“Santo del Día”, 21 de abril de 1971
A D V E R T E N C I A
Este texto es adaptación de extracto de transcripción de cinta grabada con la conferencia del profesor Plinio Corrêa de Oliveira dirigida a los socios y cooperadores de la TFP y publicada en la “Circular aos sócios e cooperadores da TFP”. Conserva, por tanto, el estilo coloquial y hablado, sin haber pasado por ninguna revisión del autor.
Si el profesor Plinio Corrêa de Oliveira estuviera entre nosotros, sin duda pediría que fuera colocada una explícita mención a su filial disposición de rectificar cualquier eventual discrepancia en relación con el Magisterio inmutable de la Iglesia. Es lo que hacemos constar, con sus propias palabras, como homenaje a tan escrupuloso estado de espíritu:
“Católico apostólico romano, el autor de este texto se somete con filial ardor a las enseñanzas tradicionales de la Santa Iglesia. No obstante, si por lapso, algo en él hubiera en desacuerdo con dichas enseñanzas, desde ya y categóricamente lo rechaza”.
Las palabras “Revolución” y “Contra-Revolución”, son aquí empleadas en el sentido que se les da en el libro “Revolución y Contra-Revolución”, cuya primera edición apareció publicada en el número 100 de la revista “Catolicismo”, en abril de 1959.
El resurgimiento del fervor de España durante la Guerra Civil y su posterior decadencia
El magnífico vigor de la reacción popular anticomunista y las manifestaciones de heroísmo a que dio lugar tuvieron un sentido predominantemente religioso que en muchos casos representó una auténtica conversión. Y así, en el terrible fragor de la contienda renacía el ideal de la restauración católica de España. De tal manera que la doctrina de la Iglesia resplandeciera en las instituciones y costumbres, conforme a nuestras mejores tradiciones.
En la foto, el Tercio de requetés “Montejurra” sale de Teruel después de conquistada, el 24 de febrero de 1938
El resurgimiento del fervor de España durante la Guerra Civil y su posterior decadencia
El texto que tengo ante mí proviene de un libro del Padre Frederick Muckermann, jesuita, intitulado Escuchando el alma de España, extraído de cartas fechadas en los años 1936 y 1937. Estos extractos son los siguientes:
“Los soldados y falangistas de Salamanca llevaban la imagen del Sagrado Corazón de Jesús en sus estandartes. Los falangistas de Sevilla comenzaron llevando en sus uniformes una pequeña imagen del Sagrado Corazón de Jesús; ahora, todos los oficiales y soldados del ejército, incluido el General Queipo de Llano, portan el escudo del Sagrado Corazón. El coche blindado asignado a nuestro grupo lleva en su parte frontal una gran pintura del Sagrado Corazón y la gente nos llama ‘las tropas del Sagrado Corazón.’
“Toda la sociedad está siendo purificada, pasada por fuego y sublimada. De todas partes llegan relatos de hechos como estos: en Valladolid, los quioscos que vendían literatura pornográfica fueron quemados. (…) Las asociaciones de jóvenes envían a sus miembros a las librerías en busca de libros inmorales o hostiles a la religión —para quemarlos, por supuesto—. Estos jóvenes terminarán reformando completamente la vida en las universidades…
“A bordo del buque de guerra Canarias: cantaban por la noche —el comandante reintrodujo la antigua costumbre española—. Bien conocéis la canción: ‘Vos que mandáis sobre los vientos y el mar, hablad y ordenad que los vientos y la tormenta se calmen. Tened misericordia de nosotros, Señor, misericordia, Señor, misericordia’.
“[Manuel] Fal Conde compuso un libro de oraciones para los requetés. En los combates de Navarra, seis voluntarios fueron enviados en una patrulla. Hicieron su confesión, partieron y nunca regresaron. Cuando nuestras tropas, días después, tomaron las posiciones enemigas, encontraron los cadáveres ya oscurecidos. Uno de los valientes no había muerto de inmediato, pues su cuerpo estaba estirado, su cabeza descansaba en una mano, y con la otra sostenía abierto el libro de oraciones de los requetés, frente a aquellos ojos que ya no veían. La página estaba abierta en las Oraciones para los Moribundos” (*).
