Plinio Corrêa de Oliveira

Nobleza

y élites tradicionales análogas en las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana - Vol. II

Revolución y Contra-Revolución

en las tres Américas

Editorial Fernando III, el Santo

Lagasca, 127 - 1º dcha.

28006 — Madrid

Tel. y Fax: 562 67 45

 

 

Primera edición, abril de 1995

© Todos los derechos reservados.

 

 

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NOTAS

● El Apéndice V de la presente obra ha sido realizado, bajo la dirección del profesor Plinio Corrêa de Oliveira, por una comisión inter-TFPs de Estudios Iberoamericanos.

● El Apéndice VI fue elaborado, también bajo la dirección del profesor Plinio Corrêa de Oliveira, en 1993, por una comisión de Estudios de la TFP norteamericana.

Algunas partes de los documentos citados han sido destacadas en negrita por el autor.

La abreviatura PNR seguida del número de año y página corresponde a la edición de las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana publicadas por la Tipografía Políglota Vaticana en Discorsi e Radiomessaggi di Sua Santitá Pió XII cuyo texto íntegro se transcribe en Documentos I del primer volumen.

El presente trabajo ha sido obtenido por escanner a partir de la primera edición, abril de 1995. Se agradece la indicación de errores de revisión. 


Nobleza y élites tradicionales análogas en América Española:

origen, desarrollo, situación presente

 

CAPÍTULO I - 1ª Parte

El período formativo

A — Conquistadores y primeros pobladores — Perfil moral y tipo humano

En 1492 —exactamente el mismo año en que culminaba en España, con la toma de Granada, la ardua Reconquista de ocho siglos contra los moros— Colón descubría el Nuevo Mundo, y tomaba posesión del mismo en nombre de los Reyes Católicos. Así recompensaba la Providencia a España por su victoriosa cruzada, a la vez que ponía el Nuevo Continente en manos de esa nación que, habiéndose mostrado tan católica y aguerrida, reunía condiciones privilegiadas para emprender con éxito, juntamente con Portugal, la tarea de cristianización y civilización de los nuevos territorios.

Abríase de esta forma, para el inmenso continente americano, la posibilidad de beneficiarse del legado de bienes espirituales y temporales que la Civilización Cristiana había producido en la Península. La gran visión de Isabel la Católica, y el talento político y militar de Fernando de Aragón, crearon condiciones singularmente propicias para que esos beneficios inapreciables pudiesen ser extendidos a los territorios recién descubiertos.

Un presupuesto histórico-psicológico fundamental para comprender la Conquista

No obstante, es necesario notar que la Europa del tiempo del Descubrimiento ya no era la de la Edad Media.

A partir del siglo XIV, fermentos de un nuevo espíritu neopagano habían comenzado a penetrar los ambientes cultos, sobre todo en Italia, Alemania y Francia. El conflicto de alma producido por la coexistencia de la mentalidad católica medieval con infiltraciones de ese neopaganismo se manifestará también en los hombres que protagonicen la Conquista americana, y es un presupuesto fundamental para comprender aquella magna empresa, valorar los extraordinarios méritos de sus principales actores, distinguirlos de sus vicios y miserias, notar cómo unos y otros se contraponían y mezclaban, y apreciar los respectivos efectos en la constitución de la nueva sociedad.

Los contornos de esa crisis de alma están trazados por el Profesor Plinio Corrêa de Oliveira, en su ensayo Revolución y Contra-Revolución:

“En el siglo XIV comienza a observarse, en la Europa cristiana, una transformación de mentalidad que a lo largo del siglo XV crece cada vez más en nitidez. El apetito de los placeres terrenos se va transformando en ansia. Las diversiones se van volviendo más frecuentes y más suntuosas. Los hombres se preocupan cada vez más con ellas. En los trajes, en las maneras, en el lenguaje, en la literatura y en el arte ese anhelo creciente por una vida llena de los deleites de la fantasía y de los sentidos, va produciendo progresivas manifestaciones de sensualidad y molicie. Hay un paulatino perecimiento de la seriedad y de la austeridad de los antiguos tiempos. Todo tiende a lo gracioso, a lo risueño, a lo festivo. Los corazones se desprenden gradualmente del amor al sacrificio, de la verdadera devoción a la Cruz y de las aspiraciones de santidad y de vida eterna. La Caballería, otrora una de las más altas expresiones de la austeridad cristiana, se vuelve amorosa y sentimental, la literatura de amor invade todos los países, los excesos del lujo y la consecuente avidez de lucros se extienden por todas las clases sociales.

“Tal clima moral, al penetrar en las esferas intelectuales, produjo claras manifestaciones de orgullo, tales como el gusto por las disputas aparatosas y vacías, por las argucias inconsistentes, por las exhibiciones fatuas de erudición, y lisonjeó viejas tendencias filosóficas, de las cuales triunfara la Escolástica, y que ahora, ya relajado el antiguo celo por la integridad de la Fe, renacían con nuevos aspectos. El absolutismo de los legistas, que se engalanaban con un conocimiento vanidoso del Derecho Romano, encontró en Príncipes ambiciosos un eco favorable. Y pari passu se fue extinguiendo en grandes y pequeños la fibra de otrora para contener el poder real en los legítimos límites vigentes en los días de San Luis de Francia y San Fernando de Castilla.

“Este nuevo estado de alma contenía un deseo poderoso, aunque más o menos inconfesado, de un orden de cosas fundamentalmente diverso del que había llegado a su apogeo en los siglos XII y XIII. La admiración exagerada, y no pocas veces delirante, por el mundo antiguo, sirvió como medio de expresión a ese deseo. Procurando muchas veces no chocar de frente con la vieja tradición medieval, el Humanismo y el Renacimiento tendieron a relegar la Iglesia, lo sobrenatural, los valores morales de la Religión, a un segundo plano. El tipo humano, inspirado en los moralistas paganos, que aquellos movimientos introdujeron como ideal en Europa, así como la cultura y la civilización coherentes con este tipo humano, ya eran los legítimos precursores del hombre ávido de ganancias, sensual, laico y pragmático de nuestros días, de la cultura y de la civilización materialistas en que cada vez más nos vamos hundiendo” [1].

Para los efectos de estas notas, tomando pues la figura prototípica del caudillo español que capitanea la epopeya indiana, importa considerar hasta qué punto esa crisis incidió negativamente en su dedicación al bien común espiritual y temporal, desde los primeros actos del dominio hispánico sobre el Nuevo Mundo, y en qué medida influyó en el carácter de las nuevas élites allí surgidas.

B — La conquista de América, empresa fundamentalmente noble

En la Península Ibérica, el estado de cruzada semi-permanente para expulsar a los sarracenos hasta cierto punto había preservado los Reinos de España y Portugal de la penetración de esta nueva mentalidad, cuyos gérmenes allí se esparcieron más tardía y lentamente. En tiempos de Fernando e Isabel, España continuaba siendo en gran medida una nación medieval. Pero en amplios sectores de la sociedad, en particular de sus clases dirigentes, comenzaba a manifestarse la seducción por los tipos humanos y los estilos culturales del Humanismo y del Renacimiento, que los transformaba en propagadores de esa nueva mentalidad.

1. Finalidades superpuestas de la Conquista, efecto de un conflicto de alma

Por eso, en la legendaria y compleja figura del conquistador —cuyos arquetipos son, sin duda, Hernán Cortés y Francisco Pizarro— se revela característicamente el conflicto de alma entre dos componentes psicológicos y morales contrapuestos: trazos del espíritu católico medieval, y las tendencias de orgullo y sensualidad que el Renacimiento desencadenó. De ese conflicto resulta una constante bivalencia de personalidad: de un lado el caballero medieval, serio, piadoso, idealista, intrépido; y de otro lado el hombre vanidoso, intemperante y materialista de la primera gran Revolución de Occidente, el Renacimiento.

Puede decirse que en ese conflicto interno, todo lo que en el alma del español típico del siglo XVI declina es tradición católica medieval; y lo que en él se expande es Renacimiento. Tal modificación constituye fundamentalmente un fenómeno de élites, que a partir de éstas —en virtud de la calidad de modelos sociales que les es propia— va propagándose lentamente al pueblo, a través de las mil capilaridades del tejido social. En la epopeya conquistadora se observan, así, dos finalidades superpuestas: propagar la Fe y civilizar por un lado, satisfacer ambiciones de honores o de riquezas por el otro. Con ingenua claridad explicitaba Bernal Díaz del Castillo el objeto de la Conquista: “Por servir a Dios, a Su Majestad, y dar luz a los que estaban en tinieblas, y también por haber riquezas, que todos los hombres comúnmente buscamos...” [2].

