Los textos del Nuevo Testamento en los que se revela la divina misericordia de nuestro dulcísimo Salvador son todos bien conocidos entre los fieles. Damos mil gracias a Dios por ello. Pero, desgraciadamente, los que dan ejemplos de severidad, astucia y santa intransigencia lo son mucho menos. Hemos citado algunos de estos textos en las páginas anteriores. Sin embargo, para ver que no son los únicos, y que el Nuevo Testamento nos da ejemplos de intrepidez, perspicacia y fortaleza con extraordinaria frecuencia, examinemos ahora un gran número de textos que inculcan estas virtudes, y que no hemos tenido ocasión de citar. Ello nos mostrará el importantísimo papel que esas tres virtudes desempeñan en la Buena Nueva del Hijo de Dios y que, por tanto, deben desempeñar en el carácter de todo católico bien formado.
En este capítulo nos proponemos mostrar más particularmente los numerosos pasajes del Nuevo Testamento en los que se apostrofa a los pecadores, o se flagelan los vicios de la antigüedad pagana o del mundo judío, con un lenguaje que a las mentes de nuestro tiempo parecería carecer por completo de caridad.
Conviene recordar, a este propósito, que el Santo Padre Pío XI, como ya hemos insistido, hizo una descripción tan claramente severa de nuestro tiempo que llegó a decir que estamos en tiempos semejantes a los últimos, es decir, en un tiempo de iniquidad verdaderamente sin precedentes. Así que no se piense que hoy faltan pecados y pecadores dignos de un lenguaje semejante. Entonces, ¿cuál es esa errónea caridad que hace que la palabra de Dios se desvanezca de nuestros labios, transformando el azote regenerador de los pueblos en un arma inocua, cuya falta de filo expresa mejor nuestra timidez que la indignación de nuestro celo?
También en esto —insistimos— hemos de imitar a Nuestro Salvador, que supo alternar el lenguaje áspero con pruebas de amor infinito, de tal dulzura y mansedumbre que conmovieron a todos los corazones rectos. No olvidemos nunca el papel supremo del amor en la economía del apostolado. Pero no caigamos en unilateralismos estrechos de miras. No todos los corazones están abiertos a la acción de la gracia. Ya lo dijo San Pedro:
“Por lo que dice la Escritura: Mirad que yo voy a poner en Sion la principal piedra del ángulo, piedra selecta y preciosa; y cualquiera que por la fe se apoyare sobre ella, no quedará confundido.
Así que para vosotros que creéis, sirve de honra; mas para los incrédulos, esta es la piedra que desecharon los fabricantes, y no obstante vino a ser la principal o la punta del ángulo; piedra de tropiezo, y piedra de escándalo para los que tropiezan en la palabra del Evangelio, y no creen en Cristo, aun cuando fueron a esto destinados” (1 Pe II, 6-8).
Y para los que se resisten al dulce lenguaje del amor, solo hay un proceso, que es lo de este lenguaje:
“Almas adúlteras y corrompidas, ¿no sabéis que el amor de este mundo es una enemistad contra Dios? Cualquiera, pues, que quiere ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios.
“¿Pensáis acaso que sin motivo dice la Escritura: el espíritu de Dios que habita en vosotros os ama y codicia con celos?” (Sant IV, 4-5)?
Incitemos francamente a las almas a hacer penitencia:
“Mortificaos, y plañid, y sollozad, truéquese vuestra risa en llanto, y el gozo en tristeza” (Sant IV, 9).
Y no busquemos una forma de apostolado en la que omitamos el lado terrible de las dulcísimas verdades que predicamos:
“Porque no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el Evangelio; y a predicarle, sin valerme para eso de la elocuencia de palabras o discursos de sabiduría humana, para que no se haga inútil la Cruz de Jesucristo.
“A la verdad que la predicación de la Cruz, o de un Dios crucificado, parece una necedad a los ojos de los que se pierden; mas para los que se salvan, esto es, para nosotros, es la virtud y poder de Dios.
