Del libro “El nacionalismo, una incógnita en constante evolución” (Buenos Aires, 1970, por una Comisión de Estudios de la TFP presidida por Cosme Beccar Varela (h) e integrada por Carlos F. Ibarguren (h), Jorge Storni, Miguel Beccar Varela y Ernesto Burini)
RESUMEN DEL CAPITULO
- El nacionalismo siempre tuvo una doctrina aparente y otra real. La causa de esto está en que el nacionalismo se nutrió siempre de la fuerza del renaciente catolicismo de principios de siglo, a partir de San Pío X y de las apariciones de Nuestra Señora de Fátima. Ello lo obligó a hablar de un modo que fuera aceptable para el pueblo fiel. Pero al mismo tiempo, sufría la influencia de autores y movimientos europeos que lo inspiraba decisivamente. Esto dio origen una “doctrina aparente” y otra “doctrina real” en la temática nacionalista.
- Frente a los infundios de la “leyenda negra” y frente a la utopía liberal, el nacionalismo levantó la bandera de la restauración de la verdad histórica y del ideal hispánico. Fue así declarado partidario de una Verdad absoluta, de la jerarquía, y del orden social orgánico.
- Pero los nacionalistas, por falta de originalidad para continuar la tradición hispánica en los tiempos actuales; por falta de sólidos principios católicos, se dejaron llevar monótonamente por la última “moda” de los movimientos políticos europeos, empezando por el fascismo. Este “snobismo” los llevó a sostener doctrinas opuestas al ideal que anunciaban Adoptaron un evolucionismo hegeliano que les sirvió para justificar su evolucionismo, y con eso obtuvieron ventajas políticas.
- La mentalidad dialéctica del nacionalismo se apoya sobre un principio implícito: la Verdad absoluta es limitada y poco vital; lo relativo, en cambio es amplísimo y de gran influencia en la Historia. De ahí la importancia que otorga el nacionalismo a “lo histórico”. Esa dialéctica se distingue de la marxista. Nada es tajante ni excluyente. Lo que hoy es, mañana puede no ser. “Lo fundamental” siempre se salva, pero de un modo vago e impreciso. Esto implica una falta de seriedad en el nacionalismo.
- La doctrina social, política y económica del nacionalismo mucho se asemeja al “maurrasianismo” y al “fascismo”. El hombre es un ser social; el individualismo es un grave mal que destruye la Nación. Una élite vigorosa debe reaccionar contra esto e imponer una dictadura. La economía debe ser rígidamente controlada. Debe implantarse una reforma agraria. Las corporaciones de Estado reunirán a las clases productoras, antagonizadas por el capitalismo liberal. La Iglesia es una parte de la Nación con la cual hay que entrar en una relación de paridad, por medio de un Concordato. En educación, mantenían la necesidad de darle a ésta un contenido católico. Estas dos posiciones son de raíz maurrasiana porque no reconocen a la Iglesia su superioridad sobrenatural. En política internacional propiciaban una conducta independiente.
1 — Doctrina aparente y doctrina real
Una causa que contribuye especialmente a dificultar el hallazgo y exposición de la doctrina del nacionalismo consiste en que éste tuvo casi en todos los momentos de su historia, una doctrina aparente y otra real. Es decir, hay ciertas afirmaciones en sus escritos que rinden tributo de adhesión a un principio que luego no tiene aplicación lógica en otros aspectos de su pensamiento. Y sabemos que aquel principio es sólo aparente y éste segundo el que realmente les anima, porque sus actos públicos, las posiciones que adoptan frente a la historia o la política se guían siempre o casi siempre por el segundo y no por el primero.
Podría preguntarse el motivo de esa dualidad. La respuesta es la siguiente: Tal como lo explicamos en la parte histórica de este trabajo, el nacionalismo apareció a principios de este siglo como expresión de un renacer del catolicismo en todos los países de la Cristiandad, renacer del cual el Pontificado de San Pío X es una marca altísima. Ese renacimiento, producido sin duda por la gracia, impulsaba a hombres de las clases más modestas, así como de la aristocracia, pasando por la clase media, es decir, no era una suerte de escuela intelectual cerrada, que hubiera florecido como una rara flor en un ambiente hostil. Era una poderosa infusión del Espíritu Santo que Nuestra Señora de Fátima llevó al auge con sus apariciones a los pastorcitos portugueses.
Esa onda maravillosa no ha muerto. Desfigurada de mil modos por tantos de quienes han pretendido representarla, sin embargo permanece y es la prenda de una promesa de Dios de una plena y total Restauración.
El nacionalismo se nutrió siempre de esa corriente. Vivió del prestigio que obtuvo en los medios católicos. Sin eso, su fuerza de base jamás hubiera existido. Ello lo obligó a hablar de un modo tal que pudiera ser comprendido y aprobado por el pueblo fiel. Pero sin perjuicio de eso, pronto comenzó a seguir sus propias elucubraciones. Ideas nacidas en círculos intelectuales europeos, sobre todo franceses, que no tenían su origen en las limpias y accesibles doctrinas de la Santa Iglesia, fueron penetrando cada vez más en el vocabulario y en los temarios del nacionalismo. Ahora bien, esas doctrinas no estaban hechas para la masa. Luego, era conveniente reservarlas para ciertos círculos o presentarlas rodeadas de aspectos conocidos. Y así nació la dualidad de que venimos hablando.