No se cuestiona, evidentemente, la legitimidad de ese deseo de “haber riquezas” por parte de hombres que en muchos casos habían empeñado todos sus haberes para acometer la Conquista. Pero en la atmósfera psicológica del Renacimiento, la intemperancia —o sea, aquel “apetito de placeres terrenos transformado en ansia” que caracteriza la nueva mentalidad neopagana [3]— lleva a que ese deseo legítimo muchas veces deje de serlo, al disociarse del bien común y entrar en conflicto con éste. De ahí la bivalencia apuntada, que ocasiona en el alma de un mismo héroe la alternancia de manifestaciones, ya de fe, ya de soberbia; ora de generoso desprendimiento, ora de inescrupulosa codicia; sea de ejemplar austeridad, sea de desbordante sensualidad; aquí de respetuoso acatamiento a la autoridad, allá de arrogante individualismo e insumisión; estados de alma ciertamente incongruentes, que sólo se explican teniendo en vista la crisis espiritual de aquella época.

Tanto en Colón como en los que continuaron la empresa descubridora —navegantes, conquistadores, adelantados, capitanes, gobernadores, etc.— se advierte esta dicotomía. Auténticos héroes de una expansión religiosa y política de indiscutible grandeza, fueron también —en grado mayor o menor— héroes del mercantilismo.

El primer viaje de Colón, por ejemplo, es concebido como una pura aventura mercantil, cuyo suceso reportaría al Descubridor grandes recompensas honoríficas y pecuniarias: “Sería caballero, llevaría espuelas doradas; se le daría el Don; se le haría Almirante Mayor del Mar Océano, de las Indias y de la Tierra Firme; sería Virrey de lo descubierto; todos estos títulos serían hereditarios a perpetuidad; y tendría derecho al diez por ciento de todas las transacciones que se hicieren en los confines de su almirantazgo” [4]. No consta, entonces, ningún propósito misional explícito [5].

Hernán Cortés manda desmantelar las naves. Óleo de Monleón. Museo de la Marina, Madrid.

Es decir, el Almirante y los que le siguieron se consideraban hasta cierto punto socios del Rey, de quien esperaban generosas recompensas: podrían incluso morir en el intento, pero la paga bien valía el riesgo.

2. Importancia de la labor evangelizadora y civilizadora

Ya en el segundo viaje de Colón —17 naves, 1.500 hombres— la preocupación misionera y civilizadora se manifiesta claramente. La flota abriga una simiente de lo que sería la sociedad que habría de surgir en tierras americanas. “La expedición —dice el conocido historiador Carlos Pereyra— se divide en dos grupos: noble, cortesano y militar, el uno; plebeyo, de menestrales y labradores, el otro” [6].

Vienen, además, los primeros elementos del clero: por disposición regia, a partir de este viaje todas las expediciones debían incluir misioneros para encargarse de la evangelización de los aborígenes. Así, el día de Reyes de 1494, el P. Bernardino Boil, Vicario Apostólico para el Nuevo Mundo, celebra en La Española (actual Santo Domingo) la primera Misa solemne en tierras americanas.

Mediante la célebre Bula Inter Coetera, el papa Alejandro VI enaltece el designio apostólico de los Reyes Católicos y les concede el patronato sobre las tierras descubiertas, lo que acentuará el carácter cooperante en la propagación de la fe de toda la empresa colonizadora, que será solemnemente reafirmado una década más tarde, en el testamento de Isabel la Católica. Desde entonces, la nota de genuina preocupación misional está presente en todas las fases del poblamiento de la América española [7]. El sacerdote —al principio regular, más tarde secular— se convierte en una figura indisociable de la del conquistador, en su doble papel de capellán de los españoles y evangelizador de los aborígenes. Su influencia se extenderá al campo temporal, como educador y civilizador, y su constante presencia en el desarrollo de todas las fundaciones americanas será uno de los factores más fundamentales para la formación de las élites locales.

3. La primera sociedad americana y el impulso fundacional español

Hacia 1509 —menos de 20 años después del Descubrimiento— ya hay establecida en América insular, con centro en La Española, una incipiente sociedad que se ve a sí misma como una prolongación de los reinos de España, cuyas instituciones son allí recreadas por la Corona, y cuya fisonomía es un anticipo de lo que será la organización social del Nuevo Continente. El poblamiento de las Antillas ha sido relativamente pacífico. A los gobernadores Bobadilla y Obando sucede en 1509 Don Diego de Colón, hijo del gran Descubridor y heredero de todos sus títulos: Almirante de las Indias, Visorey y Gobernador General. Está casado con Doña María de Toledo, sobrina del Duque de Alba, y los esposos han llegado a la isla trayendo un ilustre séquito: de hidalgos el gobernador, y de doncellas nobles Doña María. El cronista Fernández de Oviedo narra al respecto que “con estas mujeres de Castilla que vinieron, se ennoblesció mucho esta cibdad, e hay hoy dellas e de los que con ellas casaron, hijos e nietos e aún es el mayor caudal que esta cibdad tiene e de más solariegos, así por estos casamientos, como porque otros hidalgos e cibdadanos principales han traído sus mujeres de España” [8]. Aún hoy existe en la capital dominicana el costanero Paseo de las Damas, donde la Virreina salía por las tardes a tomar las brisas del Caribe acompañada de su corte.

Fundación española de la ciudad de CUZCO, por González Gamarra.

Aflora así en Santo Domingo una primera característica que marcará los tres siglos de dominio español en América: la estructura social de las nuevas posesiones se configura, no como núcleos de residentes temporarios en territorios coloniales que allí ejercen funciones administrativas, comerciales o militares, sino como una España de ultramar, una extensión local de la sociedad peninsular con sus correspondientes jerarquías.

Desde la isla parten en esa época numerosas Armadas (flotillas expedicionarias) en viajes de reconocimiento, exploración y fundación. De este modo se pueblan Boriquén (Puerto Rico), Cuba, Jamaica e islas menores, y se exploran partes de las costas sudamericanas, fundándose la primera colonia en Tierra Firme (Darién) ese mismo año de 1509. En 1513 el propio Rey arma una gran flota al mando de Pedro Arias Dávila, el malogrado Pedrarias, para iniciar, desde Panamá, la exploración y ocupación definitiva de Tierra Firme.

A pesar de graves desaciertos que hacen fracasar la empresa de Pedrarias, todo ese período ha sido de fecunda preparación para la Conquista del continente. En los años vividos en las Antillas, los jefes de las Armadas y sus hombres van adquiriendo la necesaria experiencia del medio americano, que les permitirá después sobrevivir en tierra firme, sujetos acondiciones extremadamente adversas.

Al fallecer Fernando el Católico (1516) se produce una retracción en el impulso primero dado por la corte a los descubrimientos. El Cardenal Cisneros, regente del Reino, desea reconsiderar las metas y prioridades de esa magna empresa, a casi un cuarto de siglo de iniciada. La relativa paralización que entonces ocurre, dice un historiador, “era la oportunidad que iban a aprovechar los hombres de mayor categoría promotora, capaces de tomar el relevo de los grandes marinos, que entonces habían actuado desde España” [9]. Con esos hombres comenzará efectivamente en 1519 —año en que Cortés desembarca en México— la Conquista del continente americano.

Hacia 1509 —menos de 20 años después del Descubrimiento— ya hay establecida en América insular, con centro en La Española, una incipiente sociedad que se ve a sí misma como una prolongación de los reinos de España

Levantando la primera cruz, construyendo el primer altar rezando la primera Misa, y congregando, en el acto sagrado, españoles e indios, los misioneros lanzaban las bases de la América cristiana.

Arriba, el Alcázar del Virrey Don Diego Colón, hijo del gran descubridor, en Santo Domingo. A la derecha el Paseo de las Damas, que aún existe en la capital dominicana, donde su esposa, Doña María de Toledo, sobrina del Duque de Alba, salía por las tardes a tomar las brisas del Caribe acompañada de su corte.

Hacia fines de siglo, en poco menos de 80 años, ésta se halla prácticamente consumada, restando apenas vencer la resistencia de los Araucanos en el sur de Chile (la cual, por razones no estrictamente militares —principalmente una larga disputa teológico-filosófica sobre dicha guerra— habrá de prolongarse durante dos siglos) y otros núcleos aborígenes menores. Aniquilados los estados religiosos azteca e inca, sojuzgadas la mayoría de las demás estructuras socio-políticas indígenas de alguna importancia (como los cacicazgos chibchas-muiscas en Colombia o las ciudades mayas en Guatemala), la penetración española en el resto del Continente —territorios inhóspitos escasamente poblados por indios nómadas y dispersos, como el inmenso Chaco austral, las pampas rioplatenses, las regiones semidesérticas al norte de México, la selvática cuenca amazónica, el gran desierto del norte de Chile— será un lento y gradual proceso relativamente incruento.

Dicho proceso es afrontado como una tarea de largo aliento complementaria de la Conquista, la cual dependerá mucho más de impulsos de autoridades civiles locales, comunidades religiosas o exploradores particulares, que de estrategias de ocupación político-militar diseñadas en los gabinetes ministeriales de la Metrópoli.

