La “astucia de la serpiente”
Empecemos por la virtud de la astucia o, dicho de otro modo, la virtud evangélica de la astucia serpentina.
Son innumerables los temas en los que Nuestro Señor recomienda insistentemente la prudencia, inculcando así a los fieles que no sean de un candor ciego y peligroso, sino que coexistan su candor con un amor vivo y diligente a los dones de Dios; tan vivo y tan diligente que el fiel pueda discernir, entre mil ropajes falsos, a los enemigos que quieren robarle. Veamos un texto.
“Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros disfrazados con pieles de ovejas, mas por dentro son lobos voraces: por sus frutos u obras los conoceréis. ¿Acaso se cogen uvas de los espinos, o higos de las zarzas? Así es que todo árbol bueno produce buenos frutos, y todo árbol malo da frutos malos. Un árbol bueno no puede dar frutos malos, ni un árbol malo darlos buenos. Todo árbol, que no da buen fruto, será cortado, y echado al fuego. Por sus frutos, pues, los podréis conocer” (Mt VII, 15-20).
Este texto es un breve tratado sobre el ingenio. Comienza afirmando que no solo tendremos ante nosotros adversarios con los ojos levantados, sino también falsos amigos, y que, por tanto, nuestros ojos deben estar vigilantes no solo contra los lobos que se nos acercan mostrando su piel, sino también contra las ovejas, para ver si en alguna de ellas no descubrimos el pelaje rojo y mal disimulado de algún lobo astuto bajo la lana lisa. En otras palabras, los católicos debemos tener un espíritu ágil y penetrante, siempre alerta contra las apariencias, que solo da su confianza a quienes demuestran, tras un examen minucioso y sagaz, que son auténticas ovejas.
Pero ¿cómo discernir las falsas ovejas de las verdaderas? “Los falsos profetas serán conocidos por sus frutos”. Nuestro Señor dice que debemos tener la costumbre de analizar cuidadosamente las doctrinas y las acciones de nuestro prójimo, para conocer estos frutos según su verdadero valor y guardarnos de ellos cuando sean malos.
Para todos los fieles, esta obligación es importante, porque es un deber rechazar las falsas doctrinas y las seducciones de los amigos que nos extravían o nos mantienen en la mediocridad. Pero para los dirigentes de la Acción Católica, que tienen el deber mucho más grave de velar por sí mismos y por los demás, y de impedir, con su sagacidad y vigilancia, que permanezcan entre los fieles o lleguen a puestos de gran responsabilidad hombres que puedan estar afiliados a doctrinas o sectas hostiles a la Iglesia, este deber es mucho mayor. ¡Ay de los dirigentes cuyo equivocado sentido del candor amortigüe el continuo ejercicio de la vigilancia a su alrededor! Perderán con su descuido un mayor número de almas que muchos adversarios declarados del catolicismo. Encargados, bajo la dirección de la Jerarquía, de multiplicar los talentos, que son las almas en las filas de la Acción Católica, no se limitarían a enterrar el tesoro, sino que lo dejarían caer en manos de ladrones por su “buena fe”. Si Nuestro Señor fue tan duro con el siervo que no devolvió el talento, ¿qué haría con el que estaba durmiendo mientras entraba el ladrón?
Pero pasemos a otro texto.
“Mirad que yo os envío como ovejas en medio de lobos. Por tanto, habéis de ser prudentes como serpientes, y sencillos como palomas. Recataos empero de los tales hombres. Pues os delatarán a los tribunales, y os azotarán en sus sinagogas: y por mi causa seréis conducidos ante los gobernadores y los reyes, para dar testimonio de mí a ellos, y a las naciones” (Mt X, 16 a 18).
En general, se tiene la impresión de que este texto es una advertencia aplicable exclusivamente a tiempos de persecución religiosa declarada, ya que solo se refiere a las citaciones ante tribunales, gobernadores y reyes, y a la flagelación en las sinagogas. A la vista de lo que ocurre en el mundo, uno se pregunta si existe hoy un solo país en el que uno pueda estar seguro de que, de un momento a otro, no se encontrará en una situación semejante.
En cualquier caso, también sería erróneo suponer que Nuestro Señor solo recomienda esa gran prudencia ante peligros ostensiblemente graves, y que un dirigente de Acción Católica puede renunciar cómodamente a la astucia de la serpiente y cultivar únicamente el candor de la paloma. En realidad, siempre que está en juego la salvación de un alma, está en juego un valor infinito, porque la sangre de Jesucristo fue derramada por la salvación de cada alma. Un alma es un tesoro más grande que el sol y su pérdida es un mal mucho más grave que el dolor físico o moral que podamos sufrir atados a la columna de la flagelación o en el banquillo de los acusados.