Pocos pueblos han entendido y servido a la Cruz como los españoles. En la foto de la izquierda, un capellán militar bendice los gloriosos requetés antes de una batalla contra los comunistas. A la derecha, la iglesia y la residencia de los Padres Paúles son incendiadas. El odio marxista repetiría esta escena en toda España durante la guerra civil (1936-39).
El holocausto del combatiente requeté, símbolo del fervor habitual del heroísmo español
Todos estos son hechos muy hermosos. Considero que el más impresionante y conmovedor de todos es el del joven carlista, el requeté navarro que murió mientras recitaba las Oraciones para los Moribundos.
Estaba en una patrulla que salió a hacer un reconocimiento, y todos fueron abatidos. El joven fue alcanzado y cayó. Vio que estaba gravemente herido y comprendió que estaba entrando en su agonía. Así que apoyó la cabeza sobre uno de sus brazos y comenzó a recitar las Oraciones para los Moribundos. Al hacer esto, Nuestro Señor recogió su alma y probablemente la llevó directamente al Cielo.
Esta actitud del guerrero, herido, que aún tiene ante sus ojos ya sin vida el libro de oraciones abierto en la página de las Oraciones para los Moribundos, nos hace sentir tanto los últimos alientos de la vida, como, por otro lado, el primer aliento frío de la muerte. Es verdaderamente conmovedor. Y nos hace sentir muy bien la transición de la vida a la muerte. Y el alma que se va al Cielo nos hace sentir bien el holocausto de las almas que se inmolan y con esto conquistan el Cielo. Este hecho es verdaderamente impresionante.
Es una escena digna de un gran poeta, de un gran pintor o de un gran escultor que pudiera representarla adecuadamente. La historia de España está tan llena de escenas como esta, que es casi imposible seleccionar una. Sería necesario recurrir a un sorteo para elegir una, porque España es un lugar donde el heroísmo es habitual.
El magnífico vigor de la reacción popular anticomunista y las manifestaciones de heroísmo a que dio lugar tuvieron un sentido predominantemente religioso que en muchos casos representó una auténtica conversión. Y así, en el terrible fragor de la contienda renacía el ideal de la restauración católica de España. De tal manera que la doctrina de la Iglesia resplandeciera en las instituciones y costumbres, conforme a nuestras mejores tradiciones.
En la foto, el Tercio de requetés “Montejurra” sale de Teruel después de conquistada, el 24 de febrero de 1938
El renacimiento del fervor religioso en España durante la Guerra Civil: clara oposición al comunismo
En estos textos ustedes encuentran otras manifestaciones de piedad de las tropas que lucharon contra el comunismo en 1936. El autor habla de un resurgimiento del fervor en toda España y proporciona algunos indicios que son realmente alentadores.
España era un país que estaba en cierta medida laicizado. La Revolución pasó por España, se proclamó la República que rápidamente se volvió socialista. Las marcas del paganismo moderno se habían acentuado mucho en varios aspectos de la vida española. Pero con la persecución religiosa, hubo una cristalización general. Algunos aspectos merecen nuestra atención y un análisis especial.
El primer aspecto es notar como en ese momento la oposición entre católicos y comunistas era clara. Los anticomunistas marcharon a la guerra con el Sagrado Corazón pintado incluso en sus tanques. Y a todos les parecía normal. Ya que el comunismo es la causa del diablo, la causa del anticomunismo tenía que ser, necesariamente, la de Dios. Y todos consideraban que este era el símbolo adecuado para el anticomunismo, el estandarte adecuado para el anticomunismo. Todos pensaban que la misma razón de ser de los anticomunistas era la defensa de los derechos de la Iglesia Católica, los derechos de la Religión etc.