El método, pues, de nuestro estudio, será distinguir, en lo posible, las doctrinas reales de las aparentes.
No queremos considerar aquí el problema de la buena o mala fe con que se seguía —y aún se sigue— este procedimiento. Nos quedamos con el hecho escueto y objetivo.
2 — Un ideal católico y de restauración de la Cristiandad medieval
Frente al mundo moderno, hijo de la revolución anticristiana que había destruido la Edad Media —verdadera primavera de la historia, como decía Pío XII en uno de sus discursos—, el nacionalismo argentino levantó la bandera de la restauración del orden católico e hispánico.
Nuestra historia oficial había sido escrita por los liberales, imbuidos del escepticismo volteriano de la Revolución Francesa, admiradores de los escritores enciclopedistas, de los ideales del laicismo, de la ciencia y de la democracia igualitaria, al estilo norteamericano. Por eso, tal historia denigraba la obra civilizadora de España, acusándola de oscurantista, despótica y codiciosa. La “leyenda negra”, de la que fue promotor, tal vez involuntario, fray Bartolomé de las Casas, fue impulsada interesadamente por los liberales americanos.
Ese movimiento no era espontáneo. Está probado hasta la saciedad que era coordinado por la masonería la cual desempeñó un papel de primera importancia en la Independencia y organización de nuestro país.
Cuando aparece la generación nacionalista, se coloca en una posición abiertamente polémica contra esos infundios. Defiende el ideal tradicional de hispanidad católico, aristocrático y patriarcal. Y su celo llega hasta el extremo de distinguir entre la monarquía borbónica implantada en España a partir de Felipe V, y la anterior dinastía de los Reyes de la Casa de Austria. A aquéllos los acusa de estar teñidos del enciclopedismo liberal, y ser responsables de la introducción del sistema del despotismo ilustrado. Y en los Austria exalta a los Reyes Católicos, tradicionalistas y respetuosos de las desigualdades y de los fueros verdaderamente interesados en el progreso espiritual y material de nuestro continente.
Correspondiendo a esa actitud histórica, el nacionalismo buscó profundizar en el conocimiento y en la defensa de los principios católicos y de los derechos de la Iglesia. Contra el escepticismo liberal, afirmaba la existencia de una Verdad absoluta, contra el relativismo moral, afirmaba la necesidad de someterse a la Ley eterna, invariable, dictada por Dios.
En lo social, se oponía a la marea del igualitarismo defendiendo la necesidad de la jerarquía. Ello lo colocaba en la más intransigente oposición al socialismo y al comunismo.
En lo político, hastiado de los espectáculos de la demagogia partidista, sostenía la urgencia de una restauración de la autoridad, y junto con ella, de los cuerpos intermedios, a través del corporativismo.
3 — Los falsos modelos europeos
Sin embargo, por falta de originalidad para poner todos estos ideales en términos postcoloniales argentinos, por falta de principios definidamente católicos que les tornasen ideológicamente posible esa tarea, cayeron en un “snobismo” esterilizante. No comprendieron que en la Argentina no sólo había un colonialismo político de Europa, sino también un colonialismo ideológico en el tiempo en que ellos eran jóvenes, y que por tanto era preciso innovar con inspiración en el pasado y no meramente copiar la última moda intelectual. Ellos cayeron por eso, en el “snobismo” y en vez de hacer algo auténticamente hispanoargentino, fiel al espíritu que presidió el reinado de los Austria —que no era otro que el espíritu medieval— los nacionalistas hicieron otra cosa: monótonamente comenzaron a adoptar los varios tipos y estilos de la última moda europea que fuera menos distante de aquel ideal. Así fueron fascistas, después falangistas y en Argentina, filoperonistas, y hoy son vagamente reaccionarios e izquierdistas, o definidamente izquierdistas, o todo mezclado, por causa de la desorientación ideológica de hoy. En momento en que la más reciente moda en el terreno económico social parece ser la convergencia ideológica entre Oriente y Occidente cuyo más moderno y “elegante” ideólogo es Roger Garaudy, no nos sorprendería que pronto en las filas nacionalistas la fidelidad a la moda suscitase “apóstoles” estrepitosos de esa convergencia.
Esta carrera detrás del “snobismo” los llevó a aceptar doctrinas sucesivas, todas ellas lo contrario, por lo menos en algunos puntos fundamentales, del ideal que anunciaban inicialmente. Esas negaciones, por su propia lógica, deberían llevarlos tal vez a lo largo de los años, a la negación de todo ese ideal.
En la síntesis histórica se nota el sustrato ideológico relativista del nacionalismo. Pero a esto es preciso agregar algo y es que ese eclecticismo sirvió mucho a la carrera política de sus miembros. ¿Por qué? Porque con poca creación intelectual, una producción abundante, fórmulas hispanistas estereotipadas y trabajos de divulgación, hicieron revistas, periódicos, libros, etc., se tornaron conocidos y proyectaron en el tablero político el prestigio así adquirido. Eso les permitió actuar con destaque en tres situaciones históricas: primero en el peronismo, segundo en el derrocamiento del peronismo y tercero en el “banquete” sincretista que sucedió al peronismo.
