“Santo del Día” – 19 de marzo de 1980
A D V E R T E N C I A
Este texto es adaptación de extracto de transcripción de cinta grabada con la conferencia del profesor Plinio Corrêa de Oliveira dirigida a jóvenes cooperadores de la TFP . Conserva, por tanto, el estilo coloquial y hablado, sin haber pasado por ninguna revisión del autor.
Si el profesor Plinio Corrêa de Oliveira estuviera entre nosotros, sin duda pediría que fuera colocada una explícita mención a su filial disposición de rectificar cualquier eventual discrepancia en relación con el Magisterio inmutable de la Iglesia. Es lo que hacemos constar, con sus propias palabras, como homenaje a tan escrupuloso estado de espíritu:
“Católico apostólico romano, el autor de este texto se somete con filial ardor a las enseñanzas tradicionales de la Santa Iglesia. No obstante, si por lapso, algo en él hubiera en desacuerdo con dichas enseñanzas, desde ya y categóricamente lo rechaza”.
Las palabras “Revolución” y “Contra-Revolución”, son aquí empleadas en el sentido que se les da en el libro “Revolución y Contra-Revolución”, cuya primera edición apareció publicada en el número 100 de la revista “Catolicismo”, en abril de 1959.
[Hay] una carta de San Francisco Javier a San Ignacio de Loyola, en la que se decía que, para él, San Ignacio era Dios en la tierra. La expresión, por supuesto, puede resultar chocante para las personas que son ácidamente demasiado cautelosas con la doctrina católica. Utilizo el adverbio «ácidamente», porque nadie puede ser más cuidadoso con la doctrina católica que San Francisco Javier, o San Ignacio de Loyola, que recibió bien la carta; una carta que suelen publicar las editoriales católicas, en la correspondencia de San Francisco Javier, como algo totalmente normal.
¿Cuál es la razón de estas expresiones? Es que en el orden de la vocación, en el orden de la gracia, San Ignacio de Loyola era más que San Francisco Javier, porque San Ignacio de Loyola fue el fundador y San Francisco Javier fue atraído a la Compañía de Jesús por San Ignacio de Loyola. Puesto que San Ignacio representaba —por la doctrina que enseñaba y por su personalidad— un ideal que San Francisco Javier, por vocación, tenía que seguir, San Ignacio de Loyola era, para San Francisco Javier, un representante de Dios, un símbolo de Dios, como una fotografía de Dios en la tierra.
En otras palabras, San Francisco Javier discernía los deseos de Dios siguiendo la voluntad de San Ignacio de Loyola. Tenía el espíritu que Dios quería que tuviera, teniendo el espíritu de San Ignacio de Loyola. Tenía la doctrina que Dios quería que profesara, teniendo la doctrina católica. Pero dentro de la doctrina católica, tenía la doctrina con esos matices psicológicos de presentación e insistencia que eran típicos de San Ignacio de Loyola
El embajador del país “X” en Brasil es su país en Brasil. No significa que lleve consigo a toda la nación, es una expresión ridícula, pero significa que es un delegado, un representante, más que eso, es un símbolo. Mirándose al embajador, se ve a la nación, cuando está a la altura de ser embajador. Todos los predicados de la nación se reflejan en él, y tiene una representación dada por el país, de modo que él es la nación presente en tal lugar. Así que el ultraje hecho a la persona del embajador es un ultraje hecho a la nación. Estas son nociones totalmente comunes.
Eso que sucede en el orden inferior y superior en la línea de la vocación, sucede también en el orden inferior y superior en la línea de la gracia y de otros aspectos. Por ejemplo, el Papa, el Obispo y el Sacerdote son como que Dios en la tierra para los católicos, en la medida en que, con fidelidad a su vocación y a la doctrina católica, enseñan la verdadera doctrina.
Ni que decir tiene que la Iglesia es jerárquica. Está formada por dos clases: la Jerarquía, que enseña, gobierna y santifica, y los fieles, que son enseñados, gobernados y santificados. Tienen la misión de Dios de enseñar, gobernar y santificar, y son como Dios para los que son gobernados, enseñados y santificados.
Esto sucede también en el orden temporal. Los que, en el orden temporal, son más que los demás, son como que los representantes de Dios en la tierra para los demás. Esto se aplica a las autoridades oficiales. Así, el Presidente de la República, el gobernador de un Estado, tienen un papel a la manera de Dios. Ejercen una autoridad cuyo origen está en la naturaleza y es, por tanto, [de origen] divina. Ejercen esta autoridad sobre el público, sobre sus súbditos.
La cuestión aquí no es si ellos personalmente son dignos de esta autoridad. La tienen y tienen derecho a mandar. Y quien les obedece, de acuerdo con el poder que tienen, obedece a Dios. Por ejemplo, si hay una orden del ayuntamiento de no dejar basura en medio de la calle y una persona lo hace, esa persona no está obedeciendo realmente a Dios. Porque Dios quiere que haya una ciudad, Dios quiere que haya un ayuntamiento y quiere que las órdenes del alcalde sean acatadas por los vecinos. Así que desobedecer al alcalde es desobedecer a Dios.
