesia:
“Entonces el hermano entregará a la muerte al hermano, y el padre al hijo; y se levantarán los hijos contra los padres, y les quitarán la vida. Y vosotros seréis aborrecidos de todo el mundo por causa de mi nombre. Mas quien estuviere firme o perseverare en la fe hasta el fin, este será salvo” (Mc XIII, 12-13).
Pero la forma más elevada de caridad consiste precisamente en hacer el bien, mediante consejos claros y, si es necesario, heroicamente agudos, a esas mismas personas que pueden pagarnos ese bien, arrastrándonos a la muerte.
Por eso, Nuestro Señor dijo a los que más tarde le matarían, pero que en aquel momento le aplaudían:
“En verdad, en verdad os digo, que vosotros me buscáis, no por mi doctrina atestiguada por los milagros que habéis visto, sino porque os he dado de comer con aquellos panes, hasta saciaros” (Jn VI, 26).
Es un error ocultar sistemáticamente al pecador su verdadero estado. San Juan, por ejemplo, no dudó en decir (1 Jn III, 8): “Quien comete pecado, del diablo es hijo”. Por eso, el Apóstol del Amor fue muy categórico al escribir:
“Todo aquel que no persevera en la doctrina de Cristo, sino que se aparta de ella, no tiene a Dios. El que persevera en ella, ese tiene o posee dentro de sí al Padre y al Hijo.
“Si viene alguno a vosotros, y no trae esta doctrina, no le recibáis en casa, ni le saludéis, porque quien le saluda, comunica en cierto modo con sus acciones perversas” (2 Jn 9-11).
Y en otra ocasión dijo:
“Yo quizá hubiera escrito a la Iglesia; pero ese Diótrephes, que ambiciona la primacía entre los demás, nada quiere saber de nosotros: por tanto, si voy allá, yo residenciaré sus procedimientos, haciéndole ver cuan mal hace en ir vertiendo especies malignas contra nosotros; y como si esto no le bastase, no solamente no hospeda él a nuestros hermanos, sino que a los que les dan acogida, se lo veda, y los echa de la Iglesia” (3, Jn 9-10).
En una actitud viril contra los enemigos de la Iglesia y en plena consonancia con el Nuevo Testamento:
“Conozco tus obras, y tus trabajos, y tu paciencia, y que no puedes sufrir a los malos; y que has examinado a los que dicen ser apóstoles, y no lo son; y los has hallado mentirosos” (Ap II, 2).
Y por eso leemos también en el Apocalipsis:
“Pero tienes esto de bueno, que aborreces las acciones de los nicolaítas, que yo también aborrezco” (Ap II, 6).
En resumen, la llamada “táctica del terreno común”, cuando se emplea, no de forma excepcional, sino frecuente y habitual, es la canonización del respeto humano y, al llevar a los fieles a disimular su Fe, es la violación abierta de estas palabras del adorable Maestro:
“Vosotros sois la sal de la tierra. Y si la sal se hace insípida, ¿con qué se le volverá el sabor? Para nada sirve ya, sino para ser arrojada y pisada de las gentes.
“Vosotros sois la luz del mundo. No se puede encubrir una ciudad edificada sobre un monte: ni se enciende la luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero, a fin de que alumbre a todos los de la casa. Brille así vuestra luz ante los hombres, de manera que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt V, 13-16).
En cuanto a los consejos que se dan en ciertos círculos de la A.C. para ocultar a los aprendices la aspereza de la vida espiritual y las luchas interiores que de ella se derivan, qué diferente es el proceder de Nuestro Salvador que, a las almas que quería atraer, decía esta terrible verdad:
“Y desde el tiempo de Juan Bautista hasta el presente, el reino de los cielos se alcanza a viva fuerza, y los que se la hacen a sí mismos, son los que le arrebatan” (Mt XI, 12).
También declaró:
“Que, si tu mano te es ocasión de escándalo, córtala: más te vale el entrar manco en la vida eterna, que tener dos manos, e ir al infierno, al fuego inextinguible, en donde el gusano que les roe, o remuerde su conciencia, nunca muere, y el fuego que les quema, nunca se apaga.
“Y si tu pie te es ocasión de pecado, córtale: más te vale entrar cojo en la vida eterna, que tener dos pies y ser arrojado al infierno, al fuego inextinguible, donde el gusano que les roe nunca muere, y el fuego nunca se apaga.
“Y si tu ojo te sirve de escándalo o tropiezo, arráncale: más te vale entrar tuerto en el reino de Dios, que tener dos ojos y ser arrojado al fuego del infierno, donde el gusano que les roe nunca muere, ni el fuego jamás se apaga” (Mc IX, 42 a 47).