Justificaron ese proceso en nombre de un evolucionismo hegeliano que, no sin tino estratégico, adoptaron desde el principio. Resultado: la única cosa que tuvieron de constante fue su relativismo. No lo abandonaron nunca. Fue la
pista invariable por la que corrieron continuamente, en un desplazamiento que se dio siempre de la derecha para las posiciones izquierdistas más radicales.
Ese evolucionismo forma parte de la dialéctica hegeliana, que en el nacionalismo podría formularse de la siguiente manera: hay una contradicción constante entre el país real y el país legal. De esa contradicción resulta una crisis de la cual surgirá el Estado nacionalista cualitativamente distinto al Estado liberal pero también diferente del régimen hispánico de la colonia.
4 — La dialéctica nacionalista
La mentalidad dialéctica está mucho más difundida, por obra de la Revolución anticristiana, de lo que a primera vista podría suponerse. Ella se nutre de la utopía irénica o pacifista que suscita la Revolución: no discutir sino para coincidir. (Conf. Plinio Corrêa de Oliveira, Trasbordo ideológico inadvertido y diálogo, Edición “Cruzada”, Buenos Aires, 1966).
La polémica sólo se justifica en vista de la síntesis. Dado que la discusión es un hecho inevitable, se trata de domesticarla haciéndola dialéctica.
Esto que, en un gran sector de la opinión pública, se da en forma de mentalidad y de tendencia, en una minoría dirigente se presenta de un modo más o menos explícito en forma de presupuestos metafísicos y de métodos de acción.
El principio metafísico es: la Verdad absoluta no existe o existe sólo en puntos tan limitados y escasos, o tan abstractos y elevados, que son casi irrelevantes, no por carecer de importancia sino por carecer de influencia en la vida. Lo absoluto es menos vital que lo relativo, y esto último es lo que constituye la trama de la historia.
De allí se desprende que la historia es la ciencia más importante, porque trata de lo que más influye en nosotros.
Eso relativo no es inmóvil; se mueve por oposiciones sucesivas, que no son destructivas sino creadoras, y llevan al progreso de la Humanidad. De ahí viene el nombre de dialéctica que recibe esta filosofía. “Dialéctica” es la lógica aplicada al arte de la conversación o la discusión. En ella se produce un inter- cambio o un choque de principios, de acuerdo a las reglas inmutables del pensamiento.
Se ve que en el fondo de este relativismo optimista hay en realidad un panteísmo, puesto que, si lo absoluto es irrelevante, Dios que es el Supremo Absoluto, o es despreciable o bien es relativo y móvil. Si es lo primero, hay un ateísmo larvado, porque es absurdo un dios cambiante. Si es lo segundo, que es la única salida coherente del sistema, Dios es interno a la naturaleza cambiante, luego es un Pantheos (Dios-todas-las-cosas).
Es claro que los nacionalistas no afirman estas últimas consecuencias de su sistema. Por el contrario, proclaman a cada paso su fe en la trascendencia de Dios Creador, en la Iglesia, etc. Pero aplícaseles el mismo principio que el P. Meinvielle hace jugar contra Maritain: “Este liberalismo católico no ha de considerarse como un sistema rígido sino como un conjunto de tendencias más o menos coherentes…” (De Lamennais a Maritain, pág. 115).
Esto es lo que en definitiva constituye el nacionalismo: un conjunto de tendencias que expresan un dialecticismo constante, aunque de intensidad y profundidad variadas.
La dialéctica nacionalista se distingue de la dialéctica del marxismo. Para el materialismo dialéctico la Naturaleza física es la única realidad.
Esta se compone de contradictorios que luchan constantemente entre sí. En el orden social, son las clases sociales las que se oponen entre sí. La lucha debe ser acelerada por medios violentos.
En la posición nacionalista, la dialéctica es un hecho que denota la vida. No se trata de acelerar la lucha sino de apresurar la síntesis. El ideal es la síntesis que resultará. El que no acompaña la evolución práctica de las cosas, es un reaccionario execrable: llegado el caso hay que usar la violencia. Pero a diferencia de los marxistas, creen en el espíritu y ven en la evolución de la Historia una manifestación de la Providencia de Dios.
Siendo así, para ellos no tiene sentido una disensión absoluta, porque nada es tajante, ni excluyente: El mundo cambia, la circunstancia varía. Lo que hoy es, mañana puede no serlo. Excepto lo fundamental (que siempre se nombra así, de un modo vago y vaporoso) en lo que todos estamos de acuerdo. Y como todos estamos de acuerdo, no entra en la dialéctica, y por ende, tampoco entra en la vida. Eso, desde luego, no excluye que cada uno exponga su pensamiento con vehemencia si es necesario. Pero no habrá separaciones definitivas.