En las zonas ya conquistadas se van estableciendo poblaciones: al cabo del primer siglo de colonización se han fundado más de mil núcleos urbanos, de las cuales trescientos sobreviven al entrar en el siglo XVII.

El factor determinante de esas fundaciones ha sido el designio civilizador que animaba a los expedicionarios, nobles y plebeyos, clérigos o legos. Tal designio pudo realizarse porque, en medio de esa heterogénea multitud de hombres sedientos de proezas, se destacan líderes naturales que obran como aglutinadores y unificadores del sentir colectivo.

En su casi totalidad, esos líderes son exponentes de una especie admirable de hombre de valor, que se imprimió en la imaginación popular de Occidente como un verdadero arquetipo y cautivó, en todas las épocas, el interés de historiadores, literatos y sociólogos: el noble español.

C - La nobleza española y la formación de las élites hispanoamericanas

4. Fisonomía de la nobleza española

Fue característico de los linajes nobles de España su origen definidamente guerrero: se formaron y desarrollaron en la lucha contra la ocupación musulmana en la Península.

Los ocho siglos de Reconquista marcaron el carácter del noble español, en tres aspectos principales:

De un lado, determinaron el surgimiento de estirpes fundamentalmente militares y territoriales, que recibían sus tierras, títulos y prebendas como premios por meritorios hechos de armas.

Por otro lado, en virtud de los fueros y privilegios que los reyes concedían para estimular el poblamiento en tierras reconquistadas —cuyo dominio era precario, ya que al volver a manos cristianas pasaban a ser inseguras posiciones avanzadas de frontera, sujetas al hostigamiento musulmán— la Reconquista permitió la creación de verdaderos señoríos locales, dotados de gran autonomía.

Defensa de Cádiz contra los ingleses. Don Fernando Girón, Gobernador de la ciudad, da órdenes a sus segundos para la defensa. La resistencia que opuso dio tiempo a que llegaran auxilios del Duque de Medina Sidonia y obligaran a reembarcar a los ingleses. Zurbarán, Museo del Prado, Madrid.

En las virtudes religiosas y morales, militares y cortesanas, que más particularmente distinguieron al hidalgo español sobresalen tres notas capitales: extremado arrojo, desprendimiento personal, elevado sentido del honor y de la justicia.

Y por fin, su carácter de guerra religiosa, que oponía los fieles de Cristo a los secuaces de Mahoma, imprimió un cuño de profunda catolicidad —altanera, ostensible, desafiante— en el espíritu de aquella nobleza que se sentía (y en gran medida lo era) partícipe de una verdadera cruzada, aunque ésta haya estado sujeta a no pocos altibajos y discontinuidades.

Junto con esa clase noble militar y rural habían ido surgiendo orgánicamente élites urbanas, de menor proyección pero igualmente auténticas, cuyos privilegios en muchos casos resultaron de recompensas por relevantes servicios prestados en tiempos de la Reconquista. [10]

5. Autonomías señoriales y municipales frente al centralismo renacentista

La gestación de esta nobleza constituyó un proceso bastante complejo, cuyas líneas generales pueden describirse así:

Tras la caída del Imperio Romano de Occidente y la invasión de los bárbaros, las instituciones de derecho público y privado llegaron a una casi total disolución. A ese cuadro debe añadirse en España una circunstancia particular, la devastación causada por la invasión mahometana, que disolvió las incipientes instituciones del reino visigodo.

Dada la inoperancia estatal frente a la agresión de los bárbaros y sarracenos, en muchas regiones de Europa las poblaciones locales organizaron su propia defensa y llevaron casi siempre al propietario rural mediano o grande a construir un castillo.

El propietario fue, así, adquiriendo atribuciones y responsabilidades que extrapolaban del mero derecho privado y le proyectaban a la esfera del derecho público, transformándolo en una especie de lugarteniente del rey, encargado de asumir a nivel local la defensa y la administración de los respectivos territorios. Sin embargo, su poder más le venía de la condición de propietario que de cualquier delegación regia.

En suma, esta figura nueva —el señor feudal— creaba una situación también bastante nueva en el derecho público. Y el régimen feudal, en su gradual desarrollo militar y político, fue haciendo de cada feudo una pequeña monarquía; dependiente del rey, es verdad, pero por vínculos tan tenues que en algunas ocasiones más el rey estaba supeditado al señor feudal, que éste a aquel.

Si bien, en la mayor parte de los reinos peninsulares, el estamento nobiliario no llegó a desarrollar plenamente todas las características feudales, como en Francia o Alemania, contribuyó de modo decisivo para la descentralización del poder. No obstante, a lo largo de los siglos de la Reconquista, los reyes hispanos fueron intentando reconstruir, gradualmente, su poder pulverizado. Así se delineó, de modo bastante general, una tendencia centrípeta que —cabe acentuarlo— nada tenía en su esencia de absolutista; pues la reconstitución de la monarquía con su tradicional unidad central no conllevaba necesariamente la supresión de los señoríos locales, ni la autonomía regional o municipal, sino el reconocimiento de que al rey debe corresponderle un margen de poderes que le garanticen su calidad de monarca auténtico.

Una característica de las monarquías medievales era un “centripetismo” orgánico, sabiamente regionalista y limitado, que diferenciaba el ideal monárquico medieval del absolutismo anorgánico y despótico de los emperadores romanos. Pero, al finalizar la Edad Media, la corriente humanista trató de restaurar el modelo romano, empujando las monarquías europeas hacia un creciente autoritarismo que preparaba remotamente el absolutismo real. Fue así como la tendencia humanista empezó a impregnar de un espíritu diferente el “centripetismo” orgánico de los Reinos hispánicos.

Este autoritarismo real ya se hacía notar cuando España entra en la última fase de la Reconquista; y aunque no se puede incluir a los Reyes Católicos entre los monarcas absolutistas españoles, lo cierto es que durante el reinado de ambos esas manifestaciones del absolutismo comienzan a prevalecer frente a las autonomías municipales, a las Cortes de los varios Reinos y a los derechos nobiliarios. [11]

*   *   *

Por otro lado, los gérmenes de la filosofía humanista parecen haber contagiado a la misma Reconquista, en su fase final; y es por ello que la gloriosa toma del reino de Granada marca el término de aquella gesta, cuando lo natural y lógico hubiera sido que continuase —como deseaba el Rey San Fernando— con ímpetu aún mayor en el norte de África.

Pese al influjo deletéreo del renacentismo neopagano sobre tantos elementos de las clases dirigentes de España, las características que la Reconquista había impreso en éstas —la noción de que su condición derivaba del sacrificio por la Fe y por el Rey, símbolo temporal supremo del bien común; el fuerte sentido del derecho y del honor; la religiosidad militante— sobreviven en la personalidad de sus vástagos del siglo XVI, incluidos los que acometen la gesta indiana. Y aunque se trataba de cualidades en estado declinante, no faltarán ocasiones en que, puestas a prueba en circunstancias extremas, retomarán en sus almas el brío de los antiguos tiempos.

6. El hidalgo, elemento de base de la jerarquía nobiliaria

Como se sabe, el estamento noble en España englobaba tanto la nobleza titulada como la que no poseía títulos.

Esta última, genéricamente llamada hidalguía, comprendía tres categorías: hidalguía en sentido estricto, de privilegio y de cargo.

La hidalguía propiamente dicha equivale a “nobleza de sangre”, la cual “es por su esencia hereditaria o transmisible” [12].

Nobleza o hidalguía de privilegio era, por su parte, la que el Rey otorgaba para distinguir a ciertos particulares; mientras que la nobleza de cargo derivaba del ejercicio de funciones altamente relacionadas con el bien público: de Gobierno, de Magistratura, de oficialidad militar, etc. [13]

Los hidalgos o hijosdalgo formaban, pues, la amplia base de la nobleza española, y en tal carácter les correspondían derechos y obligaciones propias a su clase.

Entre los primeros puede mencionarse el derecho a recibir determinados honores, a poseer escudo de armas, a la exención de pechos (tributos sobre el patrimonio que se pagaban al rey o al señor territorial), a no ser juzgados por tribunales ordinarios, etc. Además, tenían precedencia habitual en la provisión de los cargos gubernativos, militares, forenses y eclesiásticos del Reino.

Entre sus obligaciones, la principal era la misión guerrera. Aunque ésta era una característica común a toda la nobleza europea de entonces, en España la guerra contra el invasor musulmán “acentuó los perfiles” militares de su aristocracia, de un lado; y de otro “incrementó con esta masa combativa de los hidalgos la dedicación bélica” de toda la nación [14].

En cuanto parte integrante de la clase noble —la clase militar por excelencia— la hidalguía española siempre se ilustró por sus hazañas guerreras dentro y fuera de la Península, y gozó de un proporcionado y merecido prestigio. Será también, en estrecha colaboración con el Clero, destacada protagonista de la Conquista y civilización de América.