El abandono de los frutos de la victoria a través de la pérdida del fervor religioso y de la combatividad frente al comunismo (**)
Es asombroso y doloroso ver el cambio de espíritu que se ha producido desde aquellos episodios heroicos hasta hoy, cuando España parece, como toda Europa, haber perdido su fibra, su fervor anticomunista, e incluso se está implicando en la diplomacia soviética, a la que tiempo atrás se habría negado a punta de pistola.
La Guerra Civil tuvo lugar en 1936. Desde entonces hasta hoy, ¡qué cambio! Los anticomunistas que se jugaron la vida en la lucha religiosa, que no dudaron en dar su sangre por la España católica, han ido siendo marginados, despreciados, boicoteados, mientras que otros de mentalidad opuesta han ocupado los puestos de dirección de la nación.
¿Cómo ha sido posible este cambio? Por la situación que tantas veces hemos advertido como peligrosa: el reposo, la relajación tras la victoria, la somnolencia ante el peligro. Se instauró en España un ambiente de bienestar, de neutralismo, de indiferencia ideológica, de «chacunière» [palabra utilizada aquí en el sentido de idolatría de la comodidad; palabra francesa que significa lugar donde se vive íntimamente, procedente de «chacun(e)» = cada uno], en el que se durmieron muchos de los mejores españoles. En términos ideológicos, el sueño es la imagen de la muerte, tras la cual comienza la putrefacción. Fue esta putrefacción la que llevó a la blandenguería, connivencia y complicidad con el avance de la Revolución en suelo español, de la que la corriente universal del progresismo fue una de las peores responsables.
Hoy, los anticomunistas están mal vistos en casi todos los ambientes católicos, mientras que los procomunistas están bien vistos. Con los primeros, cada uno de nosotros casi puede decir: «Extraneus factus sum fratribus meis, et peregrinus filiis matris meae — Me he convertido en un extraño para mis hermanos, y en un extraño para los hijos de mi madre» (Sal. LXVIII, 9). Es el gemido de la fidelidad.
La causa de esta decadencia: la falta de vigilancia – El papel de la “herejía blanca” (***)
¿Qué se ve en todo este panorama? Un gran renacimiento de fervor religioso, una gran gracia para España, que desaparece por completo. ¿Y por qué desapareció? ¿Cuál fue la razón? ¿Fue falta de oración?
Yo no llegaría a tanto. Siempre hace falta rezar un poco más, pero España era un país donde se rezaba mucho. Mas la cuestión es que aquellos que hablan de oración, toman de una forma algo miope la admonición de Nuestro Señor: “Velad y orad” (Mateo 26, 41). Rezaban, pero no vigilaban. Desarrollaban un espíritu de oración, pero no desarrollaban un espíritu de vigilancia.
Es decir, les faltaba esa desconfianza en relación con el mal, esa preocupación por percibir sus maniobras, desenmascarar su juego, contrarrestar el juego del mal con un juego propio, con lo que se habría percibido el juego del mal, y este desastre espantoso se podría haber evitado.
Sin embargo, los españoles no hicieron nada de esto. Tenían un tesoro, pero descuidaron guardarlo en un guardajoyas. En cambio, lo arrojaron a la calle para que cualquier ladrón pudiera recogerlo. El tesoro de España eran sus cualidades morales, la falta de un guardajoyas era su falta de vigilancia. Este magnífico estallido de heroísmo fue aniquilado, reducido a nada en apenas treinta y cinco años.
En el ejemplo de España podemos ver uno de los defectos más sensibles de la «herejía blanca» (una actitud sentimental que se manifiesta sobre todo en cierto tipo de piedad azucarada y una posición doctrinal relativista que pretende justificarse bajo el pretexto de una supuesta «caridad» hacia el prójimo), y lo contrario debe ser una de las características de los ultramontanos.
Desconfianza, vigilancia y combatividad consigo mismo
El ultramontano es vigilante, es suspicaz, es combativo. El no ultramontano no es vigilante, no es suspicaz, ni es combativo. Para expresar las cosas en el orden adecuado, deberíamos decir: suspicaz, vigilante y combativo.
¿Qué es la suspicacia?
