Por Plinio Corrêa de Oliveira
“Catolicismo” Nº 55, Julio de 1955
El XXXVI Congreso Eucarístico Internacional que se celebrará este mes en Río de Janeiro será una admirable expresión de fuerza religiosa. Esto es lo que ya se puede prever sobre la base del inusual éxito de los Congresos locales que, por iniciativa de los respectivos Prelados, han tenido lugar en las diversas diócesis de nuestro inmenso territorio.
Han sido de las mismas proporciones que las esperadas para el próximo Congreso los que lo precedieron en otros países. El XXXV Congreso Eucarístico Internacional de Barcelona, por ejemplo, fue una apoteosis que emocionó a todo el orbe católico.
Esto demuestra que, en nuestros días, en las profundidades de las masas humanas de Brasil y del mundo entero, sopla un poderoso anhelo de una existencia más espiritual, más digna, más ordenada. Los católicos saben que tal anhelo no se puede cumplir excepto por el reinado social de nuestro Señor Jesucristo. Y así se vuelven al Santísimo Sacramento, con todo el ímpetu de sus anhelos, de su esperanza, de su adoración.
Pero la devoción al Santísimo Sacramento no puede desvincularse de otros dos elementos esenciales de la piedad cristiana, es decir, la devoción a Nuestra Señora y a la Sagrada Jerarquía.
La Basílica Nacional de Nuestra Señora Aparecida será muy visitada en esta ocasión, y es natural. Porque la Eucaristía enciende en todo corazón la llama de la devoción mariana. Y la Sagrada Jerarquía será objeto de las manifestaciones más vívidas de respeto y amor. Porque si Jesús está realmente presente en el Sacramento del Altar, está representado en la tierra por la Sagrada Jerarquía. Así, los ojos de los fieles se entregan en estos días con un amor especial, por sus pastores, por todo el venerando episcopado nacional, por los tres eminentes Purpurados que, en las filas de este refulgen, los Emmos. Revmos. Sr. D. Carlos Carmelo de Vasconcelos Mota, Arzobispo de São Paulo, D. Jaime de Barros Cámara, Arzobispo de Río de Janeiro bajo cuya égida y mediante cuyo impulso eficiente y fructífero se llevará a cabo el Congreso, y D. Augusto Álvaro da Silva, Arzobispo de S. Salvador de Bahía y Primado de Brasil.
Pero la Sagrada Jerarquía tendrá una representación aún más amplia entre nosotros, por la presencia de tantos cardenales, arzobispos y obispos. Para todos ellos se volverá el ardor de nuestro entusiasmo y el homenaje de nuestra veneración.
Sin embargo, es en una persona que estos sentimientos culminarán, es decir, en el Emmo. Revmo. Sr. Cardenal Legado, Don Bento Aloisi Masella, augusto y generoso amigo de Brasil, que representará entre nosotros a la Persona sagrada, la autoridad suprema, el ascendiente moral incomparable del Vicario de Jesucristo, el Santo Padre Pío XII, gloriosamente reinante.
El Sumo Pontífice auscultó profundamente el anhelo de las multitudes, sintió bien lo mucho que aspiran a un nuevo orden, y los llamó a la realización de este nuevo orden, el Mundo Mejor [1].
Ahora, la esencia de la idea del Mundo Mejor es la realeza de Nuestro Señor Jesucristo. Y la realeza de Nuestro Señor Jesucristo es la realeza de María.
Por lo tanto, queremos en esta edición [de “Catolicismo”] [2] seguir con el estudio de la figura de un santo que Pío XII elevó al honor de los altares, que fue a un tiempo profeta del Reino de María y, en cierto sentido, mártir en pro de este Reino. Es San Luis María Grignion de Montfort.