En los nacionalistas más católicos la dialéctica se da entre una tesis, que es la Teología y la doctrina de la Iglesia, y una antítesis que sería la cambiante realidad política. La síntesis consistirá en una aplicación imprevisible, que no será una conclusión lógica, porque lo individual es inefable, de las premisas teológicas. Por eso, cuando se leen textos de tales nacionalistas en los que ex- ponen la tesis, parecen ser de una ortodoxia absoluta y sin fisuras. Pero siempre se los verá, o en el mismo libro o en uno inmediatamente posterior, referirse a la realidad política en los términos más relativistas, sacando luego las conclusiones sintéticas más variadas: ayer eran partidarios del fascismo, hoy de un sindicalismo izquierdizante, mañana no se sabe de qué. Ellos son dialécticos y sus conclusiones son siempre imprevisibles. Para todo tienen justificación.
El carácter dialéctico del pensamiento nacionalista se traduce en una falta notable de seriedad ideológica. Entendemos seriedad en el sentido de la Iglesia Católica, de Santo Tomás de Aquino, y como la entienden las ciencias positivas.
La acusación de la doctrina católica al relativismo es que le falta toda seriedad, así como un estudio de astronomía o de medicina que fuera relativista sería acusado de falta de seriedad.
5 — “País real” y “política de cosas”
Los nacionalistas se presentan como intelectuales, pero al mismo tiempo profesan un gran desprecio por las “ideologías”, involucrando en no pocos casos, de un modo directo o indirecto al propio catolicismo. Hay nacionalistas que llegan a concebir las doctrinas como “mitos” que el hombre inventa para explicar más cómodamente la realidad, y muchas veces, mitos interesados que permiten a los poderosos mantener un dominio ilícito sobre los pueblos.
Hablan —parodiando a Mussolini— de una “política de cosas”, es decir, de una política que no se pronuncie, sino que actúe. Eso les permite intervenir plenamente en la “dialéctica histórica”, no ser reaccionarios —cosa que temen—, e inclusive, cooperar con las fuerzas que están “dentro de lo nacional”, es decir, dentro de la dialéctica.
La admiración que sintieron desde un principio por intelectuales como José Ortega y Gasset, es un indicio de esto que decimos. Este autor, profesaba un relativismo completo y su obra es profundamente corrosiva. Era partidario de terminar con la sabiduría católica, tomista y arquitectónica, y de sustituirla por una filosofía de la vida, intransferible, hecha de conceptos ocasionales y concretos, y no necesarios y abstractos. Así como pensaba escribía, en un estilo esotérico y pedante.
Pocos son los nacionalistas que no citan con admiración a Ortega y Gasset.
Un autor católico, máxime en un tiempo confuso y lleno de herejías como el que vivimos, debería ser de una claridad meridiana, preocuparse de ser bien comprendido, de exponer sus ideas con orden y con lógica, de refutar los errores de un modo neto y radical. El nacionalismo, a pesar de profesar una doctrina aparentemente polémica y combativa, nunca fue eso de un modo coherente, sino todo lo contrario.
La preocupación central del nacionalismo es no apartarse del “país real”, tomando a éste como un dato móvil, como una naturaleza cambiante con los diversos tiempos. La voz profunda de la Historia, que les habla a través de “las cosas”, de “lo nacional” y del “sentir del pueblo” los guía. En esta actitud, la semejanza que existe entre el nacionalismo y los grupos proféticos (ver “Tradición, Familia, Propiedad”, n.º 4-5, junio-julio 1969), progresistas, es muy grande ).
A la ley dialéctica de las “cosas”, del “país real”, le llaman “interés nacional”. Este viene a ser la norma rectora móvil del nacionalismo. Él se define por oposición a “ideología”, execrable engendro de los “ideólogos”, teorizadores de gabinete. Podemos resumir las “reglas” del “interés nacional” en las siguientes:
a) Lo que interesa a la Nación es el desarrollo de su potencia física, en el orden de la riqueza y del poder militar.
b) Para conocer las vías de ese desarrollo vale más una observación directa de las cosas prácticas y materiales que el pensamiento abstracto de una ideología.
c) En caso de conflicto entre una idea que valga la pena respetar, y un interés material, aquélla debe ceder, sin que ello implique renegar de la
d) Las ideas que tienen importancia son aquellas que están ligadas a los orígenes de la Nación y que, por esa razón, está probado que tienen eficiencia práctica.
e) Esta doctrina no se formula como una filosofía: es una “praxis”. Luego carece de sentido su comparación con un cuerpo ortodoxo y magistral de doctrina, como es el Incluso principios como los expuestos más arriba en los párrafos c) y d), no serán confesados en tesis. Sólo aparecerán como operantes en un caso concreto. Los nacionalistas aceptan la composición ideológica con personas o corrientes que se encuentran en posición opuesta a aquella en que ellos afirman estar, dando a ese hábito de la composición un subsentido como si el orden práctico nunca admitiese la aplicación íntegra y fiel de los principios, sino que debiese estar en constante connubio con una realidad opuesta. En esta concepción de la historia y de la vida reducen el ideal de la civilización cristiana a una quimera y fabrican las situaciones espurias como fruto necesario de la sabiduría política.
f) Las “cosas” de que se compone el interés nacional deben vivir, progresar, Para eso deben superar lo que se les opone, pero no de un modo absoluto, porque desde el momento en que una “cosa” choca con otra, en algo se adapta o transforma, y resulta un mejoramiento o al menos, una nueva circunstancia. Luego si la “cosa” anterior, persistiera en presentarse estrictamente del mismo modo, resultaría que ha dejado de ser “cosa” para transformarse en “reacción”, en ideología inútil. Por ejemplo, se reconoce el papel de la aristocracia argentina hasta 1916, fecha en que triunfa el radicalismo populista. Pero a partir de ese momento, la aristocracia que pretende mantener su posición ya no es “cosa” beneficiosa sino oligarquía execrable.
