En defensa de la Acción Católica, CAPÍTULO ÚNICO, * Importancia de este capítulo

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Hemos tenido ocasión de citar repetidamente las Sagradas Escrituras en el curso de nuestra exposición, pero el lector habrá notado que las citas del Antiguo Testamento han aparecido con mucha más frecuencia en esta obra que las del Nuevo Testamento.

Ello se debe a nuestra intención de reservar un capítulo especial, más amplio, al análisis de los textos del Nuevo Testamento, en el que examinaríamos en particular la posición de las doctrinas que defendemos en relación con ellos.

Es obvia la ventaja de un estudio especial en este sentido. Hacemos apología de doctrinas de lucha y de fuerza, lucha por el bien es cierto, y fuerza al servicio de la verdad. Pero el romanticismo religioso del siglo pasado desfiguró de tal manera en muchos ambientes la verdadera noción de Catolicismo, que este aparece ante los ojos de un gran número de personas, aún en nuestros días, como una doctrina mucho más propia “del dulce Rabí de Galilea” del que nos hablaba Ernest Renan, del taumaturgo un tanto rotario por su espíritu y por sus obras, con el que el positivismo pinta blasfemamente a Nuestro Señor, pareciendo al mismo tiempo ensalzarlo, que del Hombre Dios que nos presentan los Santos Evangelios.

Se dice a menudo que el Nuevo Testamento instituyó un régimen tan suave en las relaciones entre Dios y el hombre, o entre el hombre y su prójimo, que todo sentido de lucha y severidad desapareció de la religión. Las advertencias y amenazas del Antiguo Testamento habrían quedado así obsoletas, y el hombre se habría emancipado de toda obligación de temer a Dios o de luchar contra los adversarios de la Iglesia.

Sin negar que en la ley de gracia hubo realmente una efusión mucho más abundante de la misericordia divina, queremos mostrar que a veces se da a este hecho tan gratificante un alcance mayor del que realmente tiene. Gracias a Dios, no hay católico que, por poco instruido que esté en los Santos Evangelios, no recuerde el hecho narrado por San Lucas, que expresa admirablemente el reinado de la misericordia, más extenso, más constante y más brillante en el Nuevo Testamento que en el Antiguo. El Salvador había sido objeto de una afrenta en una ciudad de Samaria. Y

“Viendo esto, sus discípulos Santiago y Juan, dijeron: ¿Quieres que mandemos que llueva fuego del cielo y los devore?

“Pero Jesús, vuelto a ellos, los reprendió, diciendo: No sabéis a qué espíritu pertenecéis. El Hijo del hombre no ha venido para perder a los hombres, sino para salvarlos. Y con esto se fueron a otra aldea” (Lc IX, 54-56).

¡Qué admirable lección de benignidad! Y ¡con cuánta frecuencia consoladora repitió Nuestro Señor lecciones como esta! Grabémoslas profundamente en nuestro corazón, pero grabémoslas de tal manera que haya lugar para otras lecciones no menos importantes del Divino Maestro. Ciertamente predicó la misericordia, pero no predicó la impunidad sistemática del mal. En el Santo Evangelio, si se nos aparece muchas veces perdonando, también se nos aparece más de una vez castigando o amenazando. Aprendamos de él que hay circunstancias en las que es necesario perdonar, y en las que sería menos perfecto castigar; y también circunstancias en las que es necesario castigar, y sería menos perfecto perdonar. No seamos unilaterales al pensar que el adorable ejemplo de El Salvador es una condena expresa, puesto que supo hacer una cosa u otra. No olvidemos nunca el memorable suceso que relata San Lucas en el texto anterior. Tampoco olvidemos este otro, simétrico al primero, que es una lección de severidad que encaja armoniosamente con la de la benignidad divina en un todo perfecto; oigamos lo que dijo el Señor sobre Corozain y Bethsaida, y aprendamos de él no solo el arte divino de perdonar, sino el no menos divino de amenazar y castigar:

“¡Ay de ti, Corozain! ¡Ay de ti, Bethsaida! Que, si en Tyro y en Sidon se hubiesen hecho los milagros que se han obrado en vosotras, tiempo ha que habrían hecho penitencia, cubiertas de ceniza y de cilicio. Por tanto, os digo, que Tyro y Sidon serán menos rigorosamente tratadas en el día del juicio, que vosotras. Y tú, Capharnaum, ¿piensas acaso levantarte hasta el cielo? Serás, sí, abatida hasta el infierno; porque, si en Sodoma se hubiesen hecho los milagros que en ti, Sodoma quizá subsistiera aún hoy día. Por eso te digo, que el país de Sodoma en el día del juicio será con menos rigor que tú castigado” (Mt XI, 21-24).

Nótese bien: ¡el mismo Maestro que no quiso enviar rayos sobre la aldea que mencionamos antes, profetizó para Corozain y Bethsaida desgracias aún mayores que las de Sodoma! No arranquemos ninguna página del Santo Evangelio, pero encontremos elementos de edificación e imitación tanto en las páginas sombrías como en las luminosas, porque ambas son dones muy saludables de Dios.

Si la Misericordia amplió la efusión de gracias en el Nuevo Testamento, la justicia, en cambio, encuentra en el rechazo de mayores gracias, mayores crímenes que castigar. Íntimamente entrelazadas, ambas virtudes siguen apoyándose mutuamente en el gobierno de Dios sobre el mundo. Por eso es inexacto que en el Nuevo Testamento solo haya lugar para el perdón y no para el castigo.

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