“Así está escrito: destruiré la sabiduría de los sabios, y desecharé la prudencia de los prudentes. ¿En dónde están los sabios? ¿En dónde los Escribas o doctores de la Ley? ¿En dónde esos espíritus curiosos de las ciencias de este mundo? ¿No es verdad que Dios ha convencido de fatua la sabiduría de este mundo?
“Porque ya que el mundo a vista de las obras de la sabiduría divina no conoció a Dios por medio de la ciencia humana, plugo a Dios salvar a los que creyesen en él por medio de la locura o simplicidad de la predicación de un Dios crucificado.
“Así es que los judíos por su parte piden milagros, y los griegos o gentiles por la suya quieren ciencia; pero nosotros predicamos sencillamente a Cristo crucificado: lo cual para los judíos es motivo de escándalo, y parece una locura a los gentiles; si bien para los que han sido llamados a la fe, tanto judíos como griegos, es Cristo la virtud de Dios, y la sabiduría de Dios” (1 Cor I, 17-24).
“Yo pues, hermanos míos, cuando fui a vosotros a predicaros el testimonio o Evangelio de Cristo, no fui con sublimes discursos, ni sabiduría humana.
“Puesto que no me he preciado de saber otra cosa entre vosotros, sino a Jesucristo, y este crucificado.
“Y mientras estuve ahí entre vosotros, estuve siempre con mucha pusilanimidad o humillación, mucho temor, y en continuo susto; y mi modo de hablar, y mi predicación, no fue con palabras persuasivas de humano saber, pero sí con los efectos sensibles del espíritu y de la virtud de Dios; para que vuestra fe no estribe en saber de hombres, sino en el poder de Dios” (1 Cor II, 1-5).
No busquemos un lenguaje que no cree descontentos, porque el apostolado recto los suscita en gran número.
“Nosotros, pues, no hemos recibido el espíritu de este mundo, sino el Espíritu que es de Dios; a fin de que conozcamos las cosas que Dios nos ha comunicado: las cuales por eso tratamos no con palabras estudiadas de humana ciencia, sino que conforme nos enseña el Espíritu de Dios, acomodando lo espiritual a lo espiritual.
“Porque el hombre animal no puede hacerse capaz de las cosas que son del Espíritu de Dios, pues para él todas son una necedad, y no puede entenderlas, puesto que se han de discernir con una luz espiritual que no tiene.
“El hombre espiritual discierne o juzga de todo; y nadie que no tenga esta luz, puede a él discernirle” (1 Cor II, 12-15).
A veces pareceremos locos, pero no importa:
“18 Nadie se engañe a sí mismo: si alguno de vosotros se tiene por sabio según el mundo, hágase necio a los ojos de los mundanos, a fin de ser sabio a los de Dios. Porque la sabiduría de este mundo es necedad delante de Dios. Pues está escrito: Yo prenderé a los sabios en su propia astucia.” (1 Cor III, 18-19).
A veces, el sacrificio que hace un apóstol inmolando su reputación fecunda maravillosamente su apostolado:
“El cuerpo, a manera de una semilla, es puesto en la tierra en estado de corrupción, y resucitará incorruptible. Es puesto en la tierra lodo disforme, y resucitará glorioso: es puesto en tierra privado de movimiento, y resucitará lleno de vigor” (1 Cor XV, 42-43).
Ciertas estratagemas para complacer a “tout le monde et son père” llegan a veces al extremo de ser censurables:
“Porque no os hemos predicado ninguna doctrina de error, ni de inmundicia, ni con el designio de engañaros; sino que del mismo modo que fuimos aprobados de Dios para que se nos confiase su Evangelio, así hablamos o predicamos, no como para agradar a los hombres, sino a Dios, que sondea nuestros corazones.
“Porque nunca usamos del lenguaje de adulación, como sabéis, ni de ningún pretexto de avaricia: Dios es testigo de todo esto” (1 Tes II, 3-5).