7. Los hidalgos en la epopeya americana

En el contingente español que se lanza a la aventura americana, preponderantemente popular, la proporción de hijosdalgo parece haber sido bastante elevada. Por ejemplo, de los 9.256 pasajeros con oficio conocido embarcados a Indias hasta 1535, según consta en los archivos de la Casa de Contratación de Sevilla, el 9,3 % pertenecían al “nivel señorial” [15].

En general, se trataba de individuos pertenecientes a los “peldaños inferiores de la nobleza menor”, como señala el historiador norteamericano Philip P. Powell [16]. La alta nobleza no participó de las expediciones, y elementos de la nobleza media lo hicieron sólo ocasionalmente.

La mayoría de los jefes tanto de Armadas como de entradas (expediciones terrestres), sobre todo los que realizan incursiones descubridoras desde la propia América, como Alonso de Ojeda, Vasco Núñez de Balboa, Diego de Velázquez, Hernán Cortés, Gonzalo Jiménez de Quesada, Pedro de Alvarado, Nuño de Chávez y tantos otros, formaban parte de esa capa inferior del estamento hidalgo. Los que capitaneaban flotas enviadas directamente desde España pertenecían preponderantemente a ramas secundarias de altos linajes, como Juan Ponce de León, Alvar Núñez Cabeza de Vaca, Pedro de Mendoza, Pedro Arias Dávila y otros. El entusiasmo con que esos jefes fueron acompañados por una cohorte de hidalgos y elementos del estado llano —soldados, burgueses, artesanos, labradores, etc.— se debió no sólo a sueños de riqueza, sino también a la esperanza que todos ellos acariciaban de realizar grandes hazañas y, en consecuencia, recibir grandes recompensas: títulos nobiliarios los hidalgos, hidalguía los plebeyos. [17]

Dado que a nobles e hijosdalgo les cabían preponderantemente las acciones guerreras y de mando, y la época analizada corresponde a la fase inicial —la más ardua y peligrosa— de la Conquista, puede decirse que ésta constituyó en lo esencial una empresa de hidalgos.

8. El ideal de Caballería y la situación de las Ordenes Militares en la época del Descubrimiento

Estrechamente asociada al perfil moral del hidalgo está la figura del caballero, uno de los modelos humanos más expresivos destilados por la civilización medieval europea, arquetipo del guerrero cristiano.

En las virtudes religiosas y morales, militares y cortesanas, que más particularmente distinguieron al caballero medieval español —personificadas en el Cid Campeador— sobresalen tres notas capitales: extremado arrojo, entero desprendimiento personal, elevado sentido del honor y de la justicia. Esas cualidades de tal manera hicieron del caballero hispano un paradigma de hombre de valor, que el vocablo que las designa en su conjunto —caballerosidad— hasta hoy evoca un tipo de español ideal, de espíritu eminentemente noble, en quien se resume lo mejor del alma nacional. Por ello, si bien no todos los caballeros hayan sido nobles de origen, se consideraba propio del noble, en su sentido pleno, el ser un perfecto caballero.

La altiva torre medieval de Valdenoceda, en Burgos, junto a la románica Iglesia de San Miguel, conserva aún el sabor del viejo dominio señorial.

Escenas de la Reconquista por las Órdenes Militares. Monasterio de Uclés

Con el tiempo el ideal de Caballería se había ido perfeccionando hasta institucionalizarse en Órdenes Militares, constituidas por seglares que, para cumplir con su vocación guerrera, adoptaban determinadas reglas de vida que los asimilaban al estado religioso. Más tarde, las pruebas de hidalguía exigidas para el ingreso en dichas Ordenes dieron ocasión a que en la personalidad de sus miembros se aliasen de modo aventajado dos formas de excelencia humana, el noble y el cruzado.

Al tiempo del Descubrimiento y Conquista de América existían cuatro grandes milicias ecuestres hispánicas —Santiago, Calatrava, Alcántara y Montesa— surgidas en diferentes períodos de la Reconquista. En el siglo XV el Monarca español había concentrado la suprema autoridad de las tres primeras, y en 1587 Felipe II asumirá también el maestrazgo de la de Nuestra Señora de Montesa.

Ello trajo como consecuencia un fundamental cambio de carácter en dichas milicias, paralelo a una decadencia institucional, que acentuó su importancia temporal (como sostén de la Monarquía) en desmedro de la religiosa.

En consecuencia, la concesión de hábito pasó a establecer, entre el neófito de las Milicias y el Monarca, un “doble lazo de lealtad, el del súbdito a su soberano y el del caballero a su maestre”. Por este doble vínculo las obligaciones del caballero “no se reducían solamente a servicios militares, sino también a otros servicios determinados para asegurar la política civil y religiosa de su príncipe” [18]. De ahí resultó que la pertenencia a las Órdenes ecuestres fue adquiriendo una connotación más honorífica a título individual que propiamente religioso-militar: comenzó a llamárselas “Ordenes Nobiliarias” [19].

Ese cambio de carácter coincide con el cambio de mentalidad ocurrido en la misma época, y a su modo refleja la crisis de alma que caracteriza al español de entonces; porque favoreció que el idealismo caballeresco se fuese apagando, y en su lugar apareciese cada vez más acentuadamente, como motivación para ingresar en dichas Milicias, la ambición personal (por ejemplo de cargos, de honores, de proyección social, etc.).

No obstante, el vivo prestigio que todavía aureolaba aquellas Ordenes —fresco recuerdo de los tiempos épicos de la Reconquista—, la distinción adicional dentro de su condición que confería a sus miembros, y el definido vínculo particular que establecía entre éstos y el Monarca, hacía que el hábito de caballero continuase siendo, en tiempos de la aventura americana, ávidamente procurado por los hidalgos.

9. Las Órdenes de Caballería en América

Las Órdenes estuvieron representadas en la Conquista por numerosos miembros, algunos prominentes, como los gobernadores de la isla La Española, Francisco de Bobadilla y fray Nicolás de Obando, quienes tuvieron rango de comendadores.

Hubo asimismo propuestas tanto para establecer Capítulos americanos de las Órdenes, como para crear en Hispanoamérica milicias ecuestres locales —incluso una para nobles indígenas, la Orden de Santa Rosa [20] — con características similares a las españolas, pero ninguna prosperó. [21]

Pese a ello, ciertos autores admiten que las Órdenes militares tuvieron una apreciable influencia en la formación de la sociedad hispanoamericana [22]. Dicha influencia es atribuida, en primer lugar, al gran número de representantes reales en América que poseían hábito de alguna Milicia: “la mayor parte de los oficiales en todos los cargos principales tanto de la administración estatal como de la municipal eran miembros de una orden militar” [23]. Además, los hábitos eran concedidos “por notables servicios prestados a la Corona, y prefiriendo siempre a los nativos de aquellas comarcas” [24]. De modo que los aspirantes a caballeros, tanto españoles como criollos, se sentían estimulados a distinguirse en el servicio del Rey no sólo en el campo militar, sino también en aquellas áreas de prioritario interés de la Corona, como lo fue el apostolado con los indígenas.

Los caballeros de las Órdenes aparecen, así, en la primera línea de la Conquista y civilización de América. Figurando entre los principales y más dedicados ejecutores de la voluntad regia en aquellos tiempos de absolutismo, su actuación contribuirá unas veces a favorecer la natural formación de élites hispanoamericanas, otras veces a obstaculizarla, según las oscilaciones estratégicas entre estímulo a la iniciativa local e intervencionismo centralizador, a que la Corte estuvo constantemente sujeta.

10. Vestigios del ideal caballeresco al encuentro de un desafío desmesurado

Más allá de esta influencia atribuida a las Ordenes Militares en el Nuevo Mundo, y a pesar de las infiltraciones de naturalismo neopagano que se advierten en la mentalidad del conquistador, vestigios del ideal épico-religioso de la Caballería, o hasta reminiscencias de los legendarios tiempos carolingios, pueden ser notados en ciertos episodios de la Conquista.

Por ejemplo, después de sometido el imperio azteca, entre los compañeros de Hernán Cortés subordinados al capitán Andrés de Tapia, “se congregaron doce valerosos soldados, que a fuer de caballeros andantes (y acaso en memoria de los Doce Pares de Francia) quedaron concertados para defender en esas comarcas la fe católica, deshacer agravios y favorecer a los españoles e indígenas amigos” [25].

El Nuevo Continente constituía, para aquellos nobles ávidos de proezas, un gigantesco reto, un desafío desmesurado [26].