Podrá objetarse: “no es así como piensan los nacionalistas, porque ellos glorifican a Rosas, que es una cosa del pasado”. Sí, pero ¿qué toman de él? Una línea de conducta, por lo tanto, una praxis, no una ideología. La praxis continúa, la ideología se deja. Ellos no toman de Rosas, por ejemplo, la persecución de la inmoralidad, propiciando un decreto como el que éste sancionó el 3 de octubre de 1831 contra las revistas inmorales.
g) Dado que lo que interesa son las “cosas” materiales, es decir, el poder, y la riqueza, y puesto que estas “cosas” existen con independencia de nosotros y puesto que ellas tienen un movimiento dialéctico que les es propio, se sigue que el pensamiento, para ser justo, máxime el político, deberá ser determinado por las “cosas”. Las “cosas”, la historia, en definitiva, contienen un mensaje que el buen intelectual y el buen político deben captar y expresar.
Como pueden advertir nuestros lectores, hay una gran semejanza entre esta doctrina y la doctrina de los grupos proféticos sobre los “signos de los tiempos” (Ver “Tradición, Familia, Propiedad”, n.º cit.).
h) La “política de cosas” y la prosecución del interés nacional, aconsejan la unión de todas las fuerzas que dialéctica mente representan “lo nacional”. Esto lleva al nacionalismo a un verdadero “ecumenismo” político, de acuerdo al cual trabarán las más variadas alianzas: en el lejano ayer con los conservadores, en un ayer posterior, con los fascistas y nazis, más tarde con los peronistas, luego con los liberales y radicales, con los frondicistas y con los progresistas izquierdistas, y mañana con cualquier otro que de acuerdo a sus raciocinios dialécticos pueda ser juzgado útil para el interés nacional.
i) La política de “cosas” lleva por su propia lógica, al empirismo pragmatista: lo que interesa es la práctica y no las doctrinas.
j) La dictadura, como forma de gobierno, es coherente con el Porque el poder ejecutivo es el menos “ideológico” de todos los poderes. El legislativo, es raciocinante, el judicial, cumple una norma cuya rigidez contraría la perpetua movilidad de las cosas. En cambio, el ejecutivo tiene contacto inmediato con las cosas, todas ellas relativas y en gestación. La dictadura impulsará las cosas, acallará las disensiones ideológicas, hará obra concreta.
El profundo desprecio a las “ideologías” no les impide tener una propia, sólo que es más difícil determinarla. Un medio útil para eso es ver no sólo lo que dicen sino especialmente lo que no dicen. Los silencios y las omisiones del nacionalismo son frecuentemente más elocuentes que sus palabras.
Así vemos que son profundamente laicistas. Es notable la ausencia de justificación religiosa para actitudes y doctrinas que sólo religiosamente se justifican. Pocas referencias a la doctrina pontificia y a los autores católicos tradicionales. Si se puede justificar alguna tesis citando a algún autor no católico o modernista, lo prefieren.
Es claro que no siempre ni todos actúan así. Dentro de ese conjunto de grupos y personas que se llama el nacionalismo, hay algunos, como el P. Meinvielle, que han escrito libros casi por completo fundados en textos pontificios. Con todo, el mismo P. Meinvielle adopta a veces en sus obras una posición diversa. Y la contradicción entre una y otra posición hace sentir la emanación de la mentalidad relativista del nacionalismo. Es así que se explica fácilmente la frecuente conexión de actividades cívico-culturales del P. Meinvielle con nacionalistas de todas las gamas inclusive de los más marcadamente relativistas.
Entre las tesis que exigen fundamentación religiosa está la crítica al liberalismo. Los nacionalistas generalmente lo califican como apátrida, extranjero, etc., pero rara vez como lo califica la Iglesia. Al comunismo, lo mismo, “internacional”, dogmático-racionalista, etc., pero rara vez de perverso, como lo llama la Iglesia. Sobre la inmoralidad reinante, cuando la critican, fundan su crítica en que deshace la fibra del hombre, y no en que viola la ley de Dios.
El carácter relativista del nacionalismo ha permitido que coexistan dentro de él grupos y personas de diversas posiciones ideológicas. Se los ve, a veces, polemizar entre sí. Pero esas polémicas, incluso violentas, no son más que un juego dialéctico. La unidad fundamental subsiste. Sus polémicas son una especie de danza militar.