Veamos, pues, cómo hablaban los Apóstoles y con qué vigor eran capaces de hablar contra los impíos:
“Guardaos, pues, os repito, de esos canes, guardaos de los malos obreros, guardaos de los falsos circuncisos” (Flp III,2) — [Guardaos de esa inútil cortadura, o circuncisión, de esos falsos predicadores, que solamente ponen su mira en la circuncisión del cuerpo].
Si dijéramos estas palabras a un sibarita contemporáneo, cómo nos acusaría de exagerar:
“Porque muchos andan por ahí, como os decía repetidas veces, (y aun ahora lo digo con lágrimas) que se portan como enemigos de la Cruz de Cristo; el paradero de los cuales es la perdición; cuyo Dios es el vientre; y que hacen gala de lo que es su desdoro y confusión, aferrados a las cosas terrenas.
“Pero nosotros vivimos ya como ciudadanos del cielo; de donde asimismo estamos aguardando al Salvador Jesucristo Señor nuestro, el cual trasformará nuestro vil cuerpo, y le hará conforme al suyo glorioso, con la misma virtud eficaz, con que puede también sujetar a su imperio todas las cosas y hacer cuanto quiera de ellas” (Flp III, 18-21).
Y si dijéramos estas palabras sobre los herejes, cuántos críticos se volverían contra nosotros:
“Si alguno enseña de otra manera, y no abraza las saludables palabras o instrucciones de nuestro Señor Jesucristo, y la doctrina que es conforme a la piedad u religión; es un soberbio orgulloso, que nada sabe, sino que antes bien enloquece, o flaquea de cabeza, sobre cuestiones y disputas de palabras: de donde se originan envidias, contiendas, blasfemias, siniestras sospechas, altercados de hombres de ánimo estragado, y privados de la luz de la verdad, que piensan que la piedad es una granjería o un medio de enriquecerse” (1 Tim VI, 3-5).
Las alusiones individuales siempre son consideradas objetables por ciertas personas. San Pablo no generalizaba tanto:
“Ten por modelo la sana doctrina, que has oído de mí con la fe y caridad en Cristo Jesús. Guarda ese rico depósito por medio del Espíritu Santo, que habita en nosotros. Ya sabes cómo se han apartado de mí todos los naturales de Asia que estaban aquí en Roma, de cuyo número son Phigello y Hermógenes” (2 Tim I, 13-15).
“Evita, por tanto, y ataja los profanos y vanos discursos de los seductores, porque contribuyen mucho a la impiedad; y la plática de estos cunde como gangrena: del número de los cuales son Hymeneo y Phileto, que se han descarriado de la verdad, diciendo que la resurrección está ya hecha, y han pervertido la fe de varios” (2 Tim II, 16-18).
“Alejandro el calderero me ha hecho mucho mal; el Señor le dará el pago conforme a sus obras: guárdate tú también de él, porque se ha opuesto sobremanera a nuestra doctrina” (2 Tim IV, 14-15).
Y el Apóstol incluso se jactaba de su santa rudeza:
“Pero me abstengo, porque no parezca que pretendo aterraros con mis cartas; ya que ellos andan diciendo: Las cartas, si, son graves y vehementes; pero el aspecto de la persona es ruin, y despreciable o tosco su lenguaje: sepa aquel que así habla, que cuando nos hallemos presentes, obraremos de la misma manera que hablamos en nuestras cartas, estando ausentes” (2 Cor X, 9-11).
Esta vez, la alusión afecta a toda la vasta, culta y numerosa población de una isla:
“Porque aún hay muchos desobedientes, charlatanes y embaidores; mayormente de los circuncisos, o judíos convertidos, a quienes es menester tapar la boca; que trastornan familias enteras, enseñando cosas que no convienen con el Evangelio, por amor de una torpe ganancia o vil interés.