En primer lugar, debían enfrentar una naturaleza bravía e inclemente: desde el insalubre Darién, en la frontera entre Centro y Sudamérica —región de pantanos, montañas y bosques húmedos inaccesible aun en nuestros días— hasta las cimas vertiginosas de la más extensa cordillera del mundo, los Andes; desde ríos de longitud y anchura nunca vistos (“Mar Dulce” llamó Solís al Río de la Plata), a desiertos de una inmensidad traicionera, en los que calores y fríos extremos se alternan en pocas horas; pasando por selvas impenetrables como las del Orinoco, el Atrato, el Amazonas, o por llanuras desoladas e interminables, y aun por el fantástico “clima vertical” del trópico, en el cual a veces cortas distancias —algunos kilómetros— separan páramos o estepas heladas de selvas tórridas y lujuriantes, o de ardientes desiertos.

La presencia de animales feroces —el jaguar, la pantera negra, el oso, el caimán, la lampalagua, etc.— completa ese cuadro de una naturaleza inhóspita y agresiva.

Durante la expedición de Gonzalo Jiménez de Quesada a través de las selvas del Magdalena, rumbo al reino de los Chibchas, las penalidades fueron extremadas: “El hambre llegó a obligar a los expedicionarios a comer cocidos en agua los cueros de los escudos, las correas y la vainas de las espadas. Acampados en las orillas de un río, un tigre sacó de la hamaca a un soldado: a sus gritos acudieron los compañeros, y el jaguar, atemorizado, dejó la presa por el momento; en hora avanzada de la noche volvió la fiera y en silencio se llevó al infortunado español. Sus camaradas estaban vencidos de cansancio y sueño y el ruido de la lluvia de aquella noche lóbrega ahogó los lamentos de la víctima”. Al llegar finalmente a una región más amena, las altiplanicies de la actual comarca de Santander, Jiménez de Quesada hace el recuento de sus hombres: de los ochocientos que habían iniciado la expedición le restan menos de la cuarta parte, ciento y setenta y seis, “flacos, debilitados y remotos de socorros y de favor humano”, dice la crónica de Juan de Castellanos [27].

Hernando de Soto descubre el caudaloso río Misisipi, en 1541.Detalle del cuadro de William H. Powell, en la Rotunda del Capitolio, Washington.

Entierro de Hernando de Soto. Del libro de William A. Crafts (1876), Pioneers in the settlement of America: from Florida in 1510 to California in 1849, Boston; Published by Samuel Walker and Company.

Y debe aún añadirse el obstáculo mayor: las tribus aborígenes, todas ellas bárbaras en grados diversos, cuando no inmersas en el salvajismo más cruel y extremado. No pocas de esas tribus eran belicosas e indómitas, y varias expediciones —como la de Hernando de Soto en la Florida, o las de Juan Díaz de Solís y Juan de Ayolas en el Río de la Plata— fueron diezmadas por la ferocidad y la abrumadora superioridad numérica indígena. Además, muchas fundaciones, como la primera de Buenos Aires (1535-1541), o las establecidas por Pedro de Valdivia al Sur de Chile (La Imperial, Concepción y otras) tuvieron que ser abandonadas frente al terrible asedio de los autóctonos. Ciudades como Santiago de Chile y Cuzco estuvieron también a punto de perderse, y sólo se salvaron en última instancia, por patente intervención sobrenatural.

11. Socorros sobrenaturales en el éxito de la Conquista

En efecto, la rápida conclusión de la Conquista no puede ser explicada simplemente —como intentan hacerlo ciertos autores— por circunstancias favorables sagazmente explotadas por los caudillos españoles. Evidentemente esa habilidad existió, y les permitió tanto realizar acometidas victoriosas como librarse de peligros inminentes, en muchas coyunturas críticas.

Pero además, como hombres de fe que eran, plenamente conscientes de la providencialidad de la obra que realizaban, ellos sabían que la gracia de Dios no podía dejar de acompañarles, y pedían continua y ardientemente el socorro divino. Por lo tanto debe verse también, en sus proezas a veces casi sobrehumanas, el fruto de inspiraciones de la gracia —que Dios nunca niega a quien la pide— confiriéndoles particular argucia de entendimiento y energía de voluntad para sortear todos los obstáculos que encontraban en su camino, sobre todo en las horas más decisivas [28].

Aún así, ciertas situaciones terriblemente críticas de la Conquista, que cuando parecen perdidas, de repente se resuelven de modo absolutamente prodigioso a favor de los españoles, no pueden ser simplemente explicadas ni por los talentos naturales de éstos —su genialidad, su energía, su coraje—, ni siquiera por una particular asistencia de la Providencia. Tal explicación sólo puede ser encontrada en favores absolutamente extraordinarios del Cielo, otorgados completamente fuera de las vías ordinarias de la gracia, que rozan en lo milagroso o constituyen auténticos y notorios milagros.

Las crónicas de la época abundan en referencias al auxilio que la Virgen María presta a los cristianos en América en horas de peligro extremo, así como a las intervenciones del arquetipo del caballero hispánico, el Señor Santiago. En las batallas de Cortés en México, como en el levante indígena mexicano ocurrido 20 años después en Zapopán; en el terrible sitio de Cuzco por las huestes de Manco Inca; en el asalto de las hordas araucanas de Michimalonco contra el pequeño núcleo español de Santiago de Chile; y en tantos otros episodios del mismo género ocurridos de Norte a Sur de Hispanoamérica, las relaciones dejadas tanto por conquistadores como por indios consignan la aparición de una resplandeciente Señora en el cielo, cuya simple presencia aterra y paraliza a la turba pagana, o de un celeste caballero montado en un blanco corcel, espada flamígera en mano, que pone en fuga a la masa de asaltantes indígenas y en quien los españoles reconocen a su Patrono, Santiago Apóstol. El denominador común de aquellas prodigiosas intervenciones es que ocurren cuando la situación de los españoles está humanamente perdida [29].

El agradecimiento a la Madre de Dios o al “Caballero Apóstol” se perpetúa en los nombres de gran número de villas y ciudades; para conmemorar sus auxilios se construyen iglesias o ermitas, o se los inmortaliza en cuadros e imágenes. “No falta su imagen [del Apóstol] en ninguna iglesia de Nicaragua o del Perú. En México hay más de 150 ciudades que llevan su nombre. De Santiago de Cuba, pasando por Santiago de Tunja y Santiago de Cali, se llega a Santiago de Chile” [30]; sin hablar que en el camino se encontraban desde grandes ciudades como Santiago de Caracas y Santiago de Guayaquil, hasta modestas villas como Santiago de las Montañas en el Ecuador, Santiago de los Valles en el Perú, Santiago de Huata en Bolivia...

Cuando el estudioso sacude el polvo que fue bajando sobre estos maravillosos aspectos de la aurora hispanoamericana —en cuyas crónicas tantas veces la leyenda se convierte en realidad— tiene la impresión de penetrar en la atmósfera de la narrativa y del cancionero de gesta de la Reconquista peninsular [31].

12. La recompensa al heroísmo: privilegios ennoblecedores

Evidentemente esa ayuda sobrenatural, tan decisiva para que la nueva Cristiandad americana se pudiera establecer y afirmar, no disminuye en nada el extraordinario papel de las causas segundas.

En efecto, vencer tamaños obstáculos naturales, doblegar la resistencia a veces encarnizada de tantos pueblos aborígenes, sólo fue posible en virtud de golpes de audacia y actos de coraje que en ocasiones rayan en lo asombroso, en lo inaudito, y cuyo principal objetivo —no debe olvidarse— era extender a América la Cristiandad española. En este heroísmo al servicio del bien público aflora el carácter intrínsecamente ennoblecedor de la Conquista americana [32].

Por eso, al hacerse notorio que las islas y tierra firme descubiertas constituían un Nuevo Continente entregado por la Providencia en manos de la monarquía española, llega también el reconocimiento regio. “Puesto que el esfuerzo principal —en todos los órdenes— había recaído sobre particulares que en buena parte obraban por su cuenta y riesgo, y se habían obtenido para el Estado beneficios que nunca hubieran sido sospechados, la magnitud de las recompensas había de ser proporcionada a la calidad heroica de los esfuerzos hechos y a la grandeza legendaria de los resultados obtenidos” [33].

Así, pues, para premiar las proezas de esos súbditos “que con su esfuerzo lograron...que en tierras de España siempre alumbrara el sol, los reyes fueron concediendo a los descubridores, conquistadores y pobladores de las nuevas tierras, gracias, mercedes, privilegios y exenciones que, aun variando en su modalidad, en España tan sólo los gozaban los nobles hijosdalgo” [34].

No raras veces, en la fase inicial de la Conquista, esas mercedes excedieron a las obtenidas en los campos de batalla de Europa. “Los privilegios concedidos a los primeros descubridores fueron en ocasiones tan excesivos que superaron en mucho —no en facultades jurisdiccionales pero sí en cuanto a las recompensas de carácter patrimonial— a los conseguidos por la vieja nobleza castellana en las guerras de la Reconquista peninsular” [35]. Dado que las expediciones eran en su mayoría de iniciativa privada y costeadas por ésta, tenían los Monarcas el mayor interés en estimularlas, pues era el único modo de extender y consolidar su dominio sobre aquellos inmensos territorios recién descubiertos o aún por descubrir.

