Por Plinio Corrêa de Oliveira
Folha de S. Paulo, 6 de junio de 1987
La TFP cuenta en su pasado numerosos lances contra el divorcio. Y hasta el último momento, la TFP luchó contra él, empeñando en esto la totalidad de sus medios de acción.
Dicho sea de paso, la victoria del divorcio no resultó del hecho de que una embestida divorcista particularmente calurosa o eficaz haya conseguido derrumbar, finalmente, la muralla gloriosa de la indisolubilidad conyugal. Tal victoria fue la consecuencia, esto sí, de aflojamientos lamentables… ¡para decir sólo esto, ocurridos en los propios medios católicos! Pero, insisto, es bien notorio que la TFP luchó contra él hasta el fin.
Recuerdo estos hechos por ocasión de la pregunta que me hace la FOLHA sobre si soy favorable o contrario al “fin de las restricciones legales al divorcio”. Es evidente que soy contrario a la revocación de esas restricciones. Pues, viendo yo en el divorcio una catástrofe, sólo puedo ser vivamente favorable a lo que restrinja los efectos de esa catástrofe.
Pero, debo acrecentar que la mayor catástrofe en esa materia no fue – ni continua siendo – el divorcio, sino la terrible disolución de las costumbres que desde hace muchos años se viene propagando, de modo gradual e inexorable, en nuestro país. Esto constituye la causa más profunda, siendo el divorcio, apenas, uno de sus catastróficos efectos.
En otros términos, un número siempre mayor de brasileños, católicos practicantes (!) o no, o entonces ateos, coinciden en esta materia. Pues estiman que el matrimonio civil entre divorciados (o de divorciado con persona soltera) carece de contenido moral, por lo que le falta seriedad. De donde están de acuerdo, en un sin número de casos, en establecer la cohabitación sin pasar por la ceremonia vacía del contrato civil. Cuando el divorcio penetró en nuestras leyes, el concubinato ya se había difundido ampliamente en las costumbres de incontables sectores sociales en el país, desde los más altos hasta los más modestos.
Parece que no lo han percibido ciertos divorcistas que imaginaban que, inmediatamente después de la aprobación del divorcio vendría una avalancha de pedidos de disolución del vínculo matrimonial. Y esto a tal punto que, en ciertos lugares, se estudió muy seriamente la instalación de bancas en los corredores forenses a fin de atender de algún modo a esa avalancha. Sería como una “estampida de bueyes”, de los mal casados, finalmente “liberados” de trabas legales, y ansiosos de constituir nueva unión.
Sin embargo, no hubo tal “estampida”, simplemente porque los mal casados que querían una “fórmula” para escapar del lazo conyugal, en su gran mayoría no sentían ninguna ansia, pues ya se habían sumergido en el lodazal del concubinato agravado por el adulterio!
Comparativamente con la inmensidad de esa ruina moral, la disminución de las trabas legales al divorcio, o la supresión de ellas, ¿qué significa? ¡Cuán poco!
Desde el punto de vista de su repercusión en la opinión pública, la actual controversia sobre el tema ejerce un efecto poco saludable, siempre que no sea recordado lo que quedó dicho arriba.
De hecho, esa controversia se presenta para muchos antidivorcistas como siendo una ocasión para repetir, en punto pequeño, la batalla perdida con la aprobación del divorcio, haciendo lucir, bien en el fondo de un horizonte tenebroso, la esperanza de una reinstauración del matrimonio monogámico indisoluble.
Esto puede desviar la atención de los antidivorcistas para un campo que es más importante.
Para que la restauración de la indisolubilidad tenga viabilidad, es necesario que se restaure previamente, en incontables almas, el anhelo de seriedad, de austeridad, de mortificación. Sí, y de algo más, que se expresa por una palabra dulce como un panal de miel, perfumada como un lirio y que, entre tanto, detona hoy día como una bomba. Esa palabra es: pureza. Y ella viene seguida de cerca por dos cohermanas, no menos dulces ni menos suaves, pero con un poder de detonación aún mayor. Esas son: virginidad y honra.
Antes de esto, ¿cómo esperar que el país revoque el divorcio?