“Dijo uno de ellos, propio profeta o adivino de esos mismos isleños: Son los cretenses siempre mentirosos, malignas bestias, vientres perezosos.
“Este testimonio es verdadero. Por tanto, repréndelos fuertemente, para que conserven sana la fe y no den oídos a las fábulas judaicas, ni a mandamientos de hombres, que se apartan de la verdad” (Tt I, 10-14).
Escuchemos esta crítica apostólicamente aguda:
“Profesan conocer a Dios; mas le niegan con las obras; siendo como son abominables y rebeldes, y negados para toda obra buena” (Tt I, 16).
¿Parece excesivo? Sin embargo, la reprimenda es un deber de apostolado:
“Esto es lo que has de enseñar, y exhorta, y reprende con plena autoridad. Pórtate de manera que nadie te menosprecie” (Tt II, 15).
¿Y por qué hemos de tener miedo de exhortar con tanto vigor como el Apóstol?
Hemos visto lo que el Apóstol dijo sobre Creta. Para convertir a los griegos y judíos juzgó que estas palabras eran útiles:
“¿Diremos, pues, que somos los judíos más dignos que los gentiles? No, por cierto. Pues ya hemos demostrado que así judíos como gentiles, todos están sujetos al pecado, según aquello que dice la Escritura: No hay uno que sea justo: no hay quien sea cuerdo, no hay quien busque a Dios.
“Todos se descarriaron, todos se inutilizaron: no hay quien obre bien, no hay siquiera uno.
“Su garganta es un sepulcro abierto, se han servido de sus lenguas para urdir enredos: dentro de sus labios tienen veneno de áspides: su boca está llena de maldición, y de amargura: son sus pies ligeros para ir a derramar sangre: todos sus pasos se dirigen a oprimir y a hacer infelices a los demás: porque la senda de la paz nunca la conocieron: ni tienen el temor de Dios ante sus ojos.
“Empero sabemos, que cuantas cosas dice la Ley, todas las dirige a los que profesan la Ley; a fin de que toda boca enmudezca, y todo el mundo, así judíos como gentiles, se reconozca reo delante de Dios” (Rm III, 9-19).
Contra la impureza, dijo San Pablo:
“Las viandas son para el vientre, y el vientre para las viandas; mas Dios destruirá a aquel y a estas: el cuerpo empero no es para la fornicación, sino para gloria del Señor, como el Señor para el cuerpo. Pues, así como Dios resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros por su virtud.
“¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo, nuestra cabeza? ¿He de abusar yo de los miembros de Cristo, para hacerlos miembros de una prostituta? No lo permita Dios” (1 Cor VI, 12-15).
Nuestro Señor comenzó su vida pública no con palabras festivas, sino predicando la penitencia:
“Desde entonces empezó Jesusa predicar, y decir: Haced penitencia; porque está cerca el reino de los cielos” (Mt IV, 17).
Y sus palabras eran a veces terribles contra los impenitentes:
“Entonces comenzó a reconvenir a las ciudades donde se habían hecho muchísimos de sus milagros, porque no habían hecho penitencia.
“¡Ay de ti, Corozain! ¡ay de ti, Bethsaida! Que, si en Tyro y en Sidon se hubiesen hecho los milagros que se han obrado en vosotras, tiempo ha que habrían hecho penitencia, cubiertas de ceniza y de cilicio. Por tanto, os digo que Tyro y Sidon serán menos rigorosamente tratadas en el día del juicio, que vosotras. Y tú, Capharnaum, ¿piensas acaso levantarte hasta el cielo? Serás, sí, abatida hasta el infierno; porque, si en Sodoma se hubiesen hecho los milagros que en ti, Sodoma quizá subsistiera aún hoy día. Por eso te digo, que el país de Sodoma en el día del juicio será con menos rigor que tú castigado
“Por aquel tiempo exclamó Jesús diciendo: Yo te glorifico, Padre mío, señor de cielo y tierra, porque has tenido encubiertas estas cosas a los sabios y prudentes del siglo, y las has revelado a los pequeñuelos” (Mt XI, 20-25).