¿Qué significa aquí la suspicacia? Es la realización habitual de que vivimos en un valle de lágrimas. En este valle de lágrimas, en esta vida en la que el hombre está en estado de prueba y en estado de pecado original, lleva dentro de sí el pecado de la Revolución. Está rodeado constantemente de peligros, tanto internos como externos, y debe tener su atención en constante alerta contra estos peligros. Esta es la noción fundamental de suspicacia.
En otras palabras, en la vida espiritual de cada persona —y nunca me cansaré de repetirlo— cada uno de nosotros debe tener hacia sí mismo la suspicacia que un hombre normal tiene hacia una bestia salvaje o hacia una serpiente. Hay una bestia salvaje y una serpiente dentro de cada uno de nosotros. Si me relajo, aunque sea mínimamente, hago concesiones y alimento mis defectos; una vez que alimento mis defectos, ya no tendré suficiente fuerza para superarlos y mi vida espiritual se desmoronará.
Es necesario que yo sea vigilante, que tenga los ojos continuamente puestos en mi interior. Es necesario que esté atento a lo que siento, a lo que ocurre dentro de mí, para arrancar el mal que renace en mí en cada momento.
La imagen de un hombre bueno no es la de un hombre ingenuo y necio en el que la tendencia al mal no se renueva constantemente. No. Más bien, la imagen de un hombre bueno y serio es aquel que sabe que el mal renace dentro de él en cada momento y que está en combate continuo contra sí mismo.
Todo hombre tiene tendencias malas que, si las consiente, le llevarán rápidamente a la infamia. Esta es la noción que cada uno de nosotros debe tener de sí mismo. Y como consecuencia de ello, por desconfiar cada uno de sí mismo, surge el deber de la vigilancia, porque el que desconfía vigila.
¿Qué es la vigilancia?
Plinio Corrêa de Oliveira, autor de esta materia, fue un modelo de varón vigilante, suspicaz, combativo.
¿Qué es ser vigilante? ¿Qué significa vigilar? Vigilar es estar atento, estar en espera, estar alerta. Es estar en un estado de movilización continua. El hombre atento vigila continuamente. Dice a sí mismo: “Si sé que dentro de mí hay, de nuevo borbollando, una fuente continua de los peores defectos, y que esta fuente está constantemente generando nuevas manifestaciones de estos defectos, entonces debo vigilarme”. Y si no me vigilo, caeré. El fruto lógico de la suspicacia —que aquí es una consecuencia de la creencia en el dogma del Pecado Original— es la vigilancia contra uno mismo.
¿Qué es la combatividad?
¿Es suficiente la vigilancia? No, no es suficiente. Es necesario ser combativo. ¿Y qué es un hombre combativo? Es un hombre que, habitualmente, establemente, es capaz de comenzar una lucha en cualquier momento. Aunque sea una lucha muy difícil, si es combativo, no duda en entrar en la refriega. Si es necesario que luche, lucha.
No es un necio que se mete en peleas sin motivo. Tal persona no es más que un idiota. Más bien, es un hombre que no duda en luchar. Nuestra combatividad con nosotros mismos implica que estemos dispuestos a luchar contra nosotros mismos en todo momento. Debemos estar dispuestos a decir “NO” a nosotros mismos en cada momento. Y la primera persona a la que debo saber decir “NO” es a mí mismo y a nadie más.
No sirve de nada ser enérgico con otros, decir “NO” a otros, ser combativo con otros. Eso es fácil. El problema es ser combativo conmigo mismo, decir “NO” a mí mismo cuando es necesario hacerlo. Y esto debe ser así en cada caso en que sea el momento de decir “NO”, y tan pronto como llegue el momento de decir “NO”. No puede haber demora en decir “NO”.
Por esta razón, el hombre combativo lucha contra sus propios defectos tan pronto como aparecen. Tan pronto como la vigilancia le señala el nacimiento de una sola mala tendencia, el hombre combativo la sofoca, la rechaza y la erradica. Si no lo hace, perece, porque la mala tendencia crece dentro de él y lo debilita. Las malas tendencias deben combatirse en su inicio, en su primera manifestación, en su primer momento. No puede ser de otra manera.