“Los Trece de la Isla del Gallo”, por Juan Botaro Lepiani. Museo Nacional de Historia, Lima.

La confusión se había instalado entre la tropa. Pizarro decidió acabarla con un gesto que le mostraría también con cuantos hombres podía contar realmente.

Sacó su espada y trazó con su punta una gran raya en el suelo, orientada hacia ese misterioso Perú donde le llamaban sus deseos.

“¡Señores! —dijo mirando a sus hombres a la cara—, esta raya significa el trabajo, hambre, sed y cansancio, heridas y enfermedades y todos los demás peligros y afanes que en esta conquista se han de pasar hasta acabar la vida; los que tuvieran ánimo de pasar por ellos y vencerlos en tan heroica demanda, pasen la raya en señal y muestra del valor de sus ánimos (...) que yo no quiero hacer fuerza a nadie, que con los que me quedaren, aunque sean pocos, espero en Dios que para mayor honra y gloría suya y perpetua fama de los que me siguieron, nos ayudará su eterna majestad, de manera que no nos hagan falta los que se fueren”

Trece hombres solamente osaron franquear la raya fatídica...

(Inca Garcilaso de la Vega. Biblioteca de Autores Españoles. Madrid, 1960.)

Muchos de tales privilegios eran ya estipulados previamente, al acordarse el envío de cada expedición. Los Reyes pactaban con los respectivos jefes las condiciones de la empresa, mediante contratos llamados capitulaciones, de nítido sabor feudal. Esos pactos otorgaban a los conquistadores facultades y privilegios considerables, que los convertían —la mayoría de las veces temporalmente— en virtuales señores de los nuevos territorios. Por ejemplo, podían fundar villas y ciudades, repartir en ellas solares, así como proveer cargos públicos. Podían además recompensar a sus subordinados con repartos de tierras, que serán la gran base agraria de la nueva élite indiana.

A algunos jefes de la Conquista (por ejemplo a Diego de Almagro) se les concedió también autorización para erigir fortalezas, otorgándoseles su tenencia vitalicia o hereditaria; en lo que aparece una cierta analogía con el castillo feudal europeo, de función al mismo tiempo señorial y militar. El carácter manifiestamente excepcional de estas mercedes queda en evidencia al considerar que en España la erección de nuevos castillos y plazas fuertes se hallaba prohibida desde el reinado de Fernando e Isabel [36].

Les fueron dados asimismo indios en repartimiento o encomienda, a los cuales debían adoctrinar en la fe católica, debiendo ser retribuidos por éstos con servicio personal al comienzo, y con tributos más tarde [37]. La primera encomienda americana fue otorgada en Santo Domingo al Almirante Don Diego Colón, hijo del Descubridor, en la segunda década del siglo XVI. Cuando los capitanes ejercían jurisdicción sobre territorio conquistado, podían también repartir encomiendas a sus subordinados.

A tan amplio conjunto de facultades correspondían títulos vitalicios o hereditarios otorgados en la respectiva capitulación, tales como adelantado, gobernador o capitán general.

En la práctica esos títulos eran equivalentes, ya que designaban la máxima autoridad (militar, civil y en ocasiones también judicial) sobre un área preestablecida. Algunos de ellos ya no correspondían exactamente a la nobiliaria ni a la jerarquía de cargos vigente a la sazón en Castilla: adelantado, por ejemplo, era un título anacrónico, que tuvo gran importancia en los primeros tiempos de la Reconquista, cuando indicaba la jurisdicción suprema sobre territorios fronterizos, con rango “entre duque y marqués” [38]; pero hacia el Siglo XV había caído en desuso.

Sin embargo, en América se los veía como credenciales de una situación social ennoblecedora, que colocaba a su detentor a las puertas de la hidalguía o de la nobleza titulada.

Cabe notar, empero, que aunque ese elenco de privilegios incluyó en algunos casos el poder de jurisdicción que sus beneficiarios tan afanosamente deseaban, éste fue limitado tanto en su alcance como en su duración. Nunca se reproducirá enteramente en América el régimen feudal: los Tiempos Modernos, tiempos de hipertrofia revolucionaria del Estado, habían comenzado [39].

13. De los adelantados-gobernadores al surgimiento de una “Hidalguía de Indias”

En esta etapa inicial de la Conquista, la amplitud de las prebendas que se otorgan tanto al adelantado o gobernador como a sus compañeros de hazañas va estableciendo una equiparación de facto entre los conquistadores y la clase noble, que los Reyes con el tiempo irán sancionando de jure, al conceder a algunos de ellos la hidalguía.

El primero en hacerlo es Carlos V, quien en su Real Cédula del 15 de enero de 1529 determina que los fundadores de poblaciones de la isla Española sean hechos “homes hixosdalgo de solar conocido, con los apellidos y renombres que ellos quisieren tomar”; y que entre ellos, quienes ya fuesen hidalgos sean armados caballeros. En julio de ese mismo año el Emperador y su madre la Reina Da. Juana otorgan a los Trece de la fama, que en la Isla del Gallo habían decidido seguir a Pizarra en la asombrosa conquista del Perú, la hidalguía para los que fuesen plebeyos, y la condición de caballeros (de la orden germánica de la Espuela Dorada) a los que ya eran hidalgos. En la misma fecha el Emperador concede la condición de “home fidalgo” a Diego de Almagro, socio de Pizarra en la Conquista del Perú y descubridor de Chile; y tres años más tarde la Reina le otorga escudo de armas [40].

Será en 1573, ya bajo el reinado de Felipe II, cuando la élite local de Beneméritos de Indias —como quedarán siendo conocidos más tarde los descubridores, conquistadores y primeros pobladores, más sus descendientes— recibirá finalmente amplio privilegio real de hidalguía. El rey manda, mediante las llamadas Ordenanzas de Población, que todos ellos sean hechos “Hijosdalgo de solar conocido, para que en aquella población y otras cuales quier partes de las Indias sean Hijosdalgo y personas de noble linaje y solar conocido, y por tales sean habidos y tenidos, y les concedemos todas las honras y preeminencias que deben haber y gozar todos los Hijosdalgo y Caballeros de estos Reinos de Castilla, según fueros, leyes y costumbres de España” [41].

Estas Ordenanzas fueron incorporadas a la legislación de Indias, y su vigencia se mantuvo inalterada durante los 300 años de dominio español en América. Por ejemplo, ya entrado el siglo XVIII, al fundarse en la Banda Oriental del Río de la Plata la ciudad de San Felipe y Santiago de Montevideo, todos sus primeros pobladores y descendientes legítimos fueron declarados hijosdalgo por decreto del gobernador Bruno Mauricio de Zabala, de 29 de agosto de 1726 [42].

*   *  *

Nacía así la Hidalguía de Indias, llamada a desempeñar un papel central en toda la Historia de Hispanoamérica, que no cesará al separarse ésta de España; pues continuará siendo ejercido durante largo tiempo —con otras denominaciones, y bajo otras formas y aspectos— por sus herederos pertenecientes a las élites sociales de la fase republicana.

Ya en la etapa inicial de la Conquista se va estableciendo una equiparación de hecho entre los primeros conquistadores y pobladores y la clase noble, que la Corona con el tiempo irá sancionando de jure, al conceder a algunos la hidalguía y a otros títulos de Castilla.

El primero en hacerlo es el Emperador Carlos V, quien en su Real Cédula del 15 de enero de 1529 determina que los fundadores de poblaciones de la isla La Española sean hechos “homes hixosdalgo de solar conocido” y que entre ellos, quienes ya fuesen hidalgos sean armados caballeros.

Aquí vemos las estatuas de Carlos V y su mujer, la Emperatriz Isabel de Portugal, detrás, a la izquierda, su madre, la Emperatriz María, y a la derecha, su hermana María, Reina de Hungría, en el Real Monasterio de El Escorial. Sobre ellas, las armas imperiales.


NOTAS

[1] Plinio CORRÊA DE OLIVEIRA, Revolución y Contra-Revolución, Parte I, Cap. III, § 5, A-B.

[2] Apud Francisco CASTRILLO MAZERES, El soldado de la conquista, MAPFRE, Madrid, 1992, p. 131.

[3] (cfr. supra, A.)

[4] Salvador de MADARIAGA, Vida del Muy Magnífico Señor Don Cristóbal Colón, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2a ed., 1942, pp. 251-252.

[5] Cfr. Antonio RUMEU DE ARMAS, La política indigenista de Isabel la Católica, Instituto “Isabel la Católica” de Historia Eclesiástica, Valladolid, 1969, p. 127.

[6] 3) Carlos PEREYRA, Las huellas de los conquistadores, Publicaciones del Consejo de la Hispanidad, Madrid, 1942, p. 11.