Así habló Nuestro Señor:
“Cuando el espíritu inmundo ha salido de algún hombre, anda vagando por lugares áridos, buscando hacer asiento, sin que lo consiga.
“Entonces dice: Tornaré a mi casa, de donde he salido. Y volviendo a ella la encuentra desocupada, bien barrida y alhajada.
“Con eso va, y toma consigo otros siete espíritus peores que él, y entrando habitan allí: con que viene a ser el postrer estado de aquel hombre más lastimoso que el primero. Así ha de acontecer a esta raza de hombres perversísima” (Mt XII, 43 a 45).
S. Pedro le hizo una sugerencia muy humana, aconsejándole que no fuera a Jerusalén, donde querían matarle. La respuesta fue majestuosamente severa:
“Pero Jesús, vuelto a él, le dijo: ‘Quítateme de delante, Satanás, que me escandalizas; porque no tienes conocimiento ni gusto de las cosas que son de Dios, sino de las de los hombres’” (Mt XVI, 23).
Lleno de misericordia, Nuestro Señor estaba dispuesto a realizar un milagro. Pero esto es lo que dijo antes:
“Jesús en respuesta dijo: ¡Oh raza incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo he de vivir con vosotros? ¿Hasta cuándo habré de sufriros? Traédmele acá. Y Jesús amenazó al demonio, y salió del muchacho, el cual quedó curado desde aquel momento” (Mt XVII, 16-17).
A los vendedores ambulantes a los que azotó, Nuestro Señor les dijo enérgicamente:
“Escrito está: Mi casa será llamada casa de oración; mas vosotros la tenéis hecha una cueva de ladrones” (Mt XXI, 13).
¿Hay reprimenda más aguda que la de nuestro Señor a los orgullosos fariseos?
“En verdad os digo, que los publicanos y las rameras os precederán y entrarán en el reino de Dios. Por cuanto vino Juan a vosotros por las sendas de la justicia, y no le creísteis; al mismo tiempo que los publicanos y las rameras le creyeron: mas vosotros, ni con ver esto, os movisteis después a penitencia para creer en él” (Mt XXI, 31-32).
Y esta otra:
“Pero ¡ay de vosotros, Escribas y Fariseos hipócritas! Que cerráis el reino de los cielos a los hombres; porque ni vosotros entráis, ni dejáis entrar a los que entrarían, impidiéndoles que crean en mí.
“¡Ay de vosotros, Escribas y Fariseos hipócritas! Que devoráis las casas de las viudas, con el pretexto de hacer largas oraciones: por eso recibiréis sentencia mucho más rigorosa.
“¡Ay de vosotros, Escribas y Fariseos hipócritas! Porque andáis girando por mar y tierra, a trueque de convertir un gentil; y después de convertido, le hacéis con vuestro ejemplo y doctrina digno del infierno dos veces más que vosotros.
“¡Ay de vosotros, guías o conductores ciegos! Que decís: El jurar uno por el Templo, no es nada, no obliga; mas quien jura por el oro del Templo, está obligado. ¡Necios y ciegos! ¿qué vale más, el oro, o el Templo, que santifica al oro?
“Y si alguno (decís) jura por el altar, no importa; mas quien jurare por la ofrenda puesta sobre él, se hace deudor. ¡Ciegos! ¿Qué vale más, la ofrenda, o el altar que santifica la ofrenda?” (Mt XXIII, 13 a 19).
Cuánta misericordia y cuánta severidad en estas palabras de la Madre de toda misericordia:
“Y cuya misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen.
“Hizo alarde del poder de su brazo: deshizo las miras del corazón de los soberbios.
“Derribó del solio a los poderosos, y ensalzó a los humildes.
“Colmó de bienes a los hambrientos, y a los ricos los despidió sin nada” (Lc I, 50-53).
