Por Plinio Corrêa de Oliveira
“O Legionário” – Nº 447, 6 de Abril de 1941
UN DEFECTO que disminuye frecuentemente la eficacia de las meditaciones que hacemos, consiste en meditar los hechos de la vida de Nuestro Señor sin hacer ninguna aplicación a lo que sucede en nosotros o a nuestro alrededor. Así, nos sorprende la versatilidad e ingratitud de los judíos, ya que éstos, después de proclamar con la más solemne recepción el reconocimiento que debían al Salvador, poco después lo crucifican con un odio que a muchos llega a parecer inexplicable.
Sin embargo, esa ingratitud y esa versatilidad no existieron solamente en los judíos de los tiempos de la existencia terrena de Nuestro Señor. Aún hoy, ¡en el corazón de cuántos fieles tiene Nuestro Señor que soportar esas alternativas de adoraciones y de vituperios! Y esto no sucede únicamente en la intimidad, en general inescrutable, de las conciencias. ¿En cuántos países, Nuestro Señor ha sido sucesivamente glorificado y ultrajado, en cortos intervalos de tiempo?
No empleemos nuestro tiempo exclusivamente en horrorizarnos delante de la perfidia del pueblo deicida. Para nuestra salvación nos será utilísimo reflexionar sobre nuestra propia perfidia. Puestos los ojos en la bondad de Dios, podremos así, conseguir la enmienda de nuestra vida.
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NADIE IGNORA que el pecado es un ultraje hecho a Dios. Quien peca mortalmente expulsa a Dios de su corazón, rompe con Él las relaciones filiales que le debemos como criaturas, y repudia la gracia.
Así, hay una marcada analogía entre el gesto de los judíos, matando al Redentor, y nuestra situación cuando caemos en pecado mortal.
En efecto, ¡cuántas y cuántas veces, después de haber glorificado a Nuestro Señor ardientemente, por nuestros actos o al menos después de haber tomado con los labios aires de quien lo glorifica, caemos en pecado y lo crucificamos en nuestro corazón!
Lo mismo se da con muchas naciones contemporáneas. Realizan manifestaciones católicas imponentes, en que glorifican públicamente a Nuestro Señor. Al mismo tiempo, los estadistas por ellas mantenidos en el poder traman, ora en silencio, ora de manera apenas disfrazada, ¡la ruina de las instituciones católicas y la demolición de la civilización contemporánea, en sus lineamientos aún católicos! Así, mientras tales católicos proclaman su amor a la Iglesia de Cristo, por su negligencia, por su tibieza, por su indiferencia, permiten que la Iglesia sea lentamente maniatada, que su influencia sea sabiamente solapada, que su actividad sea engañosamente coartada, a fin de que, el día en que suene la hora del ataque violento la reacción se haya tornado enteramente imposible.
Evidentemente, pueblos como esos, después de haber aclamado a Nuestro Señor como Rey o mientras lo hacían, preparaban persecuciones y tristezas que poco diferían de la grande y divina tragedia de Semana Santa.
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GRACIAS A DIOS, sin embargo, no es sólo la versatilidad y la perfidia de los judíos lo que sobrevive en nuestros días. También se encuentran – y cómo son conmovedores – gestos que recuerdan de modo irresistible la piedad, tan dulce hacia Cristo y tan audaz frente a sus perseguidores, de la Verónica.
Si es cierto que nuestra época se caracteriza por grandes e inesperadas defecciones, no es menos cierto que el historiador verá en ella, en el futuro, una época de grandes santos, admirables por la virtud de la fortaleza, de la prudencia, de la templanza y de la justicia, de las cuales el mundo parece tan radicalmente olvidado.
Nuestro Señor, indudablemente, es muy ultrajado en nuestros días. Seamos nosotros algunas de aquellas almas reparadoras que, si no por el brillo de nuestra virtud, al menos por la sinceridad de nuestra humildad – humildad inteligente, razonable, sólida, y no sólo humildad de palabrerío sonoro y cuello torcido – reparemos en estos días santos, junto al trono de Dios, tantos ultrajes que, incesantemente, le son infligidos.