San Luis Grignion de Montfort deposita el “Tratado” a los pies de Nuestra Señora (Iglesia de los Montfortanos en Roma)
S. Luiz Maria Grignion de Montfort nació en 1673 y murió en 1716. Durante los 43 años de su existencia Europa vivió la última fase de una de sus épocas más brillantes. El Ancien Régime pasaba por un período de gran estabilidad, que se rompió sólo en 1789 con la Revolución “abruptamente” desatada en Francia. Considerando sino en la superficie las cosas, dos fuerzas parecían principalmente aseguradas de un futuro tranquilo y glorioso, la Religión y la Monarquía, garantidas una y otra por el firme pulso de los Borbones y de los Habsburgos que entonces gobernaban casi todo el orbe católico. De esa sensación de espléndida seguridad participaban no solo Reyes, príncipes y nobles como también muchos obispos, teólogos y superiores religiosos. Una atmósfera de distensión triunfante había ganado sobre todo a Francia, ciertamente puesta a prueba por los reveses militares del atardecer de Luis XIV, pero compensada en gran medida por la estabilidad de las instituciones, la riqueza natural del país, el brillo de su atmósfera cultural y social, y el ”douceur de vivre” en el que estaba como que inmersa la existencia cotidiana.
Es de imaginar, por lo tanto, que sorpresa, que extrañeza, que desprecio ciertas grandes personalidades experimentaron al saber que, en lo profundo de Bretaña, el Poitou y los Aunis, un oscuro Sacerdote, llamado Luis Grignion de Montfort de elocuencia arrebatadora pero popular, agitaba las ciudades y los campos, prediciendo para Francia un terrible y extraño porvenir. Un eco expresivo de estas predicciones lo encontramos en estas ardientes palabras de su Oración pidiendo a Dios misioneros para su Compañía [N.C.: También conocida como “Oración Abrasada”]:
“Vuestra divina Ley es quebrantada; vuestro Evangelio, abandonado; torrentes de iniquidad inundan toda la tierra y arrastran a vuestros mismos siervos; toda la tierra está desolada: Desolatione desolata est omnis terra; la impiedad está sobre el trono; vuestro santuario es profanado y la abominación se halla hasta en el lugar santo. ¿Lo dejaréis abandonado así todo, Señor justo, Dios de Ias venganzas? ¿Vendrá todo, al fin, a ser como Sodoma y Gomorra? ¿Callaréis siempre?
“Ved, Señor, Dios de los ejércitos, los capitanes que forman compañías completas; los potentados que levantan ejércitos numerosos; los navegantes que arman flotas enteras; los mercaderes que se reúnen en gran número en los mercados y en las ferias.
¡Qué de ladrones, de impíos, de borrachos y de libertinos se unen en tropel contra Vos todos los días, y tan fácil y prontamente! Un silbido, un toque de tambor, una espada embotada que se muestre, una rama seca de laurel que se prometa, un pedazo de tierra roja o blanca que se ofrezca; en tres palabras, un humo de honra, un interés de nada, un miserable placer de bestias que esté a la vista, reúne al momento ladrones, agrupa soldados, junta batallones, congrega mercaderes, llena las casas y los mercados y cubre la tierra y el mar de muchedumbre innumerable de réprobos, que, aun divididos los unos de los otros por la distancia de los lugares o por la diferencia de los humores o de su propio interés, se unen no obstante todos juntos hasta la muerte, para hacer la guerra bajo el estandarte y la dirección del demonio”.
“¡Ah! Permitidme ir gritando por todas partes: ¡Fuego, fuego, fuego! ¡Socorro, socorro, socorro! ¡Fuego en la casa de Dios! ¡Fuego en las almas! ¡Fuego en el santuario! ¡Socorro, que se asesina a nuestros hermanos! ¡Socorro, que se degüella a nuestros hijos! ¡Socorro, que se apuñala a nuestro padre!”.
* * *
Ahora, entre tantos estadistas triunfantes, entre tantos Prelados optimistas, nadie tuvo la visión clara y profunda de San Luis María. Detrás de las apariencias de espléndida tranquilidad del mundo de la época, una sed devoradora de placer, un naturalismo creciente, una tendencia cada vez más pronunciada de dominio del Estado sobre la Iglesia, de lo profano sobre lo religioso, la efervescencia del galicanismo, del jansenismo, la acción corrosiva del cartesianismo, preparaban los espíritus para inmensas transformaciones. Aún en vida de San Luis María nacieron Voltaire y Rousseau. Antes de terminar el siglo las órdenes religiosas estaban cerradas en Francia, los obispos fieles a Roma expulsados, una actriz era adorada como la diosa Razón en Notre Dame. En la guillotina, la sangre de los mártires fluía abundantemente. Y si la historia no puede dejar de ser severa con aquellos que no previeron la tormenta, no puede rehusar su homenaje al hombre de Dios que tan clarividente se mostró.