Imitemos a nuestro Señor cuando acogía a los pecadores con dulzura divina. Pero no seamos unilaterales e imitémosle también en actitudes como esta:
“Estaba ya cerca la Pascua de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén; y encontrando en el Templo gentes que vendían bueyes, y ovejas, y palomas, y cambistas sentados en sus mesas; habiendo formado de cuerdas como un azote, los echó a todos del Templo, juntamente con las ovejas y bueyes, y derramó por el suelo el dinero de los cambistas, derribando las mesas.
“Y hasta a los que vendían palomas, les dijo: ‘Quitad eso de aquí, y no queráis hacer de la Casa de mi Padre una casa de tráfico’” (Jn II, 13-16).
Ningún Apóstol nos sugiere mejor la idea del amor de Jesús que San Juan. Veamos cómo no oculta la severidad del Maestro:
“En verdad, en verdad te digo, que nosotros no hablamos sino lo que sabemos bien, y no atestiguamos sino lo que hemos visto, y vosotros con todo no admitís nuestro testimonio. Si os he hablado de cosas de la tierra, y no me creéis; ¿cómo me creeréis, si os hablo de cosas del cielo?” (Jn III, 11 a 12).
“Pero yo tengo a mi favor un testimonio superior al testimonio de Juan. Porque las obras que el Padre me puso en las manos para que las ejecutase, estas mismas obras maravillosas que yo hago, dan testimonio en mi favor de que me ha enviado el Padre; y el Padre que me ha enviado, Él mismo ha dado testimonio de mí: vosotros empero no habéis oído jamás su voz, ni visto su semblante.
“Ni tenéis impresa su palabra dentro de vosotros, pues no creéis a quien Él ha enviado. Registrad las Escrituras, puesto que creéis hallar en ellas la vida eterna: ellas son las que están dando testimonio de mí; y con todo no queréis venir a mí para alcanzar la vida.
“Yo no me pago de la fama de los hombres. Pero yo os conozco, yo sé que el amor de Dios no habita en vosotros. Pues yo vine en nombre de mi Padre, y no me recibís: si otro viniere de su propia autoridad, a aquel le recibiréis.
“Y ¿cómo es posible que me recibáis y creáis, vosotros que andáis mendigando alabanzas unos de otros; y no procuráis aquella gloria que de solo Dios procede?
“No penséis que yo os he de acusar ante el Padre: vuestro acusador es Moisés mismo, en quien vosotros confiáis. Porque si creyeseis a Moisés, acaso me creeríais también a mí; pues de mí escribió él. Pero si no creéis lo que él escribió, ¿cómo habéis de creer lo que yo os digo?” (Jn V, 36-47).
¡Oh!, cómo nos mostró el Maestro que debemos afrontar los malentendidos del prójimo sin desfigurar la doctrina:
“Y muchos de sus discípulos habiéndolas oído, dijeron: Dura es esta doctrina, ¿y quién es el que puede escucharla? Mas Jesús, sabiendo por sí mismo, que sus discípulos murmuraban de esto, díjoles: ¿Esto os escandaliza? ¿Pues qué será si viereis al Hijo del hombre subir a donde antes estaba?
“El espíritu es quien da la vida: la carne o el sentido carnal de nada sirve para entender este misterio: las palabras que yo os he dicho, espíritu y vida son. Pero entre vosotros hay algunos que no creen.
“Que bien sabia Jesús, desde el principio, cuáles eran los que no creían, y quién le había de entregar. Así decía: Por esta causa os he dicho que nadie puede venir a mí, si mi Padre no se lo concediere.
“Desde entonces muchos de sus discípulos dejaron de seguirle; y ya no andaban con él. Por lo que dijo Jesús a los doce apóstoles: ¿Y vosotros queréis también retiraros?
“Respondióle Simón Pedro: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; y nosotros hemos creído, y conocido que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios.
