Por Plinio Corrêa de Oliveira
Legionario, São Paulo, 25-4-1943
La Resurrección representa el triunfo eterno y definitivo de Nuestro Señor Jesucristo, la ruina completa de Sus adversarios y el argumento máximo de nuestra Fe. Dice San Pablo que, si Cristo no hubiese resucitado, vana sería nuestra Fe. En el hecho sobrenatural de la resurrección se asientan todas nuestras creencias. Meditemos, pues, sobre tan elevado asunto.
***
Mucho ha sido dicho sobre la resistencia del apóstol Santo Tomás a admitir la Resurrección. Hoy, ejemplos de una incredulidad incomparablemente más obstinada que la del apóstol, abundan ante nuestros ojos. En efecto, Santo Tomás dijo que para creer precisaría tocar con sus propias manos las llagas de Nuestro Señor. Entre tanto, apenas lo vio creyó antes incluso de tocarle.
San Agustín ve en la duda inicial del Apóstol una disposición providencial. Dice el Santo Doctor de Hipona que el mundo entero quedó contemplando el dedo de Santo Tomás, y que su gran meticulosidad para creer ha servido de garantía para que todas las almas timoratas, de todos los siglos, tomaran conciencia de que realmente la Resurrección fue un hecho objetivo, y no un mero fruto de imaginaciones febricitantes. De cualquier modo, el hecho es que Santo Tomas creyó apenas vio. ¿Cuántos son en nuestros días los que ven y no creen?
Un ejemplo de esa obstinada incredulidad lo tenemos en los milagros ocurridos en Lourdes.
Se tratan de milagros evidentes. En Lourdes hay una oficina médica especialmente creada para comprobar tales milagros: sólo se registran como tales, las curas instantáneas de aquellas enfermedades que no tengan un origen nervioso y que no puedan ser atribuidas a un mero proceso sugestivo.
Ante todo esto, ¿qué responder? ¿Quién tiene la nobleza de hacer como Santo Tomás, y, frente a la verdad objetiva, arrodillarse y proclamaría con toda sinceridad?
Nuestro Señor Jesucristo no fue resucitado; resucitó. Lázaro, en cambio, fue resucitado. Estaba muerto. Otra persona, Nuestro Señor, lo llamó de la muerte a la vida. Al Divino Redentor nadie lo resucitó. No precisó que alguien lo llamase a la vida. La volvió a tomar apenas quiso. Todo cuanto se refiere a Nuestro Señor tiene su aplicación, por analogía, con la Santa Iglesia Católica. Con frecuencia vemos en la Historia de la Iglesia que cuando Ella parecía irremediablemente perdida, y todos los síntomas de una próxima catástrofe parecían minar su organismo, inesperadamente, contrariando todas las expectativas de sus adversarios, sobrevinieron hechos que la fueron manteniendo viva.
Esta certeza tranquila en el poder de la Iglesia, pero tranquila con una tranquilidad toda ella hecha de espíritu sobrenatural y no de cualquier tipo de indiferencia o de indolencia, podemos aprenderla a los pies de Nuestra Señora.
Solamente Ella conservó íntegra la Fe, cuando todas las circunstancias parecían haber demostrado el fracaso total de su Divino Hijo. En efecto, descendido de la Cruz, derramada por manos de sus verdugos no sólo la última gota de sangre, sino también de agua; verificada Su muerte, no sólo por el testimonio de los legionarios romanos, sino también por los propios fieles que lo sepultaron; corrida sobre el sepulcro la inmensa piedra que debía servirLe de intransponible morada, todo parecía perdido.
Pero María Santísima creyó y confió. Su Fe se conservó tan segura, tan serena. tan normal en esos días de suprema desolación, como en cualquier otra ocasión de su vida. Ella sabía que El habría de resucitar. Ninguna duda, ni siquiera la más leve, manchó su espíritu.
A los pies de Ella, por lo tanto, hemos de implorar y obtener esa constancia en la Fe y en el espíritu de Fe, que debe ser la suprema ambición de nuestra vida espiritual. Medianera suprema de todas las gracias, ejemplar en la práctica de todas las virtudes, Nuestra Señora no nos negará todo don que en este sentido Le pidamos.