Suspicacia, Vigilancia y Combatividad: la trilogía de la vigilancia aplicada a la vida interior – La noción de varonilidad
Con lo que se ha dicho, Uds. tienen la trilogía de la vigilancia aplicada a la vida interior.
Lamentablemente, lo que caracterizó a los círculos católicos en los últimos veinte o treinta años antes de la creciente ola de progresismo fue la falta de estas cualidades. Las personas tenían virtud, pero no tenían vigilancia. No se hablaba de vigilancia en un sentido real de la palabra. La piedad era dulce. No tenía fibra ni varonilidad. Y la piedad necesita tener varonilidad. El primer momento de la varonilidad es la varonilidad contra uno mismo. Este es el punto de partida para la verdadera varonilidad.
Suspicacia, vigilancia y combatividad en relación con el prójimo
¿Y cómo aplicamos esta trilogía de vigilancia en relación con el prójimo? Mi prójimo es un hombre como yo. Todo el mal que percibo en mí también existe en todos los demás. No soy ni mejor ni peor que los demás. No hay lugar para una falsa humildad. Mucho menos para manifestaciones de orgullo. Es la experiencia de 60 años de vida. No soy ni mejor ni peor que nadie. ¡Todos somos muy malos, y no valemos nada! El resultado es que si tengo relaciones cercanas con alguien en quien reconozco las mejores cualidades, pero veo que le falta vigilancia, ¿qué tipo de confianza puedo tener en él?
Hay dos clases de prójimo: el amigo y el enemigo. Cuando se trata de un prójimo amigo, mi aprecio debe ser suspicaz. ¿Es bueno? A menudo me apetece responder: Es estupendo… por ahora. Cuánto durará, no lo sé, porque no veo vigilancia en él. Si yo no duraría sin vigilancia, ¿por qué él sí? De ahí el trato cordial, respetuoso, pero con un ojo abierto: no sé qué pasará mañana.
A veces confías porque tienes que hacerlo, porque no puedes llevar las cosas sin hacer un acto de confianza, en tal o cual persona. Pero cuántas veces es un acto de confianza melancólico, entristecido, diciendo: «¿Hasta cuándo estará esto justificado? ¿Desde qué punto de vista? ¿Y hasta qué punto? No lo sé, porque no veo ninguna vigilancia. Eso es normal, lo que no sea eso no es serio. Esa es la verdad, y lo demás son patrañas.
Me doy cuenta de que alguien podría decirme: «Llevo mucho tiempo en la TFP, ¿y usted no tiene plena confianza en mí, como yo la tengo en usted?». Me inclinaría a decir: «Si no te veo vigilante, no tendré confianza». ¿Cómo puedo decir seriamente que la tengo? Haría el ridículo.
Si desgraciadamente es así con nuestros allegados que son amigos, es evidente que también lo es con nuestros allegados que son enemigos. ¿Quién es el enemigo aquí? No el que despierta en mí la virtud de la vigilancia, el hosco que me regaña y discute conmigo. Sabemos quién es ese enemigo, y por eso es menos peligroso. Hablo del enemigo que es mi prójimo.
Mi enemigo puede ser mi prójimo cuando es un colega o un pariente que me sonríe y me agrada, no porque realmente quiera mi bien, sino porque quiere ganarse mi simpatía, para luego inculcarme en el alma, más o menos disimuladamente, las máximas neopaganas de la Revolución.
¿Por qué? Porque cualquiera que me dé un mal consejo o ejerza una mala influencia sobre mí es un emisario de Satanás para mí. En un momento dado, Nuestro Señor se lo dijo incluso a San Pedro. San Pedro dijo algo que no debía, y Nuestro Señor le respondió: «¡Apartate de mí, Satanás!» (Mateo XVI, 23).
¿Cuántos satanases tenemos a nuestro alrededor? ¿Cuántos satanases en los que depositamos la confianza abobada que el ultramontano, llevado por los residuos de la «herejía blanca», es tan propenso a depositar en este, en aquel en aquellos otros? Es obvio que esto ocurre, y ocurre a menudo.