“Replicóle Jesús: Pues qué, ¿no soy yo el que os escogí a todos doce; y con todo, uno de vosotros es un diablo? Decía esto por Judas Iscariote hijo de Simón, que, no obstante de ser uno de los doce, le había de vender” (Jn VI, 61-72).
Su lenguaje era de una intransigencia no menos divina que su mansedumbre:
“Díjoles Jesús en otra ocasión: Yo me voy, y vosotros me buscaréis, y vendréis a morir en vuestro pecado. A donde yo voy, no podéis venir vosotros. A esto decían los judíos: ¿Se querrá matarse a sí mismo, y por eso dice: a donde yo voy, no podéis venir vosotros?
“Y Jesús proseguía diciéndoles: Vosotros sois de acá abajo; y yo soy de arriba. Vosotros sois de este mundo; yo no soy de este mundo. Con razón os he dicho que moriréis en vuestros pecados, porque si no creyereis ser yo lo que soy, moriréis en vuestro pecado.
“Replicábanle: ¿Pues quién eres tú? Respondióles Jesús: Yo soy el principio de todas las cosas, el mismo que os estoy hablando. Muchas cosas tengo que decir, y condenar en cuanto a vosotros: como quiera, el que me ha enviado, es veraz; y yo solo hablo en el mundo las cosas que oí a él” (Jn VIII, 21-26).
“Vosotros sois hijos del diablo, y así queréis satisfacer los deseos de vuestro padre: él fue homicida desde el principio, y criado justo, no permaneció en la verdad; y así no hay verdad en él: cuando dice mentira, habla como quien es, por ser de suyo mentiroso, y padre de la mentira” (Jn VIII, 44).
Y San Pedro, el primer Papa, supo imitar este ejemplo:
“Mas Pedro respondió [a Simón]: Perezca tu dinero contigo, pues has juzgado que se alcanzaba por dinero el don de Dios. No puedes tú tener parte, ni cabida en este ministerio, porque tu corazón no es recto a los ojos de Dios. Por tanto, haz penitencia de esta perversidad tuya; y ruega de tal suerte a Dios, que te sea perdonado ese desvarío de tu corazón. Pues yo te veo lleno de amarguísima hiel, y arrastrando la cadena de la iniquidad” (Hch VIII, 20-23).
Veamos este otro magnífico ejemplo de combatividad:
“Recorrida toda la isla hasta Papho, encontraron a cierto judío, mago y falso profeta, llamado Barjesus, el cual estaba en compañía del procónsul Sergio Paulo, hombre de mucha prudencia. Este procónsul, habiendo hecho llamar a sí a Bernabé y a Saulo, deseaba oír la palabra de Dios. Pero Elymas, o el mago, (que eso significa el nombre Elymas) se les oponía, procurando apartar al procónsul de abrazar la fe.
“Mas Saulo, que también se llama Pablo, lleno del Espíritu santo, clavando en él sus ojos, le dijo: ¡Oh hombre, lleno de toda suerte de fraudes y embustes, hijo del diablo, enemigo de toda justicia! ¿No cesarás nunca de procurar trastornar o torcer los caminos rectos del Señor?
“Pues mira: desde ahora la mano del Señor descarga sobre ti, y quedarás ciego sin ver la luz del día, hasta cierto tiempo. Y al momento densas tinieblas cayeron sobre sus ojos, y andaba buscando a tientas quien le diese la mano. En la hora, el procónsul, visto lo sucedido, abrazó la fe, maravillándose de la doctrina del Señor” (Hch XIII, 6-12).
Y esto:
“Y todos los sábados disputaba en la sinagoga, haciendo entrar siempre en sus discursos el nombre del Señor Jesús, y procurando convencer a los judíos y a los griegos.
“Mas cuando Silas y Timoteo hubieron llegado de Macedonia, Pablo se aplicaba aún con más ardor a la predicación, testificando a los judíos que Jesús era el Cristo.