Por eso, el dirigente de la Acción Católica tiene la obligación absoluta de tener ojos atentos y penetrantes como los de la serpiente, para discernir todos los posibles intentos de infiltración en las filas de la Acción Católica, así como cualquier riesgo al que pueda estar expuesta la salvación de las almas en el sector que se le ha confiado.
A este respecto, es muy oportuno citar otro texto.
“A lo que Jesús les respondió: Mirad que nadie os engañe. Porque muchos han de venir en mi nombre, diciendo: Yo soy el Cristo o Mesías; y seducirán a mucha gente” (Mt XXIV, 4 a 5).
Es un error suponer que el único riesgo al que pueden estar expuestos los ambientes católicos es la infiltración de ideas claramente erróneas. Al igual que el Anticristo tratará de inculcarse como el verdadero Cristo, las doctrinas erróneas tratarán de revestir sus principios de apariencias de verdad, cubriéndolos engañosamente con un supuesto sello de aprobación de la Iglesia, y propugnando así una complacencia, un compromiso, una tolerancia que constituye una pendiente resbaladiza por la que fácilmente se resbala, poco a poco y casi sin darse cuenta, hacia el pecado. Hay almas tibias que sienten verdadera pasión por situarse en los confines de la ortodoxia, a caballo sobre el muro que las separa de la herejía, y allí sonreír al mal sin abandonar el bien o, mejor dicho, sonreír al bien sin abandonar el mal. Desgraciadamente, esto crea a menudo un ambiente en el que el “sensus Christi” desaparece por completo y solo las etiquetas conservan una apariencia católica. El responsable de la Acción Católica debe ser vigilante, perspicaz, sagaz, previsor e infatigablemente minucioso en sus observaciones, recordando siempre que no todo lo que ciertos libros o consejeros proclaman como católico lo es en realidad.
“Mirad que nadie os engañe; porque muchos vendrán arrogándose mi nombre, y diciendo: Yo soy el Mesías; y con falsos prodigios seducirán a muchos.” (Mc, XIII, 5-6).
Otro texto digno de mención es este:
“En el tiempo, pues, que estuvo en Jerusalén con motivo de la fiesta de la Pascua, creyeron muchos en su nombre, viendo los milagros que hacía. Verdad es que Jesús no se fiaba de ellos, porque los conocía bien a todos, y no necesitaba que nadie le diera testimonio o le informase acerca de hombre alguno, porque sabía él mismo lo que hay dentro de cada hombre” (Jn II, 23 a 25).
[El texto] nos muestra claramente que, en medio de las manifestaciones a veces entusiastas que puede suscitar la Santa Iglesia, debemos utilizar todos nuestros recursos para discernir lo que puede ser incoherente o defectuoso. Este fue el ejemplo del Maestro. Cuando sea necesario, Él no negará al apóstol verdaderamente humilde y desprendido, ni siquiera luces carismáticas y sobrenaturales para discernir a los verdaderos y falsos amigos de la Iglesia. En efecto, Aquel que nos dio la recomendación expresa de estar vigilantes no nos negará las gracias necesarias para ello.
“Velad sobre vosotros y sobre toda la grey, en la cual el Espíritu santo os ha instituido obispos, para apacentar o gobernar la Iglesia de Dios, que ha ganado Él con su propia sangre. Porque sé que después de mi partida os han de asaltar lobos voraces, que destrocen el rebaño” (Hch XX, 28-29).
Es cierto que la obligación de vigilancia contenida en este texto solo se refiere directamente a los obispos. Pero en la medida en que la Acción Católica es un instrumento de la jerarquía, un instrumento vivo e inteligente, también debe estar vigilante contra los lobos rapaces.
Para no alargar demasiado esta exposición, nos limitaremos a citar algunos textos más:
El mismo San Pedro tenía este otro consejo:
“Así que vosotros, ¡oh, hermanos!, avisados ya, estad alerta; no sea que seducidos de los insensatos y malvados, vengáis a caer de vuestra firmeza: antes bien id creciendo en la gracia, y en el conocimiento de nuestro señor y salvador Jesucristo. A él sea dada la gloria desde ahora, y por el día perpetuo de la eternidad. Amén”. (2 Pe III, 17-18).
Y no se juzgue que sólo un espíritu naturalmente inclinado a la desconfianza puede practicar siempre esa vigilancia. En San Marcos leemos:
“En fin, lo que a vosotros os digo, a todos lo digo: velad.” (Mc XIII, 37). San Juan aconseja con amorosa solicitud: “Hijitos míos, nadie os engañe” (1 Jn III, 7).
Por tanto, es deber de todos nosotros, miembros de la A.C., la vigilancia sagaz y eficaz.
* * * * *