Pero, podría preguntarse, ¿no repele este lenguaje a las almas? A las almas duras, frías, tibias, sí. Pero si Nuestro Señor no quiso tener tales almas entre los suyos, y usaba un lenguaje que alejaba de Él a esos elementos inútiles, ¿queremos ser más sabios, más suaves y más compasivos que el Hombre-Dios, y llamar hacia nosotros a los que Él no quería?
Los apóstoles comprendieron y siguieron el ejemplo del Maestro.
Hay muchos espíritus, hoy en día, tan contentadizos, que consideran como católicos, apostólicos y romanos de los más auténticos y dignos de confianza a todos los políticos que mencionan a Dios en uno u otro discurso. Es la táctica de ver solo lo que nos une y no lo que nos separa. ¿Quién diría a uno de esos indefinidos “deístas” de ciertos círculos liberales estas terribles palabras de Santiago?:
“Tú crees que Dios es uno: haces bien: también lo creen los demonios, y se estremecen” (Sant II,19).
Y quién diría a mucho sibarita de hoy:
“Ea, pues ¡oh ricos! Llorad, levantad el grito en vista de las desdichas que han de sobreveniros. Podridos están vuestros bienes, y vuestras ropas han sido roídas de la polilla.
“El oro y la plata vuestra se han enmohecido; y el orín de estos metales dará testimonio contra vosotros, y devorará vuestras carnes como un fuego. Os habéis atesorado ira para los últimos días.
“Sabed que el jornal que no pagasteis a los trabajadores, que segaron vuestras mieses, está clamando contra vosotros; y el clamor de ellos ha penetrado los oídos del Señor de los ejércitos.
“Vosotros habéis vivido en delicias y en banquetes sobre la tierra, y os habéis cebado a vosotros mismos como las víctimas que se preparan para el día del sacrificio.
“Vosotros habéis condenado al inocente, y le habéis muerto, sin que os haya hecho resistencia alguna” (Sant V,1-6).
Pero este es el comportamiento del cristiano, cuyo espíritu santamente altanero no tolera subterfugios ni sinuosidades a la hora de profesar su fe. ¿Cómo debemos hacer nuestro apostolado? Con las armas de la franqueza: “Mas vuestro modo de asegurar una cosa sea Sí, sí; no, no: para que no caigáis en condenación …” (Sant V,12).
Sin declarar nuestra Fe por palabras y obras, no estaremos haciendo apostolado, porque estaremos ocultando la luz de Cristo que brilla en nosotros, y que debe rebosar de nuestro interior para iluminar el mundo:
“… para que seáis irreprensibles y sencillos como hijos de Dios, sin tacha, en medio de una nación depravada y perversa; en donde resplandecéis como lumbreras del mundo” (Flp II,15).
No huyamos de nada, no nos avergoncemos de nada:
“Porque no nos ha dado Dios a nosotros un espíritu de timidez; sino de fortaleza, y de caridad, y de templanza y prudencia.
“Por tanto no te avergüences del testimonio de nuestro Señor, o de confesar su fe públicamente, ni de mí que estoy en cadenas por amor suyo; antes bien padece y trabaja a una conmigo por el Evangelio con la virtud que recibirás de Dios” (2 Tim I, 7-8).
¿Hay algún motivo de fricción en esta actitud? No importa. Debemos vivir…
“… trabajando unánimes por la fe del Evangelio; y no deben intimidaros los esfuerzos de los enemigos, pues esto que hacen contra vosotros, y es la causa de su perdición, lo es para vosotros de salvación, y eso es disposición de Dios” (Flp I, 27-28).
Toda caridad que pretenda ejercerse en detrimento de esta regla es falsa:
“El amor sea sin fingimiento. Tened horror al mal, y aplicaos perennemente al bien” (Rm XII,9).
Una vez más insistimos: si hay quien huye de la austeridad de la Iglesia, que huya, porque no es de los elegidos.
“Porque no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el Evangelio; y a predicarle, sin valerme para eso de la elocuencia de palabras o discursos de sabiduría humana, para que no se haga inútil la cruz de Jesucristo.
“A la verdad que la predicación de la Cruz, o de un Dios crucificado, parece una necedad a los ojos de los que se pierden; mas para los que se salvan, esto es, para nosotros, es la virtud y poder de Dios.
“Así está escrito: Destruiré la sabiduría de los sabios, y desecharé la prudencia de los prudentes.
“¿En dónde están los sabios? ¿En dónde los Escribas o doctores de la Ley? ¿En dónde esos espíritus curiosos de las ciencias de este mundo? ¿No es verdad que Dios ha convencido de fatua la sabiduría de este mundo?