“Pero como estos le contradijesen, y prorrumpiesen en blasfemias, sacudiendo sus vestidos, les dijo: Recaiga vuestra sangre sobre vuestra cabeza: yo no tengo la culpa. Desde ahora me voy a predicar a los gentiles” (Hch XVIII, 4-6).
A los impíos, San Pedro no dudó en decirles:
“pues el Señor tiene fijos sus ojos sobre los justos, y escucha propicio las súplicas de ellos, al paso que mira con ceño a los que obran mal” (1 Pe III, 12).
“Mas si padeciere por ser cristiano, no se avergüence, antes alabe a Dios por tal causa, pues tiempo es de que comience el juicio por la casa de Dios. Y si primero empieza por nosotros, ¿cuál será el paradero de aquellos que no creen al Evangelio de Dios? Que, si el justo a duras penas se salvará, ¿a dónde irán el impío y el pecador?
“Por tanto, aquellos mismos que padecen por la voluntad de Dios, encomienden por medio de las buenas obras sus almas al Criador, el cual es fiel” (1 Pe IV, 16-19).
S. Judas escribió este terrible texto:
“Sobre lo cual quiero haceros memoria, puesto que fuisteis ya instruidos en todas estas cosas, que habiendo Jesús sacado a salvo al pueblo hebreo de la tierra de Egipto, destruyó después a los que fueron incrédulos; y a los ángeles, que no conservaron su primera dignidad, sino que desampararon su morada, los reservó para el juicio del gran día, en el abismo tenebroso con cadenas eternales.
“Así como también Sodoma y Gomorra, y las ciudades comarcanas, siendo reas de los mismos excesos de impureza, y entregadas al pecado nefando, vinieron a servir de escarmiento, sufriendo la pena del fuego eterno. De la misma manera, amancillan estos también su carne, menosprecian la dominación, y blasfeman contra la majestad.
“Cuando el arcángel Miguel, disputando con el diablo, altercaba sobre el cuerpo de Moisés, no se atrevió a proferir contra él sentencia de maldición, sino que le dijo solamente: Reprímate el Señor.
“Estos, al contrario, blasfeman de todo lo que no conocen, y abusan, como brutos animales, de todas aquellas cosas que conocen por razón natural.
“¡Desdichados de ellos, que han seguido el camino de Caín, y perdidos como Balaam por el deseo de una sórdida recompensa, se desenfrenaron, e imitando la rebelión de Coré, perecerán como aquel!
“Estos son los que contaminan y deshonran vuestros convites de caridad, cuando asisten a ellos sin vergüenza, cebándose a sí mismos, nubes sin agua, llevadas de aquí para allá por los vientos, árboles otoñales, infructuosos, dos veces muertos, sin raíces, olas bravas de la mar, que arrojan las espumas de sus torpezas, exhalaciones errantes, a quienes está reservada o ha de seguir una tenebrosísima tempestad que ha de durar para siempre.
“También profetizó de estos Enoch, que es el séptimo a contar desde Adam, diciendo: Mirad que viene el Señor con millares de sus santos, a juzgar a todos los hombres, y a redargüir a todos los malvados de todas las obras de su impiedad, que impíamente hicieron, y de todas las injuriosas expresiones que profirieron contra Dios los impíos pecadores.
“Estos son unos murmuradores quejumbrosos, arrastrados de sus pasiones, y su boca profiere a cada paso palabras orgullosas, los cuales se muestran admiradores, o adulan a ciertas personas, según conviene a sus propios intereses” (Jds 5-16).
Y el Espíritu Santo alaba a un obispo porque
“eres blasfemado de los que se llaman judíos, y no lo son, antes bien son una sinagoga de Satanás” (Ap II, 9).
La misma terrible comparación con el diablo se encuentra también en este texto:
“Entre tanto os digo a vosotros, y a los demás que habitáis en Thyatira: A cuantos no siguen esta doctrina, y no han conocido las honduras de Satanás o las profundidades, como ellos llaman” (Ap II, 23-24).