El alcalde de una ciudad puede ser ateo, incluso puede ser comunista. No importa, como alcalde, si ordena cosas que están en línea con su misión y son propias para ordenar la ciudad hacia su fin, debe ser obedecido, como a un católico.
* Los que tienen más educación, más tradición, son imágenes de Dios en la tierra
Pero eso no es todo. Los que tienen un estatus social más alto, los que tienen más cultura, más educación, más tradición, —que, por lo tanto, reflejan ciertas cualidades naturales a menudo ilustradas e iluminadas y fortalecidas por la gracia—, estos son, para los que no lo tienen, también como imágenes de Dios en la tierra.
En otras palabras, tienen la obligación de tener cualidades más excelentes y tienen la obligación de mostrar esas cualidades a los que son menos, para que los que son menos los admiren y, al admirarlos, se eleven. No elevarse para imitar, sino elevarse para asimilar, que es algo distinto de imitar.
En este sentido, creo que ya he dicho todo lo contrario que soy a esta organización del urbanismo moderno, que divide la ciudad en barrios con diferentes clases sociales. Así, por ejemplo, Higienópolis, Jardins, Pacaembu, Sumaré, Pinheiros [barrios de São Paulo de clases más pudientes], sólo una determinada clase; Itaquera [barrio de la periferia de São Paulo, de clases más modestas], solo otra clase, o casi solo otra clase. Creo que esto impide que los que son menos conozcan a los que son más y que los que son más conozcan a los que son menos, y que se produzca esta permeación de cualidades de los que son más a los que son menos.
Crecí en el barrio de Campos Elíseos, que en aquella época era el mejor barrio de São Paulo. Frente a mi casa había una hilera de casas de obreros. Era una casa de esquina y, al otro lado, había casitas burguesas, casi obreras. Al otro lado de la calle había una de las casas más ricas y finas de São Paulo. Todo mezclado. Y así, las distintas categorías llegan a conocerse y tienen la oportunidad de asimilar las cualidades de los demás.
¿Cuál es la diferencia entre asimilar e imitar? Imaginen un batallón desfilando por la calle. Imagínese a los coraceros desfilando. La gente lo ve y se emociona, asimila ese espíritu.
¿Qué significa asimilar? Algo de la decisión, la fuerza, la voluntad de luchar, el compromiso con lo que es justo y apropiado para una tropa militar que pasa es asimilado por quienes no son militares. No van a comprarse armaduras ni a tomar autobuses blindados; eso sería una imitación ridícula. Toman algo del espíritu. Y sin imitar ni copiar —puesto que son civiles sería ridículo imitar— entretanto, asimilan, es decir, digieren, inhalan, respiran algo que es del otro. Y con eso su alma crece, aunque permanezcan en la condición en la que estaban, no pasan a la condición del otro. Pero sacan provecho.
* A través de la admiración, el inferior asimila las cualidades del superior
¿De dónde les viene esto? Viene del fenómeno de la admiración. Ven pasar al otro que tiene más cultura, más talla, más «maintien», entonces perciben algo en su «maintien» que, sin copiar, asimilan.
Esta asimilación es una verdadera formación. Viene entonces de la desigualdad, en la que el que es menos ve y admira; y en el hecho de admirar, instintivamente asimila. Porque la admiración trae asimilación. Y esta es la función educativa que la clase alta debe cumplir con la clase baja.
Esta función tiene una profundidad inimaginable. Y a partir de esto se puede entender que la clase alta viva con el esplendor que tiene, porque es admirada por aquellos que, sin embargo, no la copian.
Voy a referirme, para que quede más claro, a una época en la que no existía una industria mecánica como la actual, sino que la industria era manual, era artesanal. Cada obrero hacía su propio trabajo. ¿Cómo es posible que para los nobles de la época de Luis XIII, Luis XIV, Luis XV, Luis XVI hubiera una verdadera historia de botas y zapatos?
Es porque los zapateros artesanos se fijaban en los zapatos de los nobles e inventaban sucesivamente nuevas formas. Cuando el noble encargaba el zapato, decían: ¿No queda más bonito así? Y el noble les daba la razón. A veces lanzaban la moda y el noble la aceptaba enseguida.
Quedarían ridículos con los zapatos del noble, pero eran ellos, los zapateros, los que habían inventado los zapatos para el noble. Se puede ver cómo el zapatero había entrado en el espíritu del noble. Es artesanía. Eso es, propiamente, la artesanía.
El noble acudía a un sastre, que le proponía una fórmula, tal modelo, algo más, y le daba sugerencias. Poco a poco cambiarían su forma de vestir con las sugerencias de aquellos que harían el ridículo con esa ropa, pero sin cuya ayuda no se vestirían bien. Y ahí es donde uno se da cuenta de la naturaleza de esta asimilación: cuánto del espíritu del superior entra en el inferior.