A veces pasan cosas como ésta: llegas a un grupo de auténticos católicos y pides un favor a alguien; no te lo concede; sales y pides el mismo favor a otro de fuera; te lo concede. Y aquí viene el egoísmo y la tontería: «¿Ves? Allí donde debería encontrar hermanos dispuestos a ayudarme, no los encuentro, y los encuentro en esos de fuera. Además, hermano verdadero es el que ayuda. Así que mi hermano está fuera de allí, no dentro». ¡Tonterías! No puedo llamar hermano a alguien cuya mentalidad me intoxica, que comunica la muerte a mi alma, que me aleja de la Virgen.
Debo llamar hermano imperfecto, hermano con lagunas, hermano aquejado de la triste enfermedad de la semifidelidad, a ese pobre individuo que no me arrastra al mal, pero no me hace el bien que debiera. Diré que es un hermano con carencias. Pero no voy a decir que es mi hermano el que me aleja de la Virgen, el que me aleja de mi Madre. Eso sería egoísmo, poner mis intereses en el centro de todo.
¡Cuántas veces cree esto el católico necio! ¿Cuál es el resultado? Los veteranos saben que, durante muchos años, nuestra gran dificultad fue convencer a los católicos de que la herejía podía estar infiltrándose en la Iglesia. Fue esta falta de vigilancia la que abrió las puertas del medio católico a dicha infiltración.
Lo mismo ocurrió en España. Espléndidos frutos de heroísmo destruidos a causa de esta insensatez, de esta falta de vigilancia. Una gran nación católica, que tenía la luz primordial de ser una nación vigilante entre todas las naciones, que dio lugar a santos inquisidores canonizados, pero que pudo llegar al extremo de destruirse completamente por falta de vigilancia.
¿De dónde procedió esta falta de vigilancia? De la piedad abobada, tan en boga en ciertos ambientes de los últimos tiempos de la era constantiniana de la Iglesia.
La pereza, defecto capital que se opone a la vigilancia
El defecto capital que se opone a la vigilancia es la pereza. El perezoso no vigila, porque la vigilancia requiere esfuerzo. No es desconfiado, porque desconfiar requiere esfuerzo. No es combativo, porque el mayor de los esfuerzos es luchar. Luchar es más difícil que trabajar. Un mes de trabajo es más fácil que un día de lucha. Todos los saben. Sobre todo, cuando se trata de una lucha contra nosotros mismos.
Por eso hay que pedirle a la Virgen que nos cure del vicio capital de la pereza, que extirpe de nuestras almas el pecado que a tantos nos lleva a boberías, a la mediocridad, a una especie de disonancia crónica con la Causa Católica. Estás de acuerdo, de acuerdo, de acuerdo, pero sólo de boquilla, porque cuando llega el momento de hacerlo, se te ocurre una acción diferente. ¿Por qué? Porque falta esta virtud de la vigilancia. La persona se entrega al vicio capital de la pereza.
El Reino de María será efímero sin vigilancia (****)
El Reino de María deberá ser el reino de la vigilancia, de lo contrario será tan efímero como un sueño. Porque cuanto más elevada es la virtud, más fuerte será, si fuere vigilante. Y más débil será, si no fuere vigilante.
«Cama» (protegida hoy por una reja) donde descansaba San Francisco de Asís en El Alverna (Italia), meta de numerosas peregrinaciones.
Imaginemos a un hombre que lleva una vida de tremenda mortificación, como San Francisco de Asís. Duerme apoyando la cabeza en una roca, y hace muchas otras mortificaciones por el estilo. Si es muy vigilante y no hace ninguna excepción a este régimen, acostumbra todo su ser a esta austeridad. Si se relaja un poco, su apetito por todo aquello de lo que está separado salta como un león. Él, que es más fuerte que nadie para no hacer pequeñas concesiones, se vuelve más débil que todos una vez que ha hecho una pequeña concesión. Así será el Reino de María.