El nacionalismo es como un gran teclado en que suenan diversas notas con una sintonía resultante. Ciertas teclas, tienen la misión de acompañamiento de fondo, dando un tono de doctrina tradicional al avance modernista de los otros. Hay en algunos de ellos una sinceridad no exenta de superficialidad en la adhesión que muestran por los ideales de la hispanidad católica. Sin embargo, esas teclas contribuyen al conjunto y por eso no pueden quedar exentas de la tacha general. Más bien confieren al cuadro de la dialéctica interna un extremo grave interesante que le da más sonoridad a la orquestación.
Hemos mencionado a Maurras como inspirador del nacionalismo. Y ello es evidente. Es cierto que luego de la condenación pública del fundador de “l’Action Française”, en 192521, no les fue posible mantener una adhesión pública al autor citado. Pero el estilo de éste, mordaz, altanero y categórico, sus análisis “realistas” de la política, su empirismo fundamental, su concepto de élite artificial y pagano, su pasión por la dictadura y las corporaciones, su odio a las “ideologías”, su culto de la fuerza y sobre todo su politique d’abord (política ante todo)22, continuaron ejerciendo una gran influencia sobre el pensamiento nacionalista. Aún hoy lo citan hasta los más jóvenes con reverencia y admiración.
No hay duda de que también el fascismo con Benito Mussolini tuvo una gran influencia en la formación del nacionalismo. La idea del corporativismo, la toman del movimiento italiano y no de la tradición medieval. Las corporaciones en la temática nacionalista son instrumentos del Estado para organizar a la Nación con vistas al desarrollo económico. No era eso la corporación medieval, sino por el contrario, una sociedad orgánicamente formada por los miembros de una profesión, destinada principalmente a propiciar la elevación espiritual de sus componentes y a mantener la calidad de los productos. En cumplimiento de esos fines, la corporación tenía todo un escalafón jerárquico y un cierto poder jurisdiccional. Lejos de ser un instrumento en manos del poder supremo, era un saludable freno para ese poder.
El nacionalismo se benefició del equívoco y aún lo sigue haciendo. Nacido para defender un principio espiritual, el nacionalismo fue evolucionando cada vez más hacia una mentalidad que podemos llamar “economicista”. Por encima de todo lo históricamente valioso, la economía tiene un papel fundamental. No interesa considerar si ontológicamente es superior. Que eso quede para los ideólogos. Lo cierto es que no puede haber una nación católica sino empieza por haber una nación, y ésta no existirá sin autosuficiencia eco- nómica, desarrollo industrial y explotación de todas sus riquezas sin injerencia de extranjeros imperialistas. Así el politique d’abord se transformó hoy por hoy en un economie d’abord.
Ellos quisieran que Buenos Aires fuera poderosa y rica como una Nueva York, febril de actividad, pletórica de bienes materiales. Su oposición a Nueva York es más por emulación que por oposición.
De ahí nace su antisemitismo. También aquí, a pesar de las razones teológicas dadas por el Padre Meinvielle, existe una omisión de la fundamentación de su crítica al judaísmo internacional. Estas se centran sobre todo en el poder financiero y apátrida del capital judío. Nada o poco dicen sobre las causas ideológicas de esa lucha y de cómo van siendo inspiradas por el judaísmo las diversas herejías que desgarran la Iglesia. Un antisemitismo así, como el de los nacionalistas, que no cuidó para nada de distinguirse de los asesinatos en masa cometidos por Hitler desprestigió tremendamente la verdadera lucha contra la Sinagoga, aquella que debió y debe hacerse fundada sobre la doctrina de la Humanum Genus de León XIII.
6 — Pensamiento social, económico y político influido por el maurrasianismo y el fascismo
El nacionalismo tiene, a pesar de que abomina las ideologías, una doctrina sobre la sociedad humana, el bien común temporal y sus relaciones con la Iglesia. Como dijimos en un principio, esa doctrina pretendía coincidir con la hispanidad católica, aunque siempre con una grave omisión: nunca exaltó debidamente el papel esencialísimo y omnipresente de la religión católica en la constitución y en la instauración del orden hispánico.
Sin embargo, poco a poco, las raíces naturalistas que siempre tuvo el nacionalismo fueron explicitando una doctrina que, a la postre, poco se distingue del maurrasianismo y del fascismo.
El hombre es un ser social, y esto es lo más noble que hay en él. Su dimensión espiritual debe servirle de inspiración y de aliento para mejor servir a la Patria, más que para retraerlo en sí mismo. El mal más grave que trajo el liberalismo ha sido el individualismo egoísta. De él se deriva el afán de lucro que caracteriza la economía capitalista.
La sociedad por excelencia es la Nación. Esta constituye un todo que tiene personalidad propia. Es algo dado, natural, que viene evolucionando desde la noche de la historia hasta nuestros días. Nuestra fidelidad hacia esa historia nos obliga a continuarla, retomando siempre la línea del “país real”.
La Nación es servida por una Política con mayúscula, cuyo primer criterio deben ser los intereses nacionales. Maurras decía: “No hacemos de la nación un dios, un absoluto metafísico, sino cuando más, en cierto modo, lo que los antiguos habrían llamado una diosa” (Mis ideas políticas, pág. 266, Edición Huemul, Traducción de Julio Irazusta).
