12 de setiembre: fiesta del Dulce Nombre de María. En aquella fecha, del año 1683, habiendo el rey Juan Sobieski al mando del ejército polaco vencido a los mahometanos que asediaban la ciudad de Viena y amenazaban a toda la Cristiandad, el bienaventurado Papa Inocencio XI extendió esta festividad a toda la Iglesia, como agradecimiento por la intercesión de la Madre de Dios.
Los antiguos consideraban el nombre como una especie de símbolo de la persona, de donde, durante mucho tiempo, se haya desarrollado el uso de las iniciales, que es de algún modo el símbolo del nombre.
Entonces, el nombre es el símbolo de la realidad psicológica, moral, espiritual, más profunda que está en la persona. Y, por causa de eso, el Dulce Nombre de María, como el Santísimo Nombre de Jesús, debe ser considerado nombre simbólico de la virtud excelsa de la Santísima Virgen, simbólico de su misión, de aquello que Ella verdaderamente es.
El Dulce Nombre de María es la afirmación de esta gloria interior, la afirmación de estos predicados interiores. Y, por causa de eso, el Nombre de María sería la manifestación —simbólica, por supuesto— de todo cuanto existe de excelso en Nuestra Señora. Al festejar este Nombre, festejamos la gloria que la Santísima Virgen tuvo, tiene y tendrá en el cielo, en la tierra y en todo el universo.
En cuanto a su gloria en el cielo, ya está todo dicho: Ella es la Reina de todos los ángeles y de todos los santos y está colocada incomparable, inconmensurablemente encima de todas las criaturas. De manera que en el orden creado, Ella es la cumbre hacia la cual todo converge; y es, por tanto, nuestra medianera con Dios Nuestro Señor. Y la gloria que Ella con eso tiene es simplemente inefable, pues ello es una consecuencia de su condición de Madre del Salvador, Nuestro Señor Jesucristo.
En la tierra —nos hace falta pensar mucho en esto— también la Santísima Virgen debe ser glorificada: Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo. Ahí se responde:Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén. Lo normal es que María sea venerada en la tierra y que el Dulce Nombre de la Santísima Virgen sea glorificado de modo inefable.
Imaginen un mundo católico, en el cual en todas partes soplara el espíritu de San Luis Grignion de Montfort. Imaginen que entonces los discípulos de San Luis Grignion fuesen la sal de la tierra y diesen el tono a la piedad a la Madre de Dios. ¡Comprenden cómo sería la gloria de la Santísima Virgen en el mundo! ¡Sería incomparablemente más de lo que es hoy!
Vemos a la Virgen María tan glorificada por la Santa Iglesia, al menos hasta el momento en que comenzó el “progresismo”. Esa gloria nos parecía inmensa, pero no es nada en comparación con la gloria que Ella debería tener y que sería una gloria según el espíritu de San Luis Grignion. Y esta gloria de María, la debemos amar nosotros ardientemente, porque es insoportable que la Santísima Virgen no tenga toda la gloria que Ella debería tener. Es simplemente la cosa más odiosa, más execrable, que el vicio, que el crimen, que la conjuración, que la maldad de los hombres, que el demonio, en fin, consigan disminuir la gloria que Ella debe recibir de los hombres.
Y nosotros deberíamos, con relación a la gloria de María, ser celosos como hijos en la casa de su madre. Imaginen si un hijo puede sentirse bien en casa de su madre, cuando ve que le niegan a su madre las atenciones que le son debidas…¿Cómo podemos sentirnos bien en la tierra, que está sujeta al reinado de la Santísima Virgen, viendo que en la tierra le son negadas las honras y las atenciones a que Nuestra Señora tiene derecho? Esto debe ser para nosotros una ocasión continua de pesar… mucho más que pesar, de indignación, de indignación enorme por ver que la Reina no está siendo reconocida por todos en el papel en que Ella debe serlo.
Pidamos a la Santísima Virgen que acepte nuestro desagravio por las injurias que le son hechas y que está continuamente recibiendo. Y que Ella disponga nuestras almas para una reparación completa. Pero debemos hacer un examen de consciencia, preguntándonos a nosotros mismos si nuestra reparación es como debería ser y si no deberíamos también ofrecer una reparación… por la deficiencia de nuestra reparación.
Y este es un punto en que tenemos que pensar mucho. Porque no podemos pedir perdón de un modo superficial a la Santísima Virgen por lo que hicieron los demás, sin pedir perdón por lo que hacemos nosotros también, como si nos aproximáramos de su trono sin culpa, ¡como si nosotros no tuviéramos mancha y los demás estuviesen cargados de culpa! Por lo tanto pedirle a Ella que acepte una reparación por la insignificante reparación de sus pobres reparadores.
¿Cómo sería la reparación perfecta? Esta provendría de un amor pleno, de una noción plena de todo cuanto la Santísima Virgen representa, noción plena de todo cuanto Ella es. Porque no se trata apenas de una noción teórica, sino de una noción práctica, viva; pues se debe tener una noción concreta.
Y después preguntarnos si durante el día —cuando estamos trabajando, cuando vemos una revista, cuando leemos un libro, por ejemplo— el celo por la gloria de Dios y por la gloria de la Santísima Virgen verdaderamente nos devora. O si no hay ocasiones en que somos débiles, indignos, en que intereses personales, cuestiones de amor propio, problemas de mil susceptibilidades y de cosas de ese género no interfieren y no empañan el celo que debemos tener por la gloria de María. Porque si interfieren, si empañan y si pensamos demasiado en nosotros y pensamos poco en Ella, nuestra reparación no será tan plena como debería ser.
Y aquí entra una vez más la oportunidad de recurrir a nuestros ángeles de la guarda y a nuestros santos protectores, pidiéndoles que se unan a nosotros para dar a nuestra reparación un valor que, de sí, ella no tiene, para ser una reparación adecuada, recta y que de hecho satisfaga. Sugeriría, por lo tanto, que recemos para que nuestra reparación sea buena y para que nos preparemos para ser perfectos reparadores.
Tengo la mayor esperanza de que llevando estas disposiciones al pie del altar de la Santísima Virgen, esto tendrá como consecuencia que Ella nos dispense abundantes gracias y que su sonrisa recibirá, si no nuestra reparación, al menos nuestra humildad. Y esa humildad nosotros la podemos y la debemos llevar a sus pies.
(*) Artículo difundido por el sitio El Perú necesita de Fátima.