¿Cuáles son las virtudes que están en la base de tan excepcional clarividencia?
* * *
En primer lugar, un gran celo, un amor implacable a la verdad.
Cuando uno ama la fe, cuando uno desea tener ambos pies bien clavados en la realidad objetiva, cuando las ilusiones y quimeras son odiadas, la inteligencia no se sacia con ver las cosas superficial o fragmentariamente, y la voluntad no se contenta con esfuerzos esporádicos en momentos de fervor. Un católico que ama verdaderamente a la Iglesia quiere saber cuáles son los grandes intereses esenciales de esta, y los distingue de los intereses secundarios. El nivel de la moralidad pública y privada, la conformidad de las leyes, instituciones y costumbres con la doctrina católica, las tendencias implícitas o explícitas del pensamiento en las diversas capas sociales y especialmente en la clase culta, la intensidad de la vida religiosa, la devoción de los fieles a la Sagrada Eucaristía, a Nuestra Señora y al Papa, su amor por la doctrina ortodoxa, su odio a las herejías, a las sectas, a todo cuanto pueda macular la pureza de la Fe y de las costumbres, estas son algunas de las cosas más esenciales para la vida religiosa de un pueblo. Para su vida religiosa y, pues, para su vida moral. Para su vida moral y como resultado para toda tu vida temporal. Sin embargo, el progreso o la disminución de estos asuntos rara vez se manifiesta por hechos muy perceptibles. En general, se traduce en síntomas discretos pero típicos, que requieren mucha atención para darse cuenta, mucho discernimiento para interpretar, mucho tacto para alentar o reprimir.
LO QUE LOS ESPÍRITUS POCO CELOSOS NO VEÍAN
En la época de San Luis María, los espíritus superficiales veían de otro modo las cosas en toda Europa. Las vocaciones sacerdotales y religiosas eran numerosas: esto era suficiente para ellos, y se les daba poca formación y selección. Las iglesias, abundantes y ricas, las fiestas eclesiásticas brillantes: poco les daba de saber si el arte religioso en estas iglesias estaba infectado por inspiraciones profanas, tan típicas del siglo, si estas fiestas eran sólo exterioridad o si realmente elevaban las almas a Dios. Los titulares del poder daban muestras de fe: poco les daba saber si esta fe era activa e informaba cómo se llevaban a cabo las riendas del Estado y de la sociedad. Había una censura contra los libros inmorales o heréticos, y en principio toda la enseñanza era estrictamente católica: poco se les daba saber si la censura realmente filtraba la herejía, o si en lo íntimo de lo que se imprimía o en las universidades se enseñaba, había algún germen implícito de error.
EL COMODISMO, FUENTE DE CEGUERA
Ver todo esto requiere mucho trabajo supone mucha seriedad de espíritu, requiere dedicación, expone a luchas, crea el riesgo de sacrificar amistades.
¡Cuánto más gozosa es la postura de los espíritus superficiales! Uno tiene el “derecho” a dormir bien, a vivir alegremente, en armonía con todos. Los católicos nos aplauden porque somos suyos. Los no católicos nos aplauden porque no hemos creado ningún obstáculo a sus tramas y progresos. Y así transcurren las generaciones de los despreocupados, mientras que los problemas empeoran, las crisis se intensifican y las catástrofes se acercan. Algunos mueren en sus camas, y tienen un terrible susto cuando ven que el Cielo no es de los de su congerie. Otros son sorprendidos por una Revolución como la de 1789.