Los malvados están siempre vigilantes y se informan de los que son buenos y de lo que hacen; se informan punto por punto, minucia por minucia. El mal renacerá continuamente. La conspiración anticristiana seguirá existiendo, y si los buenos no la vigilan, vencerá. Los malos estarán en sus guaridas, no tanto buscando a otros malos, sino buscando a ver quién es el que no vigila, para correr tras él y perderlo. Es la víctima. Es la parte blanda del muro sagrado.
Un hecho parabólico de la Revolución Francesa
Hablando de la Revolución Francesa, he mencionado el caso del vizconde de Montmorency-Laval, que propuso la abolición de los títulos nobiliarios en los Estados Generales. Este hombre huyó entonces a Estados Unidos con un poco de dinero y empezó a invertirlo allí para no morir de hambre. En un momento dado, tuvo que acudir a un notario para redactar una escritura pública. El notario le llamó «Sr. Mathieu de Montmorency-Laval». Entonces se indignó: «¿Cómo es eso? ¿No utiliza mi título de Vizconde? ¿No sabe que pertenezco a tal Orden dada por el Rey, etc.?». Y quiso golpear con un bastón al notario que no había usado sus títulos, ¡él que había pedido que los títulos fueran abolidos! En otras palabras, el desdichado era tan poco vigilante que no creía que la petición que había hecho sería atendida…
En este sentido, la Revolución Francesa es una parábola de llamas, una parábola de fuego.
NOTAS
(*) La conmemoración litúrgica común de los mártires de la Guerra Civil se celebra en España el 6 de noviembre bajo el título de “Santos Pedro Poveda Castroverde, Inocencio de la Inmaculada, C.P. (Manuel Canoura Arnau), presbíteros y compañeros mártires”. 11 Santos, 1889 Beatos y muchos otros Siervos de Dios [datos actualizados al 23 de marzo de 2019] (cf. sitio web Santi e beati).
(**) El asombroso proceso de la pérdida del fervor religioso en la España de la posguerra fue magistralmente descrito y denunciado en la obra España: anestesiada sin percibirlo, amordazada sin quererlo, extraviada sin saberlo. La obra del PSOE. de autoría de una comisión de estudios de la TFP española, donde nuestros visitantes encontrarán una descripción-denuncia pormenorizada del proceso llevado a cabo por la Revolución, en el caso obrado por el PSOE, de descristianización de la nación española.
(***) “Herejía blanca” –“Herejía Blanca”— Expresión utilizada por el Prof. Plinio en el sentido de una actitud sentimental que se manifiesta sobre todo en cierto tipo de piedad edulcorada y una posición doctrinal relativista que busca justificarse bajo el pretexto de una pretendida ‘caridad’ hacia el próximo – cfr. “O Cruzado do século XX – Plinio Corrêa de Oliveira”, Roberto de Mattei, Ed. Civilização, Porto, 1998, tópico 7. Véase también: “Almas delicadas, sin debilidad, y fuertes, sin brutalidad” y “La verdadera santidad es fuerza de alma y no debilidad sentimental” y “¿El ángel de la guarda es menos inteligente que el demonio?” y “São Luis IX, rei de França, homem de piedade e guerreiro (pliniocorreadeoliveira.info)”.
(****) Reino de María: San Luis María Grignion de Montfort (1673-1716), en su Tratado sobre la verdadera devoción a la Santísima Virgen, predice la instauración en la tierra de una era «en la que las almas respirarán a María como el cuerpo respira el aire», y en la que innumerables personas «se convertirán en copias vivientes de María» (cap. VI, art. V). A esta época la llama el Reino de María. Esta profecía enlaza orgánicamente con la de Nuestra Señora de Fátima. En efecto, después de predecir diversas calamidades para el mundo, dijo: «Al final, mi Corazón Inmaculado triunfará». Para profundizar ver: O cruzado do sécluo XX – Plinio Corrêa de Oliveira – Capítulo VII: Rumo ao Reino de Maria – 5. O Reino de Maria na perspectiva montfortina.