Toda política supone una élite vigorosa y eficientísima que la dirija. La más reciente figura de esa élite ya no contiene el elemento “grandioso” que la evolución va despojando como “mítico” y va sustituyendo por el de competencia, de eficiencia material. Esa élite ejercerá un poder de seducción grande sobre la masa que sin ella queda como informe y es presa fácil de los avaros y capitalistas. El nacionalismo provee esa élite de ilustres, que no es una nobleza sino una élite puramente funcional, y sólo falta que el pueblo comprenda la profunda afinidad que existe entre sus apetencias más hondas y esa élite para que se produzca la síntesis salvadora. Mientras el pueblo no reconoce el liderazgo de esa élite, es una masa ignara y pasto de la demagogia, aunque no condenable “in toto” dado que lleva en sí la llama del “país real”. Mussolini decía a Emil Ludwig: “Para mí la multitud no es más que un rebaño de carneros mientras no esté organizada” (Citado por “Ulises”, n.º 35, noviembre 1967, pág. 26)23.
Es claro que una vez que se ha producido la deseada síntesis salvadora se precisa urgentemente una dictadura unipersonal. El jefe es la coronación lógica de la élite. Esa dictadura deberá destruir por la fuerza el poder de los enemigos de la nación —que pueden variar, de acuerdo a las circunstancias— y acabar con los partidos políticos. Deberá desarrollar rápidamente el poder económico y militar del país.
Hay dos enemigos de la nación: a) Los enemigos internos, los ideólogos discutidores que introducen cuestiones abstractas capaces dividir al pueblo cuya unidad es un bien de primerísima importancia; los oligarcas y capitalistas locales cómplices del capitalismo extranjero y los comunistas internacionalistas que dependen de Moscú.
b) Los principales enemigos exteriores son los países ricos y desarrollados, especialmente Estados Unidos (antes Inglaterra), que sustraen la riqueza
El liberalismo destruyó la autoridad del Estado. Se debe entonces restaurarla y devolverle el dominio sobre su propio territorio. Para eso será necesario un rígido control sobre la economía: las principales actividades productoras deben pertenecer al Estado. Así el petróleo, la siderurgia, las demás fuentes de energía, los transportes ferrocarriles, los bancos, etc.
La tierra es una fuente de riqueza que ha sido acaparada por los latifundistas. Es necesario redistribuirla. Una Reforma Agraria será una medida a tomar. La tierra era concebida antiguamente, principalmente, como un espacio para que en ella habitase un pueblo, esto es, el hogar común de todo el pueblo. La intangibilidad del territorio envolvía por tanto el mismo carácter sagrado de la intangibilidad del hogar. En el nacionalismo reciente se va tornando clara una posición diversa: la tierra es un factor de producción de riqueza. El aspecto sagrado de su intangibilidad pasa a un segundo plano en beneficio de su aspecto meramente útil. De esta mentalidad se desprende la idea agrorreformista confiscatoria.
Desde luego, esto no implica —dicen— negar la propiedad privada sino todo lo contrario: es su mejor defensa. Distribuyendo las tierras a los trabajadores manuales, se hará miles de propietarios que se convertirán en un baluarte contra el socialismo.
Tampoco se crea —agregan-— que el nacionalismo es contrario a la libre iniciativa económica. Sólo quiere impedir los abusos del capitalismo extranjero y del capitalismo apátrida interno. Los buenos empresarios son, por el contrario, una esperanza de la grandeza nacional, junto con los obreros y los cultivadores directos.
Las relaciones entre capital y trabajo han sido entregadas por el liberalismo a la voracidad de los poderosos y por el socialismo a la estéril lucha de clases. La solución nacionalista será unirlos en torno a algo que les es común: el producto. Eso dará base a la organización corporativa del Estado. Desde luego, será necesario que el Estado fuerce esa organización porque doscientos años de liberalismo y cien de luchas de clases no han transcurrido en vano. Se empezará con el sindicalismo. Una CGT única y poderosa será el pilar del Nuevo Orden.
Este régimen no está reñido —dicen— con la libertad. Es más, la derrota del Eje en la segunda guerra mundial y la caída del peronismo parece que los ha hecho reflexionar sobre cuán equivocados estaban antes promoviendo disminuciones peligrosas en el ámbito de la libertad individual. Por lo demás, no será necesario tomar contra los reacios ninguna medida coercitiva: serán arrasados por la evolución de la historia.
La Iglesia es una sociedad sobrenatural, elevada y espiritual, ella merece toda nuestra devoción y respeto porque ha sido la que ha presidido el nacimiento de nuestra nación. Las relaciones del Estado con ella han de ser las mejores posibles. En un principio, el nacionalismo reconocía a la Iglesia y al Estado como sociedades perfectas y soberanas, conceptuadas las respectivas relaciones en términos que, si no explicitaban, por lo menos podían ajustarse con la famosa figura de las relaciones entre el Sol y la Luna24.
Luego pasó a sostener la necesidad de un concordato que se hiciera cargo del hecho doloroso pero real de que vivimos una sociedad pluralista, que ya no admite tutelajes paternalistas como los medievales. Ahora la Iglesia es cada vez más vista como una parte importantísima, sí, pero parte al fin, de esta inmensa unidad de producción que es la Nación.
