Este es el consejo de Santiago:
“Por tanto, no os engañéis en esta materia, hermanos míos muy amados” (Sant I,16).
Seamos extremadamente cuidadosos, sagaces y previsores a la hora de discernir la buena doctrina de la mala.
Pero esto no basta. Las doctrinas se encarnan en los hombres. También debemos ser astutos, sagaces y desconfiar de los hombres.
Sepamos ver al enemigo y combatirlo con las armas de la caridad y la fortaleza:
“Pero el Espíritu santo dice claramente, que en los venideros tiempos” —estos tiempos que Pío XI encontró tan semejantes a los nuestros— “han de apostatar algunos de la fe, dando oídos a espíritus falaces y a doctrinas diabólicas, enseñadas por impostores llenos de hipocresía, que tendrán la conciencia cauterizada o ennegrecida de crímenes” (1 Tim IV, 1-2).
En cuanto a las doctrinas y a los doctrinadores, ya sea en el terreno teológico cuanto en el filosófico, político, social, económico o de cualquier otro ámbito en el que la Iglesia tenga interés, vale este consejo:
“Y lo que pido es que vuestra caridad crezca más y más en conocimiento, y en toda discreción; a fin de que sepáis discernir lo mejor, y os mantengáis puros, y sin tropiezo hasta el día de Cristo” (Flp I, 9-10).
De hecho, en esta tristísima época de ruina y corrupción, sería difícil explicar por qué no hay, como en tiempos de los Apóstoles,
“los tales falsos apóstoles, son operarios engañosos e hipócritas, que se disfrazan de apóstoles de Cristo. Y no es de extrañar; pues el mismo Satanás se trasforma en ángel de luz: así no es mucho que sus ministros se trasfiguren en ministros de justicia o de santidad; mas su paradero será conforme a sus obras” (2 Cor XI, 13-15).
Contra estos ministros, ¿qué otra arma hay que la argucia necesaria para saber por sus acciones, por sus doctrinas, como distinguir entre los hijos de la luz y los de las tinieblas?
Contra los predicadores de doctrinas erróneas, más dulces, más fáciles y, por tanto, más engañosas, la vigilancia no solo debe ser penetrante, sino ininterrumpida:
“Y os ruego, hermanos, que os recatéis de aquellos, que causan entre vosotros disensiones y escándalos, enseñando contra la doctrina que vosotros habéis aprendido; y evitad su compañía.
“Pues los tales no sirven a Cristo Señor nuestro, sino a su propia sensualidad; y con palabras melosas, y con adulaciones, seducen los corazones de los sencillos.
“Vuestra obediencia a la fe se ha hecho célebre por todas partes. De lo cual me congratulo con vosotros. Pero deseo que seáis sabios o sagaces en orden al bien, y sencillos como niños en cuanto al mal.
“El Dios de la paz quebrante y abata presto a Satanás debajo de vuestros pies. La gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con vosotros” (Rm XVI, 17-20).
“¡Sabios en el bien y sencillos en el mal!” ¡Cuántos hay que solo predican la ingenuidad y el candor al servicio del bien, pero poseen una terrible sabiduría para propagar el mal!
Esta astucia serpentina para el bien es una virtud absolutamente tan evangélica como la inocencia de la paloma:
“Y digo esto, para que nadie os deslumbre con sutiles discursos o altisonantes palabras” (Col II,4).
“Estad sobre aviso, para que nadie os seduzca por medio de una filosofía inútil y falaz, y con vanas sutilezas, fundadas sobre la tradición de los hombres, conforme a las máximas del mundo, y no conforme a la doctrina de Jesucristo” (Col II,8).
“Nadie os extravíe del recto camino, afectando humildad, enredándoos con un culto supersticioso de los ángeles, metiéndose en hablar de cosas que no ha visto, hinchado vanamente de su prudencia carnal” (Col II,18).
La Iglesia es militante y nosotros somos sus soldados. ¿Necesitamos aún más textos para demostrar que debemos ser soldados vigilantes, y no cualquier soldado? La experiencia demuestra que las mejores virtudes militares no valen nada sin vigilancia. Esto basta para persuadir a los miembros de la A.C. de que cada uno de ellos debe, como “miles Christi”, desarrollar en alto grado no solo la inocencia de la paloma, sino también la astucia de la serpiente, si quiere seguir íntegramente el Santo Evangelio.