[7] Cfr. COMISIÓN INTER-TFPS DE ESTUDIOS HISPANOAMERICANOS, Cristiandad auténtica o revolución comuno-tribalista — La gran alternativa de nuestro tiempo, Sociedad Española de Defensa de la Tradición, Familia y Propiedad — TFP-Covadonga, Madrid, 1993, pp. 33-56 y 103-127.

[8] Gonzalo FERNÁNDEZ DE OVIEDO, Historia general y natural de las Indias, B. A. E., Madrid, 1959, vol. I, lib. IV, cap. I, pp. 88-89 apud Luis ARRANZ MÁRQUEZ, La nobleza colombina y sus relaciones con la castellana, Instituto Gonzalo Fernández de Oviedo, Madrid, 1976, p. 38.

[9] Demetrio RAMOS, La gran mutación impulsada por los Hidalgos en Indias en los años críticos de 1517-1519, in “Hidalguía”, Madrid, nº 151, noviembre-diciembre, 1978, p. 915.

[10] Esas élites ciudadanas (sobre todo en Castilla y León) “intervinieron en las luchas de la Reconquista al lado de los nobles” y los reyes Fernando III el Santo y Alfonso X otorgaron a muchos de sus miembros en las zonas conquistadas el título de “caballeros ciudadanos” (cfr. Francisco CASTRILLO MAZERES, op. cit., pp. 45-46).

Asimismo “en algunas ciudades de la Corona aragonesa (Barcelona, Valencia, Zaragoza, Huesca, etc.), el patriciado urbano quedó investido con privilegios análogos a los de los nobles.” En Barcelona y Valencia los “ciudadanos honrados (cives honorati), propietarios de fincas rústicas”, fueron “a veces investidos de señorío jurisdiccional sobre sus dominios”. Algunos de ellos “quedaron asimilados a los caballeros”, y Fernando el Católico les otorgó el “derecho a ingresar en alguna Orden Militar” (Luis GARCÍA DE VALDEAVELLANO, Curso de historia de las instituciones españolasDe los orígenes al final de la Edad Media, Ediciones de la Revista de Occidente, Madrid, 1968, p. 338 — Subrayados en el original).

[11] Dicha tendencia se reafirmará por entero, de forma más radical, cuando los Borbones asciendan al trono español e introduzcan el centralismo que había caracterizado a los primeros Borbones franceses (Enrique IV, Luis XIII y Luis XIV). Mientras que la Casa de Austria siempre se mostró —en España como en los otros territorios bajo su dominio— propensa al ejercicio descentralizado de una monarquía orgánica y paternal, los primeros Borbones dirigieron resueltamente a España por el camino del absolutismo de modelo francés; absolutismo que no cesó con la Revolución Francesa, sino que se acentuó de modo continuo hasta nuestros días, bajo ropajes socialistas.

[12] Luis LIRA MONTT, La prueba de la Hidalguía en el Derecho Indiano, in “Revista Chilena de Historia del Derecho”, Santiago, nº 7, 1978, p. 131.

[13] Posteriormente, en el siglo XVII, Felipe IV estableció que para acceder a la hidalguía de sangre, bastaba que tres generaciones sucesivas —abuelo, padre e hijo— hubiesen sido agraciados con alguna hidalguía de privilegio o de cargo. Creóse así lo que se dio en llamar “hidalguía de sangre legal” (cfr. Luis LIRA MONTT, El Fuero Nobiliario en Indias, in “Boletín de la Academia Chilena de la Historia”, Santiago nº 89, 1975-1976, pp. 59-60).

[14] Francisco CASTRILLO MAZERES, op. cit., p. 46.

[15] Ídem, p. 105. Otros muestreos revelan proporciones aún mayores. Por ejemplo un estudio de Boyd-Bowman concerniente a 447 conquistadores de diversas expediciones entre 1520 y 1539 indica que “el 34 por ciento eran hidalgos y nada menos del 50 por ciento procedían de una capa media entre nobles y plebeyos”. La casi totalidad de los emigrantes de Asturias eran hidalgos (cfr. Magnus MÖRNER, Aventureros y Proletarios — Los emigrantes en Hispanoamérica, Editorial MAPFRE, Madrid, 1992, p. 28).

El historiador peruano José Durand va más lejos, al señalar: “En los tiempos de las grandes conquistas, una mayoría de hidalgos prevalecía entre los soldados de Indias. Una revisión del catálogo de pasajeros a Indias permite comprobarlo, y ello se confirma, además, por testimonios americanos”. Cita entre éstos el de Bernal Díaz del Castillo, el famoso cronista de la Conquista de México, quien refiere que entre los hombres de Hernán Cortés éramos los más hijosdalgo (José DURAND, La transformación social del conquistador, Porrúa y Obregón, México, 1953, vol. I, pp. 80-82).

Durand agrega: “Hasta hubo grupos enteros famosos por su nobleza, como los quinientos que Pedro de Alvarado llevó al Perú, los más de ellos caballeros muy nobles de la flor de España, entre los cuales se contaba Sebastián Garcilaso, el padre del Inca” (ídem, vol. I, p. 82).

Una relación del gobernador de Nicaragua D. Rodrigo de Contreras, enviada en 1544 al primer virrey del Perú cuando éste se dirige a asumir su sede, le advierte que los españoles allí establecidos “no son de baxa suerte, como en España decían, sino todos los más hijosdalgo y vienen de padres magníficos” (apud Guillermo LOHMANN VILLENA, Los americanos en las Órdenes Nobiliarias (1529-1900), C. S. I. C. — Instituto Gonzalo Fernández de Oviedo, Madrid, 1947, p. XIV).

[16] Philip W. POWELL, Árbol de Odio, Ediciones José Porrúa Turanzas, Madrid, 1972, p. 28.

[17] Los más audaces no dejaron escapar esa preciosa oportunidad de adquirir “gloria, honores y estimación, y así el plebeyo soñaba con ser hidalgo, el hidalgo con ser caballero, y todos con dejar a sus descendientes un nombre inmortal y un escudo de armas que diera fe de sus hazañas. Por eso hoy, pasados casi quinientos años su heroísmo subyuga, su tenacidad y firmeza impresiona al sólo hecho de considerar como unos cientos de hombres, unas mujeres y unos frailes descubrieron, conquistaron, poblaron y evangelizaron un mundo desconocido y remoto, muchas veces mayor que nuestra Europa” (Jesús LARIOS MARTIN, Hidalguías e Hidalgos de Indias, Publicaciones de la Asociación de Hidalgos a Fuero de España, Madrid, 1958, p. 4).

[18] Arthur Martin HEINRICHS, La cooperación del Poder Civil en la evangelización de Hispanoamérica y de las Islas Filipinas, Editorial Verbo Divino, Estella (España), 1971, p. 58.

[19] Así describe el estado de la Caballería en la época el historiador peruano Paul Rizo-Patrón: “corporaciones nobiliarias, ya puramente honoríficas, derivadas de aquellas sociedades de hombres armados que, imbuidas de los ideales de caballería propios de la Edad Media, buscaron la defensa de la religión católica del avance musulmán. Estas congregaciones gozaron a través de los siglos de una variedad de privilegios y preeminencias que les concedieron reyes y Papas, siendo sus maestres casi príncipes independientes. Pero este poderío terminó cuando los Reyes Católicos incorporaron los maestrazgos a la Corona y (terminada la Reconquista) redujeron las órdenes a meras instituciones de prestigio nobiliario” (La nobleza de Lima en tiempos de los Borbones, in “Bulletin de l’Institute Français d'Études Andines”, Lima, nº 1, 1990, p. 136).

[20] Cfr. Guillermo LOHMANN VILLENA, op. cit., p. XXVII.

[21] En 1556, Carlos V envió al Consejo de Indias un detallado proyecto para establecer, con reglas análogas a las de la Orden de Santiago, una milicia de caballeros en Indias, a fin de premiar los servicios de los “conquistadores nobles y virtuosos”. El texto incluía la cesión de encomiendas a los beneficiarios, para quienes sugería los nombres de Caballeros de la Banda o Castellanos, según se escogiese una de las dos insignias propuestas para el respectivo hábito.

El Consejo acogió en principio la idea, pero no llegó a adoptarse resolución definitiva, y las magnánimas intenciones imperiales quedaron en los papeles (cfr. Guillermo LOHMANN VILLENA, op. Cit., pp. XXVII y XXVIII).

Tan sólo fue autorizada, y solamente desde el siglo XVIII, la creación en América de Maestranzas de Caballería (escuelas militares y de arte ecuestre, antecesoras de los actuales colegios militares para el arma de Caballería, que existían en la Península desde 1572), para la instrucción militar de jóvenes hidalgos (cfr. Francisco VELÁZQUEZ-GAZTELU Y CABALLERO-INFANTE, “Evolución de la nobleza en la Cristiandad Occidental”, in “Hidalguía”, Madrid, nº 64, 1964, p. 380; Jesús LARIOS MARTÍN, op. cit., p. 12).