En materia de educación, sostenían antiguamente la necesidad de dar un contenido católico a la enseñanza. No aclaraban si debía ser puesta en manos de la Iglesia. Pero ahora, si bien insisten que la educación debe ser fiel a la “inspiración cristiana” que está en la esencia de nuestro ser nacional, ponen mayor énfasis en la necesidad de que la educación coopere con el gran salto hacia adelante que debe dar la economía del país.
Tanto su idea sobre las relaciones con la Iglesia, como la que acabamos de exponer sobre la educación, son de neto corte maurrasiano: no reconocen a la Iglesia una supremacía sobrenatural, fundada en la fe, sino natural, fundada en la historia.
En materia internacional, propicia una política independiente, sin afiliación a los supergrandes. Tener relaciones con todos los países del mundo, cualquiera sea su régimen político, comerciar con quien nos convenga y formar un bloque americano de naciones en vías de desarrollo.
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21 Maurras ya había sido condenado por San Pío X, quien reservó la publicación de la condena. Dice al respecto un historiador francés:
…“El 15 de enero (de 1914) los consultores del Index habían retenido cinco obras de Maurras (Le Chemin de Paradis, Anthinéa, Les Amants de Venise, Trois Idées politiques, L’Avenir de l’intelligence) y divergido sobre dos (La politique religieuse, Si le coup de force est possible). El 26, los cardenales del Index habían agregado la revista “L’Action francaise” (pero no el diario). El 29, Pío X había ratificado el decreto, pero reservado la publicación (Documentation Catholique, XVII, 15 janvier 1929, col. 129-139). “Damnabilis, non damnandus”, dijo. Decretando la condenación, el 29 de diciembre de 1926, Pío XI incluirá el diario” (p. 402 de “Intégrisme et Catholicisme intégral”, Emile Poulat, Ed. Casterman, Paris, 1969).
22 “Cuando decimos politique d’abord (política ante todo) —escribía Maurras— queremos decir: la política primero, primera en el orden del tiempo, de ninguna manera en el orden de la dignidad” (Mis ideas políticas, traducción de Julio Irazusta, Editorial Huemul, 1962, pág. 139).
Esta distinción no salva, sin embargo, una verdad fundamental y es que la Revolución tiene tres profundidades: primero en las tendencias y en las ideas, y sólo después en los hechos. Y que éstos a su vez no son sólo los hechos políticos, sino también los hechos artísticos, culturales, ambientales, etc. Esto lo explica magistralmente el DR. PLINIO CORRÊA DE OLIVEIRA en su libro Revolución y Contrarrevolución (Edición Argentina, Colección Tradición, Familia y Propiedad, Parte I, cap. V, pág. 77 y ss.)
Por lo tanto, una “’contrarrevolución” como la que Maurras decía intentar, que sólo atacaba la revolución política, pero haciendo concesiones a la revolución sofística (en las ideas), y aun a la Revolución moral, dado que era autor de libros inmorales, evidentemente no podía ser sino una falsa contrarrevolución, aun en el campo político. Es imposible separar el plano político de sus causas superiores, aunque se pueda distinguir en la especulación y para dividir tareas.
El error del politique d’abord penetra toda la ideología de Maurras. En primer lugar, infundiendo desprecio por la metafísica y, por ende, por la religión en cuanto enseña verdades metafísicas y sobrenaturales; Maurras se decía partidario de un “empirismo organizador”. En segundo lugar, se reflejaba en su concepción “biológica” de las leyes naturales políticas, que le llevaba a dejar de lado la moral. “Al observar la estructura, el ajuste las conexiones históricas y sociales —decía Maurras— se observa la naturaleza del hombre social (no su voluntad), la realidad de las cosas (y no su justicia): se comprueba un conjunto de hechos de los que no se podría decir después de todo si son morales o inmorales, pues escapan por esencia a la categoría del derecho y del deber, desde que no se refieren a nuestras voluntades” (op. cit., pág. 164). ¡Como si la voluntad no perteneciera a la naturaleza y como si la justicia no fuera una realidad a tener primordialmente en cuenta en las relaciones humanas!
23 Nos parece que la gran mayoría de los autores no han dado toda la atención al estudio comparativo entre Action Française de un lado y el fascismo del otro. Entretanto, a despecho de las muy reales diferencias entrambos, que para así decir saltan a los ojos de los estudiosos, no es difícil notar que los une un sustrato filosófico común y, en consecuencia, una análoga concepción hipertrofiada del Estado.
24 “Para el firmamento del cielo, esto es, la Iglesia Universal, hizo Dios dos grandes luminarias, es decir, instituyó dos grandes dignidades, que son la autoridad pontificia y la potestad real. Pero aquella que preside el día, esto es las cosas espirituales, es mayor; la autoridad para las cosas nocturnas, es decir, las temporales, es menor, por cuanto es sabido que la diferencia entre los pontífices y los reyes es tanta cuanta la que hay entre el sol y la luna”. (Corpus iuris canonici, Pars II, Decret. Gregorii IX, lib. 1, Tít. XXXIII, Cap. VI, col. 196, Ed. Friedberg, Lipsiae, 1881).