Otro ejemplo evidente: se sirve un banquete, la comida está a la altura de invitados eminentes. ¿Quién preparó el banquete? Los cocineros, que parecerían ridículos sentados a la mesa del banquete, pero que han comprendido, en los comensales, lo que es la buena comida y que son capaces de preparar alimentos que pueden acompañarse con un champán que quizás nunca beban.
Pero ellos entienden tan bien el pescado y la salsa, que comes una cosa, bebes otra y dices: «¡Qué bueno está!» Es decir, hay algo del alma formada y cultivada que han aprendido hasta el punto de convertirse en creadores de ese orden
La famosa Rose Bertin, sombrerera y modista de María Antonieta, era una mujer del pueblo. Interpretaba tan bien el gusto de María Antonieta por los sombreros que a veces enviaba sombreros hechos sin que la reina se lo pidiera: ya eran sombreros para la reina. La reina los compraba y se los ponía.
Ella inventaba el último tipo de sombrero que le sentaba bien a la reina, porque la otra vez había inventado otro. Y a veces ella y la reina hablaban durante una hora o dos sobre la nueva dirección que la reina iba a tomar con sus sombreros.
Se ve a una mujer pequeña, del pueblo, ayudando a dar forma a la fisonomía de un Habsburgo, casada con un Borbón, que siglos de tradición habían moldeado. Y ahí se ve la interpenetración y cooperación de las clases sociales
* San José, esposo de la Santísima Virgen: un serafín-artesano
La fiesta de hoy encaja muy bien con lo que estoy diciendo. Tomen en consideración a San José. Hoy, 19 de marzo, es la fiesta de San José, Patrono de la Iglesia, padre legal del Niño Jesús. El Niño Jesús fue concebido por el Espíritu Santo en el seno inmaculado de María. Pero como San José, esposo de María, tenía derechos sobre el fruto de su vientre, aunque no fuera el padre, tenía, por lo tanto,autoridad sobre el Niño Jesús, y autoridad legal. ¡Es una condición excelsa!
Para ser el esposo de María Santísima, San José tuvo una altura tal que cabe preguntarse cuál es su lugar en el cielo. Y la respuesta es que ese lugar es el que dejó algún serafín, es decir, la más alta jerarquía de los Ángeles en el Cielo. Algún serafín que cayó con la rebelión de Lucifer, eventualmente Lucifer mismo; su sitio sería ocupado por el purísimo esposo de María Santísima.
Si hay un hombre que llega a esa altura, de tener la virtud de un serafín, de sentarse en el Cielo en el trono de un serafín —uno de los que, por tanto, penetran más profundamente en los secretos de Dios—, ese hombre es San José, que tuvo la gloria —al lado de la cual cualquier otra gloria es salvado y cero—, de ser el esposo de María Santísima. ¡Es de aturdir!
Y teniendo el poder paternal sobre Aquel que tiene poder sobre todo, que es el Niño Jesús, ¿cuál sería el reflejo, en el orden espiritual y temporal, de la presencia viva de San José en la tierra? ¿Se imaginan cómo sería el edificio de una iglesia cuando un anciano de porte noble, majestuoso, serio, discreto, todo preocupado por las cosas superiores, un verdadero serafín, entrase, se arrodillase y comenzase a rezar? ¡Qué resplandor!
¿Se imaginan cómo sería ese resplandor si ocupara un lugar en el orden temporal y ejerciera su función con ese brillo? ¿Imagínense a los operarios que le vieran, cómo se elevarían? Y los artesanos, ¿cómo llegarían hasta el techo, para servir a San José? Él mismo, dígase de paso, era carpintero, y, por lo tanto, artesano.
Por ahí se puede concebir lo que sería el esplendor de la civilización cristiana en el Reino de María (1). Esto es para lo que debe prepararse el grupo operario (2). Me gusta mucho la pregunta que hacen aquí sobre la desigualdad. Hay una forma hipócrita de tratar a los obreros, que consiste en disfrazar la desigualdad que existe, para ver si la aceptan, si la toleran. Es una especie de mentira recíproca. Ellos fingen que no se dan cuenta de la desigualdad, y los que son superiores fingen que tampoco se dan cuenta.
Es una hipocresía en la que cada parte sabe que la otra miente. Y, sobre todo, es un error doctrinal, como si ambas partes estuvieran de acuerdo en que la desigualdad es ilegítima. La desigualdad es un bien; la desigualdad armoniosa y proporcionada es justa, es un bien, y los que son inferiores deberían amarla, porque son guiados hacia Dios por los que son superiores. Y los que son superiores deben amarla, porque tienen la alegría de representar a Dios junto a los que son inferiores. Y por eso hay que subrayarlo, hay que marcarlo. Marcada como está marcada entre nosotros la superioridad de los sacerdotes.
Si tuviéramos la dicha y el honor de tener entre nosotros a un Cardenal, le trataríamos con toda la veneración que se debe a las Eminencias. Pero con alegría, no con disimulo. Y si tuviera camaradería con nosotros y se pusiera como cualquiera de nosotros, caería inmediatamente en nuestra estima.