“Porque ya que el mundo a vista de las obras de la sabiduría divina no conoció a Dios por medio de la ciencia humana, plugo a Dios salvar a los que creyesen en él por medio de la locura o simplicidad de la predicación de un Dios crucificado.
“Así es que los judíos por su parte piden milagros, y los griegos o gentiles por la suya quieren ciencia; mas nosotros predicamos sencillamente a Cristo crucificado: lo cual para los judíos es motivo de escándalo, y parece una locura a los gentiles; si bien para los que han sido llamados a la fe, tanto judíos como griegos, es Cristo la virtud de Dios, y la sabiduría de Dios” (1 Cor I,17-24).
Es difícil actuar así todo el tiempo. Pero un espíritu fuerte, sostenido por la gracia, lo puede todo:
“Velad entre tanto, estad firmes en la fe, trabajad varonilmente, y alentaos más y más” (1 Cor XVI,13).
Por otra parte, quien no quiera luchar debe renunciar a la vida de católico, que es una lucha constante, como advierte el Apóstol con detalle e insistencia:
“Por lo demás, hermanos míos, confortaos en el Señor, y en su virtud todopoderosa. Revestíos de toda la armadura de Dios, para poder contrarrestar a las asechanzas del diablo, porque no es nuestra pelea solamente contra hombres de carne y sangre, sino contra los príncipes y potestades, contra los adalides de estas tinieblas del mundo, contra los espíritus malignos esparcidos en los aires.
“Por tanto, tomad las armas todas de Dios o toda su arnés, para poder resistir en el día aciago, y sosteneros apercibidos en todo. Estad, pues, a pie firme, ceñidos vuestros lomos con el cíngulo de la verdad, y armados de la coraza de la justicia, y calzados los pies, prontos a seguir y predicar el Evangelio de la paz; embrazando en todos los encuentros el broquel de la fe, con que podáis apagar todos los dardos encendidos del maligno espíritu: tomad también el yelmo de la salud, y empuñad la espada espiritual o del espíritu (que es la palabra de Dios);
“haciendo en todo tiempo con espíritu y fervor continuas oraciones y plegarias, y velando por lo mismo con todo empeño, y orando por todos los santos o fieles; y por mí también, a fin de que se me conceda el saber desplegar mis labios para predicar con libertad, manifestando el misterio del Evangelio; del cual soy embajador, aun estando entre cadenas; de modo que hable yo de él con valentía, como debo hablar” (Ef VI, 10-20).
La doctrina contenida en este hecho de la vida del Divino Salvador no es diferente:
“A esto respondieron los judíos diciéndole: ¿No decimos bien nosotros, que tú eres un samaritano, y que estás endemoniado?
“Jesús les respondió: Yo no estoy poseído del demonio; sino que honro a mi Padre, y vosotros me habéis deshonrado a mí. “Pero yo no busco mi gloria: otro hay que la promueve, y él me vindicará.
“En verdad, en verdad os digo, que quien observare mi doctrina, no morirá para siempre.
“Dijeron los judíos: Ahora acabamos de conocer que estás poseído de algún demonio. Abraham murió, y murieron también los Profetas, y tú dices: Quien observare mi doctrina, no morirá eternamente. ¿Acaso eres tú mayor que nuestro padre Abraham, el cual murió; y que los Profetas, que asimismo murieron? Tú, ¿por quién te tienes?
“Respondió Jesús: Si yo me glorifico a mí mismo, mi gloría, diréis, no vale nada; pero es mi Padre el que me glorifica, aquel que decís vosotros que es vuestro Dios: vosotros empero no le habéis conocido: yo sí que le conozco. Y si dijere que no le conozco, sería como vosotros un mentiroso. Pero le conozco bien, y observo sus palabras. Abraham vuestro padre ardió en deseos de ver este día mío: vióle, y se llenó de gozo.
“Los judíos le dijeron: Aún no tienes cincuenta años, ¿y viste a Abraham? Respondióles Jesús: En verdad, en verdad os digo, que antes que Abraham fuera criado, yo existo.
“Al oír esto, cogieron piedras para tirárselas; mas Jesús se escondió milagrosamente, y salió del Templo” (Jn VIII, 48-59).
Y no solo de endemoniado, sino también de blasfemo Nuestro Señor fue acusado:
“Al oír esto, los judíos, cogieron piedras para apedrearle.
“Díjoles Jesús: Muchas buenas obras he hecho delante de vosotros por la virtud de mi Padre, ¿por cuál de ellas me apedreáis?
“Respondiéronle los judíos: No te apedreamos por ninguna obra buena, sino por la blasfemia; y porque siendo tú, como eres, hombre, te haces Dios” (Jn X, 31-33).