FEROZ INTRANSIGENCIA DE LOS DESPREOCUPADOS
Si hay un hombre que no cometió el pecado de la despreocupación, este fue San Luis María. Lo vio todo. Sus palabras, que transcribimos, son una imagen completa de las realidades religioso-morales de Francia y Europa de su tiempo. Por supuesto que no fue el único que vio estos problemas. No sabemos quién en su país los haya visto tan completamente. Menos raros eran aquellos que los veían sólo fragmentariamente. Pero el gran número —y entre estos la mayoría de las personas más responsables— no vio nada. En 1789, la crisis ya era irremediable. Estos son los frutos de la imprevisión…
El imprevisor tiene un punto doloroso en el alma. Es como el sibarita acostado en un lecho de rosas, pero terriblemente molesto por un pétalo doblado. Este punto dolorido es la convicción que le asalta de tiempo en tiempo, pero profundamente, de que el en la vida juega un papel, pero no cumple una misión.
El que se topa con este punto dolorido es el hombre previsor. Porque tiene por deber prevenir, sacudir, despertar. Advierte de todos los modos, por su actitud firme, por su razonamiento de hierro, por su grave porte. Y es por eso que el imprevisor lo odia. Lo odia y lucha contra él. Pelea con él de dos maneras. Primero, por el aislamiento. Pero los hombres previsores tienen imanes, y no hay nadie que los aísle. Entonces viene la difamación, el ostracismo, la persecución declarada. Contra San Luis María estas armas fueron empleadas. Lo terrible es que con esto tomó una aureola de mártir, subió la escalera de la santidad, y se hizo invencible.
Jacques Cathelinaux – “Saint de l’Anjou”. Premier Généralissime de la Grande Armée Catholique et Royale
Cuando en 1789 la inundación se llevaba todo por delante y los imprevisores lloraban, transigían, huían o morían, ella solo encontró por delante un obstáculo. Fue la Chouannerie, flor caballeresca y santa, que nació del apostolado de San Luis María. Estos son los premios de la previsión.
PREVIDENCIA NO ES PESIMISMO
Ahora bien, este santo admirablemente previdente, que previó acontecimientos tan terribles, estaba lejos de ser un pesimista, entendida esta palabra en el sentido de la obstinación enfermiza en sólo ver las cosas por su lado malo.
Estos son los días que prevé en su oración, para después de la gran crisis que llegó hoy a su paroxismo:
“¿Cuándo vendrá este diluvio de fuego, de puro amor, que Vos debéis encender sobre toda la tierra de manera tan dulce y vehemente, que todas las naciones, los turcos, los idólatras, los mismos judíos se abrasarán en él y se convertirán? Non est qui se abscondat a calore eius.
¡Accendatur! Que este divino fuego que Jesucristo vino a traer a la tierra se encienda, antes que Vos encendáis el de vuestra cólera, que reducirá toda la tierra a cenizas. Emitte Spiritum tuum, et creabuntur, et renovabis faciem terrae. Enviad este espíritu, todo fuego, sobre Ia tierra, para crear en ella sacerdotes todo fuego, por ministerio de los cuales Ia faz de Ia tierra sea renovada y vuestra Iglesia reformada.”
Es para apresurar la llegada de estos días, que en el curso de este Congreso debemos rezar ardientemente al SSmo. Sacramento, en unión con Aquella que es la omnipotencia suplicante, la Santísima Virgen María. Veremos en otro artículo los horizontes que la oración de San Luis María abre para los que viven en el anhelo del Reino de Nuestra Señora.
Notas
[1] Aquí el Prof. Plinio se refiere a la Exhortación apostólica de Pío XII, “Por un Mundo Mejor”, de 10 de febrero de 1952.
[2] El primer artículo de esta serie fue publicado en el No. 53, de mayo de 1955, bajo el título “Doctor, Profeta y Apóstol en la crisis contemporánea”.
[3] Los textos de la “Oración Abrasada” fueron tomados de “Obras de San Luis María Grignion de Montfort”, edición preparada bajo la dirección de los padres Nazario Perez, S.I. y Camilo Maria Abad, S.I. Biblioteca de Autores Cristianos (BAC), Madrid, 1954. págs. 596 y sgts. Negritos y alguna traducción del latín por este sitio.