[22] Ver por ejemplo Arthur M. HEINRICHS, op. cit., pp. 58 ss. Es digna de nota la cifra de nacidos en América contemplados con mercedes de hábito desde el primer siglo de dominio español: 16 criollos lo recibieron en el siglo XVI, 433 en el siglo XVII, 409 en el XVIII y 260 en el siglo XIX. El tratadista Guillermo Lohmann Villena, autor de esta enumeración, señala que dependiendo de ulteriores investigaciones puede resultar un número mayor (op. cit., p. LXXVII).

[23] Ídem, p. 58.

[24] Guillermo LOHMANN VILLENA, op. cit., p. LIII.

[25] Ídem, p. XXXVIII.

[26] Puede tenerse idea de lo que fueron las dificultades presentadas por aquel medio hostil, a través de las vívidas y elocuentes relaciones dejadas por los cronistas de Indias.

Bernal Díaz del Castillo, por ejemplo, refiere que en la expedición a Honduras emprendida por Hernán Cortés tras la conquista de México, “eran los montes muy altos y espesos, y a mala vez podíamos ver el cielo, pues ya que quisiesen subir en algunos árboles para atalayar la tierra, no veían cosa ninguna, según eran muy cerradas todas las montañas”. Perdidos en aquellas enmarañadas serranías, los expedicionarios debieron echar mano de la brújula marítima para orientarse, y abrirse camino en la espesura palmo a palmo con sus espadas, en lucha contra el agotamiento, el hambre y el desánimo (apud Carlos PEREYRA, op. cit., p. 88). Gonzalo Fernández de Oviedo señala la gran dificultad que encontraban hombres a veces fogueados en duras guerras en Europa, para adaptarse a “pelear en tan diferentes aires y regiones tan extrañas”, enfrentando alternativamente calores abrasadores “como el mismo fuego” y “tan excesivo frío que se hielan y tullen los hombres”. En esas andanzas, “el que atrás se queda es para siempre, porque ni el capitán le busca, ni aún pueden algunas veces atender al despeado y enfermo” (Apud Vicente D. SIERRA, Así se hizo América, Ediciones Cultura Hispánica, Madrid, 1955, p. 37).

No pocos sucumben devorados por las fieras y alimañas. Fray Pedro de Aguado describe cómo en la región de Santa Marta (Colombia) acechaban los caimanes, “pescados [sic] de diez, doce, quince, veinte y más pies de largo, de hechura de lagartos y de ferocidad de carniceros y caribes fieras”, y cómo “eran dellos con gran ímpetu arrebatados algunos soldados al pasar por algunas ciénagas y ríos, sumergidos debajo del agua sin poder ser más socorridos, y ansí recibían crudelísimas muertes” (Ídem, p. 39).

[27] Apud Jesús María HENAO y Gerardo ARRUBLA, Historia de Colombia, Librería Voluntad, Bogotá, 8ª ed., 1967, p. 95.

[28] Hubo casos sorprendentes de conquistadores asistidos por gracias extraordinarias de carácter habitual, como ocurrió con Alvar Núñez Cabeza de Vaca (célebre por sus largas correrías en Norteamérica y el Río de la Plata), quien curaba indios enfermos tan sólo “santiguándolos y soplándolos y [después de] rezar un Paternóster y un Avemaría, y rogar lo mejor que pudiésemos a Dios Nuestro Señor que les diese salud”, como sencillamente refiere él mismo. La voz de sus maravillosas curaciones corrió rápidamente entre los indios del Sur de Estados Unidos, granjeándole fama de taumaturgo (apud Gabriel GUARDA GEYWITZ O.S.B., Los laicos en la cristianización de América, Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago, 1987, p. 141).

[29] Uno de los hechos más memorables de esta naturaleza sucede durante el largo asedio que puso al Cuzco el renegado Manco Inca al frente de casi doscientos mil indios (1536-1537). Cuando la caída del reducto español era inminente comenzaron a producirse diarias apariciones de Apóstol Santiago; y en la última batalla aparece también la Santísima Virgen, a la que las hordas incaicas ven teniendo a Santiago a su derecha y al Profeta Elías a su izquierda. La celeste Señora les arroja arena sobre los ojos: una arena salvífica, que transitoriamente los ciega y definitivamente los convierte.

Un detalle referido por el Inca Garcilaso de la Vega es que los españoles cercados en la plaza (los indios dominaban casi toda la ciudad y habían incendiado la mayoría de sus barrios) decidieron arriesgarlo todo en un lance extremo antes de perecer. Se confesaron y encomendaron con fervor a sus santos patronos, y al alba salieron dispuestos a jugarse el todo por el todo. En esa circunstancia desesperada “fue Nuestro Señor servido favorescer a sus fieles con la presencia del bienaventurado Apóstol Sanctiago, patrón de España, que apareció visiblemente delante los españoles que lo vieron ellos y los indios encima de un hermoso cavallo blanco, embragada una adarga, y en ella su divisa de la orden militar, y en la mano derecha una espada que parescía relámpago, según el resplandor que echava de sí. Los indios se espantaron al ver el nuevo cavallero, y unos a otros descían: Quién es aquel Viracocha [dios, deidad] que tiene la illapa en la mano (que significa relámpago, trueno y rayo)” (Historia general del Perú, Emecé Editores, Buenos Aires, 1944, t. I, p. 177). El episodio marcó tan vivamente la historia de la ciudad, que para conmemorarlo se erigió contigua a la Catedral una capilla dedicada a Nuestra Señora del Triunfo, y se consagró un altar a Santiago Apóstol.

[30] Eduardo CÁRDENAS S.I., Las prácticas piadosas. Los sacramentos, in Pedro BORGES MORAN, Historia de la Iglesia en Hispanoamérica y Filipinas (Siglos XV-XIX), B.A.C. — Estudio Teológico de San Ildefonso de Toledo — Quinto Centenario (España), Madrid, 1992, vol. I, p. 370.

[31] Sobre esta materia, cfr. Eduardo CÁRDENAS S.I., op. cit., vol. I, pp. 366, 368 y 370; Pbro. Alberto S. MIRANDA, Historia popular de la Virgen del Valle, Editorial Guadalupe, Buenos Aires, 1980, pp. 153-159; Juan TERRADAS SOLER C.P.C.R., Una epopeya misionera — La conquista y colonización de América vistas desde Roma, Ediciones y Publicaciones Españolas, Madrid, 1962, pp. 186-190 y 195-199.

[32] Numerosos documentos atestiguan cómo los autores de la Conquista sentían la nobleza de esa epopeya. Por ejemplo, cuando Juan Vázquez de Coronado, conquistador de Costa Rica y otras regiones centroamericanas, enfrenta el asedio de una coalición de cinco jefes indígenas contra la recién fundada ciudad de Cartago, arenga a sus soldados recordándoles la relación entre su noble origen y el legendario coraje español: “Sois españoles, hijos de nobles padres, y debéis mostrar vuestra virtud en este momento. No desmayéis, pues es propio de la nación española acometer hechos que exceden a todo género de grandeza” (apud Samuel STONE, La dinastía de los conquistadores: la crisis del poder en la Costa Rica contemporánea, Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA), San José, 1975, p. 51).

[33] José María OTS Y CAPDEQUÍ, Historia de América y de los pueblos americanos — Instituciones, Salvat Editores, Barcelona, 1959, p. 7.

[34] Jesús LARIOS MARTÍN, op. cit., p. 8.

[35] José María OTS Y CAPDEQUÍ, op. cit., p. 7.

[36] (cfr. Nobleza y élites tradicionales análogas Cap. VII, § 5, e). Sobre el mismo asunto, cfr. Milagros del VAS MINGO, Las capitulaciones de Indias en el siglo XVI, Ediciones Cultura Hispánica, Instituto de Cooperación Iberoamericana, Madrid, 1986, pp. 67-69 y José María OTS Y CAPDEQUÍ, op. cit., pp. 7 y 254.

En la Real Cédula del 22 de febrero de 1546 Carlos V designaba a los poseedores de fortalezas y castillos en América con el prestigioso título de castellanos, tal como en España: “Los Castellanos y Alcaydes de las fortalezas hagan pleitohomenaje ante un Cavallero hijodalgo” (Apud Jesús LARIOS MARTIN, op. cit., p. 9).

[37] (cfr. infra, D, § 1)

[38] Cfr. Samuel STONE, El legado de los conquistadores: Las clases dirigentes en América Central desde la conquista hasta los Sandinistas, Editorial Universidad Estatal a Distancia, San José, 1993, p. 105.

[40] Cfr. Jesús LARIOS MARTÍN, op. cit, pp. 10, 13-14.

[41] Apud Luis LIRA MONTT, El Fuero Nobiliario..., pp. 64-65.

[42] Cfr. Ricardo GOLDARACENA, El Libro de los Linajes, Editorial Arca, Montevideo, 1981, pp. 26-27.